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Capítulo 1

¿Cómo debería hacerse la historia del sí mismo?

El ser humano no es la base eterna de la historia o la cultura humana, sino un artefacto cultural e histórico. Este es el mensaje contenido en las investigaciones emprendidas por una serie de disciplinas, las cuales han señalado de distintas formas la especificidad de nuestra concepción occidental moderna de la persona. Se ha sugerido que, en tales sociedades, la persona ha sido interpretada como un sí mismo, como una entidad naturalmente única y discreta, donde las fronteras del cuerpo encierran, como por definición, la vida interior de la psique, en la cual se inscriben las experiencias de una biografía individual. Sin embargo, las sociedades occidentales modernas son excepcionales al interpretar a la persona como un locus natural de creencias y deseos, con capacidades inherentes, como el origen autoevidente de acciones y decisiones, como un fenómeno estable que exhibe consistencia a través de diferentes tiempos y contextos. También son excepcionales al sostener y justificar sus dispositivos de regulación de la conducta sobre dicha concepción de la persona. Por ejemplo, gran parte de nuestros sistemas legales criminales, con sus nociones de responsabilidad e intencionalidad, operan tomando como base esta noción del sí mismo. De manera similar, nuestros sistemas morales son históricamente excepcionales en su valorización de la autenticidad y la emocionalidad asociada. Históricamente hablando también, no son menos excepcionales nuestras políticas que ponen tanto énfasis en los derechos, las elecciones y las libertades individuales. Es en estas sociedades donde la psicología ha nacido como una disciplina científica, como un saber positivo acerca del individuo y como una particular forma de decir la verdad sobre los seres humanos, y actuar sobre ellos. Más aún, pareciera que en estas sociedades los seres humanos han llegado a entenderse y relacionarse consigo mismos en tanto seres “psicológicos”, a interrogarse y narrarse a sí mismos en términos de una vida psicológica “interna”, donde se encontraría el secreto de su identidad, la cual debe descubrirse y realizarse, estableciendo el estándar que permitiría juzgar la “autenticidad” con que se ha vivido esa vida.

¿Cómo debería escribirse la historia de este régimen contemporáneo del sí mismo? Quisiera proponer una aproximación particular al respecto, que denomino genealogía de la subjetivación.5 Esta denominación puede parecer extraña, pero creo que es importante. En parte, su importancia radica en indicar lo que no corresponde a esta propuesta. Por un lado, no es un intento de escribir la historia de las ideas variables sobre la persona, tal como han sido representadas en la filosofía, la literatura y otras disciplinas. Historiadores y filósofos se han ocupado bastante de la escritura de tales narrativas, y es indudable su carácter significativo y formativo (e.g. Taylor, 1989; cf. Tully, 1993, para un enfoque diferente). Sin embargo, mi preocupación no se relaciona con las “ideas de la persona”, sino con las prácticas en las cuales las personas son entendidas y actuadas en relación con su criminalidad, su salud y su enfermedad, sus relaciones familiares, su productividad, su desempeño militar, entre otras. Es imprudente asumir que, desde una serie de nociones del ser humano en la cosmología, la filosofía, la estética o la literatura, se puede derivar evidencia acerca de las presuposiciones que moldean la conducta humana en tales sitios mundanos y prácticas (cf. Dean, 1994). Si la genealogía de la subjetivación se preocupa del ser humano tal como es pensado, no es, empero, una historia de las ideas: su dominio de investigación son las prácticas y las técnicas, el pensamiento en la medida que busca hacerse técnico.

De igual modo, mi abordaje debe ser distinguido de los intentos por escribir la historia de la persona como una entidad psicológica, de observar cómo diferentes épocas producen seres humanos con características psicológicas distintas, con diferentes emociones, creencias y patologías. Indudablemente, tal proyecto de una historia de la persona es concebible, y aspiraciones de este tipo moldean una serie de investigaciones psicológicas recientes, algunas de la cuales discutiré a continuación. A su vez, esta idea anima también una serie de investigaciones sociológicas recientes, pero tales análisis presuponen una forma de pensar que es, como tal, un resultado de la historia que emerge sólo en el siglo XIX. En ese momento histórico, y en un espacio geográfico limitado y localizado, el ser humano es entendido en términos de individuos que son sí mismos; cada uno equipado con un dominio interior, una “psicología”, la cual es estructurada por la interacción entre una experiencia biográfica particular y ciertas leyes generales o procesos del ser humano en tanto animal.

