Читать книгу La insubordinación de la fotografía - Ángeles Donoso Macaya - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
Reajustando la profundidad de campo
La falta de sepultura es la imagen –sin recubrir– del duelo histórico que no termina de asimilar el sentido de la pérdida y que mantiene ese sentido en una versión acabada, transicional.
Pero es también la condición metafórica de una temporalidad
no sellada: inconclusa, abierta entonces a ser reexplorada
en muchas nuevas direcciones por una memoria
nuestra cada vez más activa y disconforme.
Nelly Richard, La insubordinación de los signos
El primero de mayo de 1984, miles de personas se reunieron en el Parque O’Higgins para conmemorar el Día Internacional del Trabajo y el aniversario de primer paro nacional realizado en contra de la dictadura1. La masiva concurrencia –entre ochenta y cien mil asistentes, según los medios oficialistas, cerca de doscientas cincuenta mil, según los medios de la oposición– sorprendió incluso a los organizadores del evento, el Comando Nacional de Trabajadores (CNT). Había varias razones para sorprenderse por el éxito de la convocatoria. Así lo sugería María Olivia Mönckeberg en una crónica publicada en Análisis. Según la periodista, además de la intensificación de la violencia y del peligro siempre inminente de la represión en las protestas, la jornada había sido convocada y organizada en brevísimo tiempo: el régimen de Pinochet había autorizado el uso del Parque O’Higgins solo una semana antes de la fecha y el evento caía además en «el flojo último día de un fin de semana largo». A este inconveniente calendario se sumaban problemas de otro orden: «la oposición en general no se advertía de lo más movilizada y animosa [y] la censura y la manipulación informativa creaban dificultades de comunicación»2. Mönckeberg destacaba que, a pesar de estos varios obstáculos, este había sido el primero de mayo más masivo en la historia de las celebraciones realizadas durante esa fecha en Chile, inclusive más masivo que los primero de mayo celebrados durante los años de la Unidad Popular.
Kena Lorenzini también asistió a esta manifestación, en calidad de reportera gráfica de Análisis. Para esta fotógrafa, perteneciente a la AFI (Asociación de Fotógrafos Independientes) y colaboradora activa del colectivo Mujeres por la Vida, era significativo documentar esta conmemoración histórica. Lorenzini realizó varias fotos ese día. Una de ellas fue publicada junto a la crónica de Mönckeberg: una toma general en la que se ven miles de personas con los brazos en alto. Otra de las fotos que Lorenzini tomó ese día (no publicada en Análisis) enfoca a uno de entre miles de manifestantes (ver figura 0.1). No vi esta foto sino hasta muchísimos años después (¡más de dos décadas más tarde!), pero me consta que cientos de peatones sí la vieron a fines de los ochenta, un día en que Lorenzini caminó junto a otros compañeros fotógrafos por el paseo Ahumada, en pleno centro de Santiago, cada uno con una gran reproducción fotográfica colgando de los hombros (de esta exhibición ambulante también me enteré a través de otra foto, que también vi muchísimos años después [ver figura 0.5])3.
He mirado esta foto incontables veces desde que comencé a escribir este libro. No puedo evitar sonreír cada vez que la veo. Me fascina por su humor, me encantan la audacia y la irreverencia del joven fotografiado, sobre todo de su camiseta: Pico. Me gusta pensar que Lorenzini también sonrió ese día en el Parque O’Higgins al encontrarse con este joven, que incluso asintió con la cabeza, en señal de acuerdo. Qué camiseta tan elocuente, tan precisa. Pico: pico con la dictadura, pico con Pinochet. A veces, mirando la foto, intento imaginar qué tan cerca estaba Lorenzini cuando tomó la foto. Otras veces me quedo pensando y admirando la agilidad con que la fotógrafa ajustó la cámara para realizar la toma (en demostraciones y protestas, la amenaza de la represión policial y militar era siempre inminente, el panorama podía cambiar muy rápido de un momento a otro. La fotógrafa usualmente no contaba con mucho tiempo para preparar la cámara y ajustar el lente y el enfoque).
Figura 0.1. Primera demostración, Parque O’Higgins, Santiago de Chile, 1 de mayo 1984.
Crédito: Kena Lorenzini. Blanco y negro. Archivo personal de Kena Lorenzini.
A lo largo de los años he apuntado varias reflexiones y descripciones a propósito de esta foto. Uno de los primeros apuntes que escribí dice: «La foto enfoca a un hombre joven. Ni idea quién es. Tiene la vista erguida, parece mirar hacia arriba. No sé qué o a quién está mirando. Su mirada es desafiante, parece la mirada de alguien que no siente temor ni miedo. Hay otras personas a su alrededor, algunas miran hacia arriba. ¿Qué miran? Imposible saberlo. Algunas personas acarrean pancartas; otras, banderas. Me encanta la camiseta que lleva puesta este tipo y sobre todo que Lorenzini la pone al centro de la foto. Es un gesto chistoso y atrevido, tal como el mensaje de la camiseta: Pico. De una u otra manera, esta breve palabra condensa el sentir y el pensar de las miles de personas que asistieron ese día al Parque O’Higgins. Pico con Pinochet. Pico con la dictadura».
Al leer estos apuntes hoy, varios años después, me doy cuenta de que apenas reparé entonces en los otros elementos también presentes en el encuadre. Por ejemplo, no escribí nada sobre las otras personas ni sobre las pancartas que algunas de ellas portan. Tal como Lorenzini, enfoqué toda mi atención en el joven centrado en el encuadre, sobre todo en su camiseta. Sin embargo, si reajusto mi mirada, puedo notar fácilmente estos otros elementos, incluso aquellos que aparecen borrosos en el fondo: noto, por ejemplo, a un hombre vestido de terno y corbata que lleva una carpeta con documentos bajo el brazo. Parece apurado. Me intriga la presencia de este hombre. ¿A dónde habrá ido tan apurado? ¿Qué eran esos documentos que llevaba bajo el brazo? ¿Por qué vestía de terno y corbata en un día feriado? Al reajustar mi mirada nuevamente, me percato de la presencia de otro hombre que lleva una cámara colgada al cuello –algún colega de Lorenzini, me imagino, otro fotógrafo que, como ella, también se encontraba trabajando en el Día del Trabajador documentando este importante acto de protesta–. Repito este ejercicio varias veces: miro una vez, miro otra vez. Cada reajuste me permite enfocar distintos elementos: desde la mujer ubicada en el costado izquierdo del encuadre (parece mirarse el brazo con atención) hasta las pancartas y las banderas que aparecen en el fondo. Sonrío al reconocer en una de esas pancartas el retrato de Salvador Allende (la traza de una traza, pienso). Con mi mirada siempre en la foto, me percato de un importante detalle: la mayoría de los elementos que aparecen lejos, en el fondo (hombres, mujeres, banderas, pancartas) tienen contornos difusos. Si bien no puedo distinguirlos claramente y mucho menos describirlos en detalle, me consta que estos elementos están ahí, presentes en el encuadre: estarán borrosos o desenfocados, pero no son invisibles.
Volveré a la foto de Lorenzini más adelante. Por ahora, basta con decir que fue gracias a esta imagen documental que comencé a pensar en la profundidad de campo de una manera más dinámica, a formularla como una herramienta y un concepto crítico para explorar el campo en expansión de la fotografía. En caso de que mis lectores no estén familiarizados con esta noción, valga esta breve explicación: la profundidad de campo es una medida que designa el área de nitidez aceptable de una imagen. El área de nitidez aceptable abarca la distancia entre los objetos enfocados que aparecen en el frente, en el medio y en el fondo de la imagen. O para ponerlo de otro modo: las fotos que poseen una mayor profundidad de campo son aquellas en las que los elementos del frente y del fondo (a la distancia) aparecen con contornos claros y delineados. Si los elementos en el frente o en el fondo aparecen borrosos, esto puede deberse a la reducida profundidad de campo de la imagen4. En este libro, la noción de profundidad de campo se entronca con la idea del campo fotográfico en expansión. Producto de este vínculo, ambas nociones y sus respectivos significados son acarreados –tal como las fotografías– por el juego de la metonimia y de la imaginación. Me explico: si la profundidad de campo se refiere al área de nitidez aceptable de una foto, en estas páginas el término abarca o contempla el área de los objetos disponibles –esto es, de aquellos objetos que son discernibles, inteligibles o visibles– en el campo fotográfico. Al ajustar el foco del lente de una cámara se hacen visibles o se vuelven más nítidos elementos que hasta entonces permanecían indefinidos o borrosos en el encuadre, y viceversa: es este reajuste (entre otros aspectos) lo que determina una mayor o menor profundidad de campo. Del mismo modo, al reajustar la mirada sobre el campo cultural, objetos no disponibles o no considerados previamente se vuelven perceptibles y visibles en tantos objetos: objetos del campo fotográfico en expansión. Este reajuste de enfoque es significativo en tanto me permite apreciar, dilucidar, considerar y analizar una serie de procesos como prácticas fotográficas y, por consiguiente, reformular el campo fotográfico como un campo fotográfico en expansión.
A pesar de las variadas estratagemas ideadas por la dictadura cívico-militar para controlar el campo visual y para controlar la profundidad de campo, muy temprano comenzaron a emerger diferentes prácticas fotográficas de resistencia en el espacio público. Estas prácticas fueron debilitando y trastornando la restringida profundidad de campo militar. Hablo de prácticas fotográficas y no de fotografías porque en este libro considero tanto imágenes que actuaron como evidencia, denuncia o testimonio visual en coyunturas críticas, como diferentes objetos, iniciativas y procesos derivados de la fotografía ideados con propósitos similares –denunciar, protestar, resistir y desafiar el régimen dictatorial–. Muchas de estas prácticas fotográficas no tienen autor o autora. Algunas fueron ideadas por grupos de personas, colectivos, organizaciones o medios de prensa independientes, otras emergieron de manera espontánea; algunas surgieron de colaboraciones creativas, otras de actos solidarios o de acompañamiento. La mayoría de estas prácticas, incluso aquellas que recurren al juego o al humor, se caracterizan por su economía visual (parecen simples o evidentes). Algunas parecen de hecho tan simples que no han llamado, hasta ahora, la atención de la crítica fotográfica. Más allá de sus diferencias o de sus matices, todas ellas revelan la importancia de la fotografía en tanto práctica democrática y civil –y evoco aquí la formulación de Ariella Azoulay–5. Porque la insubordinación de la fotografía no se redujo a la creatividad de un grupo selecto de editores, fotógrafos o artistas; por el contrario, fue un fenómeno plural y colectivo que se materializó en distintos ámbitos del espacio público. En este sentido, el argumento central de La insubordinación de la fotografía es simple: durante la dictadura cívico-militar emergieron una serie de prácticas fotográficas que fortalecieron y amplificaron el espacio público de la protesta. Estas prácticas fotográficas documentales, producto de la imaginación civil de las y los usuarios de la fotografía, no solo posibilitaron otras formas de protestar en el espacio público, sino que también fueron consolidando y expandiendo el campo fotográfico.
La profundidad de campo militar
La Junta Militar y los medios de prensa adeptos al régimen (encabezados por El Mercurio, parte del conglomerado mediático del magnate Agustín Edwards) intentaron moldear y controlar la profundidad de campo a través de una producción cuantiosa e incesante de imágenes documentales6. Algunos eventos eran exhibidos en primera plana para aterrorizar e intimidar; otros eran diseminados poco a poco en intricadas narrativas que iban proveyendo detalles y abundantes pormenores. Pero esta compleja campaña mediática no era nueva; por el contrario, no era sino la continuación de una guerra ideológica financiada en gran medida por el gobierno de Estados Unidos y que había empezado a comienzos de los años sesenta, en plena guerra fría. Ya que la eventual victoria del candidato socialista Salvador Allende podía poner en riesgo la hegemonía hemisférica de Estados Unidos en América Latina, hegemonía ya desestabilizada por la Revolución cubana, el presidente John F. Kennedy (actuando por medio de la CIA) decidió financiar una agresiva campaña de propaganda para asegurar la victoria de Eduardo Frei Montalva, el candidato democratacristiano, en las elecciones de 1964. Es así como a partir de 1962, los medios de prensa que representaban los intereses de la elite terrateniente comenzaron a diseminar propaganda anti-marxista y noticias falsas. Los documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos desde el año 2000 revelan que la colaboración con los medios de prensa de las elites chilenas continuó durante el mandato de Frei Montalva, se intensificó durante las elecciones presidenciales de 1970 (las que Allende ganó a pesar de la intervención) y alcanzó niveles extremos durante los años de la Unidad Popular7.
Si bien la guerra ideológica no mermó después del golpe cívico-militar, las condiciones en las que esta guerra se siguió desarrollando sí cambiaron: a partir del 11 de septiembre de 1973, toda forma de expresión de oposición a la Junta Militar quedó estrictamente prohibida. El primer comunicado de la junta ordenaba a «la prensa, radiodifusoras y canales de televisión adictos a la Unidad Popular» a «suspender sus actividades informativas» de inmediato; de no hacerlo, recibirían «castigo aéreo y terrestre»8. Desde entonces, cualquier intento por reportar lo que estaba sucediendo pasó a ser considerado una forma de oposición, una amenaza a la seguridad nacional del país, un acto que iba en contra de los esfuerzos de «reconstrucción». La Junta Militar y los medios oficialistas ganaron así control absoluto de la profundidad de campo. Este control comenzó con la diseminación mediática del bombardeo de La Moneda9. Algunas imágenes del centro de Santiago y de La Moneda rodeada por tanques militares, obtenidas en la calle por camarógrafos que tuvieron que abandonar el lugar momentos más tarde, fueron diseminadas por Televisión Nacional el mismo 11 de septiembre. Dos días más tarde, la foto reproducida en la portada del diario La Tercera (junto a El Mercurio, los únicos dos diarios que fueron autorizados a circular el 13 de septiembre), mostraba La Moneda en llamas detrás de un gran título que anunciaba, triunfante: «Gigantesca Operación. “Limpieza” de Extremistas: Junta Militar Tomó el Control». Un pie de foto bastante explícito, reproducido sobre la misma imagen, le explicaba al público lector: «Así cayó La Moneda». Para evitar cualquier tipo de dudas, la indicación venía acompañada de una innecesaria flecha que apuntaba hacia La Moneda, borrosa en el fondo del encuadre por causa del humo y de las llamas que la consumían.
