Читать книгу La comedia sueca - Nicolás Lavagnino - Страница 3
Escaleno
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La espero sentado en la mesa de siempre. Cuando llega, se sienta en la esquina. Mientras pide, me mira. Me vuelve a mirar. Nos miramos. Luego sigue como si nada. Revisa en la cartera. Saca un cuadernito y una lapicera. Anota algo. Se pasa el rato en cruces desencontrados y gestos adivinados. Falta poco para que se vaya. Esta vez quiero probar algo. Anticiparme. Concentrar las miradas en un momento. Intentarlo. Apuro el café. Termino el agua y me limpio la boca. Me paro y al salir me preocupo por pasar en diagonal entre las mesas, acercándome discretamente adonde ella está. No me mira pero estoy seguro de que sigue mis pasos. Cuando salgo a la calle me late la nuca. Me taladra la mente el recuerdo de tantos momentos iguales. Me doy vuelta antes de arrancar con la caminata. Sigue anotando pero debe percibir mi gesto. Pasan unos segundos, camino unos pocos metros, hasta que escucho un chistido. Alguien me llama. Me doy vuelta sobresaltado. Es la moza. Viene hacia mí, tratando de no correr ni esforzarse tanto. ¡El paraguas! Me lo pasa y luego se va mirándome fijamente. Tal vez dijo algo. No entendí.
II
Por las noches, cuando las máquinas se quedan solas, es más fácil. Tomé las guardias nocturnas para poder hacerlo. Tener tiempo de ir, volver, borrar los registros. Seguir pensando. Me costó convencer a Atred. Le prometí que cualquier cosa que ocurriera sería mi responsabilidad. No se puede. No se puede, me repetía. A menos de quinientos años no se puede. Como para impedir retaliaciones, compromisos personales, venganzas, obsesiones. Los procedimientos son muy estrictos. Los protocolos, infalibles. Pero no hay resistencia cuando unos ojos que no tienen fondo porque recuerdan, suplican. Atred lo supo, tarde o temprano. Y me dijo “una vez”. Sólo una vez. Y así fue. Me enseñó a hacerlo. A trucar los códigos. A sembrar los registros. A remover los precintos. Y lo hice. Volví catorce años para atrás. Viajé para verla, cuando todavía estaba. Lo tenía muy claro como idea, pero llevarlo a cabo fue como saltar desde una montaña en movimiento para caer en un océano que se desfondaba. Volví conmovido. En silencio. Aterrado. Se fueron las semanas sin saber qué decir. Después Atred tuvo el accidente. Y pasaron dos largos años; quedé a cargo de una de las secciones de viajes en el tiempo. En esos años discutía conmigo mismo acerca de si podría o no hacerlo de vuelta. Si debía hacerlo. Si podría, tal vez, luego, dejar de hacerlo
III
Se abre el cilindro y uno se acuesta boca arriba, surcado por el agua fría. Desnudo, apenas cubierto por el traje polimolecular. Se cierra la tapa, y uno queda como en un sarcófago, a la espera de que las luces se enciendan y el artefacto responda a la programación. En las manos llevo el vástago operacional. El paraguas, como también le decimos. El objeto que, al pulsarlo en secuencia, emitirá las coordenadas tempo-espaciales que facilitarán el regreso. Cierro los ojos. Pienso en ella. Voy a verla. Cada vez que cierro los ojos, pienso en ella, y en que voy a verla. Una adicción nocturna. Una repetición compulsiva.