Una genealogía de la subjetivación toma esta forma individualizada, interiorizada, totalizada y psicologizada de entender al ser humano no como base de una narrativa histórica, sino como un lugar para plantear un problema histórico. Esta genealogía trabaja hacia la construcción de una representación de los modos en que este régimen moderno del sí mismo emerge, no como resultado de un proceso gradual de ilustración, en el que los seres humanos, asistidos por los empeños de la ciencia, vendrían finalmente a reconocer su verdadera naturaleza, sino de un número contingente de prácticas y procesos que finalmente son menos refinados y dignos. Escribir tal genealogía es buscar deshilvanar las formas en las cuales este sí mismo, que funciona como ideal regulatorio en diversos aspectos de nuestras formas de vida contemporáneas —no únicamente en las relaciones pasionales de unos con otros, sino también en nuestros proyectos de planificación de vida, en nuestras formas de administración industrial y de otro tipo de organizaciones, en nuestro sistema de consumo, y en muchos de los géneros de producción literaria y estética—, es una especie de plano “irreal” de proyección,6 ensamblado de manera bastante contingente y azarosa en la intersección de una serie de historias diversas: formas de pensamiento, técnicas de regulación, problemas de organización, etc.

Dimensiones de la relación con nosotros mismos

Una genealogía de la subjetivación es una genealogía de lo que se podría denominar, siguiendo a Michel Foucault, “nuestra relación con nosotros mismos” (Foucault, 1896b).7 Su campo de investigación incluye las formas de atención que los humanos han dirigido hacía sí mismos y hacia otros en diferentes lugares, espacios y tiempos. Para poner esto de manera algo más grandiosa, se podría decir que se trata de una genealogía de “la relación del ser consigo mismo”, y las formas técnicas que ha tomado dicha relación. Esto quiere decir que el ser humano es un tipo de criatura cuya ontología es histórica y, por tanto, su historia requiere una investigación de las técnicas intelectuales y las prácticas incluidas por los instrumentos mediante los cuales el ser se ha constituido históricamente: se trata de analizar “las problematizaciones a través de las cuales el ser se da como una realidad que puede y debe ser pensada por sí misma, y las prácticas a partir de las cuales se forman” (Foucault, 1985: 11; cf. Jambet, 1992). El enfoque de tal genealogía, entonces, no es la “historia de la persona”, sino la genealogía de las relaciones que los seres humanos han establecido consigo mismos, por medio de las que han llegado a relacionarse consigo mismos como sí mismos. Estas relaciones son construidas y son históricas, pero no deben ser entendidas localizándolas en algún dominio amorfo de la cultura. Al contrario, ellas son abordadas desde la perspectiva del “gobierno” (Foucault, 1991; cf. Burchell, Gordon & Miller, 1991). Es decir, nuestra relación con nosotros mismos ha asumido tal forma debido a que ha sido objeto de una gran variedad de esquemas más o menos racionalizados, los que han buscado modelar nuestras formas de entender y actuar nuestra existencia como seres humanos en nombre de ciertos objetivos: masculinidad, feminidad, honor, modestia, propiedad, civilidad, disciplina, distinción, eficiencia, armonía, realización, virtud, placer. La lista es así de diversa y heterogénea, como también interminable.