En las páginas interiores de la misma edición aparecen reproducidas numerosas fotos: en algunas se ven tanques y soldados posicionados, apuntando sus armas; otras enfocan a personas corriendo o caminando en fila con las manos en alto. El que algunas de estas fotos presentaran algún tipo de desenfoque no hacía más que aumentar la certeza de que habían sido tomadas en medio de la contingencia, en las horas y los minutos previos al bombardeo (ver figura 0.2). Los titulares publicados junto a estas urgentes y desenfocadas fotos no ofrecían mayor explicación sobre los sucesos representados en ellas: «La junta amenazó con matar a todos los extremistas que opongan resistencia», «Cuentas de banco congeladas», y el más sorprendente (e infame) de todos: «La situación a lo largo del país es normal».
Figura 0.2. Páginas interiores de La Tercera de la edición del 13 de septiembre de 1973.
La edición reprodujo grandes fotos que registraban la presencia y la represión militar durante el día del golpe. Archivo personal de Elías Adasme.
Los medios adeptos a la junta muy pronto le dieron al golpe un contexto y una narrativa, o para ponerlo en los términos de este libro, muy pronto ajustaron la profundidad de campo de esas borrosas imágenes diseminadas en los primeros días. Según los reportajes que proliferaron en las semanas siguientes, el golpe del 11 había sido en respuesta a un supuesto «autogolpe» planeado por Salvador Allende para establecer «una dictadura del proletariado»10. De acuerdo a los diarios El Mercurio y Las Últimas Noticias (ambos propiedad de Edwards), este plan, supuestamente ideado y financiado con la ayuda de Cuba y de la Unión Soviética, tenía como objetivo la «aniquilación física» de líderes militares y de oponentes a Allende, incluidos periodistas y profesionales. Estos diarios aseguraban que el gobierno de la Unidad Popular contaba con «miles» de armas para llevar a cabo el ataque y con el apoyo de «miles» de guerrilleros cubanos, quienes habían prometido ayudar a los defensores de la Unidad Popular en la ejecución de dicho plan. Los diarios sugerían que de no haber sido por la intervención precisa y providencial de las Fuerzas Armadas el 11 de septiembre, este «autogolpe» habría ocurrido el 17 de septiembre de 1973. Era solo gracias al patriotismo y al sacrificio de la Junta Militar que el país era por fin librado del «yugo marxista», de sus enemigos internos y externos. Esta historia paranoica (y bastante conocida) se basaba en un documento titulado «Plan Z», el cual había sido encontrado (supuestamente) dentro de una caja fuerte en las oficinas del ministro del Interior después del bombardeo a La Moneda11. Los contenidos de este misterioso documento fueron diseminados en varios medios de prensa oficialistas. El «Plan Z» también fue reproducido por completo al final del Libro Blanco del cambio de Gobierno en Chile, en un apéndice titulado (cómo no) «Documentos secretos».
El Libro Blanco, publicado en noviembre de 1973 para contrarrestar las noticias que ya circulaban sobre la represión posgolpe en el extranjero, se presenta a sus lectores como un recuento honesto y transparente desde su mismo título. El libro, escrito a varias manos por militares, civiles chilenos (incluido el historiador Gonzalo Vial) y al menos dos oficiales de la CIA, comienza con una instructiva nota firmada por la Secretaría General de Gobierno (la Junta Militar)12: «La verdad sobre los eventos en Chile ha sido deliberadamente distorsionada ante el mundo. Aquellos que, desde dentro, arrastraron al país hacia la ruina económica, social e institucional [...] y aquellos que, desde fuera de Chile, colaboraron activamente en la catástrofe, han conspirado para ocultar y falsificar esa verdad»13. Esta verdad que el Libro Blanco establece (o construye) está cuidadosamente avalada por «documentos». Además del «Plan Z», el apéndice con «Documentos secretos» incluye fotocopias de mapas, diagramas, minutas y cartas, listados varios, copias de depósitos, etc.; el libro incluye también varias fotografías. La primera foto muestra a los integrantes de la junta sentados alrededor de una mesa, trabajando; las diez fotos siguientes, todas reproducidas en páginas consecutivas en la primera parte del libro, se centran en un mismo motivo: la amenaza armada de la Unidad Popular. En una foto aparece un «cubano vestido con traje guerrillero» enseñándole a Allende a usar artillería; cuatro fotos muestran artillería pesada y liviana, decenas de armas supuestamente encontradas en la casa de Allende en Tomás Moro y en otros lugares de la ciudad; una foto muestra partes blindadas de un vehículo; una foto enfoca fajos de billetes, dinero supuestamente robado por los «jerarcas del régimen» («cientos de escudos y cientos de miles de dólares», según indica el pie de foto); otra foto centra en primer plano un silenciador de pistola, «típico accesorio de gánster», de acuerdo al opinante pie de foto. El Libro Blanco debe convencer a su público lector de que los hechos presentados son verdaderos e indiscutibles, y para eso construye un cuidadoso montaje de texto e imágenes. Así, el libro parece decir: «Miren, estos son los hechos… en caso de que quede alguna duda, ahí están los documentos y la evidencia visual para corroborarlos».
El Libro Blanco no es una rareza. Desde fines de 1973, la junta y sus civiles aliados editaron y publicaron varios libros con un doble objetivo: limpiar la imagen de los militares en el extranjero y fortalecer el sentimiento antiallendista, antimarxista y antisoviético dentro de Chile. Libros como La experiencia socialista chilena: Anatomía de un fracaso y Nuevo amanecer. Tres años de destrucción (publicado en español, inglés y francés) hacen copioso uso de fotografías14. En 1974, el Departamento de Psicología de la División de Relaciones Humanas de la Secretaría General de Gobierno preparó un documento que detallaba un «plan de penetración psicológica masiva». El objetivo de dicho plan era «destruir la doctrina marxista». La recomendación principal era utilizar formas de comunicación simples y directas que transmitieran equivalencias tales como: «Marxismo = violencia = escasez = escándalo = angustia = peligro de muerte [...] Junta Militar = factor terapéutico = bienestar = solución a problemas = progreso = patria»15. El montaje directo y sin matices de Chile Ayer Hoy, publicado en 1975, nos sugiere que sus autores (probablemente personal de la División Nacional de Comunicación Social, DINACOS) intentaron aplicar al pie de la letra las recomendaciones señaladas en el plan de penetración psicológica masiva16. Quizás no haya libro más llamativo y más descaradamente directo en su intento por generar oposición entre un «nosotros» chileno y un «otros» marxista (léase: no patriótico, no chileno) que Chile Ayer Hoy. Ya que el objetivo es presentar este antagonismo de la manera más clara posible, la narrativa se construye casi exclusivamente a partir de fotografías.
En el libro, las imágenes de «ayer» y de «hoy» aparecen reproducidas en páginas opuestas y contextualizadas por pies de foto que expresan ideas antagónicas o incompatibles: violencia y paz, bien y mal, comunismo y moralidad, escasez y abundancia, terrorismo y normalidad, caos y orden, protestantes y estudiantes, activistas comunistas y jóvenes, extremistas y ciudadanos, etc. Las imágenes de «ayer» aparecen reproducidas en el lado izquierdo sobre fondo negro; las imágenes de «hoy» aparecen en el lado derecho sobre fondo blanco. El mensaje antitético expresado en el montaje es reforzado por los textos que acompañan las fotos, todos escritos en español, inglés y francés.
Figura 0.3. Páginas interiores de Chile Ayer Hoy, dos imágenes de jóvenes de «ayer» (activistas) y de «hoy» (estudiantes). Blanco y negro. Editora Nacional Gabriela Mistral.
Archivo personal de Jorge Gronemeyer (Taller Gronefot).
El argumento central de Chile Ayer Hoy es que «ayer» las y los chilenos vivían bajo la influencia soviética, las manifestaciones comunistas eran recurrentes, las y los estudiantes no estudiaban y la gente no podía comprar nada porque el comercio siempre estaba cerrado; en el Chile de «hoy», en cambio, la gente es feliz porque sí puede comprar, las y los estudiantes estudian, las y los trabajadores trabajan y la ciudad está en calma (el campo está conspicuamente ausente de toda la narrativa) (ver figura 0.3). La imaginería usada en esta formulación es bastante limitada, lo que queda evidenciado sobre todo en la última parte del libro. En esta sección aparecen reproducidas en ambos lados de la página diferentes armas (pistolas, rifles, cañones) enfocadas en primeros planos. Tal como en el Libro Blanco, la idea de la amenaza comunista aparece expresada en el montaje fotográfico como violencia armada. Las fotos, la mayoría organizadas y presentadas sobre el mismo fondo negro, están acompañadas por pies de foto aclaratorios que indican: «Armas para adoctrinar», «Armas para destruir Chile», «Armas enviadas desde Moscú a Chile para matar a chilenos» (ver figura 0.4). El motivo de la amenaza armada (y de la ayuda soviética y cubana) es predominante en el Libro Blanco, en Nuevo amanecer y en Chile Ayer Hoy: los tres libros condenan la supuesta existencia de estas armas usando las mismas fotos. Parece superfluo tener que recalcar lo paradójico que resulta esta insistencia, pero lo hago de todos modos: nunca en la historia del territorio llamado Chile se desplegaron y se usaron tantas armas en el espacio público como durante esos primeros años de la dictadura, ese «hoy» que Chile Ayer Hoy celebraba y justificaba con tanto empeño.
Figura 0.4. Páginas interiores de Chile Ayer Hoy. Cuatro imágenes que muestran armas. Blanco y negro. Editora Nacional Gabriela Mistral. Archivo personal de Jorge Gronemeyer (Taller Gronefot).
Además de producir sofisticadas publicaciones para diseminar propaganda antimarxista y fomentar el sentimiento de apoyo a la Junta Militar, el régimen dictatorial fue persistente en su intento por desacreditar los esfuerzos de denuncia y de protesta. Desde muy temprano y por todos los medios posibles, la dictadura intentó opacar, desactivar y anular las numerosas demandas presentadas ante la justicia, referidas a arrestos, actos de tortura y secuestros. La infame Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y la Oficina de Asuntos Públicos de la Secretaría General de Gobierno, dirigida por el civil Álvaro Puga, se encargaron de montar complejas campañas de desinformación, encubrimientos y montajes. Con este fin trabajaron en complicidad con medios de prensa oficialistas y, en ocasiones, con servicios de inteligencia y medios de prensa internacionales17. Un encubrimiento notorio a este respecto fue la Operación Colombo, cuyo intricado montaje comunicacional tenía como objetivo específico ocultar la desaparición de ciento diecinueve presos políticos (la mayoría militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR). Aunque todos ellos contaban con recursos de amparo que entregaban suficientes datos e indicaban incluso «la dirección de la cárcel secreta donde se les vio por última vez con vida», el montaje, avalado por el Ministerio de Justicia, buscaba también desacreditar de una vez por todas las persistentes demandas sobre desapariciones forzadas18. En este montaje de alcance internacional confabularon varios servicios de inteligencia, los medios de prensa El Mercurio, La Segunda, Las Últimas Noticias y La Tercera en Chile, O’Dia en Brasil y la revista Lea en Argentina. Luego de publicar diferentes noticias que iban dando información relativa a los movimientos de «ciento diecinueve guerrilleros» o «extremistas» en diferentes partes de Argentina, el 24 de julio de 1975 los medios de prensa involucrados anunciaron que estos ciento diecinueve militantes, apresados y torturados por la DINA entre 1974 y 1975, habían muerto producto de pugnas internas en un enfrentamiento en Salta, Argentina19.
En medio de este contexto marcado por la desinformación, saturado de noticias falsas, encubrimientos y montajes de todo tipo, y también restringido a causa de la represión y de la censura, ¿cómo visibilizar y diseminar la verdad del crimen de la desaparición forzada? ¿Cómo y a quién exigirle justicia por este crimen denegado? Asimismo, en un momento en que las protestas comenzaban a ganar más espacio en las calles y en las páginas de los medios de prensa independientes, ¿cómo garantizar la seguridad de las y los fotógrafos y cómo resistir la (auto) censura? Más aún, ¿cómo seguir visibilizando la denuncia y la protesta si incluso la circulación de imágenes era censurada? Las prácticas fotográficas documentales que estudio en este libro surgieron como respuestas a estas apremiantes preguntas. Estas prácticas fueron ideadas para denunciar la violencia y la represión, hacer visibles las desapariciones, diseminar las denuncias, amplificar la protesta y desafiar la censura. En el primer capítulo estudio la producción y diseminación de los retratos fotográficos de los detenidos desaparecidos, una práctica fotográfica que no solo hizo visible el crimen de la desaparición forzada en el espacio público, sino que también posibilitó la conformación de un contraarchivo de la represión. En el segundo me enfoco en la producción del registro fotográfico forense del caso Lonquén y analizo los sucesivos significados de ese importante (y en gran parte ignorado) corpus documental. En el tercer capítulo abordo la emergencia del campo fotográfico: aquí estudio diferentes iniciativas editoriales ideadas por las y los fotógrafos independientes para seguir denunciando y creando en medio de la represión y la precariedad económica. En el cuarto capítulo analizo las respuestas ideadas por los medios de prensa independientes para ridiculizar la censura a las imágenes y de este modo protestar y desafiar las limitaciones impuestas a la libertad de prensa. En cada caso me interesa enfatizar dos movimientos (o expansiones) simultáneos: a la vez que iban alterando la reducida profundidad de campo de la dictadura, estas prácticas fotográficas documentales también iban expandiendo el campo fotográfico.