IV
Primero hay que atender a todos los clientes. Y a los que vienen por derecho. Todos tienen el derecho. Una vez. Fue un acuerdo con el gobierno, engañoso también. ¿Quién no querría volver al pasado a experimentar por cuatro horas a qué huelen los viejos tiempos? Ahí justamente nace el negocio. Los paquetes opcionales. Las ofertas. También las psicosis. El temor. Los fugados. El equipo de pesca que sale en busca de los que apenas llegados al pasado destruyen el vástago operacional y se ponen a vivir presentes que no son de ellos. La mayor parte del tiempo nos la pasamos cazando huidizos y neutralizando efectos. Lo podemos prever todo mediante secuenciación de la topología del tiempo. En cuanto alguien comienza a moverse por fuera de las previsiones, alterando las secuencias topológicas, produciendo afectación intertemporal, suenan los sensores y activamos los equipos de seguimiento. Llegado el caso, incluso, reviajamos el tiempo hasta el instante previo al envío.
Lo podemos todo. Pero eso no quita el cansancio de nuestros ojos. Cuando los pescamos y los traemos, les hacemos un reproche con la mirada, mientras aplicamos las multas y colocamos los nombres de los fugados en la lista negra. No hay escapatoria para los que escapan. Y es inútil. No se dan cuenta, hasta que es muy tarde. Son máquinas de dejar huellas. Huellas tan grandes que a veces no se ven. Salvo desde la inmensa sombra del futuro. Desde allí todo es evidente. El vástago roto, siguiendo con la secuencia de retorno. El traje polimolecular todavía emitiendo, el desastre en las áreas de encadenamientos de eventos. Pero al final es simplemente cuestión de pescar instantes previos, enviar equipos, retejer el tiempo. Remediamos todo antes de que ocurra. Pero no hay retorno realmente. Por momentos se ven tantas costuras que cuesta entender qué es lo que hay abajo de tantos remiendos.
V
Cierra el cuaderno y anota. Me acaricio el mentón, pensativo. Es el día anterior al de la vez pasada. Una tarde fresca y alegre en pleno mes de octubre. Esta vez no me olvido el paraguas. Pero ella se olvida el cuaderno. Me paro y voy hasta su mesa. Abro la tapa. Leo. Reconozco su letra. Todavía escribía cosas sueltas, poemas anotados en el margen del resto de los requerimientos del día, frases incompletas, palabras que sonaban raro. Si pudiera cruzarme conmigo mismo en doscientos setenta y cinco días me diría: andá a buscar ese cuaderno. Preservalo. Ahí está todo.
VI
Vuelvo a mi mesa antes de que ella vuelva para buscar lo que se olvidó. Cuando vuelve, me mira. Y yo le señalo estúpidamente el cuaderno. Me sonríe. Estaba hermosa. Si pudiera decírselo a alguien, sería todo un poco menos difícil.
VII
Lo primero que preguntan, obviamente, tontamente, es si pueden ir a ver el día en que nacieron, o si pueden ir a buscar a la mamá o al papá cuando eran jóvenes. A muchos les gustaría ir a ver a Napoleón, o frecuentar el Reichstag el día del ascenso de Hitler, o estar en Nueva York el 11 de septiembre. Pero esas cosas todavía no se pueden. Por lo pronto, el último acontecimiento notable que tienen disponible es el día de la ejecución de Ana Bolena, pero ya está lleno. Es que podemos mandar hasta cinco viajeros al mismo evento; enviar más sería un despropósito. Después, allá es conveniente que se ignoren, pero la gente no siempre obedece las reglas. Cuando están en el lugar, por lo general, se reconocen por los vástagos, que a veces parecen paraguas, o según la época pueden ser estoques, espadas, escobas, bastones o palos para golpear perros vagabundos. El dispositivo elige por su cuenta, así como la vestimenta de los viajeros. El Programa de Descripción Promedio hace el resto. Paisano, noble, ciudadano de a pie, lavandera, todo responde a la caracterización según los datos insertados en la topología temporal. Está bien hecho. Tan bien que, incluso, se les nota la frustración cuando salen del sarcófago. De ya no estar vestidos como legionarios de Tiberio, o como macehuales de ropas ajadas de tanto golpear la piedra que habrá de terminar en la pirámide. Se levantan, todavía mojados, y se abrazan a sí mismos por un instante, como si hubieran perdido algo muy querido.
