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Introducción

El destino de la monarquía francesa del Antiguo Régimen se jugó en la segunda mitad del siglo XVI. Periodo de caos político y de violencias interconfesionales sin precedentes, las Guerras de Religión fueron analizadas por los contemporáneos más como luchas de facciones aristocráticas que como enfrentamientos “por la religión”. Aunque la crisis abierta estalló efectivamente tras la muerte por accidente de Enrique II, en 1559, que trajo consigo profundos cambios en el funcionamiento de la corte, es más bien el auge del protestantismo lo que rompió el ideal de unidad sobre el que descansaban la vida social y el sistema monárquico. Un sistema en el que el rey constituía la única cabeza del cuerpo político.

Durante casi cincuenta años, Francia se vio sumergida en una sucesión de conflictos entrecortados por precarios periodos de paz. Se considera tradicionalmente la masacre de Wassy, cometida el 1 de marzo de 1562 por los seguidores del duque de Guisa, como el desencadenante de las guerras, pero el reino se encontraba en un estado preinsurreccional desde hacía ya dos años. Se acostumbra a dividir el periodo en ocho conflictos –1562-1563, 1567-1568, 1568-1570, 1572-1573, 1574-1576, 1576-1577, 1579-1580 y 1585-1598– acabados por otros tantos edictos de pacificación que concedían a los reformados una libertad de culto limitada, a veces acompañada de garantías militares y judiciales. En realidad, las guerras segunda y tercera formaron prácticamente una sola, y el edicto de 1573, muy restrictivo, no llegó a aplicarse.

Las Guerras de Religión constituyeron un tiempo de violencia que dejó estupefactos a sus contemporáneos, pero fueron también un laboratorio político. La monarquía buscó sin tregua adaptarse a los avatares de los acontecimientos. Como la vía de la unidad dogmática parecía cerrada, se inventó el principio de tolerancia en enero de 1562, concediendo por primera vez oficialmente la libertad de culto a una minoría religiosa. En 1563, el primer edicto de pacificación estableció una libertad de culto limitada, que debía permitir a los protestantes practicar su religión allí donde ya lo hacían, y en un cierto número de ciudades subsidiarias, en las regiones donde eran muy minoritarios. Era preciso asegurar la convivencia a pesar de la diferencia religiosa.

La matanza de San Bartolomé (1572) constituyó a la vez el apogeo y el fin del movimiento de violencia exterminadora emprendido diez años antes.

A partir de 1574, las fronteras partidistas se confunden. La quinta guerra vio formarse una nebulosa interconfesional en lucha contra la autoridad monárquica: los Descontentos. En fin, la octava Guerra de Religión se explica por la crisis de la sucesión monárquica. En 1585, los de la Liga, católicos hostiles a la idea de que un protestante pudiese ceñir un día la corona, tomaron las armas contra el rey Enrique III, obligándolo a suprimir los edictos de pacificación.

Las guerras que desgarraron Francia eran también una pieza más en la conflagración internacional que se desarrollaba en Europa. Del lado católico, España y el papado se unieron en la lucha contra el protestantismo, mientras que Inglaterra, varios príncipes alemanes y Dinamarca financiaban o sostenían militarmente al partido hugonote. Los cantones suizos católicos proporcionaban tropas al rey. A partir de 1566, los Países Bajos vecinos fueron igualmente arrastrados por la espiral de la guerra civil, y los conflictos se desplegaron en adelante en una y otra parte de la frontera. La matanza de San Bartolomé y el levantamiento de la Liga no pueden comprenderse al margen de este contexto.

Estos años constituyeron igualmente un momento de intensa reflexión en torno a la cuestión del buen gobierno. Los “monarcómacos” reformados y los “políticos” católicos tomaban caminos divergentes, pero los pensadores acabaron por reunirse en torno a la idea de que era preciso mantener el orden público a toda costa. Como la unión religiosa no podía ser condición de la paz, fue la paz, y por tanto la obediencia al rey, la que iba a permitir apaciguar la cólera divina y reconciliar a los cristianos.

Atacada al principio por los protestantes, la figura real concentró después el furor militante de los católicos que culminó con el asesinato de Enrique III por Jacques Clément (1589), y más tarde, cola de cometa de las guerras civiles, con el de Enrique IV por Ravaillac (1610).

Las guerras de religión

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