Las prácticas fotográficas y el campo en expansión
En este libro hablo del campo en expansión de la fotografía. Prefiero este término a la noción más conocida de campo expandido acuñada por la historiadora de arte Rosalind Krauss en la década de los setenta20. Si elijo hablar de un campo en expansión es porque la forma del participio pasado denota compleción: «expandido» sugiere la idea de un campo ya conformado, ya expandido21. En cambio, lo que aquí propongo es que el campo fotográfico es uno en continua expansión. Esto no quiere decir que se trate de un campo infinito. Para ponerlo en los términos de Jacques Derrida: si el campo fotográfico se expande continuamente, no es porque no tenga límites, sino porque es una estructura siempre incompleta. Al centro de esta estructura incompleta y en expansión está la práctica de la fotografía, cuyo signo opera siempre de manera iterativa y suplementaria22. La expansión del campo es efecto de la condición suplementaria de la fotografía entendida como práctica y también de las fotografías, objetos finitos que operan como suplementos. Es debido a esta condición suplementaria que las fotografías pueden adquirir significados o transformar significados ya adquiridos en cada nuevo uso, en cada nueva instancia de contemplación o diseminación; es debido a esta condición suplementaria que las fotos pueden aparecer en vez de o referir a otras cosas (a sus referentes, por ejemplo). Es también debido a esta condición suplementaria que las fotos mismas pueden adquirir la forma de rectángulos vacíos, dibujos o textos descriptivos y seguir siendo usadas, entendidas o descritas como fotos.
La insubordinación de la fotografía también reformula la noción de práctica fotográfica. Práctica fotográfica, vale la pena decirlo, no es sinónimo de fotografía. No se trata aquí de recurrir a un término más atractivo para designar la misma cosa. El sociólogo Pierre Bourdieu y sus colaboradores formularon la noción de práctica fotográfica en un influyente estudio sobre los usos sociales de la fotografía en la década de los sesenta23. Para Bordieu, son los usuarios cotidianos de la fotografía (es decir, no los artistas, no los críticos, no los fotógrafos consagrados, no los especialistas) quienes articulan y formulan, sin saberlo, el fundamento social de la fotografía. En Touching Photographs, la crítica Margaret Olin retoma y expande la noción de Bourdieu con el objetivo de describir los diferentes actos vinculados al fenómeno fotográfico: tomar, posar y mirar fotografías. Olin define estos actos como «prácticas fotográficas que moldean las expectativas que la gente tiene de las fotografías, desde cómo se actúa al tomar o posar para una foto, hasta cómo las fotografías mismas adquieren significado o funcionan» en determinadas circunstancias24. Cabe notar que para Olin «la fotografía» sigue designando ante todo el objeto material, esa presencia física y visual que existe en el mundo; consecuentemente, esta autora se enfoca sobre todo en cómo las personas usan o se relacionan con las fotos y cómo las fotos (con)mueven o tocan a sus usuarias y usuarios25. Mi formulación de práctica fotográfica recoge las ideas de Olin, pero no se restringe exclusivamente a la consideración de fotografías. Esto, porque como argumento en este libro, el valor probatorio o documental (de documento) de las fotos no está determinado por su materialidad ni por sus cualidades formales; más bien, este valor depende de los enmarques y de las formas de presentación de las fotos. La eficacia del documento fotográfico desborda, excede los límites de la fotografía entendida ya sea como imagen o como aparato.
¿Puede una fotocopia tener o adquirir el mismo valor de documento que una fotografía? La abundante diseminación de retratos fotocopiados en el espacio público nos sugiere que sí. ¿Puede un rectángulo vacío actuar como documento de la represión y funcionar como imagen de denuncia? Claro que sí: así funcionaron los rectángulos vacíos que aparecieron en algunos medios de oposición censurados en 1984, durante el periodo en el que estuvo vigente el Bando número 19. Si estos rectángulos vacíos continuaron funcionando como fotos fue porque operaban de acuerdo a los marcos referenciales y a la retórica de la fotografía de prensa: así, sin dejar de cumplir con la restricción, los medios censurados pudieron hacer visible la censura en la página impresa y a la vez informar gráfica y visualmente. Como veremos, esta significativa práctica fotográfica pone de manifiesto el contrato civil de la fotografía, así como la idea de que la referencialidad de la foto es siempre performativa (las fotos declaran y actúan su referencialidad).
Si un retrato fotocopiado, un rectángulo vacío y una foto pueden tener o adquirir el mismo peso documental es porque el campo fotográfico en expansión que este libro formula y explora no está determinado por una persona (la o el fotógrafo), por un aparato (la cámara) o por un objeto (la fotografía). Por el contrario, el campo en expansión vincula e involucra a diferentes actores, procesos y elementos, entre estos: todas las personas, colectividades, organizaciones e instituciones que producen, usan, archivan y exhiben (o censuran) fotografías y otros documentos (en el contexto que nos atañe directamente: la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, la Vicaría de la Solidaridad, el Taller de Artes Visuales, la Asociación de Fotógrafos Independientes, editores de revistas, la DINACOS, críticos de arte y de fotografía, artistas visuales, jueces, abogados, etc.); todos los procesos relacionados al medio fotográfico y también los objetos y formatos derivados de estos diferentes procesos; todas las diferentes conceptualizaciones críticas y teóricas sobre el campo fotográfico, sobre la fotografía y sobre las fotos como documentos o trazas visuales de la memoria.
El gesto crítico de explorar un número de objetos (prácticas fotográficas) junto al campo que estos objetos constituyen, depende de la perspectiva, el foco y la mirada que se tenga de y en el campo, así como también de la disponibilidad de esos mismos objetos en dicho campo. Varios especialistas de los estudios visuales enfatizan la significativa conexión que existe entre las nociones de campo, visualidad y mirada26. Esta conexión se hace explícita en varias expresiones: basta con considerar los términos campo visual, campo de la visión o campo visible; esta conexión también se aprecia en otras acepciones de la palabra que enfatizan aspectos ligados a la visualidad27. Me gustaría aquí darle otra vuelta a este vínculo entre campo y visualidad, a propósito de una reflexión desarrollada por la crítica feminista y queer. Dicha reflexión considera el vínculo entre campo y visualidad en términos de disponibilidad (de objetos y de acciones) y de reproductibilidad (de gestos, preferencias o prácticas).
En Mecanismos psíquicos del poder, Judith Butler explica el proceso de formación del sujeto (heterosexual) y dilucida el rol que cumple el repudio a la homosexualidad en dicho proceso formativo. De acuerdo a Butler, la heterosexualidad como comportamiento obligatorio y el repudio de la homosexualidad comienzan desde temprana edad, con los «objetos disponibles» que el niño halla a su alrededor. «En tanto que repudio», dice, «la sanción actúa no para prohibir el deseo existente, sino para producir ciertos tipos de objetos y excluir otros del campo de producción social»28. Es decir, la formación del sujeto heterosexual se funda en una renuncia previa, anterior: la renuncia de la homosexualidad como posibilidad29. Butler se pregunta: «¿No existe acaso un anhelo de llorar –y, de manera equivalente, una incapacidad para hacerlo– lo que uno/a no fue capaz de amar, un amor que no estaba a la altura de las “condiciones de la existencia”? Esta pérdida no es solo del objeto o de un conjunto de objetos, sino de la posibilidad misma del amor: la pérdida de la capacidad de amar, el duelo interminable por aquello que funda al sujeto»30. Esta pérdida de la capacidad de amar, esta renuncia en la que se funda el sujeto, es inducida por los objetos heterosexuales disponibles en el campo. En Fenomenología Queer, Sara Ahmed revisita esta idea de un campo de objetos heterosexuales y considera en particular la importancia de la noción de «campo de objetos» en la formulación de Butler. En la lectura de Ahmed, dicho «campo de objetos haría referencia a cómo ciertos objetos se convierten en accesibles por medio de una limpieza, por la delimitación del espacio como un espacio para algunas cosas en lugar de otras, donde “cosas” puede incluir acciones (“haciendo cosas”)»31.
La idea de campo como un espacio que determina la disponibilidad (o la visibilidad) de determinados objetos y que induce, efecto de esa misma disponibilidad, determinados comportamientos (en el caso de Butler y de Ahmed, un campo de objetos y comportamientos heterosexuales) nutre mi comprensión de las nociones de profundidad de campo y de campo en expansión. El «campo de objetos» descrito por Butler y reformulado por Ahmed designa en mi estudio una constelación (no evidente) de prácticas fotográficas. Los casos que estudio revelan cómo se manifiesta la invisibilidad (o la no disponibilidad) de determinados objetos (prácticas fotográficas) en el campo cultural; estos casos también me permiten dilucidar los actos de limpieza o las líneas ya demarcadas que determinan dicha disponibilidad. Dice Ahmed: «Las líneas que nos permiten orientarnos, las que están “delante” de nosotros, también hacen que ciertas cosas, y no otras, estén a nuestro alcance […] Tales exclusiones –la constitución de un campo de objetos inalcanzables– son las consecuencias indirectas de seguir líneas que están ante nosotros»32. Lo que propongo, entonces, es adoptar una aproximación fenomenológica en relación a las fotos y al campo cultural. Es esta aproximación fenomenológica la que instiga la reformulación del campo fotográfico como un campo en expansión. Esta reformulación permite apreciar, por ejemplo, la medida en que la demarcación y la consideración de la actividad fotográfica en relación exclusiva al espacio artístico (un espacio que acoge ciertos objetos y no otros) terminan por circunscribir la discusión a determinadas obras y autores, o a ciertos procesos estéticos, y en concordancia con delineamientos críticos más o menos tradicionales. Esta reformulación también nos permite apreciar cómo la misma distribución de las fotos disponibles en espacios o campos específicos y diferenciados (artístico, forense, o mediático) es efecto de determinadas líneas ya existentes (léase: delineamientos críticos, estéticos, ideológicos). Efecto de estas líneas o actos de limpieza (para continuar con la terminología de Ahmed), las fotos son consideradas (pensadas, debatidas, analizadas) en relación a determinados espacios de uso y de circulación. El estudio del campo fotográfico en expansión ciertamente contempla consideraciones de índole estética (no podría ser de otro modo en un estudio sobre producción y reproducción de imágenes). Sin embargo, mi análisis no se deja (des)orientar por las mismas operaciones y los problemas que tradicionalmente han ocupado a la crítica fotográfica.
Lo documental importa33
De acuerdo al historiador de la fotografía Olivier Lugon, lo documental «ha abarcado siempre diferentes ideas y actitudes y ha dado lugar a definiciones contradictorias […] Nunca nadie ha sabido a ciencia cierta qué significa en realidad la palabra “documental”»34. Este tipo de argumentación parece un tanto fácil: es indudable que existen diferentes definiciones del término «documental», distintas opiniones sobre el género documental, así como también diversas genealogías e historias sobre el modo documental de la fotografía. El mismo Lugon, por ejemplo, sitúa el surgimiento del modo documental en la década de 1920 y lo vincula directamente al campo artístico, en particular al surrealismo francés y al movimiento del Nuevo Objetivismo alemán35. La genealogía trazada por Lugon no es una excepción: la gran mayoría de las historias y de las genealogías críticas de la fotografía nos refieren inevitablemente a contextos políticos, culturales o sociales de algún país de Europa Occidental (en especial a Alemania, Francia o Inglaterra) o de Estados Unidos36. Me parece fundamental, en este sentido, retomar la discusión y la reflexión en torno al documento fotográfico y al género fotográfico documental. Es por eso que formulo los objetos que estudio como prácticas fotográficas documentales. Por un lado, me interesa recalcar el valor y el aspecto documental (de documento) de las prácticas que considero; por otro lado, me interesa reactivar las discusiones críticas y las reflexiones teóricas que conciernen al género documental, a la práctica del fotoperiodismo y a los espacios discursivos de la fotografía, todas discusiones que irrumpieron con fuerza en los años setenta37.
Una posición importante en esta coyuntura fue la de la artista visual Martha Rosler, quien en un polémico ensayo cuestionaba: «¿Cómo se puede abordar la fotografía documental como práctica? ¿Qué queda de ella?»38 Qué queda de la fotografía documental, inquiría Rosler a mediados de los setenta, en un momento en que el género documental y el fotoperiodismo estaban en pleno auge en América Latina y en otras regiones del Sur Global. Lo documental fue un tema central en las mesas redondas organizadas durante los Coloquios de Fotografía Latinoamericana que comenzaron a realizarse a fines de esa misma década; es más, la misma Rosler fue invitada a participar en el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía, realizado en 1981 en Ciudad de México (durante el evento, la artista leyó partes de este mismo ensayo en una mesa sobre la relación entre «Lo social y la fotografía»).
Tan central devino la discusión en torno a lo documental, que el crítico Fernando Castro diría años más tarde que Hecho en Latinoamérica, la exposición surgida del primer coloquio, realizado en Ciudad de México en 1978, había privilegiado el modo «documental y humanístico con un tinte ocasional de exotismo y política de izquierda», en detrimento de cualquier otro modo de la fotografía39. Según Castro, debido a la centralidad que adquirió la fotografía documental en las escasas exposiciones sobre fotografía latinoamericana realizadas en Estados Unidos y en Europa a comienzos de los años ochenta, «los modos alternativos de la fotografía –en los cuales se dan la abstracción, el formalismo o la fabricación– […] llegaron a parecer no característicos de aquello que se consideraba fotografía latinoamericana»40. Si bien la observación de Castro es pertinente –efectivamente, las exposiciones internacionales tendieron a privilegiar un corpus acotado de estilos documentales como representativos de la «fotografía latinoamericana»–, el crítico no deja de incurrir en equívocos como el siguiente:
Los fotógrafos chilenos ganaron prominencia en los años ochenta como acusadores del brutal régimen de Pinochet. Su trabajo muestra una sofisticación que va más allá de la «political correctness» de muchas fotografías en Hecho en Latinoamérica I; usaban la imagen fotográfica de una manera más libre y estaban menos limitados por la ideología. Experimentando con los límites del discurso estético, a menudo escogían imágenes elípticas o misteriosas, demasiado sutiles para los censores, pero cuya clave era accesible para el público al que estaban dedicadas. Fotógrafos chilenos como Carlos Leppes [sic], Eugenio Dittborn, y los miembros del grupo de avanzada CADA (Colectivo de Acciones de Arte) desafiaron las premisas históricas, políticas, sociales e institucionales del arte chileno41.