VIII
Salía de trabajar y tenía cuarenta y cinco minutos libres, en esa época, antes de salir para la facultad. Se cruzaba al café en diagonal a los tribunales. Anotaba cosas. Miraba alrededor. Hasta que me veía. Cada vez antes.
Porque al comenzar cometí un error. Empecé a frecuentarla en noviembre, y pronto me quedé sin días. Vino la feria, después viajó, e inmediatamente nos conocimos. No podía visitarla cuando ya estaba conmigo, hace catorce años. El riesgo era muy grande.
De su viaje por Europa sabía cosas. Pero las referencias eran imprecisas. En qué ciudad, dónde, por cuánto tiempo. No podía arriesgar tanto. Entonces decidí retrogradar. Noviembre, octubre, septiembre. Cada día volvía para verla antes. Viajaba para encontrarla siempre a la misma hora, después del trabajo, cuarenta y cinco minutos.
Podría haber ido a su casa. Podría haberla esperado en el trabajo. Hacerme pasar por un cliente. Tantas cosas. Pero preferí seguir viéndola así, como la había conocido, aunque supiera que, por la retrogradación, todo cuanto yo dijera no contaría en el siguiente encuentro.
Pensé en viajar para seguirla una noche, a la salida de la facultad. Pero era miedosa y no era seguro que no pensara que yo quería atacarla. Pensé demasiadas cosas, mientras me remontaba hacia un origen, hasta quedarme casi sin tiempo.
IX
No se puede volver al mismo lugar otra vez porque entonces se generaría un nudo al encontrarse el viajero consigo mismo en otro viaje. Pero hay gente muy obsesiva. Se emperran en volver al mismo día. Una y otra vez. Y vuelven a las nueve, a las trece, a las diecisiete y a las veintiuna. Se desvanecen cada vez, en algún momento, y cuando los otros creen ver algo, ahí están de vuelta, regresando al mismo lugar, en el mismo momento. Pero en una de esas les tomó varios años ahorrar lo suficiente como para intentarlo otra vez. Pasan unos minutos, y los demás ven al otro envejecido, volviendo para seguir arremolinándose en torno a la misma obsesión.
A veces, secretamente, se encuentran dos viajeros para enredarse en otros tiempos. Como si fuera un hotel al otro lado de la ciudad. O simplemente colisionan dos del futuro, que se reconocen por los objetos, por el aura incandescente que tiene la piel de los que vienen de lejos. En ocasiones se conocen ahí y luego se prometen encontrarse al regresar, pero a veces ocurre que son clientes de épocas muy distintas.
Y cada vez es peor. Una vez inaugurado el truco de los senderos, eso quiere decir que se perforarán los hilos del tiempo de aquí a la eternidad. Siguen llegando, de todas las eras, hasta armar una malla, una red invisible de llegantes que se extiende hasta nosotros.
X
No quise verla nacer. No la visité en la infancia. Nada. No intenté enterarme de más cosas. No quería recordarla en sus recuerdos de antes más que siguiendo el relato que ella me había contado. Mi única intromisión entonces sería día por día, en ese café, cuarenta y cinco minutos. Como si nadara una eternidad por debajo de una capa de sopor, para respirar por un breve tiempo bocanadas de aire que duraban tres cuartos de hora.
Septiembre llegó rápido. En abril había descubierto el bar. En marzo la habían contratado. Pronto yo iba a comenzar a pensar en las formas en las que se me iba a acabar el tiempo.
XI
La moza me trajo el café. Me miró detenidamente, como si estuviera calculando la distancia correcta desde la cual se podía arrojar una palabra. Después se fue. Al rato volvió para traerme la cuenta. Me quedé mirando el papel, mientras de reojo la observaba a ella, en la mesa, anotando cosas en el cuaderno. En el dorso del papel la moza había escrito algo. Un teléfono. Una dirección. Un horario. En dos horas, un departamento, a dos cuadras.
