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CAMINA ATENTO A LAS CONDICIONES DE TU ENTORNO

Como la mañana es fría, mi papá me aconseja que use un chaleco con cuello de tortuga o un polerón con gorro. Que me tape las orejas porque el viento helado produce resfríos. Cuesta levantarse, acostumbrarse al despertador, activar el cuerpo desde las primeras horas de la mañana. La casa en silencio, yo avanzando al baño para asearme y tomar desayuno. Llego a la cocina y me encuentro a mi papá. Sigue levantándose primero que todos. Calienta la tetera, se prepara un té de melisa y mira tele. Me saluda con un “buenos días”, seco, sin despegar su mirada de la pantalla. Alterna su mano izquierda entre la taza humeante y el control remoto. Lo acompaño un rato, en silencio, viendo noticias. Aprovecho cualquier comercial y me despido. Pasé dos años sin hacer nada después de cuarto medio. Hacer nada es un dicho, pero la verdad es que jugué mucho PlayStation y vi hartas películas. Algunos días acompañaba a mi papá a la feria. Otros a mi mamá a las cosechas. Ahora tomo la bici y apoyado en la vereda me monto con un pequeño salto. El viento de la mañana me llega con los recuerdos de los días de liceo. Pedaleo para olvidarlos. Los evito como a los hoyos del pavimento. No acelero mucho y esquivo los vehículos estacionados por miedo a que el chofer o los pasajeros abran sus puertas de golpe. Uso un casco negro con calcomanías flamígeras, la chaqueta reflectante colgada en la mochila que se mueve como una capa de superhéroe y me siento en el Tour de Francia, no en un camino agrietado de una comuna rural. Cuando respiro por la boca, el viento frío me lija la garganta. Aspiro por la nariz, que es más tolerante al frío, y sigo un camino lleno de hoyos, vidrio molido, ripio, botellas plásticas y acequias que se rebalsan por la falta de limpieza y el agua de las parcelas. Trato de acostumbrarme a la reducción del verde, a la invasión de condominios, lo que no cuesta mucho porque todas las casas son iguales. Acá viven Mario Bros con su princesa, me digo, castillos chicos por fuera, pero por dentro gigantes, si no no me explico cómo les cuesta tanto salir a la calle. Conquistar un mundo por un castillo. Cuántos Marios Bros habrá. A los castillos solo les faltan las terminaciones para que los nuevos vecinos lleguen y amenacen con sus autos a quienes usamos esta ruta para ir a nuestra pega. Así es a veces. Pienso en lo molesto de esas casas repetidas y acuarteladas sobre sí mismas. Acá las viviendas son pocas, precarias y mutan de a poco sus fachadas de palos alambrados a las rejas de fierro con puntas dentadas, para que nadie haga el amago de mirar siquiera. Miedo. Miedo a los colmillos de los perros callejeros que me atacan cuando paso muy despacio por una calle. Miedo a los vidrios que son silenciosos miguelitos. Transpiro, pedaleo y me sumo a la fila de ciclistas. Miro las espaldas y bicicletas de esos trabajadores. Portan su chaleco reflectante, un jockey de la empresa para la que trabajan y su mochila; algunas veces las que el Ministerio de Educación les da a sus hijos y ellos no quieren usar porque prefieren una de marca. Persigo ciclistas que airean el eslogan desteñido del gobierno de turno: Educación Pública Para Todos, Mi Primer PC, Un Chile Más Justo. Llego al semáforo, uno de los pocos que hay, espero el verde y cruzo calculando que el siguiente no cambie tan rápido y pueda cruzar el tramo de un tirón para llegar al supermercado. Entro por el portón trasero del estacionamiento, me meto al subterráneo, me pongo en la cola detrás de los contratistas, saludo al guardia y le pido la llave de la jaula. Abro el candado, me meto entre las filas de ruedas, busco un espacio, cuelgo la bicicleta al gancho y como una res, queda quieta, descansando. Echo las luces en la mochila y me voy al camarín.

