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I.

FAMILIA Y SOCIEDAD1

1.1. Contexto actual de la familia: el proceso de modernización

La relación entre familia y sociedad requiere ser analizada en el contexto del proceso de modernización. El Informe de la Comisión Nacional de la Familia (1994) afirma que este proceso es un marco de referencia insoslayable para entender la realidad actual de la familia en el país, y destaca la importancia de los cambios que él ha generado en el contexto socioeconómico, sociopolítico y sociocultural del país.

En el aspecto socioeconómico, el sistema neoliberal y la globalización de la economía han generado un masivo aumento en el intercambio de bienes, servicios y organizaciones con diversos países del mundo. Este proceso ha impuesto la necesidad de aumentar la productividad del trabajo, ha generado mayor exigencia de uso de tecnología y mayores requisitos de capacitación para acceder al mercado laboral. El sector informal de la economía, que no alcanza estos standards, ha ido creciendo. La intensificación del proceso de industrialización ha generado un importante proceso de migración campo-ciudad, con la consecuente concentración urbana de la población y el crecimiento de las grandes ciudades. El aumento de la riqueza y de la oferta de consumo de bienes ha ido a la par con el aumento de las desigualdades en la distribución del ingreso, haciendo mayor la distancia que separa a los grupos de mayor ingreso de aquellos de menor ingreso de la población.

Estos cambios socioeconómicos han influido en la familia, que se ve enfrentada a las nuevas exigencias de capacitación y entrenamiento exigidas por el mercado laboral, al mismo tiempo que la creciente incorporación de la mujer al trabajo remunerado cuestiona la distribución tradicional de roles sexuales y tiene impacto profundo en la vida familiar.

En el aspecto sociopolítico, la modernidad ha estado asociada a la consolidación del sistema democrático entendido como una forma de convivencia que debe manifestarse en la vida política y en la vida cotidiana de las personas. El proceso de consolidación de la democracia, en el que Chile ha ido avanzando, ha generado una mayor preocupación por los derechos humanos, pero paralelamente no se han generado instancias que faciliten el acceso de la población a los diversos niveles de participación ciudadana. Como consecuencia, se ha desarrollado una tendencia a la apatía y a la falta de participación política en la población, especialmente en los jóvenes.

Al no tener canales adecuados que promuevan su participación en los asuntos públicos, y sintiéndose afectada por decisiones que le son impuestas desde las instituciones públicas, la familia se autorrelega exclusivamente a la vida privada y con frecuencia pierde de vista la importancia de su papel como formadora de valores democráticos en las nuevas generaciones.

En el contexto sociocultural, destaca la aparición de una cultura audiovisual con crecientes vínculos internacionales y que se manifiesta en el explosivo desarrollo de los medios de comunicación, generando un aumento de las influencias externas que afecta la identidad cultural y la cohesión social. La influencia de la publicidad desarrolla el consumismo y el endeudamiento en la población. El ritmo de vida de las ciudades se acelera y se hace crecientemente competitivo, dificultando las relaciones interpersonales.

Rodríguez y Weinstein (1994), afirman que los medios de comunicación han pasado a ser una gran “ventana” al mundo para la familia, y la han transformado en muchos aspectos. Además de influir en el uso del tiempo libre y las necesidades de información, afectan las ocasiones y formas de la comunicación familiar y cambian las dimensiones de lo privado, que pasa a ser un espacio privilegiado del consumo cultural. Al complejizarse y aumentar la cantidad de conocimientos y símbolos que reciben a través de los medios de comunicación, las familias se encuentran frente al desafío de asumir una diversidad de voces socializadoras, que entregan valores y normas muchas veces contradictorias entre sí y no coherentes con los valores propios de la cultura de cada familia.

Finalmente habría que destacar que todas las tendencias señaladas se conjugan en torno al creciente fenómeno de la globalización, entendido como un nuevo modelo de hegemonía mundial en todo orden de cosas: económico, político, científico, tecnológico, cultural, etc. Este modelo propone un mundo en que cada individuo, independientemente de su raza, condición social, nacionalidad, cultura y distancias geográficas, está interconectado con los otros y pasa a ser en cierto modo ciudadano de un mundo único que se ha denominado “aldea global”. En este modelo, basado en el neoliberalismo, lo económico es el eje determinante, de modo que la inserción económica es el camino de entrada para participar en este mundo global y quienes no logran alcanzar los niveles requeridos para esta inserción, quedan excluidos. El mercado tiene el rol protagónico y el Estado experimenta un detrimento de su poder y autoridad. Los temas de la identidad nacional, de los valores culturales, de las demandas sociales, son todos secundarios a la tarea de inserción económica de los países, para lo cual hacen adecuaciones y ajustes macroeconómicos que afectan negativamente el nivel y calidad de vida de los ciudadanos. En la familia confluyen los efectos deshumanizadores de este proceso.

De este modo, la familia está en el centro de los cambios producidos en el proceso de modernización y globalización y es afectada profundamente por ellos. Si bien como institución pertenece prioritariamente al campo de la cultura, está estrechamente conectada con la economía y la política. En relación con la economía, la familia es productora de bienes y servicios esenciales para la sociedad. En relación con la política, es intermediaria entre los individuos y el Estado y desempeña un papel importante en la estabilidad política y en la educación para la participación ciudadana y la democracia. En relación con la cultura, la familia genera y trasmite valores, tradiciones y formas culturales a través de su esencial tarea socializadora. En todos estos aspectos, como vimos, los cambios señalados han ejercido su influencia en las funciones familiares. Como consecuencia, se están generando profundas transformaciones al interior de la familia, que modifican su estructura y sus procesos, y que producen dificultades y desajustes para los miembros del grupo familiar, repercutiendo en la sociedad como un todo.

El Informe de Desarrollo Humano en Chile del PNUD de 1998, revela que a pesar de los importantes logros económicos y sociales que el país ha tenido en los últimos años, existe un profundo malestar en la cultura debido a la insuficiencia de los mecanismos de seguridad del actual proceso de modernización. Este malestar es la expresión larvada de situaciones de inseguridad e incertidumbre y hace que junto a los avances objetivos, coexistan grados significativos de desconfianza tanto en las relaciones interpersonales como en las relaciones de las personas con los sistemas de salud, previsión, educación y trabajo. Existe, por tanto, una falta de complementariedad entre modernización y subjetividad que afecta a las personas de modo que, tanto individual como colectivamente, se sienten inseguras.

El Informe estudia cómo se muestra el fenómeno de la inseguridad en la vida cotidiana de las familias. Considera a la familia como unidad de análisis porque en ella la seguridad posee un sentido primordial, ya que se configura como un espacio de acción en el que se definen las dimensiones más básicas de la seguridad humana, que son los procesos de reproducción material y de integración social de las personas. El estudio empírico realizado muestra que todas las familias enfrentan en algún momento dificultades en su tarea de asegurar la reproducción material y la integración social de sus miembros, experimentando problemas específicos de pérdida de trabajo, salud, sociabilidad y educación que generan inseguridad. Desde la perspectiva de las familias, la inseguridad debe ser considerada como proceso. Las trayectorias de inseguridad se instalan en las vidas de las familias, se expresan en múltiples dimensiones que se suman y superponen en el tiempo. “En este sentido, lo que está en juego en esas situaciones no es sólo una pérdida material o simbólica de tipo puntual, sino el debilitamiento de las certezas que permiten a la familia operar como base de la reproducción material de los miembros y de su integración a la sociedad” (PNUD, p. 193).

Pero la inseguridad se instala en las familias no sólo en su relación con la sociedad, sino también en sus relaciones internas. Los procesos de modernización generan dificultades para mantener un “nosotros” familiar cohesionado y en estas condiciones los padres experimentan inseguridad sobre su propia capacidad de aglutinar en torno a sí al núcleo familiar y de orientarlo en un proyecto de futuro.

“La diversidad y hasta contradicción de mundos de sentido que alberga hoy en su interior cada familia deriva en lenguajes a veces difíciles de traducir entre sí. El lenguaje de un padre que se define como proveedor de movilidad para los hijos mediante la educación choca con el lenguaje de los hijos, que se estructura a partir de la desconfianza en la eficacia del lenguaje del padre. Entre ellos la madre se ve fragmentada entre su lenguaje de esposa del padre proveedor, el de trabajadora y el de contenedora emocional de unos hijos que viven en un mundo que no alcanza a comprender” (PNUD, p. 205).

Finalmente, el Informe citado destaca cómo la inseguridad de la familia es agravada por el sentimiento de culpa que provoca el discurso predominante que atribuye a las familias toda la responsabilidad en los problemas que las afectan. Y afirma que muchas instituciones y sistemas sociales se hacen más eficientes porque descargan funciones básicas de integración y sentido sobre los hombros frágiles de la subjetividad familiar. La intervención pública suele ocurrir cuando la familia se ha quebrado bajo el peso de la contradicción entre la enormidad de sus responsabilidades sociales y la precariedad de sus recursos privados.

Coincidimos con Brunner (1995) en que bajo el impacto de la modernidad, el contexto donde vive y se desenvuelve la familia le impone a ésta condiciones de dificultad que son históricamente nuevas, obligándola a adaptarse a estas circunstancias, proceso cuyas manifestaciones críticas suelen ser tomadas como una manifestación de crisis de la familia o, incluso, como un argumento para “superar” la forma familia. En oposición a este pensamiento, el autor afirma que la familia es más necesaria que nunca bajo las condiciones de la modernidad, “puesto que ofrece una combinación única para los arreglos biológicos y culturales que permiten transmitir y mantener la vida, una experiencia de comunidad insustituible, un cauce de socialización imprescindible y una base para la generación de orden en sociedades que, justamente debido a sus propias características de funcionamiento, se encuentran ante la permanente dificultad de crear y reproducir un orden de integración” (Brunner, p. 116).

Es éste el contexto básico del cual debemos partir al aproximarnos a la consideración de la familia, sus características, sus potencialidades y sus límites. La familia está en el centro del actual proceso de cambios no porque los genere, sino porque a la manera de un microcosmos, los efectos de todos esos cambios se concentran en ella y condicionan su funcionamiento. Frente a una extendida concepción que tiende a asignar a la familia el papel de principal generadora de múltiples problemas sociales, necesitamos mantener una visión lúcida respecto a que la génesis de los problemas sociales se encuentra principalmente en la estructura y funcionamiento de la sociedad

1.2. ¿Qué se espera hoy de la familia?

Se postula que los procesos de modernización han afectado las funciones de la familia en la sociedad, restringiendo sus funciones tradicionales, algunas de las cuales han ido siendo asignadas a otras instancias sociales, como la de educación y la de producción económica para el mercado. En la actualidad las funciones sociales significativas que se le reconocen formalmente a la familia son la de reproducción o creación de nuevos miembros para la sociedad, la de regulación sexual, la de mantención y cuidado físico de sus miembros, la de apoyo emocional o función afectiva, y la de socialización de los hijos.

No obstante, la familia sigue desempeñando funciones educativas y económicas que son esenciales para la sociedad.

En el aspecto educacional, se reconoce cada vez más que la familia desempeña una tarea educativa básica que es esencial para el éxito de toda política educacional. Estudios hechos recientemente en el país en el marco de la Reforma Educacional que está impulsando el Gobierno, demostraron que la falta de apoyo de los padres es el principal factor del fracaso escolar, que los incrementos en las notas de los alumnos se relacionan más estrechamente con incrementos en el nivel de escolaridad de la madre, y que los establecimientos que logran tener mejores resultados escolares son también aquellos caracterizados por padres activos, inmersos en el sistema educativo (CIDE, 2000).

En el aspecto económico, la familia desempeña una importante función en la producción de bienes y servicios necesarios para la mantención de sus miembros, por medio del trabajo doméstico.

Arriagada (1997) afirma que en América Latina las recurrentes crisis económicas hacen que muchas familias deban desempeñar una gama muy amplia de funciones, lo que se refleja en una extensión laboral del trabajo doméstico.

La realidad de la familia en Chile confirma lo anterior. Más que disminuir funciones, parecería que bajo el impacto de las crisis políticas y económicas que ha enfrentado el país en las últimas décadas, la familia se ha sobrecargado de funciones. Cuando falla el sistema político en la garantía de la seguridad personal y en la administración de la justicia, y el sistema económico en la oferta de empleo, la familia debe desempeñar nuevas tareas y funciones.

La fuerza de la familia como realidad vital que desempeña múltiples funciones y que recibe la adhesión interna de sus miembros, especialmente en situaciones de crisis, ha sido demostrada históricamente en el país desde los inicios de nuestra vida como república. En las últimas décadas, ha sido posible observar este fenómeno en las familias afectadas por la represión política y las familias afectadas por la crisis económica.

El Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1991) deja expresa constancia de la acción de las familias de detenidos desaparecidos durante el gobierno militar, afirmando que resulta admirable la paciencia, pertinacia y dignidad con que las familias se empeñaron, primero en mantener contacto con los detenidos; segundo, en auxiliarlos y consolarlos; tercero, en defenderlos legalmente; y cuarto, ya muertos o desaparecidos, en buscar sus restos para honrarlos. Para entender el valor de esta actitud, es necesario recordar el maltrato permanente y sistemático que se dio a estas familias en la mayoría de los casos y que incluía desde negar la detención y la muerte del familiar a larguísimas esperas para recibir noticias de los detenidos.

Miles de familias apoyaron a sus familiares perseguidos, acusados, exonerados de sus trabajos y estigmatizados socialmente, los acompañaron al exilio y trabajaron duramente para subsistir en un medio extraño y muchas veces hostil. El exilio marcó duramente a estas familias, particularmente a los hijos.

Muchas veces las parejas no pudieron resistir este impacto y se separaron. Pero los lazos familiares, y en especial su vinculación a las lejanas familias de origen, se mantuvo. En la gran mayoría de los casos la familia fue el principal recurso –y a veces el único– con que contaron los perseguidos políticos.

La crisis económica que vivió el país a consecuencia del cambio de modelo económico y de la crisis mundial de la economía afectó también duramente a las familias chilenas. El aumento del desempleo y la pobreza, unidos a la restricción del gasto social, dejó a gran cantidad de personas sin recursos para sobrevivir. En este contexto, de nuevo la familia se constituyó en el más importante –y a veces el único– recurso. Ante esta situación las familias chilenas desarrollaron diversas estrategias de sobrevivencia: el empleo informal familiar, la incorporación de la mujer al trabajo remunerado, el trabajo infantil, el “allegamiento”, las ollas comunes. Con coraje y creatividad, la familia suplió de nuevo las carencias de la sociedad, y si bien este esfuerzo desmesurado le produjo diversos y serios daños, la hizo también tomar conciencia de sus fuerzas y potencialidades.

Estas experiencias refuerzan la tesis de que la restricción de las funciones de la familia en la sociedad, a que se aludía anteriormente, no responde exactamente a la realidad de todas las familias del tercer mundo, en especial de aquellas que se encuentran en situación de pobreza y que, en América Latina por lo menos, constituyen un alto porcentaje de la población.

1.3. Familia-sociedad: una relación compleja

Nadie cuestiona la importancia de la familia para la sociedad y talvez no exista al respecto frase más repetida que aquella de que “la familia es la célula básica de la sociedad”, afirmación que muchos países incluyen en su Constitución Política.

Sin embargo, el significado que la familia efectivamente tiene para la sociedad no está tanto en la importancia que en teoría se le asigne como institución, sino más bien en su subordinación real a las necesidades de otras instituciones. Lo anterior se ve claramente en sus relaciones con la economía. El rol económico del jefe de hogar que gana el sustento familiar tiene prioridad sobre los roles conyugales y parentales. Por lo general, la familia no tiene otra posibilidad que adaptarse a las demandas de este rol que prima sobre los demás.

Obligadas por la necesidad económica y por el desempleo de sus maridos, muchas mujeres deben abandonar el hogar para desempeñar un trabajo remunerado sin tener ayuda para el cuidado de sus hijos, dejándolos encerrados o solos. Para estas mujeres no hay elección posible: el ayudar al mantenimiento de su familia supone casi siempre descuidarla gravemente desde el punto de vista humano. El postulado teórico de que la familia es la célula básica de la sociedad no pasa de ser una verbalización, pero no refleja la realidad. De hecho, la forma como está organizada la actividad económica no da prioridad a la familia, sino a la empresa. Si la familia fuera la célula básica de la sociedad, la satisfacción de sus necesidades pasaría a ocupar el lugar de la búsqueda de ganancias en la racionalidad del sistema (Romero, 1980).

Confirmando lo anterior, Romanyshyn (1971) señala que las instituciones de la sociedad también se adaptan a las necesidades de las familias, pero sólo en la medida que esto sirva a sus objetivos. Cuando hay un conflicto entre los objetivos de la familia y los de otras instituciones, es la familia la que se tiene que adaptar, y no tiene otra alternativa que hacerlo. La autonomía de la familia está limitada por su falta de poder. En una sociedad de intereses competitivos, la familia no tiene una defensa organizada. En ocasiones algunos organismos tratan de desempeñar esta función, pero tienen en general poca influencia en relación a otros grupos que están en posición de tomar decisiones sin preocuparse de sus consecuencias para la vida familiar. La familia individual es una unidad frágil comparada con las numerosas fuerzas que se alzan frente a ella. Mientras más bajo es el status ocupacional, menos influencia tiene la familia en los grupos que se preocupan de los asuntos económicos y políticos, y menores son los recursos con que cuenta para promover su propio interés.

Todas las familias, sea cual sea su posición, comparten la naturaleza de los vínculos que las unen, el ciclo vital de desarrollo y los problemas más típicos que las afectan. Pero la forma como esos procesos se viven y las características que asumen, son cualitativamente diferentes en una familia de clase media, de nivel socioeconómico alto, o de extrema pobreza.

Efectivamente, los cambios sociales no afectan de la misma forma a todas las familias, sino que éstas varían enormemente en su reacción a ellos. Se señala que las variaciones más importantes están relacionadas con la posición de la familia en la estratificación social. En general, existe evidencia de que la estabilidad, el nivel de vida y la calidad de vida familiar están inversamente relacionados con la clase social, y estas diferencias son tan significativas en Chile, que se puede decir muy poco de la familia chilena en general, sin especificar el estrato social de la familia que se está describiendo. No existe “la” familia chilena. Las profundas desigualdades sociales existentes en la sociedad, los mundos tan diversos en que las familias se desenvuelven en su vida cotidiana, hace que no sea posible agruparlas construyendo un modelo común.

Las condiciones de vida en que se desenvuelven las familias ubicadas en el estrato bajo son tan precarias que no permiten que ellas, como instancias de mediación entre la sociedad global y los individuos, conformen espacios que posibiliten el desarrollo integral de sus miembros. Por el contrario, como se señaló anteriormente, estas familias asumen el máximo costo de los cambios sociales y deben realizar cotidianamente un esfuerzo desmesurado para cumplir funciones que debieran ser resueltas socialmente. Dicho esfuerzo se agota en la puesta en práctica de formas alternativas que corresponden a la búsqueda de estrategias de supervivencia que, si bien demandan formas nuevas de comportamiento social, llevan implícita una limitación que se deriva de que en el mejor de los casos permiten sobrevivir, más no vivir plena y satisfactoriamente (Ugarte y Tobón, 1986).

Frente a la conocida afirmación de que la familia está en crisis, Montenegro (1995) afirma que quienes postulan lo anterior no hacen más que transformar a la familia en un “chivo expiatorio” de una disfunción societal mucho más grave en la relación entre el macrosistema social y el microsistema familiar. Esta disfunción se genera debido al creciente mayor poder e influencia del macrosistema social y al debilitamiento acelerado del microsistema familiar. Con ello se ha debilitado la capacidad de influencia recíproca que existió en otras épocas y con frecuencia creciente, este desequilibrio es fuente de frustración, desesperanza y resentimiento por parte de los individuos que componen la familia en la actualidad, dado que el macrosistema no sólo ha dejado de fortalecer a la familia, sino que genera influencias negativas que contribuyen a su desintegración.

Confirmando lo anterior, Kaluf y Maurás (1998) señalan que se ha perdido la directa bidireccionalidad que existía en el pasado entre Estado y familia como consecuencia de la creación de múltiples instancias mediadoras entre ambos: escuela, organizaciones de bienestar social, recreativas, etc. Esto ha dejado a la familia en una situación de indefensión al mismo tiempo que se le exige cumplir la principal función en la sociedad: ser educadora del amor, pero no se le apoya ni se le otorgan las herramientas para cumplir esta misión.

Lo anterior no debe conducirnos al extremo de considerar a la familia únicamente como una víctima, incapaz de reaccionar frente a las situaciones que la afectan. Por el contrario, está demostrado que la mayoría de las familias cuentan con recursos internos que les permiten mantener su unidad e identidad en medio de situaciones adversas y cambiantes, y esos recursos pueden ser reactivados y fortalecidos a través de una ayuda adecuada.

Los cambios que se están produciendo en las familias chilenas reflejan al mismo tiempo el impacto de las transformaciones producidas en ellas por el proceso de modernización y las respuestas que las propias familias han ido generando para adecuarse a las nuevas situaciones que se les presentan. Es esta la perspectiva desde la cual debemos considerar la realidad de la familia en nuestro país, que en gran medida refleja la situación de la familia latinoamericana.

1.4. Tendencias de cambio en las familias chilenas

Junto con afectar las funciones de la familia, el proceso de modernización ha contribuido a generar profundos cambios en la estructura y funcionamiento de las familias. En el contexto anterior, señalamos a continuación las principales tendencias de cambio que es posible observar en las familias del país:

• Tendencia a la nuclearización. La familia nuclear, constituida por la pareja adulta con o sin hijos, o uno de los miembros de la pareja y sus hijos, constituye el 61,3% de las familias del país, superando ampliamente a la familia extensa, que constituye el 23,6%. En tres décadas se ha producido un cambio radical, ya que en 1970 la proporción de familias extensas era de 64,0% y la de familias nucleares, de 30,3% (Informe Comisión Nacional de la Familia, p. 100). Esta tendencia se explica en parte como un efecto del proceso de urbanización y se refleja en las políticas de vivienda social al mismo tiempo que es reforzada por ellas.

• Disminución del número de hijos. Mientras en el período 1960-1965 la tasa global de fecundidad era de 5,3 hijos, actualmente se ha reducido a 2,7 (Informe Comisión Nacional de la Familia, pág. 185). Como consecuencia de esta disminución de la fecundidad de las mujeres, se reduce el tamaño de las familias, situación que se observa en todas las regiones del país y en todos los sectores socioeconómicos.

• Aumento de los hijos nacidos fuera del matrimonio. Los hijos ilegítimos alcanzan al 34,3% de los nacidos vivos en 1990. Este porcentaje se ha duplicado desde 1970 y alcanza su punto más alto entre las madres menores de 20 años, donde asciende al 61%. El Informe de la Comisión Nacional de la Familia señala que la ilegitimidad es más probable cuando se trata de los primeros hijos: el 44,6% de los primeros hijos son ilegítimos en 1990, lo que indica que casi la mitad de las mujeres del país inicia su maternidad siendo soltera.

• Aumento de los hogares monoparentales a cargo de una mujer, que ascienden al 31,9%, muy superior al 8,4% de los hogares a nivel nacional en esta situación, según la Encuesta CASEN 1998.

• Aumento del embarazo adolescente. Según la Encuesta CASEN 1998, el 15% de los nacimientos en los tres meses previos a la encuesta, ocurrieron en la población de mujeres de entre 12 y 19 años, tramo que da cuenta del embarazo adolescente y maternidad precoz.

• Creciente participación laboral de las mujeres, la que alcanza en la actualidad al 38,8% de la población con participación económica (Encuesta CASEN 1998). Por lo menos la mitad de estas mujeres tienen responsabilidades familiares a su cargo, y experimentan grandes dificultades para combinar sus tareas en el trabajo y la familia, lo que conduce a la doble jornada laboral para la mujer casada o madre de familia que trabaja.

• Indicios de cambios en el rol tradicional del hombre en la familia, particularmente en las familias jóvenes, de modo que el cuidado de los hijos y las tareas domésticas están empezando a ser compartidas parcialmente.

• Aumento de la jefatura de hogar femenina, la que asciende al 22,8% del total de hogares del país según la Encuesta CASEN 1998. El 42,3% de los hogares con jefatura femenina son hogares familiares extensos.

• Envejecimiento de la población, como consecuencia de las mayores expectativas de vida. En el tramo de 60 años de edad o más, las mujeres representan un 56,7% del total de la población adulta mayor, es decir, 13,4 puntos más que el porcentaje de 43,3 existente para los hombres en ese tramo (Encuesta CASEN 1998).

• Creciente impacto de los medios de comunicación de masas, particularmente de la televisión, en la vida cotidiana de las familias.

• Aumento de la diversidad familiar, que resulta principalmente de las diversas modalidades a través de las cuales las familias buscan enfrentar el problema de la separación conyugal: nulidades, divorcio sin disolución de vínculo, familias reconstituidas, mixtas y simultáneas.