Unas de las razones para enfatizar este punto es la necesidad de distinguir este abordaje de una serie de análisis recientes que han concebido, explícita o implícitamente, las formas cambiantes de la subjetividad o de la identidad como consecuencias de transformaciones sociales y culturales de mayor amplitud: modernidad, modernidad tardía, sociedad del riesgo (Bauman, 1991; Beck, 1992; Giddens, 1992; Lash & Friedman, 1992). Por supuesto, estos trabajos continúan una larga tradición de narrativas que se remontan al menos hasta Jacob Burckhardt: las historias de la emergencia del individuo como consecuencia de una transformación social general desde la tradición hasta la modernidad, desde el feudalismo hasta el capitalismo, desde la Gemeinschaft hasta la Gesellschaft, desde la solidaridad mecánica hasta la solidaridad orgánica, y así sucesivamente (Burckhardt, 1990). Este tipo de análisis asume los cambios en las maneras en que los seres humanos se entienden y actúan sobre sí mismos como el resultado de eventos históricos “más fundamentales” localizados en otros lugares: en regímenes productivos, en cambios tecnológicos, en las alteraciones demográficas o en las formas familiares, en la “cultura”. Es indudable que los acontecimientos en cada uno de esos dominios son significativos en relación con el problema de la subjetivación; pero, por más significativos que puedan ser, es fundamental insistir en que tales cambios no producen transformaciones en las formas de ser humanos en virtud de alguna “experiencia” implicada en ellos. Quisiera sostener que las relaciones cambiantes de subjetivación no pueden ser establecidas por derivación o por interpretación desde otras formas culturales o sociales. Asumir, explícita o implícitamente, que pueden, significa presumir la continuidad de los seres humanos como sujetos de la historia, esencialmente equipados con la capacidad para otorgar significado (cf. Dean, 1994). Pero las formas a partir de las cuales los seres humanos “dan significado a la experiencia” tienen su propia historia. Los dispositivos de producción de significado —redes de visualización, vocabularios, normas y sistemas de juicio— producen experiencia, no son ellos mismos producidos por la experiencia (cf. Joyce, 1994). Tales técnicas intelectuales no vienen construidas, sino que deben ser inventadas, refinadas y estabilizadas, para ser diseminadas e implantadas de diferentes maneras en diferentes prácticas: escuelas, familias, calles, lugares de trabajo, tribunales de justicia. Si utilizamos el término “subjetivación” para designar todos esos procesos y prácticas heterogéneas por medio de las cuales los seres humanos vienen a relacionarse consigo mismos y con otros como sujetos de cierto tipo, entonces la subjetivación tiene su propia historia. Y la historia de la subjetivación es más práctica, más técnica y menos unificada que aquella que permiten trazar las propuestas sociológicas.

De este modo, una genealogía de la subjetivación se centra directamente en las prácticas que ubican a los seres humanos en particulares “regímenes de la persona”. La genealogía de la subjetivación no escribe una historia continua del sí mismo, sino que da cuenta de la diversidad de lenguajes del “ser persona” que han tomado forma —carácter, personalidad, identidad, reputación, honor, ciudadano, individuo, normal, lunático, paciente, cliente, marido, madre, hija— y de las normas, técnicas y relaciones de autoridad al interior de las cuales estos lenguajes han circulado en las prácticas legales, domésticas, industriales, y otras prácticas diseñadas para actuar sobre la conducta de las personas. Una investigación de este tipo puede desarrollarse a lo largo de una serie de caminos interconectados.

Problematizaciones

¿Dónde, cómo y por quiénes algunos aspectos del ser humano son vueltos problemáticos? ¿En función de qué sistemas de juicio, y en relación con qué preocupaciones? Para tomar algunos ejemplos pertinentes, podemos considerar las formas en las cuales el lenguaje de la constitución y del carácter vienen a operar dentro de las temáticas de la declinación urbana y la degeneración, articuladas por los psiquiatras, los reformistas urbanos y los políticos, durante las últimas décadas del siglo XIX, o las formas en que el vocabulario de la adaptación y la inadaptación fueron usados para problematizar conductas en lugares diversos como el trabajo, el tribunal y la escuela en las décadas de 1920 y 1930. Plantear el asunto de esta manera es enfatizar la primacía de lo patológico por sobre lo normal en la genealogía de la subjetivación. Nuestros vocabularios y técnicas de la persona, en general, no han emergido en el campo de la reflexión sobre el individuo normal, el carácter normal, la personalidad normal o la inteligencia normal, sino que la misma noción de normalidad ha emergido de una preocupación por los tipos de conducta, de pensamiento y de expresión consideradas problemáticas o peligrosas (cf. Rose, 1985a). Este es un punto tanto metodológico como epistemológico: en la genealogía de la subjetivación, el lugar privilegiado no es ocupado por los filósofos que reflexionan sobre la naturaleza de la persona, la voluntad, la consciencia, la moralidad, y temáticas afines, sino por las prácticas cotidianas donde la conducta se ha vuelto problemática para otros o para uno mismo, y en los textos y programas mundanos —en la administración del asilo, en el tratamiento médico de las mujeres, en los regímenes recomendados de crianza, en las nuevas ideas para la administración del lugar de trabajo, en el mejoramiento de la autoestima— que buscan volver estos problemas inteligibles y, al mismo tiempo, administrables.8