XII
Se largó a llover justo cuando toqué el timbre. El departamento era interior, oscuro. Apenas respiraba algo de la luz que ya se iba. La moza se llamaba Andrea. Me abrió y me sonrió, con dudas, mordiéndose el labio inferior. Le devolví la sonrisa, simplemente porque estaba cansado. No hablamos demasiado, tan solo lo necesario mientras nos besábamos. Pensé en cómo se vería el traje polimolecular mientras me lo quitaba. Ella no reparó en nada.
Casi granizaba afuera cuando la detuve. No puedo, le dije. No puedo seguir con esto. Me sentía mal, totalmente agobiado. Me pregunto qué me pasaba. Si tenía novia. Me aclaró que no le interesaba el compromiso. Que simplemente yo le gustaba. Se hizo silencio. Y ahí retomó. Desde que te vi hace unos meses me gustás. Cada día. Te veo. Siempre te veo. Y cada vez que te veo es como si fueras alguien distinto. Algo te hace hermoso. Algo que no sé qué es pero que a mí me conmueve. Nos miramos, con más silencio. Alguien dijo algo, al fin. Te veo verme, como si me estuvieras diciendo algo que no te animás a contarme.
XIII
No quise coger otra vez ni hablar más. Me quedé apoyado en la baranda, mirando por el hueco del edificio, intentando capturar algo del origen de tantas aguas. Ella puso la pava al fuego y me ofreció un té. Desnuda sobre la cama me preguntó una vez más qué me pasaba. ¿No te gusto?
Era preciosa. Era simpática. Era hermosamente normal, en todo, excepto en la brillante intensidad de sus ojos, como si reflejara una luz venida de otro mundo. No podía explicarle demasiado. Íbamos en direcciones distintas. Menos mal que trajiste paraguas, susurró mientras bajábamos en el ascensor. Nos besamos en la puerta. Fue el mejor beso que nos dimos. Me fui triste. Me desperté en el sarcófago con la sensación de que nunca me había sentido tan solo en la vida.
XIV
Los días siguientes tuve mucho trabajo. Por molestar nomás, un turista había intentado asesinar a Carlomagno justo antes de su coronación. Tuvimos que prepararnos para intervenir de manera coordinada y precisa, porque al parecer se trataba de una especie de conspiración sostenida por no menos de veinte clientes sincronizados. Después tuvimos que soportar el sumario y la inspección desde el Ministerio. Fueron demasiadas cosas. Se extremaron las medidas de seguridad, y pasó no menos de un mes antes de que pudiera retomar los viajes furtivos.
XV
Era junio. Ella anotaba y cada tanto se decía a sí misma algo. Consultaba un libro. Una guía de destinos turísticos. Se la notaba cansada. Creía recordar algo. El trabajo no era lo que ella había previsto. Estaba pensando en cambiar. Tantas cosas.
Andrea hacía cuentas en la barra. Tardaba en venir, porque cuanto más tardaba, más veces la miraba. Me percaté de que en ocasiones me acariciaba a través de los billetes del vuelto. Que me miraba. Que se sonrojaba y jugaba a verse en los reflejos de las copas colgadas al revés en la barra. Que iba al baño. Que confundía en ocasiones los pedidos. Que hace poco que era moza. Que anotaba cosas en el reverso de los tickets, y después hacia un bollo con el papel y lo tiraba.
XVI
Un día, ya en junio, la vi irse antes, en mi horario de esperarla. Andrea salía rápido. Llevaba en la mano un tubo de esos que se usan para llevar diplomas. Antes de salir me miró. La perdí de vista después. Esperé todo el rato, en vano. Ese día no apareció ninguna de las dos. Me quedé en la mesa distrayéndome con la extraña luz de aquella época, tan cercana, tan lejana. En un momento volví a mirar a la gente que iba y venía. Una chica joven, muy bien vestida, cruzó de repente, con paso apurado. Pensé que era Andrea, por un instante. Pero no podía ser. La perdí de vista pronto, antes de que mi cuello hubiera podido seguirla a través de las ventanas.