• Creciente conciencia de la gravedad del problema de la violencia doméstica, que afecta al 25 % de las familias del país (Larraín, 1992).

• Creciente conciencia de la dignidad de los niños y de sus derechos en la sociedad. Al interior de la familia esta tendencia genera tensión en sus intentos por cambiar las modalidades autoritarias tradicionales de educación sin saber cómo hacerlo para mantener la autoridad de los padres.

Otro rasgo importante que se observa en las familias chilenas es la mayor duración del ciclo de vida familiar, lo que es generado por el aumento de la esperanza de vida en hombres y mujeres. Según Reyes y Muñoz (1993), considerando las medianas de edad, el ciclo típico de la familia en Chile es de 52 años. El matrimonio se inicia cuando el hombre tiene un promedio de 25,5 y la mujer 23,4 años de edad. El período de crianza de los hijos se prolonga casi por 28 años hasta que el último hijo deja el hogar familiar. Los padres que quedan solos viven juntos por un promedio de l5 años más, que se alarga para la mujer que queda viuda, la que vive en promedio otros 9 años.

El complejo panorama de cambios que se ha señalado permite comprender las profundas tensiones que afectan a la familia en el país. Las familias experimentan los cambios y se adecuan a ellos en la medida de sus posibilidades, pero muchas veces carecen de recursos para desarrollar adecuadamente este proceso. Esto plantea dilemas a las familias y a los profesionales e instituciones que se ocupan de atenderlas.

Como en todo cambio, las tendencias señaladas más arriba implican aspectos positivos y negativos, que es necesario considerar conjuntamente.

Entre los aspectos positivos se puede señalar en primer término la posibilidad de una mayor democratización de la vida familiar, que sin disminuir la autoridad de los padres, genere mayores espacios de comunicación. Esta mayor democratización supone también la posibilidad de cambios en la relación entre los cónyuges, de modo que haya un mayor equilibrio en las posiciones de poder y en su responsabilidad en las tareas domésticas.

Lo anterior supone ante todo la superación de la violencia como modo de solucionar los conflictos en la familia y la posibilidad de que los hombres se responsabilicen de la paternidad de los hijos tenidos fuera del matrimonio. El hecho de que se hayan dictado en nuestro país la Ley de Violencia Intrafamiliar y la Ley 19.585, que elimina las diferencias entre hijos legítimos e ilegítimos y facilita el reconocimiento de la paternidad, son signos esperanzadores al respecto.

El aumento de las expectativas de vida ofrece la posibilidad de una mayor convivencia entre las generaciones. Los abuelos tienen la gran oportunidad de apoyar a las familias nucleares en el cuidado de los niños, logrando así el enriquecimiento mutuo a través del diálogo intergeneracional.

En contrapartida a las implicancias positivas de las tendencias que se observan en la realidad de las familias chilenas, aparecen las implicancias negativas.

En términos generales, los cambios señalados hacen a la familia más frágil y también más vulnerable. El menor tamaño de la familia y el debilitamiento de sus redes familiares la hace contar con menos recursos para enfrentar situaciones de crisis, como desempleo, enfermedades, muertes, etc. El aumento de las nulidades, separaciones, rematrimonios, etc., produce tensiones y sufrimiento en todos los miembros de la familia, muy especialmente en los hijos, produciendo heridas y huellas difíciles de borrar. Con frecuencia se observa hoy en los hijos de padres separados mucho escepticismo frente al matrimonio y temor a comprometerse en una relación estable.

También los hijos son afectados por la incorporación de la madre en el trabajo remunerado sin contar con la colaboración del padre en las tareas del hogar y careciendo de servicios de apoyo en la comunidad. Como resultado, los hijos permanecen mucho tiempo en el hogar sin el cuidado de una persona adulta, lo que dificulta la tarea educativa de los padres.

Las familias están viviendo así en su vida cotidiana situaciones extremadamente contradictorias, entre las que se destacan el cumplimiento de sus tareas básicas (protección y cuidado de sus miembros, crianza, socialización y educación de sus hijos) sin contar con los recursos necesarios para ello, y los conflictos entre el proyecto personal de cada uno de los padres y el proyecto familiar de cuidado de los otros. Cada familia busca enfrentar esta contradicción al mismo tiempo que procura articular sus demandas internas con las demandas que recibe de su medio externo y con las transformaciones que se están produciendo en las relaciones hombre-mujer y padres-hijos. La meta que la familia persigue con esta articulación es su sobrevivencia como grupo y como espacio para el desarrollo humano, lo que también en las familias pobres se extiende a la sobrevivencia física de sus miembros (Tamaso, 1995).

Todo lo anterior supone una tarea extremadamente difícil, frente a la cual las familias no están recibiendo de la sociedad el apoyo y los recursos que necesitan para enfrentarla. Como consecuencia, muchos padres se sienten incompetentes para ejercer su rol, aumenta la violencia intrafamiliar, se debilita la cohesión entre sus miembros, muchas familias se desintegran y favorecen así la desorientación de sus hijos, que en estas condiciones pueden incurrir en drogadicción, conductas delictivas, etc. Se puede llegar en este proceso a la negación misma de la esencia de la familia, ya que estas familias así dañadas no pueden ser espacio de protección y afecto, sino que, por el contrario, gene-ran infelicidad, violencia y desconfianza.

1.5. Familia y equidad

La equidad es un tema central en el análisis de las relaciones entre la familia y la sociedad porque atraviesa estas relaciones en diversos ámbitos y niveles, tanto externos como internos a la familia misma.

Al inicio de este Capítulo se analizó la evidente situación de falta de equidad existente en la medida que la sociedad delega en la familia funciones claves cuyo desempeño exige que ella sea un espacio de seguridad, seguridad que es dificultada por las características de la propia modernización.

A nivel macrosocial, se argumentó también anteriormente la falta de poder y de defensa organizada de la familia frente a las grandes fuerzas sociales y a las políticas económicas y sociales que la impactan y la afectan cotidianamente. Ello revela una falta de equidad que impide a las familias tener voz para plantear sus necesidades y aspiraciones en la sociedad, al mismo tiempo que la obliga muchas veces a aceptar el atropello sistemático a algunos de sus derechos humanos fundamentales, como es el caso de las familias pobres que analizaremos más adelante.

La sola existencia de la creciente desigualdad en la distribución del ingreso en el país manifiesta también un gravísimo problema de falta de equidad entre las familias chilenas.

Mientras algunas de ellas gozan de bienes en exceso, la gran mayoría se debate cotidianamente en la escasez de bienes y servicios, o en la angustia de no tener una seguridad mínima sobre cómo sobrevivirán el día de mañana. Los datos de la Encuesta CASEN 1996 nos indican que el 20% más rico de la población concentraba el 56,7% de los ingresos monetarios, mientras que el 20% más pobre sólo captaba el 4,1%. Estos hogares más pobres aumentan sus ingresos en un 75,5% en base al aporte del gasto social en salud, educación y subsidios monetarios, lo que revela el papel efectivo que tiene el gasto público social en la reducción de las desigualdades, pero no alcanza a sacar a las familias de su situación de pobreza (Ruiz Tagle, 1998).

En estas condiciones de desventaja, las familias están recibiendo demandas más contradictorias que nunca de la sociedad. Se espera que ellas sean el espacio del amor, de la humanización y de la intimidad en un contexto competitivo, deshumanizado, en que se quita cada vez más tiempo y espacio a la vida familiar y en que la publicitación de la intimidad es una de las estrategias que más “vende” en los medios de comunicación de masas. A las demandas tradicionales se agregan otras nuevas, la gente busca refugiarse en la familia cada vez más, desafiando su capacidad de contención y de apoyo. Exigidas al máximo y sin el necesario apoyo social, muchas veces las familias no resisten esta situación, generándose crisis, desorganización y desintegración.

También demandan crecientemente a la familia las políticas sociales, en muchos de cuyos programas se procura la participación activa de las familias considerando menos de lo necesario las dificultades que les plantea cualquier tipo de participación, especialmente cuando se ven exigidas simultáneamente desde diferentes sectores: educación, salud, etcétera.

Pero el tema de la falta de equidad lo encontramos no sólo en las relaciones entre familia y sociedad, sino también al interior de la familia y tiene su manifestación más extrema en la violencia intrafamiliar, que afecta fundamentalmente a las mujeres y a los niños.

El acto de violencia en que el hombre golpea a la mujer, o la mujer al hombre, es la manifestación máxima de falta de equidad y de respeto en la relación de la pareja humana, y como las principales víctimas son las mujeres, gráfica en términos extremos la situación de subordinación, subvaloración y marginación que aún hoy afecta a muchas mujeres en la sociedad chilena. La mujer golpeada se siente objeto de una injusticia y atropellada en su dignidad de persona. El acto de agresión, en el que el hombre la domina con su fuerza, genera en ella frustración, ira y temor. Al no poder esta ira ser expresada contra el agresor, se orienta con frecuencia hacia los hijos, conformando el círculo familiar de maltrato. Cuando la mujer logra exteriorizar su ira contra el hombre que la castigó, puede hacerlo con mucha fuerza, desencadenando episodios de gran violencia.

“La violencia doméstica en sus diversas manifestaciones –tortura corporal, acoso y violación sexual, violencia psicológica, limitación a la libertad de movimientos (esclavitud)– son claramente violaciones a los derechos humanos básicos. Ocultos bajo el manto de la privacidad de los afectos y del autoritarismo patriarcal durante siglos, comienzan a hacerse visibles en las últimas décadas. Obviamente, la violencia familiar tiene género: las víctimas son las mujeres en la relación conyugal, las niñas y en menor medida los niños en la relación filial y como víctimas de otros adultos. Ultimamente, además, se comienzan a hacer públicos los casos de violencia familiar hacia ancianos” (Jelin, 1997).

Si bien no alcanza el nivel de dramatismo de la violencia intrafamiliar, es una grave manifestación cotidiana de inequidad el recargo de trabajo que asume la mujer en relación al varón, especialmente cuando ella trabaja remuneradamente fuera del hogar, además de hacerse cargo de la casa y de la crianza de los hijos sin la necesaria ayuda de su marido.

Todo lo anterior es manifestación de una falta de adecuación de los roles familiares y de las relaciones de poder en la pareja a las nuevas características que asume la vida familiar en la modernidad. Urge un cambio en la forma como se están desempeñando los roles de género en la familia, a fin de erradicar la violencia en las relaciones familiares y lograr una mayor colaboración del varón en las tareas domésticas y de crianza, que sea la base de una mejor y más equitativa relación de pareja, lo que contribuirá a generar una mayor democratización de la vida familiar.

De lo contrario, la familia seguirá trasmitiendo y reforzando los patrones de desigualdad existentes entre los roles de género, que están fuertemente anclados en la cultura patriarcal y que se manifiestan claramente en el machismo.

1.6. Las familias pobres

Al analizar las relaciones entre familia y sociedad, la pobreza es un tema central por su impacto deteriorante en la vida familiar y porque afecta a un porcentaje muy importante de la población. A estas dos razones, debemos agregar el hecho de que al Trabajo Social se le asigna socialmente la atención de las familias pobres y de hecho ellas constituyen la mayoría de la población a la que atendemos y la que presenta mayores desafíos a nuestra intervención profesional. Si bien las familias de todos los estratos sociales tienen conflictos y necesitan en determinados momentos ayuda profesional, las familias pobres ven aumentados estos conflictos por su situación de pobreza y carecen de los recursos que a menudo otras familias tienen para enfrentar sus problemas.

También la pobreza debe ser visualizada en el contexto del proceso de modernización, porque no podemos seguir considerándola sólo en la forma tradicional, como el obstáculo clásico para el desarrollo, sino debemos entenderla como uno de los ejes internos del tipo de modernización vigente, que produce a la vez integración y exclusión, riqueza y pobreza. La pobreza es hoy el rostro duro y oscuro de la modernidad (Quezada, 1995).

Es por esto que en las políticas estatales de la mayoría de los países latinoamericanos, modernización y superación de la pobreza son dos conceptos clave. En Chile, el lema “desarrollo con equidad” refleja la meta gubernamental de avanzar en el crecimiento económico y mejorar la distribución del ingreso, superando la pobreza.

No obstante, los resultados de esta política son contradictorios. La economía chilena ha mostrado por casi una década condiciones de estabilidad y crecimiento sostenidos, junto con inflación controlada. Se han obtenido grandes logros en la disminución de la pobreza, pero a pesar de estos avances macroeconómicos, un porcentaje importante de la población permanece aún bajo la línea de pobreza. Es cierto que este porcentaje ha disminuido en los últimos años (aproximadamente de 30% a 18,5%, según la Encuesta CASEN 1998), pero al mismo tiempo se ha demostrado que los programas focalizados no logran cambiar la situación de la llamada “pobreza dura”, es decir de los más pobres entre los pobres.