Tecnologías

¿Qué medios han sido inventados para gobernar al ser humano, para modelar conductas en las direcciones deseadas, y cómo los programas asociados han buscado encarnar estos medios en ciertas formas técnicas? La noción de tecnología puede parecer antitética en relación con el campo de lo humano, al punto que la afirmación sobre la inadecuada tecnologización de la humanidad es la base de muchas críticas. Sin embargo, la propia experiencia de nosotros mismos en tanto cierto tipo de personas —criaturas de la libertad, de los poderes personales, de la autorrealización— es el resultado de una serie de tecnologías humanas que toman los modos de ser humano como su objeto.9 Aquí, tecnología se refiere a cualquier ensamblaje estructurado por una racionalidad práctica gobernada por un objetivo más o menos consciente. Las tecnologías humanas son ensamblajes híbridos de conocimientos, instrumentos, personas, sistemas de juicio, edificios y espacios, sostenidos en un nivel programático por ciertas suposiciones y objetivos acerca del ser humano. Se puede considerar la escuela, la prisión, el asilo, como ejemplos de tales tecnologías humanas, aquellas que Foucault denominó disciplinarias, y que operan en términos de una estructuración detallada del espacio, el tiempo y las relaciones entre individuos; a través de procedimientos de observación jerárquica y juicios normalizadores; a través del intento de incluir estos juicios en los procedimientos y en los juicios que el propio individuo utiliza para conducir su conducta (Foucault, 1977; cf. Markus, 1993, para una examinación de la forma espacial de tales ensamblajes). Un segundo ejemplo de tecnología móvil y multivalente es la de la relación pastoral, una relación de guía espiritual entre una figura de autoridad y cada miembro de su rebaño, que incorpora técnicas como la confesión, la autorrevelación, la ejemplaridad y el discipulado, introducidos en la persona a través de una variedad de esquemas de autoinspección, autosospecha, autorrevelación, autodesciframiento y autoenriquecimiento. Como la disciplina, esta tecnología pastoral es capaz de articularse en una serie de formas diferentes: en la relación entre el padre y los parroquianos, el terapeuta y el paciente, el trabajador social y el cliente, y en la relación del sujeto “educado” consigo mismo. No debemos ver las relaciones pastorales y disciplinares de subjetivación como opuestos histórica o éticamente; los regímenes establecidos en escuelas, asilos y prisiones encarnan a ambos. Quizás la insistencia en una analítica de las tecnologías humanas es una de las características más distintivas de la aproximación que defiendo. Tal análisis no comienza desde la perspectiva de la tecnologización de la conducta humana como algo maligno. Las tecnologías humanas producen y enmarcan ciertos tipos de seres cuya existencia es simultáneamente posibilitada y gobernada por su organización dentro de un campo tecnológico.

Autoridades

¿A quién se le concede, o quiénes reclaman, la capacidad de hablar con la verdad acerca de los humanos, de su naturaleza y de sus problemas, y qué caracteriza a las verdades de las personas a las que es concedida esta autoridad? ¿A través de qué dispositivos son autorizadas estas autoridades? ¿De las universidades, del dispositivo legal, de las iglesias, de la política? ¿En qué grado la autoridad de las autoridades depende de la afirmación de un conocimiento positivo, de la sabiduría y la virtud, de la experiencia y el juicio práctico, de la capacidad para resolver conflictos? ¿Cómo se gobierna a las mismas autoridades? ¿A través de códigos legales, del mercado, de protocolos burocráticos, de la ética profesional? Y, ¿cuál es entonces la relación entre las autoridades y quienes están sujetos a dicha autoridad: cura y feligrés, doctor y paciente, gerente y empleado, terapeuta y cliente? Este enfoque centrado en la heterogeneidad de la autoridad, en lugar de la singularidad del “poder”, es una característica distintiva de este tipo de genealogías. Ellas buscan diferenciar las diversas personas, cosas, dispositivos, asociaciones, modos de pensar y tipos de juicios que buscan, afirman, adquieren o son concedidas a la autoridad. Ellas trazan las diferentes configuraciones de la autoridad y la subjetividad, y los variados vectores de fuerza y de contrafuerza instalados y posibilitados, para así explorar la variedad de formas en que la autoridad ha sido autorizada, sin reducirla a la intervención encubierta del Estado o de los procesos de emprendimiento moral, sino examinando particularmente las relaciones entre las capacidades de las autoridades y los regímenes de verdad.

