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ОглавлениеI. Dios y los suyos
1. La llamada del Evangelio
El mensaje luterano comenzó a difundirse en Francia hacia 1520. Religiosos seducidos por la llamada del monje de Wittenberg predicaban la vuelta a la pureza original del cristianismo y denunciaban las perversiones de la Iglesia romana. Según ellos, esta no podía pretender el monopolio de la difusión de la palabra divina, pues todos los hombres eran sacerdotes.
En esta época, existía ya en el reino una corriente evangélica que buscaba revivificar la fe despojándola de las obligaciones rituales. Los escritos de Erasmo encontraban gran éxito entre los letrados. El humanismo neerlandés preconizaba una “filosofía de Cristo” rechazando intermediarios entre los hombres y Dios. El culto de la Virgen y de los santos no tenía para ellos sentido, pues el único verdadero intercesor era Cristo. Completamente interior, la fe consistía en la unión con Jesús por el conocimiento íntimo de la palabra divina.
El acceso directo al Libro se imponía. La Biblia fue traducida al francés por Jacques Lefèvre d’Étaples a partir de 1523. Este gran helenista, renovador de los estudios aristotélicos, pertenecía al mundo intelectual de los humanistas que protegía Margarita de Navarra, la hermana mayor de Francisco I, que aspiraba ella misma a una piedad muy personal, vivificada por el conocimiento íntimo del mensaje cristiano. Esa era también la posición de Rabelais quien, en su Gargantua (1534), imaginaba un refugio ideal donde los espíritus evangélicos podrían reunirse: la abadía de Thélène.
La imprenta jugó un papel esencial en el auge de las ideas nuevas. Sin este nuevo medio, no hubiese habido crisis religiosa. En la noche del 17 al 18 de octubre de 1534, unos tableros, es decir, carteles, que denunciaban el misterio de la transubstanciación, aparecieron en varias ciudades, sobre todo en París, y en el castillo de Amboise, donde residía el rey. Este agresivo texto, escrito por un pastor de Neuchâtel llamado Antoine Marcourt, reducía la eucaristía a un rito pagano. Se inspiraba en las ideas del reformador de Zurich, Ulrich Zwingli, que consideraba la eucaristía como una ceremonia de recuerdo de la última comida de Cristo con sus discípulos, la Cena, y no como un sacrificio que actualizase la Pasión. No reconocía presencia real de Cristo en el pan y el vino, contrariamente a lo que afirmaba la doctrina de la transubstanciación. Así que se burlaba de la la adoración de los católicos a lo que él llamaba “Jean le Blanc”, el dios de masa de la hostia consagrada.
Los ataques contra el Santísimo Sacramento eran considerados por los católicos como particularmente ofensivos, pues el dogma de la presencia real constituía una imagen de la unidad del pueblo cristiano. Para la mayoría de los fieles, Dios estaba cercano y visible, y no lejano e incognoscible por los sentidos como el Dios de los reformados. Cristo era adorado y los santos venerados con ocasión de ritos colectivos que unían a la comunidad.
Por su parte, los protestantes vivían una religión de la palabra y del texto, y no de la imagen o el objeto. Rechazaban las representaciones, y especialmente las imágenes de la Virgen, de los santos y de Cristo. Jesús no era cognoscible más que por el corazón, alimentado por la palabra bíblica, y no por el sentido engañoso de la vista. Las reliquias de los santos no eran para ellos sino objetos de idolatría.
Jean Calvin [Calvino], un joven picardo que marchó a refugiarse en Suiza para escapar a las persecuciones, compuso el texto que debía servir de fundamento a las creencias de los reformados franceses. Su Institución de la religión cristiana, amplio tratado publicado en latín en 1536, luego en francés en 1541, y aumentado después, propone una presentación completa del dogma conforme a la palabra de Cristo. Según él, la sola fe puede guiar a los fieles a la salvación, y esta descansa únicamente en el conocimiento de la Biblia. La tradición eclesiástica, los escritos de los Padres de la Iglesia se consideran añadidos inútiles a un texto que se basta por sí mismo. Las obras realizadas por los fieles no tienen ninguna fuerza de salvación, pues el ser humano, por naturaleza indigno de la gracia divina, no es más que tinieblas, vanidad y mentira. Solo le rescata el sacrificio de Cristo. Por lo demás, Dios escogió como le plugo a los elegidos destinados a la vida eterna y a los condenados a la muerte eterna. El verdadero cristiano no intenta entrar en el misterio de la predestinación: sería sucumbir al diablo y perderse en las tinieblas intentar «entrar en los secretos incomprensibles de la sabiduría divina». El hecho mismo de tener la fe es ya una señal de elección. Finalmente, la fe y el Evangelio son una sola y misma cosa, pues la justicia divina, ofrecida por la palabra de Dios, no es efecto de un juicio que se fundamente en un examen de los méritos y de los pecados: «En lugar de tener un juez en el cielo para condenarnos, tenemos allí un padre muy clemente». El verdadero cristiano vive sin pecado porque es justo, y no al revés. La fe se sostiene mediante dos ceremonias inspiradas en el texto bíblico, los sacramentos del bautismo y de la cena. Esta última, celebrada solamente cuatro veces al año, permite unirse espiritualmente a Cristo por la consumición colectiva de las dos especies del pan y del vino. La misa católica se ve como una ceremonia satánica que pone en tela de juicio la virtud perpetua y perfecta del sacrificio de Jesús.