El que Castro haya identificado a Eugenio Dittborn, Carlos Leppe y a las y los miembros del colectivo CADA como «fotógrafos» me parece a la vez curioso y decidor. Curioso, ya que Castro incluye entre sus referencias los libros Fotografía chilena contemporánea (editado por José Luis Granesse) y Chile from within 1973-1988 (editado por Susan Meiselas en colaboración con un grupo de fotógrafos chilenos). Si bien se trata de dos libros muy diferentes en varios aspectos (difieren sus modos de elaboración, sus formas y espacios de diseminación, las narrativas propuestas y también sus públicos), ambos buscaban diseminar el trabajo que habían realizado diferentes fotógrafos durante la década del ochenta en Chile, muchos de los cuales (como sí sugiere Castro) usaron sus cámaras para acusar y denunciar «el brutal régimen de Pinochet». De más está decir que ni Leppe, ni Dittborn ni el grupo CADA aparecen en Chile: fotografía contemporánea ni en Chile from within. Castro también incluye como referencia Márgenes e instituciones, de Nelly Richard, publicado originalmente en Melbourne en 1986. Es probable que Castro haya elaborado su argumento a partir de la lectura de este importante y conocido libro y que haya identificado el trabajo realizado por Dittborn, Leppe y el CADA con lo que él mismo denomina «el modo experimental de la fotografía». La fotografía como aparato, tecnología, práctica y discurso fue central para las prácticas de estos y otros artistas: la misma Richard se refiere en su libro a la «condición fotográfica» de las prácticas artísticas chilenas durante este periodo. Es por eso que el equívoco de Castro me parece decidor: este equívoco, que es también una omisión, llama la atención sobre el lugar liminal que ocuparon las y los fotógrafos chilenos y sus prácticas en los debates críticos que proliferaron en esta época. Antes de referirme a estos debates, me gustaría decir todavía un poco más sobre las implicancias geopolíticas que subyacen a las teorizaciones más difundidas sobre el género documental.
Ya que mi intención es pensar con y desde las prácticas documentales de la fotografía que emergieron en los setenta y ochenta en Chile, mi análisis inevitablemente se distancia de posiciones como las de Rosler y de Castro. Estas posiciones ilustran y reproducen, de maneras diferentes, algunas de las críticas postestructuralistas hoy por hoy bastante conocidas sobre la fotografía documental y sobre el fotoperiodismo: la fotografía documental reproduce códigos clasistas y modos de representación paternalistas; el fotoperiodismo corre el peligro de hacer espectáculo del horror y de la violencia, etc. De más está decir que estas críticas siguen vigentes. De hecho, una académica norteamericana intrigada por el modo en el que críticos como Roland Barthes, John Berger, la misma Rosler, Allan Sekula y Susan Sontag se refieren en diversos textos a la fotografía (en especial a la fotografía documental y al fotoperiodismo), se pregunta en un libro más o menos reciente: «¿Por qué los críticos de la fotografía odian la fotografía?»42 Para explicar este «odio», Susie Linfield se enfoca en las principales influencias de Berger y compañía: Walter Benjamin y Siegfried Kracauer, dos intelectuales que vivieron en un contexto marcado por el ascenso del fascismo. Es este contexto particular, según Linfield, el que explica tanto la fascinación como la desconfianza con que Benjamin y Kracauer se aproximan en distintos textos a la fotografía. Linfield evoca un famoso pasaje de Bertolt Brecht citado por Benjamin hacia el final de su «Pequeña historia de la fotografía»: «Una foto de la fábrica de Krupp o de AEG no nos enseña nada sobre esas instituciones»43. En este pasaje, Brecht (y por ende, Benjamin) critica las fotos de corte publicitario realizadas por fotógrafos como Albert Renger-Patzsch, uno de los principales exponentes del Nuevo Objetivismo alemán en la década del treinta.
El problema con la argumentación de Linfield es que algo similar puede decirse de Berger, Sontag, Rosler o Sekula. Es decir, tal como Benjamin y Kracauer, a estos críticos y teóricos también les tocó vivir contextos geopolíticos específicos, coyunturas que también influyeron en sus opiniones e ideas sobre la fotografía. Esto no niega, por supuesto, la influencia que puedan haber tenido en sus textos las ideas de intelectuales como Benjamin o Kracauer. Sin embargo, en mi perspectiva, el problema no es que Berger, Sontag, Rosler o Sekula hayan desconfiado del fotoperiodismo u odiado la fotografía documental por haber leído a Benjamin o a Kracauer. Más bien, el problema tiene que ver con la geopolítica implícita en sus aproximaciones críticas: con esto quiero decir que no se puede ignorar el hecho de que Berger, Sontag, Rosler o Sekula, ensayistas y fotógrafos que han expresado desconfianza con la práctica del fotoperiodismo y llamado la atención sobre las ideologías reformistas y humanistas subyacentes a la fotografía documental, han sido también espectadores y consumidores de fotografías de guerra y de conflictos que se han desarrollado en otras latitudes. En efecto, muchas de las fotografías que estos pensadores evocan en sus textos o que están en la base de sus formulaciones críticas fueron realizadas fuera de los Estados Unidos, en los denominados «puntos calientes» (hot spots) de la guerra fría, y luego diseminadas además en medios de prensa norteamericanos44. Por eso, Linfield propone dejar de lado la desconfianza postestructuralista y entregarse al placer de la visión. Su propuesta, sin embargo, no deja de reproducir su propia geopolítica implícita: contemplando y considerando fotografías realizadas en Varsovia, Sierra Leona, China y Abu Ghraib, la crítica sugiere que dichas imágenes «nos traen a casa» problemas como la violencia, la precariedad y la guerra.
Las pocas aproximaciones críticas formuladas en la academia norteamericana que sí han considerado el problema de la geopolítica implícita en reflexiones relativas a la práctica del fotoperiodismo, tampoco ofrecen (al menos no siempre) explicaciones adecuadas sobre las diversas prácticas locales y regionales. Por ejemplo, a propósito del desarrollo del fotoperiodismo en América Latina en los años setenta y ochenta, Mary Panzer, editora de Things As They Are: Photojournalism in Context since 1955, comenta: «La gran mayoría de los reportajes más memorables fueron realizados por [fotógrafos] extranjeros, como Susan Meiselas, ya que ellos podían publicar su trabajo en Europa y en Estados Unidos. Para aquellos que se quedaron, publicar era imposible o dependía de alternativas valientes y creativas –como en 1988, cuando varios fotógrafos chilenos se transformaron ellos mismos en “periódicos vivientes”: cargando su obra por las calles, se manifestaron en contra del general Pinochet–»45. Si bien Panzer reconoce la valentía y la creatividad de las y los fotógrafos chilenos, sugerir que «la gran mayoría de los reportajes más memorables fueron realizados por fotógrafos extranjeros» es tan desafortunado como inadecuado. ¿Memorables para quién, memorables dónde? Las y los fotógrafos independientes que permanecieron en Chile durante la dictadura se dedicaron a la importante tarea de denunciar la represión y de expandir el espacio mediático de la protesta y la resistencia y en medio de la contingencia realizaron fotografías memorables e icónicas46. Si bien publicar libros fotográficos de buena calidad (en términos de impresión) era difícil para las y los fotógrafos independientes (no así para los militares), los libros de fotografía no constituyen la única manera de diseminar o de exhibir trabajo fotográfico. Las fotógrafas y los fotógrafos no solo publicaron y difundieron sus imágenes en revistas independientes y en ediciones en fotocopia, sino que también las exhibieron en incontables exposiciones colectivas y en diferentes actos culturales de solidaridad y de protesta47. La misma Meiselas se percató de la ferviente actividad fotográfica local durante su breve estadía en Chile a fines de los ochenta (ver Epílogo). De hecho, la demostración de 1988 mencionada por Panzer (la misma que evoqué al comienzo a propósito de la fotografía de Lorenzini) fue una de las tantas iniciativas ideadas por las y los fotógrafos de la AFI (ver figura 0.5). El motivo de esta exhibición fotográfica en movimiento era Chile Crea, el evento cultural internacional que aunó arte, ciencia y cultura, realizado en julio de 1988 con motivo del plebiscito. Algún colega de Lorenzini tomó una foto durante este evento usando la cámara de la fotógrafa. En la foto vemos a cuatro fotógrafos de la AFI, José «Pepe» Moreno, Álvaro Hoppe, Alejandro Hoppe y Kena Lorenzini, todos sonriendo, exhibiendo y acarreando orgullosos sus fotos48. La exhibición móvil ideada por los fotógrafos de la AFI en 1988 buscaba acercar aún más la fotografía a la gente; el gesto de caminar con las fotos colgando de los hombros también evocaba, afectivamente, el gesto de portar fotos pegadas al cuerpo, aquella práctica fotográfica que había sido iniciada hacía más de quince años por las y los familiares de personas detenidas y desaparecidas.
Figura 0.5. «Nosotros los fotógrafos protestando en el paseo Ahumada (tomada por un colega con mi cámara), Santiago, 1988». Blanco y negro. Archivo personal de Kena Lorenzini.
Una formulación prevalente y bastante citada de la fotografía documental es aquella que la define como una extensión del Estado, como un aparato de captura que produce, al mismo tiempo, formas disciplinarias de control y vigilancia (la foto de carné, por ejemplo) y formas de identificación ideológica. Este es el argumento central de John Tagg en The Disciplinary Frame. El enfoque de Tagg es la fotografía documental tal y como emergió y se desarrolló en los años treinta en Estados Unidos, durante los años de Roosevelt y del New Deal. Tomando como punto de partida las ideas de Michel Foucault sobre la relación entre técnicas de documentación, prácticas disciplinarias y la construcción de la subjetividad, Tagg enfatiza el populismo que subyace al modo documental, así como también su relación «inescapable e inalienable» con el Estado. Tagg argumenta que detrás de la «simple demanda» del modo documental –«mira la foto»– residía la mirada paternalista del Estado del New Deal y de la «maquinaria de representaciones» puesta en marcha por sus aparatos ideológicos. Los «objetos» de la fotografía documental, al menos tal y como se desarrolló esta práctica bajo el liderazgo de Roy Stryker (Stryker estuvo a cargo del proyecto fotográfico desarrollado por la Farm Security Administration), eran los desposeídos y los pobres. La cámara debía producir identificación con estos sujetos49.
Tagg no deja de recordarle a su lectora que las fotografías «capturan significados». Sin embargo, ni la maquinaria del Estado ni ninguna otra institución, entidad u operación puede determinar completamente los significados fotográficos, no importa cuál sea su nivel de influencia, control o poder ni los medios a los que recurra para lograrlo. No toda performance del documento es necesariamente disciplinaria, no toda fotografía documental reproduce miradas paternalistas o perspectivas populistas. Es por eso que en La insubordinación de la fotografía recojo las ideas de Thomas Keenan sobre el documento como operación y como performance, así como también la importante formulación de Ariella Azoulay sobre la fotografía como práctica civil50. De acuerdo a Azoulay, «la invención de la fotografía añadió una nueva manera de considerar lo visible, una que no existía previamente o la que, de hacerlo, existía de una manera diferente»51. Azoulay denomina este modo de mirar, la «mirada civil». Este tipo de mirada existe «siempre y solamente dentro de una pluralidad» y «no busca controlar lo visible, pero tampoco puede tolerar que otro lo controle»52. La mirada civil es fundamental en contextos en los que el Estado actúa de manera represiva en contra de ciudadanas y ciudadanos. Las agrupaciones, organizaciones, los colectivos y las personas que resistieron la dictadura cívico-militar no solo se abocaron a demandar persistentemente la verdad, sino que también intentaron establecerla y diseminarla de diferentes maneras. Orientadas por la mirada civil, estas colectividades usaron la fotografía para demandar la verdad y también para promover y diseminar otras formas de ver. Las prácticas fotográficas que emergieron de diferentes esfuerzos y colaboraciones también posibilitaron la reproducción, la exhibición y la diseminación de diferentes tipos de documentos (incluyendo documentos fotográficos). Esta labor visual y fotográfica fue central para amplificar y expandir el espacio de la protesta y las formas de la insubordinación.
Las prácticas artísticas no oficiales que emergieron en Chile durante la dictadura provocaron importantes debates críticos sobre la dimensión ideológica de la fotografía y sobre las implicancias políticas y estéticas de su incorporación en el espacio del arte. La fotografía, entendida a la vez como huella de la memoria, objeto de reflexión, aparato de la mirada y material de trabajo, devino central tanto en las prácticas artísticas como en las formulaciones críticas sobre dichas expresiones. Se ensayaron diferentes definiciones y aproximaciones a lo fotográfico y a la fotografía; en varios textos, la capacidad de «registro» es descrita como una cualidad intrínseca de la fotografía, como parte de su ontología. Esta idea no deja de reproducir la ideología imperial que ha sostenido al discurso fotográfico desde la aparición del aparato en el siglo XIX. Es esta ideología imperial la que tiende a enfatizar la cualidad de registro del aparato fotográfico por sobre cualquier otra cualidad o atributo de la fotografía entendida como práctica53.
Especialmente significativa para esta reflexión es una exposición de Francisco Smythe en Galería Cromo, inaugurada en octubre de 1977. La materia prima de la muestra era una serie de fotografías realizadas por José «Pepe» Moreno (uno de los fundadores de la AFI) en la emblemática calle San Diego. Smythe usó estas fotos para hacer collages, pero también las intervino con manchas, grillados y anotaciones escritas a mano. Los dibujos y collages creados por Smythe (re)presentaban distintos espacios característicos de la calle San Diego: tiendas y vitrinas, puestos callejeros, umbrales, pasajes. Junto a estas imágenes del barrio, la exhibición en Galería Cromo incluía una serie de retratos fotográficos de «personajes locales» (vendedores ambulantes, prostitutas, mesoneras, peluqueras, charlatanes y transeúntes) también intervenidos con grillados y manchas. Además, un video ofrecía a los visitantes un panorama visual de la vida cotidiana en el barrio54.