Teleologías

¿Qué formas de vida son los objetivos, ideales o ejemplares para estas diferentes prácticas de trabajo sobre las personas? ¿El profesional ejerciendo su vocación sabia y desapasionadamente, los guerreros viriles buscando una vida honorable a través de un riesgo calculado del cuerpo, el padre responsable viviendo una vida prudente y moderada, el trabajador aceptando su suerte con una docilidad fundada en la creencia de la inviolabilidad de la autoridad o de una recompensa en una vida venidera, la buena esposa cumpliendo sus deberes domésticos con eficiencia silenciosa y de manera humilde, el individuo emprendedor luchando por mejoras seculares en su calidad de vida, el amante apasionado diestro en las artes el placer? ¿Qué códigos de saber sostienen tales ideales, y a qué valoración ética están vinculados? En contraposición a aquellos que sugieren que en cualquier cultura sólo llega a ser preeminente un único modelo de persona, es importante enfatizar la heterogeneidad y la especificidad de los ideales o modelos de persona desplegados en diferentes prácticas, así como las formas en que éstas son articuladas en relación a problemas y soluciones específicas concernientes a la conducta humana. Pienso que es sólo desde esta perspectiva que se puede identificar la peculiaridad de aquellos intentos programáticos de instalar un modelo singular del individuo como ideal ético, a través de una serie de lugares y prácticas diferentes. Por ejemplo, las sectas puritanas examinadas por Weber fueron excepcionales en sus intentos de asegurar un modo de comportamiento individual en términos de sobriedad, deber, modestia, sí mismo, etc., aplicados a prácticas tan diversas como el disfrute de los entretenimientos populares y las labores domésticas (cf. Weber, 1976). En nuestros tiempos, la economía, en la forma de un modelo de racionalidad económica y elección racional, y la psicología, en la forma de un modelo de individuo psicológico, han suministrado las bases para intentos similares de unificación de la conducta de vida en torno a un único modelo de subjetividad apropiada. Pero la unificación de la subjetivación debe ser vista como un objetivo de programas particulares o como la presuposición de estilos particulares de pensamiento, no como una característica de las culturas humanas.

Estrategias

¿Cómo se relacionan estos procedimientos para regular las capacidades de las personas a objetivos morales, sociales o políticos más amplios que conciernen a las características deseables e indeseables de las poblaciones, de la fuerza de trabajo, de la familia, de la sociedad? Aquí, son particularmente significativas las divisiones y relaciones establecidas entre las modalidades de gobierno de la conducta a las que se les ha otorgado el estatus de lo político, y aquellas operadas a través de formas de autoridad y dispositivos considerados no-políticos, como el saber técnico de los expertos, el saber judicial de los tribunales, la organización del saber de los gerentes, o el saber “natural” de la familia y de la madre. Es típica de aquellas racionalidades de gobierno que se consideran a sí mismas como “liberales” la simultanea delimitación de la esfera política por la referencia al derecho de otros dominios —el mercado, la sociedad civil y la familia, siendo estos tres los más comúnmente desplegados—, y la invención de una serie de técnicas que intentarían actuar en dichos dominios sin desbaratar su autonomía. Es por esta razón que los saberes y formas de expertise que conciernen a las características internas de los dominios a ser gobernados asumen particular importancia en estrategias y programas de gobierno liberales, ya que estos dominios no deben ser “dominados” a través de reglas, sino que deben ser conocidos, comprendidos y relacionados de tal forma que sus acontecimientos internos —productividad y condiciones de comercio, actividades de asociaciones civiles, formas de crianza y de organizar las relaciones conyugales, y los asuntos económicos domésticos— respalden, y no se opongan, a los objetivos políticos.10 En el caso que estamos discutiendo aquí, las características de las personas, tales como los “individuos libres” de los cuales depende el liberalismo para su legitimidad política y funcional, asumen una significancia particular. Tal vez podría decirse que el campo estratégico general de todos aquellos programas de gobierno que se conciben a sí mismos como liberales, ha sido definido por el problema de cómo los individuos libres pueden ser gobernados de tal forma que puedan ejercer su libertad apropiadamente.