Cumpliendo horario cualquier movimiento es autodestructivo, nuestro cuerpo puede detonar por cualquier parte en cámara lenta, dispersando esquirlas por toda la escena. Es como una etapa difícil de un juego de guerra, donde sin querer recibes balazos de todas partes. Eso pienso mientras miro a mi mamá con el brazo derecho enyesado y la mano izquierda tiritando con la cuchara de té dirigiéndose a su boca. Se accidentó en el packing de kiwis y tiene licencia por dos meses. Como trabaja de temporera, quedará sin sueldo este verano. Tampoco tiene seguro médico, porque como trabaja de temporera, no tiene contrato. El contratista solo cumplió con llevarla al hospital y traerla a la casa. Cuando se fue, me imaginé un camión chocándolo y llevándose toda la cabina delantera de su furgón escolar en desuso. No entendí por qué mi mami, antes de partir, le dio las gracias.

Me gustaría decirle que deje de trabajar. Que cuando me pase a horario full, podré pagarle la carrera a la Coni y además ayudar en la casa. Así no tendría que pasar por eso de nuevo. El brazo no le va a quedar igual que antes. La mami no se queja, le carga quejarse, pero se le nota lo compungida que está con el dolor. Cada vez que tiene un accidente en el packing queda peor. Todavía tiene una puntada en la espalda de la vez que se cayó de la escalera cuando un coloso pasó a llevar las patas de apoyo. Y el gasto fue de mi papá, él tuvo que quedarse a cuidarla y pagar con su plata los remedios. Le dije que demandara al contratista, pero se enoja, dice que conoce al Carlitos de hace mucho, que siempre la llama a ella para las pegas de selección de frutas, que son las mejor pagadas, que no puede ser tan ingrata. Me da rabia, no entiende que no es una cuestión de amistad, sino lo que corresponde.

Barro la masa botada, hinchada por la levadura: pequeños pedazos, bultos grumosos a punto de explotar en el suelo. La echo a un saco vacío que usamos para recoger el polvo acumulado entre cada turno de harina. Esa basura no se cuenta como merma. Antes de cada parada a comer hay que barrer el piso. Me impresiona que se bote casi un quintal de harina diario. Lluvia de harina directa a los pulmones. Sin contar el polvo que escupen los extractores de aire hacia un sitio eriazo lleno de maleza que queda tan blanca que parece petrificada. Mi papá pondría el grito en el cielo por toda esa pérdida, aunque el negocio no fuera suyo. Para él, desperdiciar la comida es un insulto, tanto en casa como en todos lados. Perdón papá, me digo, mientras recojo paladas de polvo mezcladas con tierra. Procuro no rozar los dos parchecuritas que tengo en la mano derecha. Me he cortado en varias ocasiones la yema de los dedos. En la mañana me apreté la muñeca izquierda al cerrar apurado la cámara de calor. Cada vez que alguien se corta las manos no puede seguir trabajando sin ponerse un guante de látex. A mí me ha tocado dos veces y mi mano termina pálida por la transpiración. Me cambio de guante cada una hora para airear mis dedos. Entremedio, el Jorge llega con el canasto verde del supermercado y trae jamonada, queso mantecoso, un kilo de margarina Sureña, tres néctares y un agua mineral San Francisco. Cada uno saca su pan preferido, se hace un té o un café y nos vamos a la sala de descanso. Agarro confianza: saco una dobladita y una coliza peruana. Los panaderos son los únicos que pueden comer pan especial en el supermercado. Ni los administrativos tocan otros cajones que no sean de hallulla o marraqueta.

Me gusta más cuando nos quedamos a comer en la panadería. Usamos las bandejas de pan como asiento y nos movemos con más confianza. La gente nos mira curiosa desde el pasillo de pastelería mientras alguien hace alguna payasada. El Jorge no para de hablar y tirar tallas. Le recuerda al Yona la vez que lo pillaron comiendo hamburguesas robadas del pasillo de la carne. Cuando el supervisor le pidió que pagara la mercadería, él salió corriendo como un niño diciendo “¡no quiero, no quiero!”. O la vez que el Kano quemó un carro de pan y de lo nervioso que estaba abrió el extinguidor y le apuntó al Pipe y al Jorge y los dejó llenos de polvo y tuvieron que cerrar la panadería durante el día. Cuando se ríe el Jorge se pone colorado y los cabros, para vengarse, le gritan a coro “está chistosa la Peppa Pig”. Y cuentan cuantas veces ha fracasado tratando de conquistar a las cajeras.