Entre 1977 y 1978, Smythe expresó en distintos medios (en el catálogo de la muestra, en entrevistas y en su tesis de grado titulada «Arte y Conciencia») la idea de que estaba en la búsqueda de un acercamiento «más directo» y «más objetivo» a la realidad. Esta idea resonó en la crítica; las reseñas enfatizaron el carácter «documental» de la muestra. Una reseña publicada en la revista Paula, por ejemplo, dijo de la exposición de Smythe «documenta el paisaje urbano». Otra reseña, publicada en el diario La Tercera, describía toda la exposición como un «reportaje fotográfico» de la calle San Diego55. Si bien el material fotográfico utilizado en la exposición había sido meticulosamente intervenido y trabajado por el artista, la expresividad y la condición artesanal de toda la muestra parecían quedar relegadas a un segundo plano.
A diferencia de la muestra, las fotos en el catálogo no fueron intervenidas por la mano del artista. En la cubierta y en las páginas interiores, diferentes tiras de prueba y fotografías aparecen organizadas en serie, reproducidas sin intervenir (es decir, sin manchas, líneas o dibujos) y acompañadas de breves títulos que señalan a los individuos, los espacios retratados y la ubicación de la «toma». Este montaje refuerza aún más la función documental (léase: de documento) de las imágenes: «matadero franklin. ubicación: calle franklin con arturo prat, fecha: octubre de 1976, 14:30 horas, día de semana»; «tira de pruebas: carnicería, demolición, camión, ciega, pareja, fotógrafo, delincuente común, puesto, calle»; «vitrinas (imaginería) ubicación: san diego con victoria, san diego con franklin, fecha: 1977, toma: maletas, santos, prendas interiores» (ver figura 0.6). Después de las imágenes, un texto mecanografiado indica: «La fotografía está intervenida, por el deseo de corregir o hacer más tangible la realidad. Responde a la insatisfacción del hombre frente a ésta»56. El artista expone así su propuesta en términos bastante directos: ya que lo que se busca es corregir la realidad, la fotografía, «registro objetivo» de la realidad, debe ser intervenida, transformada o manipulada. Smythe detalla una de estas formas de intervención. El proceso consiste en la sobreexposición del material fotográfico. Esto produce la desaparición de los grises y la aparición (la saturación) de las líneas y manchas «más esenciales» del retrato57.
Figura 0.6. Página interior de Smythe, de Francisco Smythe. «matadero franklin». Crédito: José «Pepe» Donoso. Blanco y negro. Archivo Centro de Documentación Artes Visuales.
El proceso descrito por Smythe no es visible en el catálogo; este funciona más bien como una plataforma para exhibir la materia prima de la exhibición y para explicar los procesos. «Toda obra tiene un proceso de elaboración, y éste debe ser visible. El “error” es parte de la obra», plantea Smythe. Si esto es así, entonces las fotos incluidas en el catálogo funcionan como documentos, pero no tanto como representaciones documentales. A la vez, las mismas declaraciones del artista reproducidas en el catálogo nos invitan a ver dichas imágenes como si fueran imágenes documentales. Dice Smythe: «Denunciar, develar, una realidad que existe, que veo, que considero. Debe existir una toma de conciencia, sobre una realidad que patentiza la deshumanización de nuestra civilización actual». Pero ¿quién o qué denuncia? ¿Es el artista (Smythe) que enfatiza mediante su discurso la capacidad de registro de la fotografía, es el fotógrafo (Moreno) que realiza las fotos o es la fotografía misma como aparato de captura? Evoco este catálogo no para relevar el tema de la autoría –el catálogo indica que las fotos son de Moreno–, sino para reconsiderar las conceptualizaciones de la fotografía en el campo de las artes visuales y también para llamar la atención sobre el lugar incierto de la fotografía documental en dichas conceptualizaciones. Desde inicios de los ochenta, los fotógrafos de la AFI idearon distintas iniciativas para fomentar la discusión crítica y teórica en torno a la fotografía; sin embargo, sus iniciativas se desarrollaron y se llevaron a cabo, en gran medida, al margen del campo artístico. A pesar de la importancia que adquirió la fotografía como documento y como aparato de registro en el campo del arte, la fotografía documental no figuró, salvo contadas excepciones, como objeto de reflexión crítica dentro de ese campo.
Las formulaciones críticas que emergieron en el campo cultural chileno inspiradas en la incorporación de la fotografía como objeto, discurso, dispositivo y material de trabajo en las prácticas artísticas, incitaron muchas de las reflexiones que desarrollo en este libro. Por eso, revisito en lo que sigue las ideas planteadas por dos de los críticos más influyentes dentro de este campo: Ronald Kay y Nelly Richard. Varios de los ensayos que Kay escribió inspirado en el trabajo del artista visual Eugenio Dittborn fueron publicados en 1980 en Del espacio de acá. Estos ensayos, algunos de los cuales ya habían aparecido en los catálogos producidos por Dittborn, ofrecen formulaciones sugerentes e innovadoras sobre la fotografía. Kay aborda desde cuestiones fenomenológicas y ontológicas del medio hasta cuestiones históricas relativas a la repentina llegada del aparato fotográfico al «Nuevo Mundo» –el espacio de acá–. Inspirado en el uso que Dittborn hace de documentos rescatados y alterados, viejas fotografías que enmarcan sujetos olvidados y marginados, Kay define la imagen como un signo complejo que acarrea consigo la marca de constantes y variadas luchas. Asombrado y conmovido ante los montajes y las imágenes dialécticas creadas por Dittborn, Kay insiste en Del espacio de acá que la exhibición de ciertas fotos implica inevitablemente la invisibilidad de otras, que las mismas fotos pueden ser usadas con propósitos diferentes e incluso opuestos, que los elementos visibles en la superficie de la foto lo llevan (a Kay espectador) a imaginar y pensar en todo aquello que debe permanecer escondido, latente, invisible, fuera del marco. Dice Kay en uno de esos ensayos:
En toda imagen, por la praxis en la que está inserta, pugnan energías colectivas antagónicas; en cada imagen, por el lugar concreto que ocupa en una contingencia y en un contexto determinado, se señalan los triunfos, los chantajes, las adulteraciones, las derrotas, los conatos, las extorsiones de las fuerzas que están en lucha. Detrás de cada imagen está la huella todavía fresca de la exclusión de otras y la inminencia de ser suplantadas por nuevas58.
Mirando las imágenes documentales que pueblan la práctica de Dittborn, Kay formula la irrupción de la fotografía en el subcontinente latinoamericano como un evento paradójico. Al mismo tiempo que el aparato fotográfico crea las condiciones de posibilidad para el surgimiento de una mirada específicamente latinoamericana, este dispositivo mecánico y foráneo es usado para definir, estudiar y representar a pueblos indígenas cuyas vidas e historias son de otro tiempo y por ende no coinciden con este aparato que es producto del capital y de la técnica59.
Las ideas de Kay son retomadas por Nelly Richard en Márgenes e instituciones. En este importante libro, uno que marcó y seguirá marcando las aproximaciones críticas por venir sobre la escena artística de esos años, Richard formula un marco teórico y crítico para pensar y abordar la serie de prácticas artísticas que emergieron en Chile desde mediados de los años setenta. Como es bien sabido, Richard formuló el conjunto de prácticas no oficiales y no tradicionales en términos de una «escena de avanzada» y delineó elocuentemente los modos en que la fotografía transformó el campo artístico durante la dictadura60. En relación a los usos fotográficos, Richard propone tres momentos o «cortes»: el primero corresponde al año 1977, cuando el recurso de la fotografía se vuelve sistemático. El segundo corte lo ubica a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, cuando un grupo de artistas jóvenes (entre ellos, Elías Adasme, Víctor Hugo Codocedo, Luz Donoso, Alfredo Jaar y Hernán Parada) vuelven generalizado el uso de la fotografía. El tercer corte ocurre «[…] después de 1980, [cuando] la fotografía pasó a funcionalizarse como el simple registro de acciones ejecutadas en vivo, cumpliendo la misión (junto con el video) de ser el apoyo documental de performances e intervenciones urbanas cuyo transcurso efímero necesita de este suplemento de memoria»61.
En relación al primer corte, Richard considera una secuencia doble de exhibiciones realizadas en las galerías Cromo y Época. Los artistas que participaron en estas exhibiciones (Catalina Parra, Roser Bru, Carlos Altamirano, Carlos Leppe, además de los ya mencionados Eugenio Dittborn y Francisco Smythe) no solo incorporaban materiales fotográficos –fotos encontradas, fotocopias, hojas de contacto refotografiadas, recortes de periódicos y de revistas, negativos–, sino que también alteraban estos materiales mediante collages, impresiones, rayados, tintes, manchados y fotocopias. De hecho, Richard evoca el texto de Smythe al reflexionar sobre el recurso generalizado a la fotografía en las prácticas artísticas. El uso de la fotografía, dice Richard citando a Smythe, se debe «a razones que van desde “el abandono de la artesanía en la obra” al querer buscar “un acercamiento más objetivo, más cercano de la realidad”»62.
Más allá de la práctica específica de Smythe, Richard argumenta en su libro que a fines de los años setenta el aparato fotográfico devino un medio efectivo para «desmantelar el academicismo imperante en las bellas artes», desafiar y desestabilizar el esteticismo tradicional y el expresionismo que caracterizaba a la pintura, y reflexionar sobre el contexto político inmediato a través del desplazamiento de significados. Cito a Richard:
[…] la introducción de lo fotográfico en el arte chileno coincide con el periodo en que dicho arte, posteriormente al quiebre de su marco de significación social y habiendo aprovechado el silencio obligado de los primeros años de intimidación del régimen militar para repensar vigilantemente el significado de su práctica crítica, comienza a asumir un rol denunciante que lo lleva a querer explicitar cada vez más directamente su referencia al entorno sociopolítico que las obras rechazan y enjuician. Lo documental-fotográfico pasa entonces a ser considerado un instrumento privilegiado para que la obra devele y revele su gesto de oposición a lo real fotografiado de un modo que convierta toda seña de realidad en evidencia y prueba de acusación63.
Tal como Kay, Richard pone especial atención en los documentos fotográficos que pueblan el trabajo de Eugenio Dittborn, documentos que ella lee como guardianes colectivos del recuerdo (ver figura 0.7). A propósito de estos retratos, dice Richard:
En un país como Chile, donde el recuerdo colectivo fue confiscado por un aparato oficial de ocultamiento del pasado y de expropiación histórica de las señas de identidad nacional, resucitar los documentos que testimonian ese pasado equivale a desenterrar la noticia de una temporalidad censurada y a reinterpretar la memoria nacional en los lapsus fotográficos de sus retratos populares y escenas cotidianas64.
Figura 0.7. Páginas interiores de Fallo fotográfico, de Eugenio Dittborn. «Galería de delincuentes». Retratos fotocopiados y texto. Crédito: Eugenio Dittborn. Blanco y negro.
Archivo personal Jorge Gronemeyer (Taller Gronefot).
Estos pasajes nos van revelando cómo la incorporación de fotos de diversa índole (de prensa, retratos encontrados, fotografías de carné) fue consolidando la teorización de la fotografía como objeto documental.
Richard sugiere que la incorporación de documentos fotográficos en el arte implica un uso reflexivo de la imagen fotográfica. Este uso reflexivo de la foto documento es delineado en oposición al uso testimonial de la fotografía en otros espacios65. La oposición entre usos reflexivos y no-reflexivos (o testimoniales) de la fotografía aparece de manera más prominente en La insubordinación de los signos. En este libro, publicado en 1994, Richard vuelve sobre las prácticas artísticas que emergieron durante la dictadura para conceptualizar dos tipos de arte: un arte contestatario y uno refractario. Richard hilvana su tesis de lo refractario inspirada en las lecturas que se hicieron de Benjamin en ese periodo y en diálogo con ideas y formulaciones desarrolladas por Adriana Valdés y Enrique Lihn sobre las mismas prácticas artísticas. De acuerdo a estas interpretaciones de inspiración benjaminiana, el arte refractario habría operado de acuerdo a una lógica de negación y desviación que no solo rechazaba los marcos de representación cooptados por el fraudulento lenguaje del poder dictatorial, sino que también era inasimilable a las formas tradicionales de producción cultural. A diferencia del arte refractario, el lenguaje del arte militante y de la cultura partidaria no habría registrado aquella «conmoción de signos que [estremeció a] la máquina de representación social»66. Más bien, el arte militante habría producido «significados meramente contrarios al punto de vista del dominador sin atentar contra el orden de su gramática de la significación»; en otras palabras, sin desafiar ni el lenguaje ni los marcos de representación del orden imperante. Vale la pena detenerse en la retórica con la que Richard describe estas dos tendencias:
Es cierto que la tendencia predominante del arte contestatario chileno movilizado por la izquierda tradicional buscaba sobre todo vengarse de la ofensa dictatorial tramando –en simétrico reverso– una épica de la resistencia que fuera el negativo de la toma oficial. Pero en los costados de ese arte heroico y monumental, batallaron nuevas construcciones de obras que no quisieron atender la mera contingencia figurativa del «No» sin a la vez traspasar sus reclamos a todo el régimen de discursividad que había convertido la rigidez dicotómica del sí/no en un nuevo reducto carcelario67.