El gobierno de los otros y el gobierno de sí mismo

Cada una de estas líneas de investigación está inspirada, en gran medida, por los escritos de Michel Foucault. Ellas emergen en particular, sin duda, de las propuestas de Foucault acerca de la genealogía de las artes de gobierno —donde el gobierno es concebido, de manera general, como acompañando todos aquellos programas y estrategias más o menos racionalizados para “la conducción de la conducta”— y de su concepción de la gubernamentalidad, la que refiere a la emergencia de racionalidades políticas o mentalidades de gobierno, donde gobernar se convierte en una cuestión de administración calculada de los asuntos de cada uno y de todos, con el fin de conseguir ciertos objetivos deseables (Foucault, 1991; véase Gordon, 1991, para una discusión acerca de la noción de gobierno). Gobierno, aquí, no indica una teoría, sino un cierto tipo de perspectiva desde la cual se podría hacer inteligible la diversidad de intentos de los distintos tipos de autoridades para actuar sobre las acciones de otros en relación a objetivos de prosperidad nacional, armonía, virtud, productividad, orden social, disciplina, emancipación, autorrealización, entre otros. Esta perspectiva también dirige nuestra atención hacia las maneras en que las estrategias para la conducción de la conducta frecuentemente operan intentando modelar lo que Foucault denominaba “tecnologías del sí mismo”,11 “mecanismos de autodirección”, o las formas en que los individuos experimentan, entienden, juzgan, y se conducen a sí mismos (Foucault, 1984b, 1986, 1988). Las tecnologías del sí mismo toman la forma de la elaboración de ciertas técnicas para la conducción de la propia relación con uno mismo, por ejemplo, requiriendo relacionarse a sí mismo epistemológicamente (conócete a ti mismo), despóticamente (domínate a ti mismo), o de otras maneras (cuídate a ti mismo). Estas tecnologías están encarnadas en prácticas técnicas particulares (la confesión, la escritura del diario de vida, las discusiones grupales, los doce pasos del programa de Alcohólicos Anónimos), y ellas son siempre practicadas bajo la autoridad actual o imaginada de algún sistema de verdad y de alguna autoridad individual, sea esta teológica y sacerdotal, psicológica y terapéutica, o disciplinaria y tutelar.

Una serie de temas emergen a partir de estas consideraciones. El primero concierne al asunto de la ética. En sus últimos escritos, Foucault utilizó la noción de “ética” como una designación general para sus investigaciones acerca de la genealogía de nuestras formas actuales de “preocupación” por el sí mismo (Foucault, 1979b, 1984b, 1986; cf. Minson, 1993). Para Foucault, las prácticas éticas se distinguían del dominio de la moralidad en cuanto los sistemas morales son, en general, sistemas universales de mandato e interdicción —debes hacer esto o no debes hacer esto otro— y frecuentemente están articulados en relación con algunos códigos relativamente formalizados. La ética, por otro lado, se refiere al dominio de tipos específicos de consejos prácticos acerca de cómo uno debe preocuparse de sí mismo, hacer de uno mismo el sujeto de solicitud y atención, y conducirse a sí mismo en varios aspectos de la propia existencia cotidiana.

Diferentes períodos culturales, sostuvo Foucault, difirieron en el peso respectivo que sus prácticas de regulación de la conducta acordaron a mandatos morales codificados y a repertorios prácticos de consejos éticos. No obstante, se puede emprender una genealogía de nuestro régimen ético contemporáneo, el cual, como sugirió Foucault, alentó a los seres humanos a relacionarse consigo mismos como sujetos de una “sexualidad”, y a “conocerse a sí mismos” a través de una hermenéutica del sí mismo, para explorar, descubrir, revelar y vivir a la luz de los deseos que componían su verdad. Tal genealogía perturbaría la apariencia de ilustración que envolvía a ese régimen, al explorar la manera en que ciertas formas de práctica espiritual que podían encontrarse en la ética griega, romana y del cristianismo temprano, han sido incorporadas en el poder pastoral y posteriormente en las prácticas educativas, médicas y psicológicas (Foucault, 1986).

Claramente, la aproximación que he delineado ha derivado mucho de la forma en que Foucault pensó estos problemas. Sin embargo, quisiera desarrollar sus argumentos en distintos sentidos. Primero, como ha sido señalado en otro lugar, la noción de “tecnologías del sí mismo” puede ser algo engañosa. El sí mismo no conforma el objeto transhistórico de las técnicas para ser humano, sino únicamente una manera a través de la cual los humanos han sido conminados a entenderse y a relacionarse consigo mismos (Hadot, 1992). En prácticas diferentes, estas relaciones se expresan en términos de individualidad, carácter, constitución, reputación, personalidad y otras afines, las cuales no son simplemente diferentes versiones de un sí mismo, ni tampoco se suman para formar un sí mismo. Más aun, la medida en que nuestra relación contemporánea con nosotros mismos —interioridad, autoexploración, autorrealización, etc.— toma de hecho la cuestión de la sexualidad y el deseo como su punto de apoyo, debe seguir siendo una pregunta abierta para la investigación histórica. He sugerido en otro lugar que el sí mismo, en cuanto tal, se ha vuelto objeto de valoración, un régimen de subjetivación en el que el deseo ha sido liberado de su dependencia a la ley de una sexualidad interna y ha sido transformado en una variedad de pasiones para descubrir y realizar la identidad del sí mismo en cuanto tal (Rose, 1990).