Acompaño a mi mami al poli. Esperamos una hora para que la atiendan. No había nadie más en el pasillo. Entramos en el box. El doctor le da analgésicos y le recomienda más reposo. Que no intente hacer las cosas solo con un brazo, que pida ayuda. Me mira. Asiento en silencio, no quiero interrumpirlo. ¿Acaso no tiene marido que la ayude con las cosas de la casa?, pregunta el doctor. Pero don Julián, dice mi mamá, mi marido perdió una mano en la panadería. Como se atendió en la Mutual, la terapia se la hicieron allá, por eso en el poli no lo saben. No se preocupe doctor, le digo, yo trabajo, pero está mi hermana que puede ayudar en la casa. Cuide a su mamá, cuídela harto, me dice mientras anota algo en una hoja y me la pasa como si fuera el apoderado. Cuando salga, haga pasar al otro paciente, me pide. Le abro la puerta a mi mami y nos vamos.

En la casa le digo que yo haré aseo al patio mientras ella está con reposo. La Coni no sabe cocinar y el papá tampoco, así que no podemos reemplazarla ahí. Al menos mi hermana le ayuda picando las verduras y moviendo los trastos. Estamos acostumbrados a hacer todo solos, pero ordenar la casa en grupo es divertido. Se parece en algo a trabajar con los cabros, solo que la mami no es tan pesada y la Coni se dedica más a escuchar que a otra cosa. El papá pasa casi todo el día afuera, nadie se atreve a pedirle que ayude en la casa. Él tampoco nos pide ayuda en su trabajo en la feria. A veces pienso que es un inquilino que tenemos en la casa, casi un extraño que en cualquier momento tendrá que irse con su familia. Pero a veces anda de humor y trae comida de afuera, algo que encontró barato en la feria o nos cuenta alguna anécdota que le pasó y se pone a recordar, y la mami le sigue el ritmo y terminamos conversando hasta bien tarde sin prender la tele. Todo un milagro.

Mi mami siempre me encuentra parecido a alguien de la tele. Ayer me dijo que tenía un parecido al marido de Selena, la cantante. Busqué fotos en Google y pensé por enésima vez de dónde sacará tanta imaginación. A la Coni le dijo que se parecía a una actriz de Pasión de gavilanes. Cuando se me escapó la risa, mi hermana me pegó un codazo. Ella se fue a matricular hace poco y viaja casi dos horas de ida y vuelta al instituto. Tiene casi el mismo horario que el papá.

Son monos lampiños, pequeños, gnomos o duendes. No mis compañeros. Esos enanos barbones que veía en ­Blancanieves de vez en cuando con mi hermana en un VHS. La encontraba fome, los enanos trabajan en unas minas de diamantes y la princesa se quedaba en la casa haciendo aseo con los animales del bosque. Me daba mucha risa que los ratones, ciervos y ardillas la ayudaran a hacer el aseo. El Boby, nuestro perro, nunca ayudó en nada. Todo lo contrario. A mi hermana le encantaba esa película, por eso nunca le apagué la tele ni le escondí el control, como solía hacerlo cuando se afanaba con las teleseries. Me pedía que la acompañara a verla, así que me sentaba con ella y escuchaba sus explicaciones de la historia, el asunto de la manzana, el beso del príncipe y la preocupación de los enanos. La panadería no se parece a una mina de diamantes. Ya quisiéramos. Tampoco mis compañeros tienen la chata y recia apariencia de esos monos, aunque en el otro turno esté el Chico Gómez y nunca sobre un apodo para molestarlo. Me costó recordarlo, me parecía extraño, pero después me causó gracia. En los camarines, uniformados y listos, el Yona sale seguido del Kano, el Pipe y el Juan, tarareando la misma melodía que los siete enanitos entonan para ir a trabajar. Es algo así como: ¡Ay jo, ay jo, cavar, cavar, cavar! En vez de las picotas al hombro llevan sus mochilas a sus casilleros y cambian la palabra “cavar” por “sobar”. Es un espectáculo. Yo también me sumé: ¡Ay jo, ay jo, sobar, sobar, sobar!