La condición de pobreza consiste, según los economistas, en carecer de recursos bajo un cierto standard. La medición de la situación de pobreza se hace en base al ingreso monetario que permite alcanzar el valor de una canasta básica de alimentos. La población bajo la línea de pobreza comprende familias de grupos diversos: trabajadores de bajos ingresos, campesinos, pescadores, cesantes, mujeres jefes de hogar, madres solteras, ancianos, pueblos indígenas, etcétera.

Alvarez (1982) se pregunta cómo pueden las familias en condiciones de pobreza dar respuesta a las necesidades básicas y lograr el adecuado desarrollo físico y psíquico de sus hijos y afirma que si la familia no puede cumplir con las funciones que le asigna la sociedad, ella se transforma en un agente impulsor de futuras conductas antisociales. Y esto es válido no sólo para las familias de extrema pobreza, sino también para aquellas que, no estando en un estrato social tan deprivado, no alcanzan a cumplir el papel que la sociedad espera de ellas.

Efectivamente, señalamos ya que en épocas de crisis económica como las que afectan periódicamente nuestra región, se implementan políticas de ajuste y de reducción del gasto público, bajo cuyos efectos la pobreza se intensifica y numerosas familias que anteriormente no se encontraban en esta situación, pasan a integrarla. Sin contar con el necesario apoyo estatal para el cumplimiento de sus funciones, las familias pobres desarrollan diversas estrategias de sobrevivencia: allegamiento, venta de enseres domésticos, incorporación de la mujer al campo laboral, trabajo infantil, ollas comunes, etc. Estas estrategias, junto con mostrar las capacidades de las familias, generan múltiples problemas, entre los cuales el que ha tenido mayor impacto es el de la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, porque genera sobrecarga de trabajo para la mujer, dificultades en la relación conyugal y problemas en la crianza y educación de los niños, al escasear los servicios de apoyo a esta función mientras la madre trabaja y no contarse habitualmente con el apoyo del padre para estas tareas.

El aumento de la pobreza en el país generado por la crisis económica de la década del ochenta, llevó al Gobierno de la época a implementar acciones orientadas a la población en situación de pobreza e indigencia.

La estrategia de gasto social orientada hacia la extrema pobreza en el país ha consistido en:

a) un conjunto de programas primordialmente públicos, de amplia cobertura y focalizados;

b) programas destinados a resolver síntomas concomitantes con la pobreza (desnutrición, mortalidad infantil, analfabetismo), a través de la entrega de bienes y servicios básicos, como educación primaria, vacunas, agua potable, etc., y

c) un sistema de subsidios orientados a grupos específicos, a fin de ayudar a los que no pueden beneficiarse de las políticas sociales y a proteger a quienes están más expuestos a las repercusiones adversas de las condiciones económicas.

Estos programas sociales han mejorado las condiciones de vida de los pobres, quienes ahora tienen más acceso a las políticas sociales, pero existe una desigual distribución de bienes y servicios como salud, vivienda, justicia, que no llegan a todos los chilenos por igual, ni en cantidad ni calidad, y que agravan las situaciones generadas por la mala distribución del ingreso (Valdés, 1995). Así, por ejemplo, las regiones del país con más altos índices de pobreza están clasificadas en situación desfavorable en relación a los principales indicadores de salud, poniendo en evidencia que en esas regiones los servicios de salud prestan una atención de inferior calidad, deteriorando aún más la situación de quienes viven en situación de pobreza.

¿Cuáles son las características de las familias pobres en la actualidad?

El estudio cualitativo de familias nucleares vulnerables realizado por Reca (1995) sobre la base de una muestra de familias pobres e indigentes, aporta información sobre las características de las familias pobres. Los resultados y conclusiones principales señalan lo siguiente:

– La situación de pobreza tiende a disminuir en las familias nucleares numerosas, en fases avanzadas del ciclo familiar, cuando los hijos se insertan laboralmente.

– En las familias nucleares con mayor cohesión interna, se constató el desarrollo de un proyecto familiar.

– Las familias que mantienen lazos sociales reducidos con el entorno social se muestran más afectadas por situaciones de vulnerabilidad. Las que participan en asociaciones y organizaciones sociales están en mejores condiciones para utilizar positivamente recursos internos del grupo familiar y de la comunidad.

– Las familias con daños graves (prostitución, drogadicción) difícilmente superarán espontáneamente su situación y requieren de formas de intervención multidisciplinaria.

– Las familias jefaturadas por una mujer en etapas tempranas del ciclo de vida, están expuestas a situaciones de extrema vulnerabilidad. En estas familias se observaron casos de fuerte cohesión, acompañada de altas exigencias hacia la hija o hijo mayor, que asume tareas propias de un adulto.

– Las familias pobres tienen pocas posibilidades de superar su situación de pobreza debido a la falta de trabajo estable. En la mayoría de ellas los adultos tienen trabajos temporales, precarios, y muchos sin contrato de trabajo ni previsión.

– La lucha cotidiana por sobrevivir deteriora las capacidades de estas familias para construir proyectos y la esperanza de que su modo de vida pueda cambiar. De allí que depositen sus esperanzas en que la vida de sus hijos sea diferente. Sin embargo, sobreviven, viven día a día y son capaces de desarrollar actividades al interior de su situación de exclusión.

– El trabajo de la mujer permite elevar los ingresos familiares, pero al costo de limitar las posibilidades de educación y de desarrollo personal de la hija mayor.

– La atención de salud, educación y trabajo estable son las necesidades mayores de estas familias. La necesidad de una adecuada alimentación está presente en todas las familias, pero no se la reconoce explícitamente.

– La necesidad de disponer de vivienda en el caso de las familias allegadas, o de mejorar su calidad, es expresada con fuerza.

– Los proyectos personales y familiares expresados revelan perspectivas de corto plazo, que contrastan con manifestaciones sobre la situación de pobreza, que ha afectado a varias generaciones de sus familias y se han reproducido a través de traslados o migraciones urbano–rurales del grupo familiar.

– Dentro de las situaciones de pobreza de las familias, emergen nuevos rasgos, vinculados al proceso de modernización del país. Entre ellos: crédito de multitiendas que permiten adquirir equipos electrodomésticos que luego pueden perderse, endeudamiento, rechazos en la atención primaria de salud por aparecer en registros de Isapres correspondientes a un período anterior en que se tuvo contrato de trabajo, etcétera.

Una encuesta hecha por la Universidad de Chile a petición del Consejo Nacional para la Superación de la Pobreza (1996) sobre la base de una muestra de 435 hogares pobres de la Región Metropolitana, utilizando hogares de capas medias como grupo de control, confirma y complementa lo anterior, revelando características que entregan una visión más comprensiva, y menos restringida a lo económico, de la realidad de las familias pobres.

Las familias estudiadas tenían un mayor porcentaje de jefes de hogar hombres, eran más jóvenes y tenían un tamaño promedio más elevado que los de los grupos de capas medias.

La encuesta confirma que el principal recurso económico de los pobres es su fuerza de trabajo. Por esta razón, la pobreza en su dimensión económica está asociada a factores tales como baja productividad laboral, precariedad de los empleos y alto número de dependientes en el hogar con respecto a los perceptores del ingreso. La baja productividad laboral está influida por el bajo nivel de educación en los jefes de los hogares pobres, el 53,1% de los cuales poseen sólo educación básica. La mayor precariedad de los empleos se refleja en factores tales como la falta de contratos de trabajo y la falta de previsión social. El 42% de los ocupados pertenecientes a hogares pobres no tenían contrato de trabajo y el 36% no cotizaba para el sistema previsional de salud. El desempleo en la muestra encuestada alcanzó al 7,7% de la fuerza de trabajo de este segmento de la población, cifra levemente superior al 6,9% de los hogares de capas medias, no siendo por lo tanto este factor relevante para distinguir a los hogares pobres en esta investigación. No obstante la tasa de desocupación femenina es significativamente más elevada que la del hombre, con una diferencia más marcada en los hogares pobres.

La encuesta reveló que los hogares pobres poseen un importante grado de disposición al trabajo, así como una percepción positiva de las actuales condiciones de trabajo, con la excepción del tema de las remuneraciones. Este hecho refuerza la conceptualización de la pobreza como una situación de falta de oportunidades más que de disponibilidad al trabajo de los grupos afectados.

La encuesta detectó una rápida tasa de adquisición de activos por parte de los hogares pobres. Así, el 62,3% de hogares pobres tiene refrigerador, el 24,5% de ellos tiene teléfono, el 31% tiene cálefont o termo para el agua caliente. Esta acumulación de activos se hace en base al endeudamiento: el 45,7% de los hogares pobres tenían deudas en el momento de la encuesta y la mitad de los endeudados reconocieron haber tenido problemas para pagar sus deudas.

El 53% de las familias pobres encuestadas cuenta con redes de apoyo social conformadas principalmente por los parientes más inmediatos del hogar como por el parentesco extendido. Estas redes sociales les proporcionan apoyo, pero no expectativas de movilidad social. En estas condiciones, los pobres consideran que quienes más pueden influir en sus condiciones de vida son personajes con influencia social como los políticos, pero sienten que están excluidos del acceso a ellos. El contacto más fácil de los pobres es con el párroco o pastor y con el empresario o empleador. También se destaca el mayor acceso de los pobres a la Municipalidad en relación a las capas medias.

La percepción de las familias más pobres es que sus barrios, el entorno inmediato en que viven su vida cotidiana, son ambientes inseguros para ellas y para sus hijos.

Finalmente, la encuesta intentó conocer los recursos psicológicos que perciben en sí mismas las personas pobres. Los resultados mostraron que en la mayoría de los pobres encuestados existe una autoimagen positiva, tienen proyectos de corto y mediano plazo, sienten que tienen capacidad de superar problemas y consideran que el esfuerzo personal, junto a las oportunidades, son elementos centrales para cambiar el medio en que viven. En síntesis, las familias estudiadas se perciben con importantes recursos psicológicos para enfrentar y mejorar sus condiciones de vida.

Dada la diversidad de la pobreza, es posible que el panorama anterior no refleje exactamente la situación de todas las familias pobres, pero hemos querido exponerlo porque tiene la característica de no estudiar sólo las carencias de los pobres, sino también sus fortalezas. Es una nueva mirada a la pobreza, que revela una dignidad y una lucidez respecto a su situación que hasta ahora no ha sido considerada suficientemente en los programas sociales.

En síntesis, como señalan Tomic y Valenzuela (1997) en las familias pobres se observan señales de profundos cambios en su estructura familiar y en las nuevas modalidades de relación que han ido desarrollando. También cambian los problemas que enfrentan, en la medida que surgen nuevos problemas y aumentan en intensidad los ya tradicionales como la violencia familiar, el maltrato infantil, etcétera.

El fenómeno de la pobreza presenta gran heterogeneidad, tanto en las condiciones objetivas en que viven las familias pobres como en sus capacidades y potencialidades. Pero éstas no son reconocidas en la planificación ni implementación de programas orientados hacia la pobreza, los que habitualmente la conciben sólo como un conjunto de carencias y aplican ese patrón a todas las familias pobres, sin atender a sus potencialidades y capacidades diversificadas.

Como consecuencia, estos programas han tendido con frecuencia a reemplazar a la familia o a debilitarla. Torche (1992) analiza el impacto de estos programas en las familias pobres y afirma que ellos han tendido a reducir el área de responsabilidad de la familia, sobre la base de hacer de las decisiones de salud, de nutrición, de educación de los hijos, una materia de expertos en que prácticamente no cabe intervención ajena. En estas condiciones, la labor de los padres se ha transformado en la de proveedores en sentido monetario, o en el de administradores de los productos entregados por los programas sociales a los menores, de acuerdo a las prescripciones establecidas. No obstante, incluso la responsabilidad de proveedores se ve limitada cuando aumentan los índices de desempleo. En estas condiciones, no se está apoyando a la familia pobre, sino debilitándola. El autor citado propone un cambio radical en esta situación de modo que se haga de la familia la institución ancla de las políticas sociales.

Borsotti (1979) había ya señalado la conveniencia de considerar a la familia como grupo focal de políticas hacia la pobreza, afirmando que para tener eficacia en la formulación y ejecución de estas políticas se debe optar por la estrategia familiar y tener en cuenta las condiciones de vida de las familias y las razones profundas de las que resulta la organización familiar como forma de vida.