Más aún, quisiera sugerir que se necesita extender el análisis de las relaciones entre el gobierno y la subjetivación más allá del campo de la ética, si por ello se entienden todos esos tipos de relación con uno mismo que son estructurados por las divisiones de la verdad y la falsedad, de lo permitido y lo prohibido. También se necesita examinar el gobierno de esta relación a lo largo de otros ejes.

Uno de estos ejes concierne al intento de inculcar una cierta relación con uno mismo a través de transformaciones en “mentalidades”, o de aquello que se podría denominar “técnicas intelectuales” —lectura, memoria, escritura, cálculo— (para algunos ejemplos potentes, véase Eisenstein, 1979; Goody & Watt, 1963). Por ejemplo, especialmente en el curso del siglo XIX en Europa y Estados Unidos, se advierte el desarrollo de una multitud de proyectos para la transformación del intelecto al servicio de objetivos específicos, cada uno de los cuales busca imponer una relación particular con el sí mismo a través de la implantación de ciertas capacidades de lectura, escritura y cálculo. Un ejemplo aquí sería la forma en que, en las últimas décadas del siglo XIX, educadores republicanos en Estados Unidos promovieron el cálculo, particularmente las capacidades numéricas que podrían ser facilitadas por la decimalización, con el propósito de generar, en aquellos así capacitados, un tipo particular de relación consigo mismos y con el mundo. Un sí mismo numerizado sería un sí mismo calculador, que establecería una relación prudente con el futuro, con el presupuesto, con el comercio, con la política y con la conducción de la vida en general (Cline-Cohen, 1982; cf. Rose, 1991).

Un segundo eje estaría relacionado con las corporalidades o técnicas corporales. Por supuesto, antropólogos y otros han investigado en detalle el modelamiento cultural de los cuerpos —comportamiento, expresión de la emoción, entre otros— en tanto difieren de cultura en cultura y, al interior de las culturas, entre géneros, edades, grupos de estatus, y así sucesivamente. Marcel Mauss proporcionó la representación clásica de las formas en que el cuerpo, como instrumento técnico, es organizado diversamente en distintas culturas: diferentes formas de caminar, sentarse, excavar, marchar (Mauss, 1979a; cf. Bourdieu, 1977). Sin embargo, una genealogía de la subjetivación no se preocupa por la relatividad cultural de las capacidades corporales en y del sí mismo, sino por las maneras en que diferentes regímenes corporales han sido ideados e implantados en los intentos racionalizados de producir una particular relación con el sí mismo y con los otros. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos potentes acerca de las formas en las que códigos explícitos de conductas corporales —como los modales, la etiqueta y el automonitoreo de funciones y acciones corporales— fueron insertados en individuos que ocupaban diferentes posiciones dentro del aparato de la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; cf. Elias, 1978; Osborne, 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo del siglo XIX no sólo involucró su organización dentro de un régimen externo de vigilancia jerárquica y de juicios normalizadores, y su ensamblaje a través de regímenes moleculares de gobierno del movimiento en el tiempo y el espacio. También buscó insertar una relación interna entre el individuo patológico y su propio cuerpo, en la que el comportamiento corporal manifestaría, y a la vez mantendría, un cierto tipo de dominio disciplinado ejercido por la persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también Smith, 1992, para una historia de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana por las manifestaciones externas de firmeza y autodominio a través del ejercicio de control del cuerpo). Una forma análoga de relación con el cuerpo, aunque sustantivamente diferente, fue un elemento clave en la autoconstrucción de una cierta estética en la Europa decimonónica, encarnada en determinados estilos de vestimenta y en el cultivo de ciertas técnicas corporales como la natación, que pro duciría y mostraría una particular relación con lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos y las teóricas del género han comenzado a analizar las formas en las que la performance apropiada de la identidad sexual ha estado históricamente vinculada a la inculcación de cierto tipo de técnicas del cuerpo (Bordo, 1993; Brown, 1989; Butler, 1990). Ciertas formas de posar, de caminar, de correr, de sostener la cabeza y de posicionar las extremidades no son simplemente variaciones culturales o adquisiciones a través de la socialización del género, sino que son regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad del género, inscribiendo una relación particular con uno mismo en un régimen corporal: prescrito, racionalizado y enseñado en manuales de consejo, etiqueta y modales, e insertadas a partir tanto de sanciones como de seducciones (cf. los estudios reunidos en Bremer & Roodenburg, 1991).