Calvino apeló al rey Francisco I, a quien aseguraba no solo que los protestantes fuesen cristianos ejemplares, sino que serían siempre súbditos leales y obedientes. La epístola que puso al principio de la Institución terminaba con la esperanza de que el monarca se abriese muy pronto a la verdad del Evangelio: «El Señor Rey de los reyes quiera establecer tu trono en justicia, y tu sede en equidad, muy fuerte e ilustrísimo rey». Pero esa oración podía parecer también una amenaza.
Después de Basilea, Calvino se instaló en Ginebra, luego en Estrasburgo, antes de regresar a Ginebra, donde vivió desde 1541 hasta su muerte en 1564. Trabajó en la edificación de una Iglesia ordenada según un principio consistorial (un consistorio constituido por un pastor, ancianos y diáconos) que iba a servir de modelo a las comunidades reformadas de Francia. Con Théodore de Bèze, formó igualmente pastores encargados de llevar la palabra de Dios. El predicador, ministro con frecuencia itinerante, aparecía a los ojos de la Iglesia católica y del poder monárquico no solo como un hereje, sino como un agitador y un agente del extranjero.
2. Hogueras y mártires
Los protestantes experimentaban el sentimiento de pertenecer a un pueblo elegido, víctima de persecuciones que recordaban a la vez las de los hebreos del Antiguo Testamento y las de los primeros cristianos de la antigüedad. De 1523 a 1560, en torno a 500 personas fueron ejecutadas en Francia (sobre un total de 3.000 en Europa) por herejía o perturbación del orden público relacionada con la cuestión religiosa. En los años 1520, los suplicios eran aún muy raros y se referían sobre todo a religiosos acusados de blasfemar. Fue la publicación de los carteles (placards) lo que arrastró la primera oleada importante de ejecuciones (24 entre noviembre de 1534 y diciembre de 1535). En virtud de los edictos de Fontainebleau (1540), de Châteaubriant (1551) y de Écouen (1559), es la justicia real la que se encarga de la represión, y no ya las autoridades religiosas. La comunidad reformada de Meaux, una de las más antiguas del reino, fue diezmada en 1546: hubo 70 arrestos que dieron lugar a 14 ejecuciones. La represión fue luego particularmente severa de 1547 a 1550, periodo de actividad del tribunal extraordinario de la Cámara permanente del Parlamento de París. Como media, hubo al menos 28 ejecuciones al año de 1545 a 1549, luego 16 de 1550 a 1559, pero hay que subrayar que la mayor parte de los procesos desembocaban en penas de multa honorable, y no en condenas a muerte.
Muy pronto, las víctimas de la violencia real fueron consideradas por los protestantes como mártires de la verdadera fe. La memoria de sus sufrimientos debía mantenerse viva, pues mostraba un camino de constancia y fidelidad. Desde 1554, un Libro de los mártires, publicado por el editor ginebrino Jean Crespin, ha recogido el destino ejemplar de los primeros héroes de la fe reformada. Algunos años más tarde, el pastor Parísino Antoine de La Roche-Chandieu compuso una Historia de las persecuciones y mártires de la Iglesia de París (1563) que cubría el periodo 1557-1560. Estos martirologios describen la constancia de los condenados camino de la hoguera y la alegría que provoca su compromiso en el camino de Cristo. Jesús está en su corazón y su santa palabra resuena en ellos. Ninguno duda, y su fortaleza de alma suscita vocaciones. Hasta el final, cantan salmos traducidos al francés por Clément Marot, provocación insoportable a los oídos de las autoridades. Por eso se les amordaza o se les corta la lengua.