1.7. Política social y familia: una relación esquiva

Lo anterior nos introduce en el tema de las políticas sociales, entendidas como el conjunto de esfuerzos que el Estado realiza para proveer de bienes y servicios a las familias que no tienen capacidad económica para acceder a ellos en el mercado, entre los cuales los pobres son el grupo mayoritario.

A través de esta provisión de bienes, el Estado y las diversas instituciones y agencias sociales intervienen permanentemente moldeando a la familia, controlando su funcionamiento, poniendo límites, ofreciendo oportunidades y opciones. Jelin (1997) afirma que esto se manifiesta en un sinnúmero de pequeñas y grandes acciones permanentes, con efectos directos sobre las prácticas familiares cotidianas. En primer lugar, esta influencia se ejerce a través de las políticas públicas, sean de población, de educación, de salud, de previsión, de vivienda, etc. En segundo lugar, se ejerce a través de los mecanismos legales y jurídicos a través de los cuales se defienden y penalizan determinadas prácticas. En tercer lugar, se ejerce a través de las instituciones y prácticas concretas en que las políticas y la legalidad se manifiestan: el accionar de la policía y el aparato judicial, las prácticas de las instituciones educativas o de salud pública, la política estatal sobre los medios de comunicación.

“Este policiamiento de la familia desde la esfera pública se sostiene manteniendo al mismo tiempo el reconocimiento y la valoración ideológica de la familia como ámbito privado, al margen de la vida pública y política. En consecuencia, el planteo de políticas estatales y comunitarias hacia la familia requiere un análisis crítico de esta construcción simbólica y el reconocimiento de la tensión entre el respeto a la privacidad de la familia y las responsabilidades públicas del Estado. En cada circunstancia histórica, las políticas públicas estatales deberán transitar, como por una cornisa, el incierto y nada equilibrado camino de esa tensión” (Jelin, 1997, p. 91).

Nos centraremos aquí en la primera de las áreas de influencia señaladas: la de las políticas públicas. Sabemos que toda política económica y social incide directa o indirectamente en las familias, constituyendo parte importante del contexto en que ellas se desarrollan y condicionando directamente su nivel y calidad de vida, en especial en los grupos de menores ingresos.

Sin embargo, estas políticas han sido generalmente diseñadas e implementadas en función de los individuos y no de las familias. El impacto familiar que ellas producen no es considerado por los planificadores, y en los indicadores de cobertura, eficacia y eficiencia con los que se evalúan, no se incluye habitualmente la consideración de sus efectos en las vidas de las familias que son beneficiarias de estas políticas.

Colmenares (1992) afirma que las políticas y programas sociales se han fundamentado sobre análisis y estadísticas globales y sectorizados de variables tales como educación, salud, vivienda, ingresos, empleo, etc., que se recogen como atributos individuales y que escasas veces son contextualizados en lo sociocultural, socio-geográfico y socio-familiar. Estas estadísticas esconden importantes diferencias en modalidades de vida entre diferentes conjuntos poblacionales.

“Esta situación es particularmente limitante para la focalización y pertinencia de las políticas y programas, puesto que las familias, en su versión de núcleos, grupos domésticos o redes, son las unidades sociales fundamentales –anteceden cualquier otra instancia organizativa de la sociedad civil– para la satisfacción de las necesidades básicas de sus miembros. Son ellas quienes realizan la transformación final de la educación, la salud, los alimentos, los ingresos, y, en general, los bienes y servicios de que disponen, y los convierten en calidad de vida diferenciada para sus integrantes”.

“El papel central de la mujer en las actividades de supervivencia y cohesión de la unidad familiar; la distribución doméstica del trabajo y del consumo; la protección de los miembros más vulnerables (niños, ancianos, impedidos, enfermos crónicos); entre otras tareas, invisibles en las cuentas nacionales y en los productos del desarrollo, no serían posibles de conocer –al menos en nuestras sociedades– sin referencia a la esfera de la familia” (Colmenares, 1992).

Es por esto que esta autora plantea la necesidad de que la familia sea insertada como unidad de análisis dentro de los sistemas de estadística e información social que se usan para apoyar la planificación del desarrollo nacional.

La insuficiente consideración de la familia en los programas sociales ha desarrollado una tendencia histórica a reemplazarla, especialmente en el trabajo con niños. Así, se han implementado programas para recuperar niños desnutridos, los que vuelven a su condición deteriorada anterior en cuanto se reintegran a la familia, al ser dados de alta; y programas de internación de menores, que al hacerse cargo de la crianza y educación de estos niños sin atender a sus familias, han contribuido al desarraigo de los menores y a la irresponsabilidad de los padres. Afortunadamente en los últimos años esta situación está cambiando.

Similares carencias se observan con frecuencia en las políticas sociales y en muchos programas sociales. Se diseñan programas de foco limitado para hacer frente a problemas de gran envergadura y se concentra la atención en determinados grupos focales sin atender al mismo tiempo a las estructuras institucionales que están manteniendo o generando las situaciones que los afectan (Haskin y Gallagher, 1981). A este respecto, ha existido un amplio debate acerca de la influencia de la macroestructura económica, política y social en la génesis de los problemas sociales, pero no se ha dado suficiente atención a la influencia de la familia como institución básica de la cultura.

Sin embargo, los profesionales que trabajan con problemas sociales están tomando creciente conciencia de la importancia de la familia tanto en la génesis de los problemas como en su enfrentamiento y prevención.

Es por eso que empiezan a plantearse algunas proposiciones en relación a las políticas de familia o para la familia. Maurás (1994) señala al respecto cuatro aspectos básicos:

En primer lugar, se hace necesario desarrollar acciones que vayan más allá de remediar la pobreza y satisfacer necesidades básicas, acciones que busquen lograr tanto mejorías fundamentales en la calidad de vida como en la construcción de ciudadanos competentes en lo humano y en lo económico.

En segundo lugar, la formulación de políticas debe asegurar que la familia no se convierta en un mecanismo más de discriminación y exclusión social. En la familia los individuos deben adquirir las capacidades que los hagan competitivos, pero la competencia no debe ser criterio de funcionalidad al interior del núcleo familiar. Por el contrario, el núcleo familiar debe convertirse en un ámbito donde los individuos se vean liberados de las fuerzas del mercado y encuentren los elementos afectivos que les permitan el enriquecimiento de sus facultades como seres humanos, solidarios y justos.

En tercer lugar, las políticas de familia deben concebirse como parte sustantiva de la política social, dirigidas al conjunto de las familias, independientemente de las formas que adopte cada una de ellas.

En cuarto lugar, tanto en el diseño como en la ejecución y evaluación de las políticas y estrategias para la familia, debe buscarse la cooperación adecuada entre el Estado y la sociedad civil, para fortalecer el rol fundamental e inalienable de la familia, cual es el de brindar afecto y favorecer el desarrollo de la solidaridad entre sus miembros.

Los cuatro puntos señalados por Maurás apuntan a aspectos centrales que requieren ser considerados al abordar políticas y programas para la familia.

Se refuerza así la importancia de la integración de las políticas económicas y sociales en un modelo de desarrollo centrado en las necesidades humanas, y la ampliación del foco de estas políticas, de modo que consideren al individuo en un contexto familiar y a la familia en su contexto social.

Importante a este respecto es el aporte de Jelin (1997), que propone repensar las intervenciones públicas hacia la familia a fin de introducir en todas ellas una consideración de la equidad de género, y señala tres grandes áreas donde el Estado debiera intervenir en el campo de las relaciones familiares: fomentar la equidad, defender los derechos humanos y promover la solidaridad grupal.

Lo anterior implica, ante todo, que la intervención del Estado se oriente a la ampliación de oportunidades que generen mayor equidad, debilitando así la tendencia de la familia a trasmitir y reforzar patrones de desigualdad existentes en la sociedad, como las desigualdades económicas y de género.

Implica también que el Estado debe intervenir frente al problema de la violencia doméstica, que es una clara violación de los derechos humanos, y que afecta preferentemente a las mujeres y también a los niños en la familia.

Finalmente, el Estado a través de sus intervenciones debe apoyar las redes sociales de la familia y la gestación de espacios de sociabilidad y de organizaciones intermedias que promuevan la participación democrática en la vida social.

1.8. El papel mediador de la familia en las políticas sociales

El papel mediador de la familia es una consecuencia de su difícil posición intermedia entre los individuos y la sociedad, que la enfrentan a demandas múltiples y contradictorias. Por una parte, ella debe desempeñar las funciones que le asigna la sociedad, adecuarse a sus políticas, trasmitir sus valores y sus normas. Por otra, debe responder a las necesidades y requerimientos de cada uno de sus miembros individuales. Las demandas provenientes de estos dos polos, que la familia está recibiendo permanentemente, no son siempre congruentes ni fáciles de descifrar. Más aún, cuando la familia misma, como grupo, tiene sus propias necesidades y aspiraciones que pueden entrar en conflicto con las de sus miembros y las de la sociedad.

Sobre la base de lo planteado hasta aquí, las familias pobres son las que se encuentran en una posición más difícil para asumir este papel mediador porque la carencia generalizada de recursos en que viven hace que fallen en responder tanto a las necesidades de sus miembros como a las de la sociedad. La frustración cotidiana a que se ve sometida la familia por esta situación y la imposibilidad de encontrar caminos de salida a ella, genera una secuencia de conflictos que alteran gravemente su funcionamiento, afectando su estabilidad e integración.

Reconociendo la importancia y complejidad de esta mediación global entre los individuos y la sociedad que realiza la familia, analizaremos a continuación cómo se realiza esta mediación en relación a las políticas sociales.

La forma como se ejerce el papel mediador de la familia no es estática, sino dinámica y se va modificando en el transcurso de su desarrollo. El sistema familiar tiene un límite o frontera que lo identifica y lo separa del medio actuando a modo de membrana porosa, en la expresión de Ackerman (1977). Su función es proteger a la familia como una envoltura, permitiendo un intercambio selectivo entre sus miembros y el mundo externo, por eso es flexible y cambiante como una ameba, extendiéndose para establecer relaciones con una parte de su medio y contrayéndose cuando suspende o termina esa relación. De esta manera la familia protege a sus miembros del impacto cotidiano del medio ambiente, aislándolos de las influencias para ella indeseables y conectándolos con las influencias y recursos que pueden ayudarlos a satisfacer sus necesidades.

Condiciones adversas al interior de la familia o en el ambiente circundante pueden destruir esta envoltura en cuyo caso los miembros recubiertos por ella pierden su protección, situación que se observa con frecuencia en las familias en situaciones de crisis.

Los padres son los que marcan este límite y operan como principales puentes entre la familia y el ambiente externo. En las primeras etapas del ciclo familiar todas las transacciones entre la familia y su medio son organizadas y operadas por los padres. En etapas posteriores del ciclo familiar los niños pasan también a tener importancia en esta vinculación.

En relación a las políticas sociales, la mediación que la familia realiza se manifiesta en que ella es condicionante del uso de los bienes y servicios que los programas sociales ofrecen (Gallardo, 1993). Esto significa: a) que sin la intervención de la familia muchos de estos bienes y servicios no tienen posibilidad de acceder a sus beneficiarios potenciales; y b) que la familia puede facilitar o entorpecer el uso adecuado de esos bienes y por lo tanto la eficacia de la política respectiva.

Nuestra práctica profesional nos ha permitido conocer directamente la importancia de este condicionante familiar, entre cuyos ejemplos más extremos podríamos recordar en el pasado la negativa de muchas familias a que sus hijos consumieran la leche que los servicios de salud les donaban y su uso para rayar canchas de fútbol y para alimentar animales, o la negativa de familias mapuches a utilizar como vivienda determinadas casas que se les construyeron y que no eran adecuadas a sus pautas culturales en relación a la vivienda.

Es especialmente importante la función mediadora de la familia en relación a los programas de salud y educación orientados a los niños. En éstos, es mayoritariamente la madre la que tiene que hacer los trámites para que el niño sea atendido por el programa y es ella la que tiene que preocuparse de que el niño asista a la escuela regularmente o que se someta a los controles de salud y a las vacunaciones. En el caso de la alimentación complementaria, es ella la que tiene que prepararla y hacer que el niño la consuma. Es decir, sin la colaboración de la familia el programa no tiene posibilidad de llegar a sus beneficiarios potenciales.

Pero también en relación a programas para adultos la familia puede facilitar o bloquear el acceso de sus miembros a ellos. Piénsese en adolescentes a quienes sus padres no les dan permiso para asistir a programas para jóvenes, en programas para mujeres a las que éstas no pueden incorporarse por negativa de sus maridos, etcétera.