XVII
Del Ministerio mandaron a los de Supervisión y Control. SyC. Gente muy reservada. Siniestra. Dicen que tienen control sobre todo, hasta que enloquecen en la maraña del tiempo de no poder controlarse a sí mismos. Atred no fue muy claro al respecto. Creí entender que me decía que viajaban sin parar. Al presente incluso. Hasta ya no tener claro de dónde habían salido. Decían que no les temían a las paradojas. A los bucles. A los nudos. Pero eso es un rumor. Un rumor esparcido con el probable propósito de recordarnos que tal vez no lo sepamos todo. Ni siquiera la gente que maneja el tema, como yo. Es un asunto delicado. Tantos bucles abiertos en el tiempo, tanta gente, de todos los tiempos, cayéndonos encima como curiosidad.
Revisaron todo. Una y otra vez. Ahora había una causa penal, también, por uno que se perdió en Catal Hüyük. Vino una restricción luego: de allí en más estaría prohibido viajar más allá del 3200 antes de Cristo. De paso, cambiaron el sistema de precintos y modificaron las formas de registro.
Por un instante pensé que ya no podría viajar más de manera furtiva. Pensé que mi posibilidad de seguir visitándola ya no estaría más a mano. Pero un día cualquiera aparecieron los códigos y las claves, en el reverso de un papel, esperando en mi escritorio.
XVIII
Ya era mayo cuando me decidí. Tenía que hablarle. Tenía que levantarme y pasarme a su mesa. Tenía que tomarla de la mano. Decirle tantas cosas. Se me acababan las oportunidades. Pero no quería alterar los efectos de las cosas. La red topológica podía moverse. Se iban a dar cuenta.
¿Y si pudiera decirle al menos? Lo del colectivo. Aquella esquina. Nueve años después.
XIX
Andrea entra al bar. Tiene el tubo en la mano. Y un cuaderno. Nunca la había visto tan hermosa. Algo en el fuego de la mirada se dirige constantemente hacia mí. Se sienta en mi mesa. Me mira. Se da cuenta de algo. Me pide perdón. Después se para y se va, olvidando lo que traía.
Miro el cuaderno. El cuaderno donde está todo. Ella todavía no llega. Me paro rápido y voy hacia donde sé que va a sentarse. Dejo el cuaderno ahí. No me atrevo a abrirlo esta vez. No quiero leer. Vuelvo a mi mesa.
Ella entra y se sienta. Cuando termina de acomodar las cosas, recién ahí, se da cuenta de que el cuaderno la ha estado esperando todo ese tiempo. Lo abre, curiosa. Parece nuevo. Vacío. En blanco. Todo, excepto una página. La primera. Desde lejos se nota. Hay un dibujo que no alcanzo a ver con claridad. Y una firma abajo. Una inicial apenas. Una A.
XX
Le voy a decir. Estoy seguro. No me queda otra. Se me acaban los días. En el próximo viaje toca el 18 de abril. Se me cierra el estómago, como respuesta a un látigo estremecedor pulmones adentro. En nueve años va a pasar. Es como un aniversario pero para el otro lado, de algo que todavía no ha ocurrido pero que va a pasar, de una vez y para siempre. Y que sigue pasando. Cada vez que me despierto.
Le tengo que decir. De una forma que no altere el mapa de efectos. Imagino. Proyecto versiones pueriles del universo enredado en el que vivimos. Que lo sepa y que lo viva todo, sin decirme. Sin decirme durante nueve años. Y que justo antes se separe de mí. Y haga otra cosa. Que cambie de vida. O viaje a Mongolia. Que escale el Himalaya. O remonte los ríos hasta el cenote en el que nacen las aguas tiernas que calman el olvido.