En los martirologios, como en las cartas de Calvino, el pueblo reformado aparece como una elite sufriente sumergida en un mundo sometido a Satanás. Las persecuciones son el efecto del Maligno, que aparta a los hombres de la verdadera fe ocultándoles la verdad de la palabra divina. La Iglesia católica es una institución pervertida incapaz de guiar a los hombres a la salvación. El mal está en todas partes, y los verdaderos cristianos deben combatirlo sin descanso.
La ejecución de Anne du Bourg, consejero en el Parlamento de París, el 23 de diciembre de 1559, fue un momento particularmente fuerte. En la plaza de Grève se reunió una multitud inmensa: el condenado era un gran magistrado que había osado desafiar a Enrique II. El 10 de junio precedente, había cometido la afrenta de pronunciar ante el rey una profesión de fe reformada, y no se había retractado después, contrariamente a varios de sus colegas. Las hogueras no desalentaban las conversiones.
3. La sociedad reformada
En el curso del decenio que siguió a 1550, las comunidades protestantes se desarrollaron de manera espectacular. Théodore de Bèze ha recogido su historia en su monumental Historia eclesiástica de las Iglesias reformadas (1580). El pastor describe el entusiasmo de los fieles que, a pesar de las dificultades, se reúnen para celebrar el culto y cantar los Salmos. Asegura que en enero de 1562 el reino albergaba 2.150 Iglesias reformadas. Es lo que el almirante Coligny, gran señor favorable a la causa calvinista, habría asegurado a Catalina de Médici para que midiese la amplitud de la comunidad protestante y le concediese la libertad de culto. Los historiadores no han identificado más que 648 Iglesias en 1561 y 816 en 1562, que agruparían quizá el 10% de la población del reino (1,5 millones de personas). Es pues una pequeña minoría la que se convirtió, contrariamente a lo que se produjo en el Sacro Imperio romano germánico. El sur, del Poitou al Dauphiné, pasando por la Guyenne y el Languedoc, lo que se llama el “creciente reformado”, vio multiplicarse las conversiones, lo mismo que Normandía. El macizo central y la Bretaña, apartados de los grandes ejes de circulación, estuvieron mucho menos implicados.
La Reforma no era una revolución social, sino un movimiento de emancipación espiritual procedente de deficiencias culturales. Al dirigirse el mensaje reformado a gentes alfabetizadas, las conversiones han tenido lugar al principio entre los eclesiásticos y en la población urbana. Los primeros protestantes eran artesanos y obreros, pero también comerciantes, gentes de leyes y oficiales reales. En Lyon, ciudad donde no había parlamento ni universidad para velar de cerca por la ortodoxia religiosa, y donde los talleres de imprenta eran particularmente numerosos, el calvinismo sedujo quizá a un tercio de una población estimada en 60.000 personas. Los convertidos eran bastante numerosos entre los artesanos que vivían en la península, mientras que el barrio de los notables (eclesiásticos y grandes comerciantes), en la margen derecha del Saôna, estaba mucho menos implicado. En Nîmes, el movimiento era más bien popular, y las elites no se unieron a él hasta que tuvo una amplitud considerable. En Montpellier, el núcleo duro protestante estaba constituido por artesanos del textil, del cuero y del hierro, a los que se sumaban gentes de leyes y clérigos. Por el contrario, los labradores, viticultores y obreros agrícolas no fueron apenas atraídos por el movimiento. Esta aversión del mundo de la viña por la Reforma es particularmente visible en Dijon, ciudad donde hubo pocas conversiones.
Los protestantes se reunían discretamente para celebrar su culto a la manera de Ginebra. La comunidad Parísién fue la primera, en septiembre de 1555, en organizarse como Iglesia “establecida”, es decir, alrededor de un pastor permanente y ancianos encargados de la disciplina. En la capital, el movimiento afectaba a los artesanos, comerciantes, libreros y orfebres, pero también a oficiales reales y nobles. En la noche del 4 al 5 de septiembre de 1557, los fieles se reunieron para celebrar la cena en una casa que daba a la calle Saint-Jacques, detrás de la Sorbona. Acabada la ceremonia, hacia media noche, los 400 hombres y mujeres que habían participado en el culto fueron señalados por sacerdotes del colegio de Plessis. El pueblo acudió, armado de palos y encendiendo fuegos. Un hombre fue masacrado por la multitud. Llegó la guardia, y alrededor de 130 personas, entre ellas varias damas de calidad, fueron detenidas. Calvino escribió al rey Enrique II para asegurarle que los protestantes franceses no ponían de ningún modo en tela de juicio su autoridad, y que pretendían solamente servir a Dios.