Es esta función mediadora la que puede ser insuficientemente reconocida o asumida sólo en forma tácita por las políticas sociales. Como una forma de reconocer esta poderosa influencia de la familia y de que ella contribuya a la mayor eficacia de los programas sociales, se postula el diseño de políticas que en lugar de focalizarse en los individuos aislados lo hagan en las familias a las que ellos pertenecen, es decir que cambien su foco individual por un foco familiar.

Particularmente en las políticas orientadas a combatir la pobreza, lo anterior significa que ellas no propongan medidas específicas para beneficiarios individuales, sino que comprendan un conjunto de medidas integrales e integradas dirigidas a las familias pobres en sus contextos socioeconómicos y geográficos específicos. De este modo, la eficacia de la política aumentará, al adecuarse a la organización propia de ese grupo humano, que da sentido a la existencia de sus miembros y que explica la forma particular como en ellos se expresa la pobreza.

1.9. ¿Política familiar o enfoque familiar de las políticas?

La necesidad de relacionar los temas de la familia y de las políticas sociales responde, de acuerdo a lo planteado anteriormente, a la existencia de una variada gama de programas a nivel nacional y local, que influyen en aspectos determinados de la vida familiar sin saber cómo se afectan unos a otros ni cómo repercuten en las familias, careciendo de una meta común que los oriente.

Se plantea entonces como una alternativa el enfoque de las políticas sociales desde una perspectiva familiar, para que efectivamente vayan en apoyo de la familia.

Al introducirse en este tema, es necesario distinguir entre políticas que afectan a la familia y política familiar. En la mayoría de los países no existe una política familiar explícita, pero sí existe un conjunto de programas y políticas que afectan a las familias directamente, y que constituyen de hecho medidas de política familiar, si bien se dan en forma tácita y descoordinada, como se señaló anteriormente.

Se entiende por política familiar un conjunto coherente de principios, objetivos, programas y recursos orientados a fortalecer y desarrollar la vida familiar y a facilitar el desempeño de la función social de la familia. Para Kamerman y Kahn (1978), política familiar es lo que el Estado realiza, por acción u omisión, para afectar a los ciudadanos en sus roles como miembros de una familia o para influenciar el futuro de la familia como institución.

Stephen Antler (1985) señala que existen tres diferentes marcos de referencia que presentan opciones opuestas en relación al futuro de una política familiar. El primero se basa en un modelo nacional de desarrollo. El segundo enfatiza el pluralismo, el voluntariado y una intervención mínima del Estado. El tercero es un modelo de impacto familiar.

Kamerman y Khan (1978) enfatizan el primer marco de referencia, afirmando que el énfasis de una política familiar debe estar en ampliar los servicios públicos a través de programas orientados a disminuir las desigualdades en la distribución del ingreso y a proporcionar oportunidades de empleo y acceso a los servicios sociales a todas las familias. De este modo, cambiará el contexto en que las familias viven y éstas podrán desarrollarse adecuadamente. El énfasis en este enfoque está en la prevención de los problemas familiares.

Berger y Neuhaus (1977) enfatizan en su marco de referencia la importancia de las estructuras intermedias en la sociedad y proponen que una política familiar se base fundamentalmente en fortalecer la acción de estos organismos, tales como vecindarios, iglesias, grupos diversos del voluntariado, para que apoyen y aporten servicios para la familia. Quienes sustentan este enfoque, creen conveniente no aumentar la intervención directa del Estado en la familia.

El tercer marco de referencia surge a partir de los Seminarios de Impacto Familiar organizados por la Universidad de Washington en Estados Unidos. Los seguidores de este enfoque afirman que la principal pregunta es: ¿cómo se manifiestan en la familia los efectos de los programas de gobierno? Su principal objetivo es desarrollar una tecnología para evaluar el impacto de los servicios y leyes que se relacionan con la familia y desarrollar un sistema para que estos impactos puedan ser considerados por el Congreso y las agencias de gobierno.

Estas diferentes posiciones hacen evidente que la política familiar rápidamente se ubica en el centro de debates políticos e ideológicos en la sociedad. Como un ejemplo de lo anterior se señala la iniciativa del presidente Carter de Estados Unidos, que convocó en 1980 a representantes de todos los sectores sociales del país a participar en una Conferencia sobre la Familia en la Casa Blanca, a fin de hacer de la familia la plataforma central de su política. Si bien se suponía que se podría producir un gran consenso al respecto, el temor a una mayor intervención del Estado en la familia puso en acción a numerosos grupos que tenían visiones totalmente opuestas acerca de la familia y sus funciones. De esta forma, las mayores controversias se centraron en la definición de familia y la Conferencia fracasó porque no fue posible establecer consensos básicos que permitieran fundamentar una política coherente de apoyo a la familia.

Esta experiencia demostró que una de las principales dificultades para diseñar una política familiar surge del acuerdo sobre lo que se va a entender por familia, ya que de lo que se defina por familia para estos efectos, va a depender todo el proceso posterior. El problema central es en qué medida la política va a abarcar toda la diversidad familiar existente en un país o va a privilegiar un tipo determinado de familia.

Las implicancias de esta decisión no son simples. Si se toma la decisión de abarcar en la definición de familia toda la variedad de formas familiares existentes en un país, de hecho se está reconociendo que no hay un tipo de familia mejor o superior que otro y se está aceptando ampliamente la diversidad. Si se toma la decisión de definir como meta de la política a un determinado tipo de familia –la nuclear, por ejemplo– se está considerando a esta familia como la más adecuada para satisfacer las necesidades de sus miembros y se la está priorizando sobre las demás. El peligro de esta última alternativa es estigmatizar a las familias que no calzan con el modelo y discriminar contra ellas. Esto es lo que ha sucedido en la mayoría de los casos con las familias que no tienen vínculo legal y con los hijos no reconocidos por los padres, los que no tienen acceso a muchos beneficios establecidos por las políticas sociales.

Se han dado, y seguramente se seguirán dando, múltiples definiciones de familia, entre las cuales el elemento central común es el parentesco. Colmenares (1992) afirma que cuando se habla de familia, se hace referencia a un conjunto de personas que se reconocen como miembros de una categoría especial: la de los parientes. A este grupo se pertenece estrictamente (legalmente) por vínculos de sangre, de matrimonio o de adopción. El parentesco es entonces la primera dimensión analítica de la familia, dimensión que está acotada por otras dos: la convivencia y la solidaridad o ayuda mutua. La convivencia se refiere a la unión de los miembros de la familia en un hogar común, formando un grupo doméstico que comparte la vivienda, la alimentación, los ingresos y los gastos, constituyéndose en una unidad de consumo. La solidaridad o ayuda mutua se refiere a las redes de reciprocidad que se dan entre los miembros de la familia y que funcionan aunque no vivan bajo el mismo techo o estén distantes físicamente.

De las tres dimensiones señaladas, al parentesco deberá asignársele en todo momento especial prioridad porque es la que más esencialmente constituye a la familia, ya que las otras dos dimensiones, desvinculadas del parentesco, no lo hacen. Según Colmenares, para efectos de diseñar políticas, se selecciona habitualmente del conjunto de los parientes que conforman una familia, las primeras unidades funcionales que interesa deslindar: las familias elementales o núcleos familiares: padre, madre e hijos.

Hartman y Laird (1982) enfatizan la importancia de la familia de origen, que se define como aquella familia de lazos sanguíneos tanto verticales (multigeneracionales) como horizontales (parentescos), vivos o muertos, geográficamente cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos, accesibles o inaccesibles, pero siempre de algún modo psicológicamente relevantes. Asimismo, se incluye en la familia de origen a los miembros adoptivos y los parientes ficticios, es decir, personas que pese a no estar relacionadas por sangre, son consideradas y han funcionado como parte de la familia.

Además de la familia de origen, está la familia actual, la familia del presente, que necesita organizar una estructura normativa, de roles y reglas, un estilo de comunicación, un marco de valores, de los cuales algunos han trascendido a través de la historia, pero que operan en la familia del presente, y otros que se han creado en la familia actual.

Algunas personas tienen más de una familia, por ejemplo los niños adoptados, los cuales están ligados a sus familias adoptivas y muchas veces están paralelamente en búsqueda de sus padres biológicos, con el fin de integrar y completar todas sus identidades familiares.

Pero, además, en nuestra realidad latinoamericana nos encontramos con frecuencia con otras variedades de familias: una madrina con su ahijada, un par de abuelos a cargo de sus nietos huérfanos o abandonados, una tía a cargo de sus sobrinos, un grupo de hermanos adultos que viven juntos, una familia a la que le (dan) un niño y se hace cargo de su crianza sin adoptarlo. En algunos casos, hay algún tipo de vínculos biológicos en estas familias, pero en otros no los hay, como en el de los padrinos con sus ahijados; sin embargo, la relación de padrinazgo es muy valorada en algunas familias asimilándola al parentesco.

En el Informe de la Comisión Nacional de la Familia (1994) se propone una concepción de familia que ha sido ampliamente utilizada en el país, en que se la define como un grupo social unido entre sí por vínculos de consanguinidad, filiación (biológica o adoptiva) y de alianza, incluyendo las uniones de hecho cuando son estables.

Ampliando esta definición, la Fundación Nacional de la Familia considera familia al espacio donde se estructuran las primeras relaciones intergeneracionales y de género, se desarrollan pautas morales y sociales de conducta, donde se vive la gratuidad, la solidaridad y la cooperación, en concordancia con el desarrollo individual y la realización personal (Pozo, 1997).

Finalmente cada tipo de familia, cada composición, se da en un contexto o en un medio moldeado culturalmente por valores, normas y creencias. Es el medio ecológico de la familia, que también la distingue en su modo de ser.

Las concepciones de familia que se han descrito no son opuestas, ya que coinciden en aspectos centrales, si bien enfatizan diferentes aspectos. No obstante, para la elaboración de una política de familia es necesario llegar a una concepción compartida por todas las instituciones y servicios que colaborarán en esa política. De este modo, sea cual sea la diversidad familiar existente en la sociedad, toda política social de hecho especifica a qué tipo de familia se orienta o qué requisitos deben cumplir las familias para optar a los beneficios que ella otorga.

La segunda dificultad que enfrenta el diseño de una política familiar se relaciona con los efectos no esperados que tal política puede tener, tanto a corto como a largo plazo. ¿En qué medida, por ejemplo, un programa a nivel nacional de ayuda económica a adolescentes embarazadas puede fomentar y facilitar la ocurrencia de esta situación al hacerla menos difícil y un poco menos dolorosa?

Los expertos señalan la necesidad de una gran cautela en lo que se refiere a plantear una política familiar. Tal cautela se relaciona por una parte con la necesidad de considerar todas las variables que inciden en el sistema familiar y las relaciones existentes entre ellas. Por otra parte, la cautela se refiere, como se vio anteriormente, a la consideración de los efectos no esperados que pueden seguirse de una medida de política. Las precauciones son especialmente necesarias en un dominio tan delicado como el de la vida familiar.

Como en todo asunto político, los valores sociales y las fuerzas políticas son las que en último término decidirán la orientación y la extensión de toda política familiar. Es tarea de los profesionales y técnicos el aportar a los políticos los conocimientos necesarios para tomar las mejores decisiones, y enriquecer el debate para evitar tanto las soluciones simplistas como la esterilidad del exceso de discusión. Sin embargo, una política nacional sobre familia requiere necesariamente generar un amplio debate en que todas las fuerzas sociales y las instituciones representativas puedan expresarse.

Dadas las consideraciones anteriores, diseñar una política familiar es un asunto complejo y no siempre será posible hacerlo aunque exista en algunos sectores voluntad para ello. Pero sí es posible buscar una mejor utilización de las políticas sociales existentes en un país, orientándolas y coordinándolas a fin de que se focalicen en la familia. Poner a la familia como foco de las políticas sociales significa hacer que, en conjunto, ellas se orienten a responder a las necesidades de las familias y a fortalecer la vida familiar. Se trata de que la unidad focal de las políticas no sigan siendo individuos aislados: mujeres, niños, hombres, adolescentes, ancianos, sin considerar las familias que constituyen el contexto en que ellos viven. En el futuro, las políticas sociales y sectoriales serían más eficaces si se integran y armonizaran en el marco de la familia (Benham, 1990).

Poner a la familia como unidad focal significa orientar y coordinar estas políticas de modo que constituyan un soporte o marco de apoyo que proporcione a la familia los recursos necesarios para desempeñar adecuadamente sus funciones en la sociedad.