Día viernes. Nubarrones por la mañana y harto calor por la tarde. De los extractores entran rayos de sol y pienso que se cumple la profecía del Yona: la semana se fue volando como las polillas que nacen y se crían en los cúmulos de harina acumulada dentro de las máquinas. Me distraigo con ellas mientras aprendo cómo se fabrica pan. Recupero el tacto de la masa, manoseo la harina. Me enfundo en la mascarilla para no aspirar tanto polvo y agarrar el cáncer del pan: la sinusitis. Empiedro. Agarro ritmo. Como dicen en los animés de deporte, “la masa se ha vuelto una extensión de mi mano”. Estoy listo. Pasé el nivel. El Yona lo confirma ese mismo momento porque me llama y enseña a operar la máquina cortadora. La miro como si nunca la hubiera visto hasta ese momento: un mesón motorizado con una cinta que avanza cortando el pan. Sigo sus instrucciones para manejarla: primero espolvorear la tira de masa en la cinta para que las hallullas no se peguen en el molde. Luego encender el motor, apretando un botón lateral para que la cinta corra. Cuando entra en el picador, levantar la canaleta que protege del contacto con los rodillos en funcionamiento. Automáticamente la cinta para y con las manos se debe evitar que la masa se enrede, cosa que salga lista y se puedan recoger las hallullas y empiedrarlas. Me concentro en la masa arrastrándose como serpiente a ras de suelo. En mi cabeza, como un rezo, repito: por favor que no se pegue en el picador, por favor que no se pegue en el picador, por favor que no se pegue en el picador. Dios me escucha. Trato de mejorar mi coordinación para detener la cinta. Cuando no se alcanzan a recoger las hallullas del otro extremo, ayudo a apilarlas para desocupar y seguir cortando. Así pasan tres quintales por la cinta hasta la hora de colación. La maquinaria acelera la producción el triple. Nada que ver con cortar el pan con los moldes manuales. No se depende de la fuerza y aguante del panadero. Se depende de un motor. El pan lo hacen las máquinas, nosotros las asistimos. Paramos. Voy al baño. En el espejo, noto mis brazos rociados con harina, pero mi delantal está limpio. Lejos de las latas, el trabajo es más higiénico. Empuño la mano y me amenazo en el espejo, pobre de vos si te portái mal, pobre de vos si caes en la distracción. Reviso mi celular y encuentro dos llamadas perdidas de mi mami. Tranquila, no me pasa nada, no me pasará nada, le respondo. Le mando una selfie por el WhatsApp. Soy un superhéroe de capa blanca, le escribo. La marraqueta es mi pastor.

DEPARTAMENTO DE PREVENCIÓN DE RIESGOS


RIESGOS EXISTENTESCONSECUENCIASMEDIDAS PREVENTIVAS
Atrapamiento por máquinas, equipos o instalaciones*Heridas*Contusiones*Fracturas*Hematomas*Amputaciones1. Se tomarán las medidas necesarias a objeto de evitar ser atrapado por máquinas o equipos, todos los cuales deben poseer sus protecciones respectivas.2. En máquinas con partes en movimiento, deberán extremarse las precauciones y conservar permanentemente las protecciones, dispositivos de seguridad y métodos de trabajo correctos, evitando de esta forma posibles accidentes.3. Toda intervención de la maquinaria que presente transmisiones (correas, poleas, huinchas, etc.) se realizará con la máquina detenida y desconectada del sistema de alimentación eléctrica.
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