Enardeciéndose, los calvinistas Parísinos se entregaron a algunas demostraciones espectaculares. Del 13 al 16 de mayo de 1558, a la caída de la noche, 4.000 personas se reunieron en el Pré-aux-Clercs, en la margen izquierda, para cantar los Salmos. Los reformados se dotaron de una confesión de fe y una disciplina redactadas por Calvino, durante un sínodo nacional celebrado secretamente en París en mayo de 1559, que reunió a representantes de las Iglesias del reino.
Algunos grandes señores se convirtieron a partir de 1556 o 1557, como François d’Andelot, lo mismo que su hermano mayor, el almirante Gaspard de Coligny, que seguía la vía trazada por su esposa, Charlotte de Laval. Las conversiones venían a través de redes de parentesco y alianzas, de ahí que las mujeres tuviesen un lugar central en este proceso. Louis de Bourbon, príncipe de Condé, decidió unirse a las filas protestantes por razones espirituales, pero también por afirmarse políticamente frente a los Guisa. Brantôme, que lo describe como un personaje de poca talla, pero vigoroso, de carácter alegre, dice que «en su tiempo, se consideraba a este príncipe más ambicioso que religioso». Tal era la imagen que los católicos se hacían de Condé. Antoine de Bourbon, su hermano mayor, se mostró interesado por el mensaje reformado, pero siguió en el seno de la Iglesia, mientras que su esposa, Jeanne d’Albret (la hija de Margarita de Navarra), se adhirió a la nueva religión en 1560. Su hijo, el futuro Enrique IV, nacido en diciembre de 1553, fue bautizado en la Iglesia católica, pero a continuación su madre lo educó en el espíritu de la Reforma. Jeanne d’Albret legalizó el protestantismo en Béarn en 1561, antes de prohibir allí el catolicismo diez años más tarde.
Si las damas de la aristocracia jugaron un papel esencial en la difusión de la nueva sensibilidad, del lado masculino, el atractivo del mensaje reformado sobre muchos capitanes puede explicarse por su desmovilización al final de las guerras contra España, en 1559, que les impulsó a encontrar una nueva forma de compromiso poniendo su espada al servicio de Dios.
4. Hacia la libertad de conciencia
A principios de marzo de 1560, el joven rey Francisco II firmó un edicto de amnistía para las personas acusadas de «crímenes y casos concernientes a la fe y la religión» que aceptasen volver al seno de la Iglesia romana. Los protestantes ya no eran presentados como herejes, sino como desviados, que se habían dejado engañar por predicadores venidos de Ginebra. El nuevo reinado debía abrirse con un acto de clemencia. Los predicadores quedaban excluidos de estas medidas de abolición. Se trataba de señalar a esos enemigos venidos del extranjero, conspiradores que pretendían destruir el reino. Tal era la orientación querida por la reina madre, Catalina de Médici, y los más moderados de los consejeros reales. Algunos días más tarde, capitanes protestantes intentaron un golpe de fuerza en Amboise. Una represión terrible se desencadenó, pero la política de apaciguamiento no se puso en cuestión.
Un momento decisivo se produjo cuando, en virtud del edicto de Romorantin de mayo de 1560, las autoridades reales se desentendieron de la represión de la herejía, devuelta entonces a los tribunales eclesiásticos. Ya no habría más ejecuciones. En cambio, la monarquía se dedicaría al castigo de las sediciones y asambleas ilícitas, de las que, a sus ojos, eran especialmente culpables los predicadores reformados. Los tribunales reales les juzgarían sin apelación posible. Se trataba de asegurar el orden público a toda costa. El texto, después de largos debates, fue registrado por el Parlamento de París a mediados de julio.
Junto a la reina madre, el principal artífice de esta política era el canciller Michel de L’Hospital. Este jurista, humanista de sensibilidad erasmista, creía posible la unión de todos los cristianos en torno a unos artículos de la fe que tuviesen en cuenta las aspiraciones de los diferentes partidos. Era un “muñidor”, un partidario de la concordia, es decir, de la unión de los corazones en una forma de catolicismo renovado. Pero para poner fin a los conflictos, reclamaba también una justicia rápida y eficaz.
Esta orientación fue confirmada por un nuevo edicto firmado en Fontainebleau el 19 de abril de 1561, que prohibía toda manifestación contraria a la tradición católica, pero también los insultos de carácter confesional: “papista”, “hugonote”, término este último aparecido en 1560 que derivaba del alemán Eidgenossen, y designaba a los Confederados, es decir, a los suizos. Sobre todo, este texto prohibía los registros en casas particulares por motivos religiosos, como se hacía en Ginebra: cada uno podía rezar en su casa a su manera, sin temer ser arrestado. La libertad de conciencia se concedía de hecho. La siguiente etapa, en enero de 1562, sería la libertad de culto.