Especialmente importante en este último aspecto es la relación de la familia con los sistemas económico, político, de educación, de salud, de trabajo, etc. A la luz de este enfoque, toda planificación social, toda nueva meta o modificación que se proponga en cualquiera de estos sectores debería ser visualizada considerando sus efectos en la vida familiar. Desde las grandes decisiones políticas y jurídicas que tienen que ver con los grados de libertad y participación social, y las económicas que se relacionan con la inversión y la producción, hasta aquellas decisiones más puntuales y específicas que se refieren a jornadas de trabajo, horarios escolares, etc., todo afecta de una u otra forma a la familia y puede facilitar o entorpecer –incluso impedir– el cumplimiento de sus funciones básicas.

Del mismo modo, cualquier política o iniciativa que se proponga impulsar cambios en el ejercicio de un determinado rol, por ejemplo, el papel de la mujer, debería considerar en forma sistémica tanto los efectos que este cambio tendrá en los papeles del hombre y de los hijos, como la forma en que el proceso que así se genere influirá en la vida familiar en un momento histórico concreto.

Finalmente, poner a la familia como unidad focal significa considerar toda la realidad familiar existente en el país, en su diversidad de estratos sociales y de formas de organización. No podemos centrarnos sólo en las familias pobres, si bien éstas deben recibir atención prioritaria.

Un análisis de las políticas sociales desde esta perspectiva nos llevaría a preguntarnos qué tipo de familia estamos favoreciendo con un determinado programa, en qué forma éste afecta las funciones de la familia, en qué medida el programa ofrece a la familia la posibilidad de una participación informada, cómo influye el programa en el desempeño de los roles familiares, en suma, cuál es el impacto en la calidad de vida familiar y –a través de ella– si está fortaleciendo o debilitando la vida social.

1.10. La perspectiva familiar en el análisis de las políticas

Se ha argumentado hasta aquí la necesidad de un enfoque familiar en el diseño y análisis de las políticas públicas. Se intentará desarrollar a continuación algunas ideas acerca de la forma como esta orientación puede llevarse a la práctica.

El primer aspecto a considerar en esta perspectiva son las necesidades de las familias. Ellas pueden ser descritas en relación a las funciones familiares y en relación al ciclo de vida familiar.

Janet Giele (1979) ha establecido una tipología basada en las principales funciones de la familia y sus relaciones con el mundo. La política en su opinión afecta cuatro áreas centrales de la vida familiar: su función “nutridora”, su actividad económica, su residencia y su función cultural.

La función nutridora incluye todo el cuidado y atención personal al interior de la familia. Esta función no sólo acompaña la vida cotidiana habitual de todos los miembros de la familia, sino que con frecuencia incluye la atención especial de hijos enfermos o impedidos, de adultos con problemas de salud física o mental, y ancianos. Las políticas públicas aplicables a esta área pueden ir desde aquellas que apoyan a la familia para el desempeño de esta función nutridora, a las que la reemplazan. Todo lo que tiene que ver con cuidado de la salud, crianza de los niños, relaciones familiares, educación para la vida familiar, programas de cuidado diurno, planificación familiar, se incluyen en esta área.

En el área de la actividad económica, se encuentran políticas y programas que se refieren a niveles de ingreso mínimo, subsidios, pensiones y otros apoyos económicos que signifiquen esfuerzos redistributivos, como también las políticas que modelan las transacciones del mundo de la familia con el mundo del trabajo. La participación en la fuerza de trabajo puede ser marcadamente afectada por políticas, legislación o programas que se refieren al cuidado de los niños, la jubilación, el horario flexible o rígido de trabajo, el entrenamiento para el empleo y otras prácticas diversas.

El lugar donde una familia vive y las características de su medio ambiente están también influenciados por la política pública. Entre las diversas actividades gubernamentales que afectan a las familias en relación al medio en que viven se encuentran las políticas de vivienda, mantención o remodelación de barrios, energía, transporte, construcción de caminos, áreas verdes. La vivienda es para las familias pobres el gran bien que aspiran obtener, por la seguridad y estabilidad que significa para ellas.

La función cultural de la familia, que Giele define como su identidad legal y cultural, también puede ser moldeada por la política pública. Las leyes acerca del matrimonio y sus efectos legales, el divorcio, la custodia de los hijos, leyes y sistemas de adopción, el status legal de la mujer, son todos tópicos de política pública. Los efectos de la acción pública en la esfera de la cultura influyen de hecho en la forma como se desempeñan los roles familiares y el balance entre diversos status y derechos dentro del sistema familiar. El reconocimiento que hace el Estado del rol de la familia como transmisora de la cultura se basa en la capacidad que ésta tiene de ayudar a conservar lenguajes, costumbres, creencias religiosas y normas culturalmente determinadas acerca de la forma como debe funcionar una familia.

Un segundo criterio de gran utilidad para tener un panorama de las necesidades familiares que las políticas sociales tendrían que considerar es el del ciclo de desarrollo familiar.

La familia puede ser visualizada como un sistema que cambia y se desarrolla a través de ciertas etapas que han sido conceptualizadas por diversos autores y que dan lugar a diferentes modalidades de relación entre ésta y la sociedad. El enfoque del ciclo de desarrollo familiar se centra en los cambios que ocurren en la estructura, las normas, los roles y los procesos de comunicación al interior de la familia a medida que se suceden estas eta-pas, y la forma como ellos afectan la relación de la familia con la sociedad. A través de estas etapas básicas por las cuales deben pasar en el tiempo, las familias van desempeñando las funciones que les son propias por medio de la realización de tareas que producen cambios en su organización interna y en sus transacciones con las estructuras sociales y culturales externas. Las tareas familiares de cada fase tienen efecto acumulativo, de modo que el cumplimiento adecuado de las tareas de las primeras etapas fortalece la habilidad de la familia para desempeñarse en las etapas siguientes en forma efectiva (Rhodes, 1983).

Jelin (1984) señala cómo la composición de la familia es el resultado de los diversos procesos asociados al ciclo vital de sus miembros. Por una parte están los acontecimientos ligados a la historia de la formación de la familia, incluyendo matrimonios, separaciones, nacimientos y muertes, así como las mudanzas, migraciones y otros accidentes o decisiones en coyunturas específicas. Por otra parte, desde el contexto socio-económico, importan los cambios en la situación económica y política, ya que estas situaciones suelen influir en la forma de organización doméstica en ese momento específico y en la manera como se mantiene o cambia posteriormente.

Tomando como ejemplo el modelo ideal de familia que intenta establecerse independientemente en el momento del matrimonio, Jelin afirma que el que lo logre o no en ese momento es el producto de los recursos con que cuente la pareja y de condiciones externas a su control. Una condición externa relevante es la política de vivienda existente y las posibilidades de acceso para una pareja específica. En el contexto más inmediato, afectará a esta pareja el tipo de vínculo y los compromisos que cada uno de los cónyuges tenga con su familia de origen: madres viudas o enfermas, negocios o propiedades familiares, todo lo cual condiciona las opciones con las cuales los sujetos se enfrentan.

“La historia posterior es compleja y multidimensional: la llegada de los hijos, los cambios en los compromisos y responsabilidades hacia las familias de orientación de ambos miembros, la ayuda que pueden recibir de las redes informales, cambios en la política estatal o en el mercado de vivienda, etc., van condicionando las opciones y las elecciones abiertas según las modificaciones en los recursos monetarios de los miembros de la pareja. Estas opciones no son racionalmente evaluadas de manera constante, sino que se actualizan en los momentos de transiciones significativas en el ciclo de vida del grupo familiar –nacimiento de hijos, muerte de padres, casamiento de hermanos, separaciones, etc., o en momentos de crisis directa o indirectamente ligados a la vivienda– desalojos, cambios en la legislación de alquileres, acceso a créditos especiales, etc.” (Jelin, op. cit., p. 18).

Si bien la familia necesita contar con servicios de apoyo en todo su ciclo de desarrollo, no cabe duda que las etapas de crianza y escolar son aquellas hacia las cuales una planificación social debería enfocarse prioritariamente. En efecto, éste es el período en el cual la familia está cumpliendo en forma central su función social y económica de formar los actores sociales del futuro. La calidad de ese futuro dependerá en gran medida de la calidad de los cuidados que los niños reciban y de la calidad de la educación a la que tengan acceso.

La familia es la productora y la principal encargada de conservar y acrecentar el capital humano de la sociedad. La forma como cumpla esta tarea esencial dependerá de sus propios recursos internos y de las contribuciones que reciba de su medio externo en forma de servicios de salud, vivienda, educación formal e informal, oportunidades económicas y variados servicios de apoyo, que respondan en forma flexible a las diferentes necesidades que se van presentando. Toda política social debería orientarse preferentemente a las familias que se encuentran en las dos etapas señaladas, distribuyendo sus beneficios en función de su nivel de carencias y del número de niños que ellas tengan que criar y educar.

La medida en que lo anterior está ya siendo considerado en algunas políticas es aún insuficiente. En consecuencia, un gran número de familias –particularmente las familias pobres– no cuenta hoy con los recursos y el apoyo mínimos para enfrentar las responsabilidades de las diversas etapas del ciclo vital, en circunstancias que los cambios sociales están planteándoles día a día nuevas demandas. Los padres están siendo cada vez más exigidos por los establecimientos educacionales para participar en diversas actividades relacionadas con el proceso educativo de sus hijos; los avances de las ciencias humanas suponen nuevos desafíos para proporcionar experiencias que promuevan el desarrollo de los niños; el período escolar se ha hecho cada vez más largo, retardando la incorporación de los hijos a la fuerza de trabajo y recargando la obligación económica de los padres.

Por otra parte, la tendencia creciente en el tratamiento de las enfermedades mentales y los procesos de “irregularidad social”, se orienta a la desinstitucionalización, en el sentido de evitar en lo posible la hospitalización de pacientes mentales crónicos y la internación de niños, los que deberían ser atendidos por la familia con el apoyo de la comunidad. Finalmente, el aumento de las expectativas de vida hace que las familias tengan que asumir una tarea de cuidado de sus miembros de edad avanzada mucho mayor que en el pasado. Cada una de estas nuevas responsabilidades es una tensión adicional en la vida de la familia y significa riesgos para su estabilidad si no se cuenta con apoyo adecuado de parte de la sociedad.

1.11. ¿Por qué es necesario invertir en la familia?

En nuestra época se habla mucho de capital, de trabajo y de inversiones. Se insiste en que para que el país siga creciendo y pueda superar la pobreza, es necesario invertir en bienes de capital, en producción, en tecnología, en educación, etc. No se habla de invertir en familia.

Teniendo claro el panorama de la realidad familiar que hemos reseñado, ¿qué es lo que hace que la sociedad esté en cierta forma paralizada observando los cambios que se suceden, formulando muchas veces augurios catastróficos sobre sus efectos en la familia, pero haciendo tan poco en forma global para enfrentarlos?

A nuestro juicio, ello obedece a tres grandes factores que describiremos a continuación.

El primer factor –y talvez el más importante– es la creencia en la indestructibilidad de la familia. Esta creencia tiene una parte de verdad y una parte de mito. Efectivamente la familia es el primer grupo humano que, en diversas formas, se ha mantenido a través de la historia. Durante siglos la familia ha resistido guerras, catástrofes naturales, cambios de épocas y surgimiento y decadencia de diversas civilizaciones. Cada uno de estos acontecimientos puso su sello en las familias que los vivieron y muchas de ellas se desintegraron bajo su impacto, pero la familia como institución ha permanecido siendo importante para los individuos y las sociedades. Esta es la parte de verdad en la creencia señalada. La parte de mito asocia automáticamente esta familia indestructible a la felicidad humana y rehúsa ver las posibilidades de desintegración y la capacidad deshumanizadora que puede tener la familia en esas circunstancias. Si la familia es algo dado, que está ahí y que seguirá estando, que siempre procura la felicidad de sus miembros, se supone que podrá continuar superando sus dificultades como en el pasado y que no necesita una mayor preocupación por ella. Se priorizan, por lo tanto en la agenda pública otros temas que aparecen como más importantes o urgentes.

El segundo factor es el conflicto de valores entre los sectores políticos y sociales que tienen liderazgo en la sociedad. El tema de la familia no es neutro, sino que está asociado a valores religiosos, éticos y económicos, profundamente arraigados en la cultura. Cuando el tema de la familia se pone en discusión, estos valores entran en conflicto, organizándose en dos grandes posiciones opuestas. La primera busca apoyar a la familia privilegiando la mantención de su status actual en la sociedad y las formas de funcionamiento familiar que tienen más fundamento en la tradición. La segunda busca apoyar a la familia privilegiando el reconocimiento del cambio y la diversidad familiar, y las for-mas de funcionamiento que favorezcan un desempeño no tradicional de roles entre los miembros de la familia. Claras manifestaciones de esta polaridad de posiciones se han observado en los debates sobre el rol de la mujer en la sociedad a propósito de la Conferencia de Beijing, y en la discusión sobre el proyecto de ley de divorcio actualmente en trámite en el Parlamento.