XXI
Al entrar al edificio noto que algo ha cambiado. Antes de llegar a la oficina ya veo gente con las ropas de SyC. Adentro de la oficina me espera una mujer joven. Creo reconocerla, cuando se da vuelta y me mira, con el gesto adusto, los ojos preocupados, las pupilas cargadas de un amor a punto de llorar.
En la mano tiene el cuaderno. No lo hagas.
XXII
Brin me estuvo siguiendo todo este tiempo. Viéndome en las deshoras viajar y viajar. Lo supo todo, antes de todos los después. Los de SyC vienen y van por el tiempo, hasta el hartazgo de las consecuencias. No le temen a la topología de los eventos, a los laberintos de luegos. Vamos, me dice.
Viajamos juntos, al 18 de abril. Se sienta dos mesas más allá. Luego entra ella. Todavía no tiene un cuaderno en el que anotar. Todavía no se le ocurrió. Tiene cuarenta y cinco minutos nomás, piensa en lo que va a tomar, mientras juguetea distraída con el menú.
Finalmente aparece Andrea. Se cambia y se acerca a las mesas para levantar los pedidos. Ella pide un cortado, como siempre. Brin pide un licuado de frutos tropicales. Yo, un café doble sin cortar.
Tengo que decirle, pero la tengo ahí a Brin, aferrada al vástago operacional, a punto de pulsar. Andrea nos atiende a todos sin saber. En la mesa, ella dejó de jugar con la carta y ahora mira cómo la luz de la tarde rebota en una hilera de mesas vacías.
En un instante me doy cuenta de que me está mirando. Me está mirando fijamente, como si quisiera acordarse de mí. Como si quisiera antedatar un recuerdo de algo que, para ella, todavía no ha ocurrido. Soy catorce años más viejo que aquel al que va a conocer y amar durante los próximos nueve años. Tengo la mirada cansada. Una cicatriz enorme no sé dónde. No me atrevo a devolverle la mirada. Mis manos están cansadas de agarrotarse en torno al vástago. No sé si arrojarlo contra la pared o pulsar finalmente para que me vengan a buscar. Me mira todavía. Siento el estruendo de recibir su luz. Pero aún así sigo huyendo de su latido. Mis ojos se esconden en el fondo del pocillo. Ya no queda más café.
XXIII
El cuaderno, adentro de la bolsa plástica transparente, espera en mi escritorio. Espero que entiendas, me dice. Están embalando todas mis cosas en cajas. Los de SyC han tomado una resolución. No quiero preguntar demasiado. No quiero enterarme. Nos han entrenado para domesticar la curiosidad. Para temerle. Para constatar, incluso, que desatada puede ser insaciable.
No sé qué voy a hacer ahora. Nunca hice planes. Nunca pensé en otros trabajos. Nunca tuve hijos, le digo a Brin, antes de que se cierre la puerta del ascensor. Pero Andrea sí, me contesta. En ese momento comienzo a descubrir la sombra de todos los futuros que se proyecta sobre mí. Me sonríe. Tiene algo de los dos esa criatura. Tiene algo de la paciencia de quien sabe que tiene que desenredar demasiados hilos. De quien sabe que tiene tiempo y mundo suficiente para intentarlo.
Me abraza, con la ternura de quien pescando se da cuenta de lo que tiene entre las manos. Por un instante absorbo todo el precioso aroma de su cabellera, venida de ninguna parte. Se forman figuras en la mente. Luego ceden. Tal vez Brin. Tal vez ella. Sí, ella, tiró de todos los hilos desde la sombra del futuro. O tal vez no sabemos nada de cómo funcionan estas cosas.
Al salir saludo a los guardias. Ninguno me presta atención. Nadie me mira cuando cierro la puerta vidriada con un suave golpe de ira contenida. Todos están cifrando y acomodándose a las nuevas claves. Todos están pendientes de los próximos protocolos. La calle está desierta. El cielo encapotado. No tengo paraguas.