Lo esencial era conseguir que todos los súbditos del rey viviesen «en unión y amistad», como proclamó un nuevo edicto, firmado en Saint-Germain-en-Laye, en julio de 1561. Se mantenía la prohibición del culto reformado, y las decisiones tomadas un año antes en Romorantin se confirmaban (distinguiendo entre herejía y sedición, la primera la juzgaba la Iglesia y la segunda los tribunales reales). Se insistía sobre todo en la ilegitimidad de toda forma de alboroto o sedición. Estaba rigurosamente prohibido llevar armas de fuego, así como espadas y dagas en las ciudades (salvo para los gentilhombres). Se subrayaba así la voluntad del rey de dar muestras de misericordia y olvidar todas las faltas pasadas. Una nueva amnistía se concedía a quienes viviesen tranquila y católicamente. Catalina de Médici, que sostenía esta posición a su parecer equilibrada, hizo saber a los gobernadores provinciales, sobre todo a los del sur, que había que castigar «a los autores de tales locuras», es decir, a los predicadores calvinistas, como lo merecían.
5. El entusiasmo hugonote
Difícilmente aplicables, estas medidas no tuvieron apenas efecto. Las demostraciones violentas se multiplicaban. Los protestantes ofendían públicamente los símbolos católicos. A veces estallaban las luchas, y cada campo contaba sus muertos. En Lyon, el 5 de junio de 1561, día del Corpus Cristi, un joven artesano, llamado Denis de Vallois, se lanzó sobre la custodia, cuando pasaba la procesión que acababa de salir de la Iglesia de Saint-Nizier. El castigo del sacrilegio fue inmediato. Después de cortarle la mano, el hombre fue ahorcado y se expuso su cabeza en el puente sobre el Saôna, pero su gesto provocó un motín. Se gritaba: “¡Por el cuerpo de Dios, hay que matar a todos los hugonotes!”. Hubo muchas víctimas, entre ellas el principal del Colegio de la Trinidad, Barthélemy Aneau, de quien se sospechaba que animaba la herejía. Sin embargo, en Ginebra, se le miraba con malos ojos porque no se declaraba abiertamente a favor de la nueva religión. Ocho días más tarde, se organizó una procesión expiatoria.
Se multiplicaban las provocaciones y agresiones. En Montpellier, los hugonotes se apoderaron de la Iglesia de Notre-Dame-des-Tables, donde establecieron su prédica, y el 20 de octubre de 1561 tomaron al asalto la Catedral de Saint-Pierre, saqueando el santuario y matando a los religiosos. Las demás iglesias de la ciudad sufrieron igualmente ataques vandálicos. En muchas ciudades del Midi (Fumel, Millau, Nîmes), los protestantes, que celebraban su culto en casas particulares, exigían lugares públicos, cosa que rechazaban las autoridades locales. Desfilaban por las calles armados y atacaban a las gentes de Iglesia con ocasión de las ceremonias religiosas. En Cahors, 300 protestantes se repartieron por la ciudad el 28 de octubre de 1561, día de feria, insultando a los eclesiásticos, cantando los Salmos y saqueando el convento de los cartujos. La tensión era tal que, el domingo 16 de noviembre, la multitud, con clérigos al frente, incendió la casa en que se habían reunido los hugonotes. Los que escaparon a las llamas fueron masacrados en la calle: hubo una treintena de víctimas. Se trataba de las primeras violencias de masa contra los reformados. El miedo se había apoderado de los espíritus.
En París, el virulento predicador católico Jean de Hans llamaba al exterminio de los herejes. Su arresto por las autoridades reales, en diciembre de 1561, provocó motines, después de lo cual se le liberó inmediatamente. Algunos días más tarde, la Iglesia de Saint-Médard era saqueada por los calvinistas.
Es en este contexto cuando Catalina de Médici aceptó conceder a los protestantes la libertad de culto. Se trataba de salvaguardar a toda costa el orden público, mientras la situación se le iba de las manos a las autoridades, sobre todo en el sur. Lejos de restablecer la calma, esta decisión provocó un aumento de la tensión. Es en todo caso lo que se puede leer en la crónica de la ciudad de Montpellier llamada el Petit Thalamus: «Este año [1562] comenzó en este reino esta muy sangrienta y perniciosa guerra civil por causa de la religión, porque los de la llamada religión nueva, por el edicto de enero ya mencionado, fueron autorizados a predicar por doquier salvo en las ciudades, y se siguieron muchos desórdenes, tumultos y sediciones». La crónica precisaba que todo eso se había producido mientras el rey Carlos IX estaba «aún en su adolescencia».