Divididos entre estas dos posiciones antagónicas, tanto el Estado como la sociedad civil quedan seriamente dificultados para abordar el tema de la familia y para lograr consensos que vayan más allá del diagnóstico de los problemas que la afectan. Como resultado, se evita muchas veces discutir este tema para no activar conflictos ideológicos.

El tercer factor son las dificultades que la focalización en la familia plantea para la organización del Estado, y en particular para la actual modalidad de funcionamiento de las políticas sociales.

El Estado organiza su acción a través de los Ministerios, cada uno de los cuales está encargado de un determinado sector. Los sectores sociales están a cargo de los Ministerios de Educación, Vivienda, Justicia, Salud, Trabajo y Seguridad Social y del Ministerio de Planificación Nacional. Con excepción de este último, cada uno de los Ministerios citados se plantea metas sociales en relación a su sector, pero el logro de estas metas se persigue fundamentalmente en términos individuales y se mide en términos de número de individuos beneficiados. De este modo, la familia, salvo excepciones, no es considerada en las metas, los proyectos y la evaluación de los programas sociales, en circunstancias que ella es la receptora de todos estos esfuerzos a través de los individuos que la forman.

De hecho, entonces, la sociedad toma diversas medidas para ayudar a los miembros de la familia, pero lo hace en forma fragmentada y descoordinada, siendo pocas veces consideradas las necesidades de la familia como un todo, y sin atender a los efectos de estas medidas en la vida familiar.

En síntesis, pese a las múltiples declaraciones y postulados a su favor, la familia no está siendo efectivamente considerada como un actor relevante en la sociedad y en las políticas públicas, lo que a nuestro juicio deriva de una insuficiente consideración del papel clave que ella desempeña en el futuro del país.

Kaluf y Maurás (1998) plantean tres principios básicos que fundamentan una política de Estado sobre familia. Ellos son: solidaridad y equidad, subsidiariedad e inversión social.

En función del principio de solidaridad, el Estado debe crear las condiciones de equidad necesarias para que todos los ciudadanos tengan la oportunidad de constituir una familia en condiciones materiales y culturales adecuadas. Es importante que las políticas públicas sobre familia se orienten de manera particular a las familias de escasos recursos, por un compromiso de equidad.

En función del principio de subsidiariedad, el Estado debe reconocer la libertad e iniciativa que tienen las familias para decidir su propio destino. Las familias no sólo tienen que ser objeto de las políticas sociales que las afectan, sino principalmente sujetos de la acción que las involucra.

En función del principio de inversión social, el Estado debe reconocer que invertir en la familia es necesario porque cuando la familia deja parcialmente de cumplir sus responsabilidades esenciales, el costo social y financiero de reemplazarla por otras instituciones privadas o públicas es sumamente alto. Y también debe reconocer la importancia del papel que desempeña la familia en relación con la estabilidad social y política de los países, especialmente en una época de modernización social e innovaciones tecnológicas.

Las autoras citadas proponen siete criterios o categorías operativas que ayudan a traducir a la práctica los principios anteriores: participación, concertación, respeto a la diversidad, integralidad, prevención, focalización y descentralización.

Respondiendo a la pregunta ¿por qué invertir en la familia?, podemos afirmar ante todo: porque la familia es un bien esencial para la felicidad humana, y esta es una verdad que motiva los múltiples esfuerzos que los miembros de la sociedad realizan cotidianamente por mantener y mejorar su familia. Pero hay otra parte de la respuesta que es tan importante como lo anterior. Necesitamos invertir en la familia porque la crianza y educación de cada nueva generación de niños es una tarea pública de vital consecuencia para nuestro futuro como país (Hobbs et al., 1984) y la familia es la principal encargada de esta tarea, por eso la inversión en familia debe ser hecha por el Estado y por la sociedad civil en su conjunto.

Existe consenso en la sociedad chilena acerca de la importancia de la familia como bien esencial que es necesario proteger, y se postula que para ello es elemental fortalecerla y promover su estabilidad. Sin embargo, el debate público que se está desarrollando acerca del divorcio no está poniendo el acento en este punto focal, sino en las consecuencias de la inestabilidad y desintegración familiar. La búsqueda de soluciones de diverso tipo al problema de las familias que se desintegran, que es necesaria e importante, se constituye en una solución “de parche” si no va acompañada, e incluso precedida, de una clara política de fomento a la estabilidad familiar y de medidas concretas que la lleven a la práctica.

Esta situación exige ser considerada cuando se planifican los esfuerzos educativos que es necesario realizar para que el país se integre plenamente a la modernidad y al proceso de desarrollo tecnológico. Todos los planes que se diseñen para elevar la calidad de la educación se verán amenazados si los sujetos a los cuales esa educación va dirigida carecen de esa seguridad básica que sólo es capaz de proporcionar la experiencia familiar, que se constituye efectivamente en la primera y más importante instancia educativa de la sociedad.

1.12. Profesionales, sociedad y familia

Los profesionales representan a la sociedad para las familias que atienden y por eso la relación familia-sociedad no es un tema ajeno a ellos, sino que están vitalmente involucrados en él. Ubicados en diversas instituciones y servicios vinculados básicamente a las políticas sociales, los profesionales reproducen muchas veces esa fragmentación y aislamiento que impide que los programas se coordinen efectivamente en torno a la familia. Superar lo anterior exige un esfuerzo concertado por superar los límites rígidos de los conocimientos disciplinarios y de las fronteras institucionales, tarea a la cual los profesionales deben contribuir.

Cuando los fenómenos son tan complejos como el de la familia, ninguna disciplina aisladamente puede dar cuenta de ellos. Por el contrario, para tratar de aprehender lo que realmente ocurre con la familia y la sociedad, se requiere combinar los enfoques correspondientes a una diversidad de disciplinas, a fin de ampliar la visión hacia la totalidad que ese fenómeno implica. Lo anterior requiere del trabajo multidisciplinario e interdisciplinario.

Gyarmati (1984) destaca la necesidad de distinguir entre estas dos denominaciones que tantas veces se usan como si fueran sinónimos, cuando de hecho corresponden a dos conceptos distintos: la multidisciplina implica yuxtaposición y agregación, mientras que la interdisciplina implica integración y síntesis.

Cuando nos encontramos con un texto en que la familia es analizada por diversos especialistas en sus aspectos económicos, biológicos, legales, demográficos, antropológicos, psicológicos, históricos, etc., estamos frente a un estudio multidisciplinario. Tales esfuerzos multidisciplinarios, en que cada disciplina aporta su mirada a un problema común, desempeñan un papel importante en la ampliación y el desarrollo del conocimiento.

La meta de la interdisciplina es más compleja, pues intenta establecer una síntesis y una integración entre dos o más ciencias o profesiones, haciendo que sus elementos constituyentes se integren entre sí. En el campo de las ciencias, el esfuerzo interdisciplinario puede conducir a la formación de una nueva ciencia, como la bioquímica. En las profesiones la interdisciplina se está manifestando cada vez más en equipos formados por diferentes profesionales que ponen en común los supuestos básicos y teorías propias de cada profesión y los integran en torno a un problema común.

Desde hace décadas se están realizando esfuerzos por desarrollar la interdisciplina en el campo de la familia, lo que ha tenido sus mayores logros en el trabajo familiar en salud mental, con psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales, y en mediación, con trabajadores sociales, abogados y psicólogos.

Un equipo interdisciplinario se constituye básicamente como una comunidad de aprendizaje en que cada uno de sus miembros indirectamente, a través de las actividades centradas en el objetivo común, enseña a los demás a la vez que aprende de ellos. Para este efecto, todos sus miembros deben gozar del mismo status, lo que implica un desafío a la estructura de poder de las profesiones.

Pero además de integrar los conocimientos disciplinarios, es necesario superar las fronteras institucionales en torno a la familia. Vimos ya cómo las instituciones atienden frecuentemente a los miembros de la familia individualmente, sin considerar la totalidad de la que forman parte. Vemos también cómo cada institución trabaja aisladamente, sin coordinarse con otras instituciones con las cuales muchas veces comparte una clientela común. Como resultado, las familias son objeto de intervenciones parciales y reciben mensajes contradictorios que deben tratar de sintetizar, tarea prácticamente imposible, ya que los que diseñaron los mensajes no los integraron ni sintetizaron primero (Solar, 1998).

Minuchin (1985) denuncia lo que él denomina “pautas de violencia” contra la familia, que se ocultan tras prácticas institucionales que aparentemente la favorecen y en las que diversos profesionales participan, sin coordinarse suficientemente por tratar cada cual de conservar su “territorio”, y sin tener capacidad para analizar críticamente o cuestionar el sistema en que están participando. “Los profesionales pertenecen a sistemas con creencias compartidas. Leen los mismos periódicos y escriben artículos los unos para los otros. Al explorar su grano de arena, su complejidad aumenta, se expande y se colma en el tiempo. Se convierte en su mundo. Pero los profesionales son gente orgullosa e independiente. De modo que a psiquiatras y psicólogos y a asistentes sociales los ofende la idea de que, como miembros de amplios sistemas sociales, tienen a su cargo por mandato de la sociedad, controlar el desvío. Participan en el proceso jurídico que viola a la familia, pero no se ven haciéndolo” (Minuchin, op. cit, p. 114).

Es necesario, por lo tanto, realizar un gran esfuerzo común de integrar conocimientos disciplinarios y coordinar esfuerzos institucionales en torno a los problemas en la relación de la familia y la sociedad, esfuerzo al que debemos contribuir todos los profesionales que prestamos servicios a las familias. Tomic y Valenzuela (1997) afirman que en los equipos multi e interdisciplinarios, el trabajador social se incorpora cada vez con mayor frecuencia en un trabajo junto a otros profesionales para abordar en conjunto e integralmente la intervención con las familias. En términos generales, observan en las instituciones que trabajan con familias la idea de innovar en esta perspectiva, sin embargo, advierten que los proyectos se quedan muchas veces sólo en formulaciones y que existe tensión entre el deber ser, el ser y el hacer profesional.

Sabemos ya que la familia no es objeto exclusivo de ninguna profesión, que por el contrario, nos compete a todas y que por lo tanto somos en conjunto responsables de contribuir a mejorar la calidad de vida de las familias y de promover su desarrollo por medio de una relación más justa y equitativa con la sociedad.

Trabajo Social es una de las profesiones que se desempeñan en el campo de la familia y la sociedad le ha asignado tradicionalmente la atención de las familias de más escasos recursos. La experiencia y el conocimiento de la familia popular que la profesión ha acumulado y el desarrollo de sus modalidades propias de intervención, constituyen su aporte específico a los equipos interdisciplinarios en los que participa. Ubicada en diversas instituciones, la profesión tiene también la potencialidad de contribuir a la coordinación de servicios institucionales en torno a la familia y de hecho en su trabajo lo realiza cotidianamente, pero no se ha dedicado suficientemente hasta ahora a impulsar un cambio de enfoque global de las instituciones en las que trabaja.

En la última década, y a partir de la celebración del Año Internacional de la Familia, se ha renovado el interés público por la familia, lo que se ha manifestado en diversas iniciativas públicas y privadas entre estas iniciativas se puede señalar en nuestro país la creación de una Comisión Nacional de la Familia que se encargó de elaborar un diagnóstico de la realidad de la familia chilena, la creación de la Fundación Nacional de la Familia, la aprobación de leyes que van en apoyo de la familia y el desarrollo de diversos Institutos y Centros de Formación que ofrecen capacitación para el trabajo con familias.

Estas iniciativas son valiosas, pero absolutamente insuficientes para abordar la problemática de la familia en forma global. Queda aún mucho por hacer para lograr que nuestras instituciones y nuestros programas pongan a la familia como una de sus metas prioritarias y coordinen sus esfuerzos para hacerlo. En realidad, aún no se toma real conciencia social de la necesidad de invertir en la familia. En este texto queremos realizar un pequeño aporte en esta perspectiva, visualizando cómo una profesión que ha prestado siempre servicios a las familias, como el Trabajo Social, puede mejorar y enriquecer la calidad de esta contribución.

En el Capítulo siguiente presentamos un panorama del desarrollo del Trabajo Social con familias, desde su génesis hasta su realidad actual. A partir de esta realidad podremos visualizar con mayor claridad sus perspectivas y responsabilidades futuras para aportar a la relación entre la familia y la sociedad.

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Trabajo Social Familiar

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