La formulación de un arte contestatario como el inverso simétrico de la narrativa del poder dictatorial incita la metáfora fotográfica: en el pasaje, el arte de la resistencia es descrito como «el negativo de la toma oficial». El negativo fotográfico viene a significar aquí el opuesto exacto del sistema de visibilidad de la dictadura –una suerte de reflejo inverso absoluto, sin mediación–. Esta metáfora puede leerse como un síntoma que nos da pistas sobre la conceptualización más generalizada de la fotografía en el campo artístico. Las mismas palabras con las que Richard describe el arte contestatario nos instan a proponer esta lectura. La metáfora recién señalada concibe la fotografía primeramente como una imagen técnica (o química): el arte militante, el arte del no, era el negativo de la toma oficial. En otra parte del libro, Richard –citando las palabras de Adriana Valdés– describe la cámara como un instrumento visual sin rival para «mostrar al hombre en la catástrofe»68, pero lo hace para enfatizar el hecho de que las obras con mayor «densidad reflexiva eran aquellas que llevaron documentación fotográfica y representación pictórica a alternar y cotejar sus lenguajes crítico-visuales en el interior mismo de la imagen»69. La consideración de diferentes prácticas artísticas refractarias, incluido el trabajo fotográfico documental de Paz Errázuriz y las obras de artistas como Dittborn o Smythe –artistas visuales que incorporaron retratos de identidad y fotografías documentales en sus trabajos, alterándolos y serializándolos– es coherente con esta conceptualización. Todo vuelve sobre la misma idea: la fotografía es o bien una imagen mecánica o bien un aparato de captura y como tal necesita de la práctica artística para articular de otro modo, para representar o significar de manera reflexiva. Sin embargo, como argumento (y espero demostrar) en este libro, la práctica de la fotografía comprende mucho más que la cámara y la foto.
La misma idea de que la fotografía opera por defecto dentro de determinados marcos de representación, a menos que sea incorporada de manera reflexiva en las prácticas artísticas, debe ser reconsiderada. Diferentes prácticas documentales que no emergieron dentro del campo del arte ciertamente revelaron, o sugirieron de manera reflexiva, el problema de la pérdida de la referencia y la ruptura del significado frente a la catástrofe. Un ejemplo significativo es una serie de libros producidos y publicados por la Vicaría de la Solidaridad entre 1978 y 1979, ¿Dónde están? Las fotografías realizadas en Lonquén a fines de 1978 son otro ejemplo. Estas fotos, algunas tomadas en el día previo a la denuncia y otras realizadas durante las exhumaciones, tenían como objetivo dar cuenta precisa del sitio del crimen y de la evidencia encontrada ahí. Si bien las fotos publicadas no mostraban más que un montón de piedras y la torre de una de las chimeneas de una mina abandonada y derruida, estas rápidamente comenzaron a evocar y a revelar aquello que no podía ser revelado públicamente, cuestionando los marcos de representación oficial y añadiendo significados en cada nueva diseminación. Estas fotos, de las cuales me ocupo en el segundo capítulo, circularon copiosamente desde 1979 en adelante. Sin embargo, en La insubordinación de los signos, Richard sugiere que «la masacre de Lonquén […] afloró a luz y conocimiento públicos gracias a cómo la obra de Gonzalo Díaz supo “poner el dedo del arte en la llaga de la política”» en 1988, es decir, diez años después del macabro hallazgo70. No dudo para nada de la importancia de la obra de Díaz. Como sugiere Richard, Lonquén 10 años logró revelar el tiempo presente como un «nudo disyuntivo capaz de hacer que el recuerdo no [fuera] una vuelta al pasado (una regresión que sepulta la historia en el nicho del ayer), sino un ir y venir por los recovecos de una memoria que no se detiene en puntos fijos»71.
En su instalación, Díaz no usó ninguna de las (para entonces bien conocidas) fotos que fueron tomadas en los hornos de la mina. Sin embargo, el catálogo sí reproduce en la tapa una copia alterada (una impresión en puntos) de una foto bastante diseminada en la que se ve la parte superior de una de las chimeneas. Esta imagen documental (reproducción de una fotografía tomada por Helen Hughes) había aparecido en varias publicaciones, incluidas la revista Solidaridad y el libro Lonquén (publicado en 1980 y reeditado en 1982, luego de que la primera edición fuera censurada). La imagen (intervenida en el catálogo) debe haber sido reconocible para el público asistente a la instalación en la Galería Ojo de Buey; esta imagen refería asimismo a las y los espectadores al conocido y traumático evento ocurrido diez años antes (ver figura 0.8). El mismo Díaz escribe en el catálogo la significancia y la latencia de esas fotografías. En las palabras del artista: «Solo después de diez años de retención metabólica, de mirar lo que ocultan esas fauces fotográficas de medio punto –arquitectura adecuada a la magnitud de una masacre– se me ha hecho posible enfrentar directamente el Vía Crucis de este pavoroso asunto»72. En este pasaje, Díaz parece sugerir, paradójicamente, una operación inversa a la descrita por Richard: no sería la práctica artística la que vuelve la fotografía reflexiva, sino que más bien es la fotografía la que permite la reflexividad de la obra al trabajar con y a través del tiempo, con y a través de la memoria.
Figura 0.8. Portada de Sueños privados, Ritos públicos (Justo Pastor Mellado y Gonzalo Díaz). Crédito: Helen Hughes. Color. Archivo Centro de Documentación Artes Visuales.
Si le dedico tanto espacio a las formulaciones de Richard es porque su conceptualización de lo refractario es significativa y sigue vigente; también porque el torbellino de signos, la crisis de sentido que expone y traza de manera tan persuasiva en La insubordinación de los signos afectó, sin lugar a dudas, las prácticas documentales de la fotografía. En el pasaje citado como epígrafe, Richard describe y postula la falta de sepultura como «la imagen –sin recubrir– del duelo histórico que no termina de asimilarse» y como «la condición metafórica de una temporalidad no sellada: inconclusa, abierta entonces a ser reexplorada en muchas nuevas direcciones por una memoria nuestra cada vez más activa y disconforme»73. Mi propia exploración de las prácticas fotográficas que emergieron y proliferaron bajo la dictadura en respuesta a las sistemáticas violaciones a los derechos humanos (desapariciones, asesinatos, tortura, censura) no es sino otra manifestación de esta temporalidad no sellada que pide ser reexplorada y reinterpretada. Mi intención es analizar las diferentes formas y materialidades que asumieron estas prácticas, así como también considerar sus posibles significados y su continua relevancia. Con este objetivo en mente, enfoco mi mirada en el campo fotográfico en expansión. Al proponer este enfoque, este modo de aproximación, no lo hago tanto para argumentar que el aparato fotográfico fue usado para reproducir y diseminar cada vez más imágenes, lo que permitió amplificar el espacio de la protesta y de la resistencia –una función, de más está decirlo, absolutamente primordial… incontables fotografías fueron diseminadas en diferentes medios y espacios de oposición (revistas, documentales, catálogos, murales callejeros, panfletos, pancartas, etc.)–. Más bien, lo hago para argumentar que la práctica de la fotografía instigó y facilitó la transformación de las fotografías en muchas otras cosas. Instancias reveladoras de lo que Azoulay llama la «imaginación civil», las prácticas que emergieron expandieron y suplementaron las posibilidades de las fotos y de los documentos: lo que estos eran, lo que significaban y lo que hacían. Cientos de retratos fotográficos fueron mejorados, refotografiados o fotocopiados y usados como trazas icónicas y documentales de la desaparición en el espacio público; fotos obvias, sin más pretensión que la de registrar, devinieron metonimias evocativas de la represión y de la desaparición; cientos de fotos de prensa fueron reemplazadas con rectángulos vacíos para desafiar la censura; etc. Estas prácticas documentales no eran «el negativo de la toma oficial»; por el contrario, estas prácticas explotaron la dimensión performativa de la fotografía para seguir denunciando, protestando y documentando. Estas prácticas no dependían del arte ni de las prácticas artísticas para perseverar o significar, aunque también operaron de manera refractaria, con toda su multiplicidad de significados y densidad de sentidos.
Estas prácticas documentales son de la fotografía porque son productos o subproductos de técnicas y procedimientos fotográficos, pero también porque activan en cada instancia la performance de referencialidad de la fotografía. La profusa diseminación de retratos de detenidos desaparecidos en fotocopias y pancartas, la construcción y presentación de evidencia forense por medio de su documentación y fijación fotográfica, la expansión de la actividad fotográfica y documental a través de diferentes medios e iniciativas, el recurso a suplementos verbales y textuales para hacer hablar a la fotografía de prensa censurada, todas estas prácticas hacen manifiesta esta performance de referencialidad. Las imágenes que resultaron de estas distintas prácticas documentales fueron ganando significados específicos en cada nueva diseminación o exhibición, y a veces bajo diversas formas o materialidades. Asimismo, estas prácticas son documentales porque así fueron definidas o usadas en sus diferentes enmarques e instancias de exhibición. Si bien se produjeron, crearon, alteraron y diseminaron una variedad de objetos visuales (incluyendo, por supuesto, fotografías), fueron estas diferentes formas de enmarque y de exhibición las que les otorgaron a estos objetos su estatus o peso documental. La persistencia de estas prácticas fotográficas en el espacio público habla del importante rol de la fotografía en la lucha colectiva por las demandas de verdad y de justicia.
Yo, la espectadora
Las imágenes documentales, independiente de su materialidad, existen para ser vistas. La forma en la que estas imágenes nos interpelan, nos afectan y nos tocan depende de nuestras experiencias de vida, de nuestro grado de familiaridad con los eventos y/o con las personas representadas, de nuestras ideas, creencias y posturas políticas. Del mismo modo, el gesto de explorar, considerar y analizar una serie de objetos y el campo que los contiene dependen de la perspectiva, el enfoque y la mirada que se tiene sobre el campo, así como de la disponibilidad de los mismos objetos dentro de dicho campo. Pertenezco a la generación de la posmemoria, y evoco aquí el término de Marianne Hirsch: esto implica, entre otras cosas, que mi conexión con los eventos ocurridos durante los setenta y los ochenta en Chile está (y se ha dado) inevitablemente mediado por objetos de archivos, prácticas discursivas y artefactos culturales –fotografías y películas documentales, textos literarios e históricos, testimonios–74. A la vez, no solo mi conexión con los eventos mismos se ha dado mediado; también mi relación con las fotografías que emergieron y circularon durante este periodo está atravesada por mediaciones, marcada tanto por la cercanía como por la distancia.
Este doble vínculo tiene mucho que ver con mi biografía. Nací en Santiago en 1980, de modo que en cierto sentido (en el sentido más literal, digamos) soy contemporánea del campo fotográfico en expansión que exploro en este libro. Crecí escuchando diferentes historias y versiones sobre algunos de los eventos que originaron las prácticas fotográficas que estudio aquí y muchos de los lugares que aparecen en las fotos que analizo –el paseo Ahumada, el Cementerio General, la Alameda, el Estadio Nacional, plazas y calles varias– son lugares que conozco y por los que he transitado en incontables ocasiones. Además de lugares específicos, noto en muchas de las fotos que analizo su sentido de urgencia: algunas fueron tomadas para denunciar momentos de violencia y/o represión, otras para documentar los actos de protesta que se hicieron cada vez más masivos y recurrentes en los ochenta. A pesar de que varias de estas fotos circularon en revistas o fueron exhibidas en muestras colectivas (algunas de ellas muy breves), yo no las vi ni tuve conciencia de su existencia sino hasta muchos años después. Además de que mi encuentro con muchas fotos ocurrió en un momento muy posterior, este encuentro se dio a través de otro medio: el cinematográfico. De modo que al mismo tiempo que un vínculo cultural y lazos afectivos me acercan a las prácticas fotográficas que estudio (incluidos los lazos que estreché con muchas de las personas vinculadas al campo mientras escribía este libro), inevitables y sucesivos desplazamientos me alejan de ellas.
Esta oscilación entre cercanía y distancia se transformó en un aspecto central para mi acercamiento crítico. Los sucesivos desplazamientos temporales, espaciales y mediáticos enriquecieron y complejizaron mi perspectiva del campo fotográfico, provocando reflexiones sobre la distancia que mediaba entre este campo y mi posición como espectadora e investigadora en el presente. La noción de profundidad de campo evoca precisamente esta perspectiva: a veces me acerco a una foto o a un grupo de fotos para considerar alguna cuestión específica en mayor profundidad –significados posibles de los elementos representados o de aquello que permanece oculto y es solo sugerido en la superficie de la imagen–. Otras veces es la distancia la que me permite considerar las diferentes relaciones y los procesos involucrados en las prácticas fotográficas, así como cuestiones relativas al campo fotográfico en expansión.
La primera vez que vi muchas de las fotos que estudio en este libro fue en el documental La ciudad de los fotógrafos (2006), de Sebastián Moreno. La ciudad de los fotógrafos llama la atención sobre el rol tan significativo como olvidado (o ignorado) de un grupo de fotógrafos durante la dictadura. El documental insiste en la marginalidad de este campo en la historiografía del periodo. En una de las primeras secuencias, el director se pregunta en voz en off qué fue de estos fotógrafos y por qué nadie parece conocer su historia. Estas preguntas orientan este documental, uno que revisita una olvidada historia fotográfica. Moreno entrevista a varias fotógrafas y fotógrafos en cámara y les pregunta sobre sus fotografías, muchas de ellas hoy consideradas imágenes emblemáticas de este periodo. El documental no solo dilucida la importancia de la fotografía como práctica civil y política, sino que también enfatiza la labor de las y los fotógrafos, quienes además de haber trabajado en condiciones muchas veces peligrosas y siempre precarias, tuvieron un rol preponderante en la consolidación del campo fotográfico (todos los fotógrafos entrevistados, incluido José «Pepe» Moreno, padre del director, pertenecieron a la AFI).
La distancia a la que me refería antes, aquella que me separa de esta constelación de imágenes y prácticas fotográficas, se me hizo patente por primera vez al ver este documental. Mi primer encuentro con estas imágenes –trazas audiovisuales de trazas fotográficas– no era en el medio original en el que estas habían sido producidas (el fotográfico) ni reproducidas por primera vez (revistas, galerías, catálogos), sino en otro medio (el cinematográfico), en un documental que además tematizaba el olvido –otra forma de distancia, de borradura– al que habían sido relegadas estas fotos y sus autores, a pesar del rol central que estas habían tenido como herramientas de denuncia y a pesar también de la crucial labor realizada por estos fotógrafos a lo largo de los ochenta.
