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CUÍDATE, ASÍ CUIDARÁS A LOS TUYOS

He visto más de cinco veces la saga de Rápido y furioso. Luces, motores, palancas, pedales y neumáticos proyectando en la carretera maniobras de máximo riesgo. Solo a esa velocidad puedo recordar la colisión y los chispazos que provocó el accidente de mi papá. Fue como un fogonazo, un encandilamiento por los focos halógenos de un Toyota Supra rajando la mitad de la noche. Ese día, en los asientos traseros del colectivo, tres cuadras antes de bajarnos, me pidió las 10 lucas que me había dado para el pasaje. Nada. Hurgué en un bolsillo y luego en el otro. Trajiné toda la mochila. Me saqué las zapatillas. A pesar del olor a queso que invadió el vehículo, revisé entre mis calcetines. Casi humillado, cuando llegamos al paradero entre San Martín y Sargento Aldea, me puse a llorar. El chofer se rio junto a mi papá. Ambos me calmaron. Mi papá habló con su amigo. Menos mal que era conocido, dijo al voleo. En la vereda me palmeó el hombro, insistió en que no me preocupara. Seguro se me habían quedado en la casa. No me iba a retar, prefería que fuera a ayudarle otro turno a la panificadora. Era su ayudante, lo apoyaba sacando el pan de los mesones y colocándolo en las latas. Embutido en mis audífonos toda la mañana, indiferente a la sonajera de las máquinas, podía ignorarlo si movía las manos y no le estorbaba en sus rituales de amasado. Yo era el pequeño ayudante de papá, un niño callado que iba en octavo básico, usaba un delantal que le quedaba largo, el pelo al ras como los militares y la cara congestionada, siempre al filo del llanto. Ayudaba los fines de semana en la panificadora mientras escuchaba música en mp3. No hablaba con nadie. Me mantenía apegado a la sobadora donde él preparaba la masa y tiraba los bastones al mesón para cortarlos con los distintos moldes de pan. Y el chirrido. Ese chirrido espantoso: ¡­cracjkrcrajkcrarjkr!, como moliendo huesos. La sobadora y mi papá: una historia de amor y odio. Él la fustigaba a chuchadas, como si fuera una yegua escandalosa que apenas trotaba. El jefe pasaba y se hacía el desentendido. No quería arreglarla. Funcionaba. Producía. Los engranajes giraban como el mundo y la paciencia. Pero la última se acaba. Hay un momento en que una piedra traba las poleas y rompe las correas de tensión. Los rodillos de acero de la sobadora que crujían. Patadas y nada, seguía aullando, como un queltehue herido por un rifle a postón. Hasta que se atrapó la mano. Escuchaba en mis audífonos a Jowell y Randy, un estribillo reguetonero para animar los músculos a empujar otro carro de latas cerca del mesón. Fue un chispazo sobre yesca. Después el fuego. Mi papá desesperado. El Chico Mauro y el Ticho interrumpieron el estruendo de las otras máquinas y como dos salvavidas de playa se tiraron a las olas de los rodillos que habían traicionado a papá. Giraron la manivela, abriéndolos y desenchufaron la sobadora. Me gritaron que fuera a llamar a una ambulancia. Cabro culiao, sácate esas mierdas de los oídos y anda a buscar una ambulancia. Me mareé. No supe qué hacer. Parecía como si me fueran a amputar la mano, los oídos, los ojos. El Ticho me pegó un charchazo. Para no bloquearme. Para no memorizar la sangre en su mano, la futura transparencia en la manga vacía de las camisas de mi papá. Corrí a llamar una ambulancia. Corrí a avisarle a todo el mundo, dando a conocer mi voz a la gente de la panificadora. SOY EL HIJO DEL PANADERO ISMAEL FUENTES Y ­NECESITO UNA ­AMBULANCIA. Al final no llegó. Nos fuimos a la Mutual en una camioneta repartidora. Mi papá se fue recostado sobre los sacos de harina, rodeado de canastos de mimbre. Cuando llegamos vi a los médicos trajeados de blanco, igual que él. La camilla, el suero, su mano envuelta en vendas, un bulto extraño. De repente, el prurito. Solo lo veía rascarse. Rascarse impaciente la ausencia de carne y huesos. Hasta que se quitó las vendas. Recordaba con claridad sus dedos, la aspereza de sus nudillos, el grosor de su muñeca.

Ahora no.

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