Uno de los aspectos que más me interesó de La ciudad de los fotógrafos fue cómo el montaje hacía visible y volvía material la noción de la foto como traza documental. La película incorpora una serie de imágenes detenidas –fotos impresas– y las pone en movimiento. El despliegue de estas imágenes detenidas, por medio del sonido y del montaje, nos transporta al momento de la toma. Estas trazas fotográficas –trazas olvidadas, ignoradas y desplazadas que el documental de Moreno revisita y reactiva– son el punto de partida (que no es lo mismo que el origen) de este libro. La experiencia de ver estas fotos documentales desplazadas, reproducidas y transformadas me indujo a pensar en la fotografía como un campo en expansión –un campo que no ha sido formulado y delineado en estos términos–. El desplazamiento de las fotos en el documental (de fotos impresas a imágenes digitales, de ilustraciones mediáticas y objetos de archivo a material cinematográfico) me llevó a pensar en la materialidad de aquello que comúnmente identificamos como fotografías, en la variedad de plataformas en las que estas imágenes circulan o son diseminadas, así como también en la performatividad de la huella fotográfica.
Así como el documental de Moreno me llevó a pensar en la idea del desplazamiento fotográfico, los sucesivos encuentros con esa irreverente foto que Lorenzini tomó el primero de mayo de 1984 en el Parque O’Higgins inspiraron mi formulación de la profundidad de campo como un concepto crítico. La perspectiva o el punto de vista que adopto como espectadora cuando miro una foto depende, al menos en parte, del enfoque, del enmarque y de la profundidad de campo de la foto. Como sugería al comienzo, la primera vez que vi esa foto me cautivaron la mirada desafiante del joven centrado en la foto y sobre todo su camiseta; casi no reparé en el resto de la gente, en las pancartas y en las banderas que aparecían más borrosas en el fondo. En cierto sentido, fue la particular profundidad de campo de esta foto –una profundidad de campo un tanto reducida– aquello que orientó mi mirada en esos primeros encuentros.
Las orientaciones, en la formulación de Sara Ahmed, tienen que ver con la dirección que los cuerpos adoptan en un determinado espacio o campo; las orientaciones también se refieren a las relaciones que estos cuerpos establecen con los objetos disponibles en dicho espacio o campo. Esta disponibilidad no es sino efecto de la orientación adoptada. Sin embargo, los cuerpos no eligen ni deciden que orientación adoptar. Por el contrario, Ahmed insiste en que «las “orientaciones” dependen de tomar puntos de vista como si fueran objetivos. El hecho de que este punto ha sido decidido se oculta en el momento en que se plantea como objetivo»75. La noción de orientación resuena con algunas de las ideas ya planteadas a propósito de la visibilidad de los objetos –esto es, de las prácticas fotográficas– en el campo en expansión. Tal como nuestra orientación (corporal) determina la disponibilidad de los objetos en un campo dado y las relaciones que establecemos con estos objetos, la profundidad de campo determina, en cierto sentido, nuestra orientación en la superficie de la foto y, por ende, de los objetos disponibles (en este caso, visibles) en el espacio fotografiado (el encuadre)76. Pensar (en) la fotografía en términos de orientaciones tiene por cierto otras implicaciones: significa que las fotografías mismas pueden operar como orientaciones, es decir, como puntos de vista ya dados que orientan el campo de lo visible o, como diría Ahmed, como puntos que nos guían y nos ayudan a encontrar el camino77. Pensar la fotografía en términos de orientaciones implica también considerar cómo los eventos históricos se inscriben fotográficamente y cómo son representados78. Por cierto, decir que las fotografías orientan el campo visual o que los eventos son inscritos fotográficamente no implica ni quiere decir que las fotografías nos indiquen el camino «correcto» o «verdadero», ni mucho menos el único camino: como insiste Ahmed, las orientaciones bien pueden desorientarnos (seguir un camino, una orientación o una dirección implica la exclusión de todo aquello que se encuentra fuera de ese camino de antemano).
Los contenidos de este libro
Libros como Libro Blanco (1973) y Chile Ayer Hoy (1975) y montajes como el Plan Z o la Operación Colombo ilustran el significativo rol que tuvo la fotografía en la manufactura, la validación y la diseminación de los montajes creados por el poder dictatorial79. La lógica es familiar: mientras más documentos (visuales, textuales) se proporcionan sobre un evento, mayor es el peso probatorio que adquieren dichos (supuestos) eventos80. A pesar de los múltiples intentos por parte de los aparatos represivos de la dictadura para ocultar y opacar las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos, para moldear el discurso sobre el pasado y la memoria a su manera, y para diseminar su discurso de propaganda, hacia 1976, la «mano dura» de la dictadura se debilitó81. Las personas, los colectivos y las organizaciones cuyas prácticas fotográficas documentales estudio aquí desempeñaron un papel primordial en este debilitamiento.
El primer esfuerzo coordinado para combatir las violaciones a los derechos humanos provino de los familiares de las víctimas y de las parroquias comunales, lugares a los que la gente recurría para pedir ayuda. En octubre de 1973, líderes religiosos de diversas denominaciones formaron el Comité Pro Paz, una organización ecuménica en la que sacerdotes, pastores y vicarios trabajaron junto a abogados y trabajadoras sociales, recolectando la información que las personas traían consigo82. En 1974, un grupo de familiares que ya trabajaba con el comité formó la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD)83. El comité comenzó muy pronto a presentar peticiones de habeas corpus en nombre de los detenidos desaparecidos; sin embargo, debido a la implacable presión ejercida por Pinochet y la Junta Militar, el Comité Pro Paz se tuvo que disolver en noviembre de 197584. Después de la disolución del comité, el arzobispo Raúl Silva Henríquez instituyó la Vicaría de la Solidaridad, organización que continuó y expandió este trabajo de documentación, apoyo y denuncia. El departamento de comunicaciones de la Vicaría produjo, reprodujo, catalogó y difundió innumerables fotografías. Los funcionarios de la Vicaría las utilizaban en las diferentes iniciativas legales y sociales llevadas a cabo, así como también en sus publicaciones y documentos85.
El primer capítulo analiza el trabajo de contraarchivo realizado por la Vicaría con los retratos fotográficos de las víctimas de la represión. El análisis contempla tanto la composición del archivo fotográfico como la difusión de este archivo en el espacio público. Para eso, considero las diferentes transformaciones, los desplazamientos y las diseminaciones experimentadas por estos retratos en el espacio público. Los retratos de identificación han sido teorizados y descritos como una práctica fotográfica documental producida por el Estado para controlar, disciplinar, vigilar, clasificar, etc. Sin embargo, la imaginación civil no está limitada por la lógica del Estado. Es por eso que las fotos de identificación también sirvieron para idear prácticas fotográficas documentales civiles. El Estado cívico-militar negó sistemáticamente que estaba secuestrando y matando a personas; los familiares de detenidos desaparecidos y de presos políticos respondieron a esta violencia inundando el espacio público con sus retratos. Los familiares de las personas detenidas comenzaron esta práctica muy temprano, afuera de comisarías y de los campos de detención y tortura, con el objetivo de localizar a seres queridos que habían sido detenidos (no necesariamente desaparecidos). Esta práctica colectiva y pública de exhibición fotográfica siguió insistiendo en que aquellas personas retratadas no eran «muertos presuntos» ni «presuntos desaparecidos», sino que eran detenidos desaparecidos. En este sentido, la diseminación pública de los retratos fue fundamental en tanto le dio al crimen de la desaparición forzada (un crimen negado) una imagen, una representación visual. Además de diseminarlos en el espacio público, los familiares de detenidos desaparecidos comenzaron a traer consigo fotos de identidad, retratos e instantáneas arrancadas de álbumes familiares a la oficina de la Vicaría para incluirlas en las peticiones de habeas corpus y en el archivo. Como la mayoría de estas fotos estaban en muy mal estado, se hizo necesario volverlas a fotografiar e incluso mejorarlas manualmente. Los fotógrafos de la Vicaría, Helen Hughes y Luis Navarro, y también los artistas visuales Luz Donoso y Hernán Parada, jugaron un papel fundamental en este proceso. En las oficinas de la Vicaría, Navarro y Hughes se abocaron a la tarea de obtener mejores copias de las fotos que los familiares traían para utilizarlas en las diferentes iniciativas legales y también para catalogarlas en el archivo86. Los nuevos retratos facilitaban el reconocimiento de los detenidos y formaban parte de los documentos que los funcionarios de la Vicaría recopilaban al preparar diferentes acciones legales. Donoso y Parada, por su parte, trabajaron con miembros de la agrupación en el Taller de Artes Visuales desde 1974: con las fotos que recibían de la agrupación producían nuevas tomas, desarrollaban los negativos y los ampliaban en el Taller de Artes Visuales (TAV)87. Trabajando a veces en colaboración con otros artistas (principalmente Elías Adasme, Víctor Hugo Codocedo y Patricia Saavedra), Donoso y Parada incorporaron estos retratos refotografiados y ampliados en sus prácticas artísticas, diseminando aún más el archivo fotográfico de los detenidos desaparecidos. El primer capítulo comienza y termina evocando una iteración de la acción de Parada «Obrabierta A (1974-presente)», en la que el artista usa una máscara fotocopiada de su hermano, Alejandro Parada, detenido y desaparecido desde julio de 1974. Esta fotografía de un retrato fotocopiado orienta la reflexión y la ruta de este capítulo que considera también tres publicaciones de la Vicaría: Solidaridad, Separata Solidaridad (ediciones especiales de Solidaridad) y el libro ¿Dónde están? (1978-1979). Mi lectura sugiere que la representación visual del crimen de desaparición forzada, representación que emergió y comenzó a tomar forma a partir de la exhibición pública de los retratos, se consolidó en las publicaciones de la Vicaría, sobre todo en ¿Dónde están?
En los últimos años se ha argumentado que la iconicidad de los retratos fotográficos de las víctimas de la represión amenaza con cancelar el significado político de los retratos, como si el significado político residiera en las imágenes, como si la política se condensara en la superficie de una foto. Mi lectura propone que no son los retratos los que tienen un significado político, sino que lo político emerge y se hace visible más bien en su exhibición pública. Fueron las y los familiares de personas detenidas los que comenzaron esta práctica fotográfica en el espacio público, fueron ellas y ellos quienes inauguraron este espacio político. Fue esta práctica fotográfica espontánea la que provocó las reproducciones sucesivas de retratos en otros espacios –incluido el espacio artístico–. Los retratos fueron reparados y reproducidos para que pudieran continuar operando en el espacio público, para que pudieran persistir como rastros icónicos de la desaparición y como evidencia visual de la existencia del delito de desaparición forzada. En este esfuerzo por consolidar y ampliar la visibilidad de este negado acto de violencia y represión, se creó un contraarchivo: el archivo fotográfico de los detenidos desaparecidos de la Vicaría. Este acto insubordinado de la fotografía involucró diferentes procesos de transformación y desplazamiento de los retratos de los desaparecidos: enmendar, refotografiar y fotocopiar, archivar y diseminar. Mi lectura busca iluminar la materialidad mutable de estos retratos icónicos persistentes. Para ello me dejo orientar por sus trazas documentales performativas.
En noviembre de 1975, Sergio Diez, representante de Chile ante las Naciones Unidas, presentó a los miembros de ese organismo oficial un informe preparado por el Instituto Médico Legal en el que figuraban como «fallecidos» sesenta y cuatro personas denunciadas como desaparecidas. Este informe oficial incluía las fechas y horas de sus muertes, incluso los protocolos de autopsia. Sin embargo, los restos de siete hombres que habían sido declarados «muertos» en 1973 aparecieron en Lonquén en 1978. El infame reporte de Diez indicaba además que ciento cincuenta y tres individuos que habían sido declarados desaparecidos por la Vicaría y otros organismos, eran seres «presuntos», ya que no era posible establecer su identidad. El Estado no podía tener certeza de si estos seres presuntos habían existido o no, porque no tenían ningún tipo de identificación oficial, porque no tenían «existencia legal» según los registros oficiales y militares88. Uno de estos seres presuntos era Sergio Adrián Maureira Lillo, cuyos restos fueron hallados en Lonquén. «Cómo no va a tener existencia legal, si yo estaba casada con él», le diría la señora Purísima Elena Muñoz al director Ignacio Agüero en su entrevista para el documental No olvidar.
Como sabemos, el caso Lonquén, ampliamente estudiado, fue el primer caso que confirmó, de una vez por todas, la existencia negada de los detenidos desaparecidos. Además de establecer que quince hombres detenidos el 7 de octubre de 1973 fueron arrojados y enterrados (probablemente vivos) en el horno de una mina abandonada, el análisis forense y la investigación del ministro en visita Adolfo Bañados Cuadra también reveló que las declaraciones dadas por los policías involucrados en el crimen eran completamente falsas. El caso de Lonquén permitió así comenzar a desmantelar los engañosos encubrimientos y complejos montajes creados por la dictadura para negar la existencia del crimen de la desaparición forzada e incluso la existencia de las personas a quienes la dictadura había hecho desaparecer. A pesar de la prominencia del caso Lonquén, poca atención se les ha prestado a las fotos documentales que sirvieron para certificar y fijar los restos físicos encontrados en tanto evidencia forense (La ciudad de los fotógrafos y también el documental Habeas Corpus, de Sebastián Moreno y Claudia Barril, son dos claras excepciones). En este sentido, si el primer capítulo explica cómo emergió el concepto visual de un crimen para el cual no había evidencia física –la imagen icónica de los detenidos desaparecidos que se formó y se sedimentó en el espacio público a través de sus innumerables reproducciones, desplazamientos y enmarques–, el segundo capítulo investiga cómo se produjo y se difundió (escasamente) el registro documental forense que ayudó a probar y certificar el crimen de la desaparición.
En lugar de problematizar, una vez más, la noción de verdad fotográfica o de revisitar la historia de la evidencia fotográfica (es decir, cómo fue que la fotografía devino evidencia en las cortes), en este capítulo trabajo de manera sincrónica. Si procedo así es porque me interesa explorar cómo funcionan las fotografías como documentos y como evidencia forense en momentos históricos particulares. Con respecto al caso Lonquén, esta orientación me permite considerar el papel que tuvieron las fotos en la producción de la evidencia forense. Si bien el peso probatorio de las fotografías de Lonquén es innegable, en mi análisis entiendo el concepto de evidencia no «en el sentido de prueba, sino en el sentido más forense de hacer algo evidente, de presentar algo al público, de exigir un juicio»89. Esto, porque no hay nada obvio ni definitivo –no hay nada evidente– en las fotos de Lonquén, por muy simples que estas parezcan. Los significados de estas fotos se transformaron en cada iteración, debido a las relaciones específicas que las fotos establecen con sus contextos y con los diferentes medios a través de los cuales transitan.
En concreto, analizo las series fotográficas realizadas por los fotógrafos de la Vicaría (Hughes y Navarro) en la mina y sus cercanías durante los primeros días de diciembre de 1978, inmediatamente después del hallazgo. Hughes tomó treinta y tres fotos en una primera visita de reconocimiento. La mayoría de estas fotos las realizó en el sitio mismo del hallazgo y otras en las oficinas de la Vicaría. (La delegación que participó en la primera visita de reconocimiento consideró que era necesario traer consigo una calavera y algunos huesos en caso de que agentes de la CNI se enteraran del hallazgo y llegaran al sitio antes de que pudieran presentar la denuncia y recopilar más evidencia). Las fotos de Hughes se agregaron al archivo del caso Lonquén seis semanas después del hallazgo, a fines de enero de 1979. Navarro fue nombrado perito fotográfico el día en que comenzaron las exhumaciones. Todas las fotografías que Navarro tomó como perito en el sitio de Lonquén los primeros días de diciembre (más de cien) fueron incluidas en el expediente del caso y, por lo tanto, nunca fueron publicadas (hasta ahora).
Dejándome orientar por estas fotos, en el segundo capítulo considero el problema de la referencia en contextos de represión y de desaparición forzada. El problema de la referencialidad es importante no solo porque la mayoría de las fotos que se diseminaron no revelan la evidencia física, sino porque, como era de esperar, la evidencia física encontrada fue cuestionada una y otra vez por la prensa adicta al régimen y por las autoridades (como veremos, los medios oficiales intentaron desacreditar los hallazgos y desviar la discusión a otros temas). Es más, planteo que el descubrimiento de restos humanos en Lonquén no resolvió ni detuvo el problema de la referencialidad, sino que más bien lo activó. Mi análisis se centra en las fotos que se difundieron públicamente, pero también considera cómo las fotos no publicadas (la gran mayoría) fueron discutidas en los medios de comunicación. En medio de un contexto de completa incertidumbre y de reiteradas negativas, las fotografías (no publicadas) de Lonquén comenzaron a funcionar como evidencia visual suplementaria de la evidencia material. Producir este corpus suplementario era imperativo para prevenir posibles encubrimientos. De hecho, su mera existencia le permitió a Bañados Cuadra negar información errónea sobre posibles errores o encubrimientos en la investigación (el razonamiento era: el hecho de que las fotos existan impide que la evidencia física sea alterada).
Con respecto a las fotos que sí se publicaron, me enfoco en especial en un conjunto de imágenes difundidas junto al primer artículo publicado en Solidaridad sobre los hallazgos de Lonquén, que interrogaba en grandes letras: «¿Quiénes son estos muertos?» Las fotos que acompañaban este artículo, como he podido comprobar, son de Hughes. Pude confirmar qué fotos eran suyas leyendo el archivo del caso Lonquén, del cual hago uso extensivo en este capítulo. Este archivo solo pasó a ser de dominio público en julio de 2018, después de que el caso Lonquén finalmente se cerrara. Al leer las declaraciones y mirar las fotos compiladas dentro de uno de los pesados y gruesos volúmenes que conforman el archivo del caso Lonquén (hay docenas y docenas de volúmenes), me di cuenta de que las pocas fotos que circularon del lugar del hallazgo, fotos que se volvieron icónicas, fueron tomadas por Hughes durante la primera visita de reconocimiento. Si subrayo aquí el asunto de la autoría es porque las fotos de Hughes han permanecido sin acreditar durante cuarenta años. Incluso su presencia en el sitio del hallazgo no ha sido debidamente reconocida. Una foto de Hughes, que centra en primer plano la boca del horno, continuará emergiendo por años como metonimia de la desaparición, como signo visual que evoca aquello que no se puede mostrar. Este capítulo termina con una breve consideración de dos películas en las que las huellas de Lonquén siguen emergiendo, dos «ecos documentales» de Lonquén: No olvidar, de Ignacio Agüero y del Grupo Memoria, y La ciudad de los fotógrafos, de Moreno.
El tercer capítulo explora el surgimiento discursivo del campo fotográfico. El punto de partida de mi análisis aquí es el arresto de Luis Navarro el 11 de marzo de 1981, mientras tomaba fotografías en uno de los eventos organizados para celebrar la entrada en vigencia de la entonces nueva y siempre fraudulenta Constitución chilena. Inspirada por la intersección de estos dos eventos, el arresto de un fotógrafo y el establecimiento de una nueva Constitución que (paradójicamente) le otorgaba a Pinochet poderes absolutos, analizo las conexiones entre la emergencia discursiva del campo fotográfico y el estado de emergencia instaurado el mismo día en que la Constitución entró en vigencia. El arresto de Navarro fue un evento traumático para el fotógrafo y reveló, una vez más, los brutales instrumentos utilizados por la Central Nacional de Informaciones (CNI) para torturar a civiles: Navarro estuvo detenido y permaneció incomunicado durante cinco días, fue brutalmente torturado y drogado. La detención de Navarro también fue significativa a nivel colectivo: instigó (o fue una de las causas de) la formación de la AFI en junio de 1981. Después de la formación de la AFI, el campo fotográfico experimentó una expansión sin precedentes. Mi análisis considera cómo se produjo esta expansión en medio de la grave crisis económica que alcanzó su punto culminante en 1982 y, también, cómo la precariedad prevaleciente determinó los discursos sobre un campo fotográfico que comenzaba a consolidarse.
Las prácticas fotográficas y textos críticos que considero en este capítulo abrieron un foro que no solo facilitó la circulación y el debate sobre la fotografía chilena, sino que también llamó la atención sobre temas relacionados con la fotografía, tales como el lugar de la visualidad en el campo cultural y el problema de la censura en los medios de prensa y en el museo. En relación a las prácticas discursivas, reconozco dos tendencias concomitantes con respecto al campo fotográfico: una surgió en medio de la contingencia –es decir, junto a las varias iniciativas fotográficas– y enfatizaba los diarios desafíos, las deficiencias y los logros alcanzados. Considero como expresiones y ejemplos ilustrativos de esta tendencia los textos publicados en Punto de Vista (1981-1990) y los dos anuarios fotográficos editados por la AFI en 1981 y 1982. Los anuarios también fueron significativos porque intentaron reactivar el debate y la apreciación de la fotografía documental chilena. La segunda perspectiva sobre el campo surge más claramente en dos textos publicados a fines de los años ochenta, ambos bastante conocidos: uno es el texto de presentación escrito por Mario Fonseca para la muestra fotográfica que fue parte de Chile Vive, el evento cultural realizado en Madrid en 1987; el segundo es el ensayo «16 años de fotografía en Chile: Memoria de un descontexto», escrito por Claudia Donoso y publicado en 1990. Este es uno de los primeros ensayos que aborda la actividad fotográfica durante el periodo de la dictadura en términos de campo. En este capítulo también analizo dos proyectos fotográficos colaborativos: Ediciones económicas de la fotografía chilena (1983) y El pan nuestro de cada día (1986). Las Ediciones económicas fueron una iniciativa ideada por el fotógrafo Felipe Riobó para difundir obras de fotógrafos chilenos a partir de fotocopias. Propongo que el uso de este formato menor, la fotocopia, motivó la experimentación gráfica y lingüística y activó cruces significativos entre la fotografía, la literatura y la crítica fotográfica. El pan nuestro de cada día fue una colaboración de los fotógrafos Óscar Navarro, Claudio Pérez, Paulo Slachevsky y Carlos Tobar. Propongo que ambos proyectos reflejan (y pueden considerarse manifestaciones de) la precariedad que dificultó las prácticas de la fotografía y su entorno en este periodo.
En el último capítulo considero cómo las revistas independientes resistieron e incluso se burlaron de la censura. Casi al mismo tiempo que se estableció la Vicaría y poco después de la aparición de Solidaridad, salieron otras revistas independientes: APSI, Análisis y Hoy90. Si bien estas revistas no tenían autorización para circular diariamente y estaban sujetas a diversas y variadas restricciones, provocaron un debate sobre la inexistencia de la libertad de expresión, amplificaron el espacio de la protesta en el espacio público y funcionaron como instrumentos de denuncia en contra de las violaciones y crímenes perpetrados por el poder dictatorial. A principios de los años ochenta, Análisis, APSI y Hoy, junto a Cauce (fundada en 1983) y el periódico Fortín Mapocho (refundado en 1984 luego de su cierre en 1973), comenzaron a cubrir temas nacionales más consistentemente y a publicar más y más fotos. Cubrieron, por ejemplo, el establecimiento de la Constitución en 1981, la crisis económica de 1982 y las protestas nacionales y los días de huelga general que se volvieron recurrentes a partir de 1983. Cada vez que estas publicaciones se volvían demasiado descaradas en sus críticas en contra de la dictadura, la DINACOS respondía con formas más estrictas de censura, incluida la absurda censura a las imágenes impuesta en 1984, pocos meses después de la manifestación del primero de mayo en el Parque O’Higgins. El bando y las respuestas que produjo pusieron en evidencia que las fotografías publicadas en los medios no eran ilustraciones sin importancia.
La censura de 1984, que afectó a las revistas Análisis, APSI, Cauce y al periódico Fortín Mapocho, incitó a los editores a idear formas que comunicaran no solo aquello que las imágenes censuradas (ausentes) representaban, sino también la violencia intrínseca a la prohibición misma. Aunque se vieron forzados a eliminar las fotografías reales, los medios siguieron refiriéndose a estas fotos como si fueran visibles en la superficie de la página. Los rectángulos vacíos que reemplazaron a las fotografías reales, a veces decorados con rayados o signos, se convirtieron en el marcador visual de la censura, marcador que era a la vez icono (era la representación visual de la prohibición) e índice (era la inscripción, la huella, del poder dictatorial en la página impresa). De hecho, los significados de estas fotos insubordinadas se expandieron rápidamente: no solo «mostraban» las situaciones descritas en las fotos o evocaban las protestas que habían provocado primeramente la censura, sino que también se convirtieron en un símbolo poderoso de protesta en contra de la represión y de la censura. Asimismo, la fotografía comenzó a ser evocada para hablar de democracia, libertad de prensa y libertad de expresión. Es por eso que enmarco la reflexión como una problemática de la fotografía y sus límites –un problema teórico que no concierne únicamente a las prácticas artísticas que utilizan la fotografía–. Considero los límites impuestos por el régimen dictatorial a la libertad de prensa, los límites de la verdad fotográfica y los límites de la fotografía en sí –lo que el medio supuestamente puede o no puede hacer–. Mi análisis revela cómo los medios independientes, utilizando un lenguaje basado en la referencialidad de la fotografía, produjeron una imagen a la vez visualmente impactante, poética y con peso probatorio. Mi análisis también ilumina cómo, efecto de estas limitaciones administrativas externas, el campo fotográfico se transformó. En este sentido, las revistas censuradas operaron de manera refractaria: no solo eludieron la censura, sino que también transgredieron los supuestos límites de las fotografías de prensa (generalmente postuladas como objetos visuales informativos, claros e inequívocos). Las limitaciones impuestas a la fotografía de prensa no solo transformaron la forma en que las revistas censuradas se comunicaban y documentaban, sino que también instigaron el desplazamiento de las fotografías de protesta a otros espacios de exhibición.
Las prácticas fotográficas documentales que estudio en La insubordinación de la fotografía no se basan exclusivamente en el vínculo indicial entre fotografía y referente; más bien, son el resultado de diferentes formas de crear y reproducir imágenes, así como de diferentes interacciones entre imágenes y texto. Esto, debido a que las fotografías nunca son entidades fijas: ni siquiera las fotografías documentales que Chile Ayer Hoy intentó fijar y contextualizar tan deliberadamente pueden ser definidas de una vez para siempre. Estas imágenes, como cualquier foto, inevitablemente complementan y suplementan sus significados: para comenzar, todas acarrean el rastro fantasmal de Quimantú, la imprenta fundada por Allende durante la Unidad Popular, confiscada por los militares después del golpe y puesta al servicio de la consolidación ideológica de la dictadura. Quimantú pasó a llamarse Editora Nacional Gabriela Mistral y comenzó a publicar libros como Chile Ayer Hoy91: la misma tinta, el mismo papel, incluso las mismas fotografías –muchas de las fotos publicadas en Chile Ayer Hoy (escenas tanto de ayer como de hoy) fueron robadas de los archivos de la Editorial Quimantú92.
La insubordinación de la fotografía termina con un Epílogo sobre la exposición Chile desde adentro, realizada en 2015 con motivo de la publicación de la traducción al español de Chile from within, el libro editado por Susan Meiselas en colaboración con un grupo de fotógrafos de la AFI y que fue publicado en Nueva York en 1990. Concluyo la exploración de este campo en el presente no solo para mostrar en qué medida estas fotografías documentales continúan siendo vigentes y expandiendo sus significados, sino también porque luchar por la verdad, exigir justicia, generar alianzas colaborativas y promover redes y prácticas solidarias (todas labores clave de la lucha política de los grupos opuestos a la dictadura) siguen siendo tareas críticas –cuestión que la revuelta iniciada en octubre de 2019 vuelve a confirmar–. A final de cuentas, lo que La insubordinación de la fotografía atestigua es que no se puede pensar en la historia de la resistencia a la dictadura ni en la historia de la lucha política durante ese periodo, sin tomar en cuenta el espacio político abierto por la fotografía y por sus prácticas documentales.