Estos comentarios debiesen indicar algo de la heterogeneidad de los vínculos entre el gobierno de otros y el gobierno del sí mismo. Es importante subrayar dos aspectos más de esta heterogeneidad. La primera concierne a la diversidad de modos en los que una cierta relación con uno mismo es impuesta. Existe una tentación por enfatizar los elementos de autodominio y de autorrestricción sobre los propios deseos e instintos implicados en muchos regímenes de subjetivación; el mandato de controlar o civilizar una naturaleza interna que sería excesiva. Ciertamente, se puede ver esta temática en muchos de los debates decimonónicos acerca de la ética y el carácter tanto del orden dominante como de las respetables clases trabajadoras: un paradójico “despotismo del sí mismo” en el corazón de las doctrinas liberales acerca de la libertad del sujeto (derivo esta formulación de Valverde, 1996; cf. Valverde, 1991). Sin embargo, hay muchos otros modos en los cuales esta relación con el sí mismo puede ser establecida e, incluso al interior del ejercicio de dominio, existen diversas configuraciones a través de las cuales uno puede ser alentado a dominarse a sí mismo (cf. Sedgwick, 1992). Dominar el propio deseo en función del carácter, a través de la inculcación de hábitos y rituales de autodenegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es diferente de dominar el propio deseo a través de la concientización acerca de sus raíces a partir de una reflexión hermenéutica, con el propósito de liberarse a sí mismo de las consecuencias autodestructivas de la represión, la proyección y la identificación.

Yendo aún más lejos, la forma misma que adopte esta relación puede variar. Puede ser una relación de conocimiento, como en el mandato de conocerse a sí mismo, que Foucault localiza en la confesión cristiana y llega hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: aquí, inevitablemente, los códigos del conocimiento son suministrados no por la pura introspección sino por la traducción de la propia introspección en un vocabulario particular de sentimientos, creencias, pasiones, deseos, valores, etc., y de acuerdo a un código explicativo particular derivado de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y atención, como en los proyectos de cuidado del sí mismo a través de la acción sobre el cuerpo que debe ser nutrido, protegido y salvaguardado por regímenes de dieta, de minimización de estrés y de autoestima. De forma similar, la relación con la autoridad puede variar. Considérense, por ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la locura y la salud mental: la relación de dominio que fue ejercida entre el médico de asilo y el loco en la medicina moral de fines del siglo XVIII; la relación entre disciplina y autoridad institucional establecida entre el médico de asilo del siglo XIX y el interno; la relación pedagógica entre el higienista mental de la primera mitad del siglo XX y niños y padres, pupilos y profesores, trabajadores y gerentes, generales y soldados; la relación de seducción, conversión y ejemplaridad actual entre psicoterapeuta y cliente.

Como es evidente a partir de la discusión precedente, aunque las relaciones con uno mismo implantadas en cualquier momento histórico pueden parecerse unas a otras de formas variadas —por ejemplo, la noción victoriana de carácter fue dispersada en muchas prácticas diferentes—, es la investigación empírica la que debe mapear la topografía de la subjetivación. No se trata, entonces, de narrar una historia general de la idea de la persona o el sí mismo, sino de rastrear las formas técnicas concedidas a la relación con uno mismo en varias prácticas: legales, militares, industriales, familiares, económicas. E incluso dentro de una sola práctica, la heterogeneidad debe ser asumida como algo más común que la homogeneidad. Considérense, por ejemplo, las muy diferentes configuraciones del ser persona en el aparato legal en cualquier momento, la diferencia entre la noción de estatus y de reputación como funcionó en procedimientos civiles en el siglo XIX, y la elaboración simultánea de una nueva relación con el infractor de la ley como una personalidad patológica en los tribunales criminales y en el sistema penitenciario (cf. Pasquino, 1991).

Nuestro propio presente parece estar marcado por una cierta nivelación de estas diferencias, de modo tal que las presuposiciones concernientes a los seres humanos en diversas prácticas comparten una cierta similitud: que los seres humanos serían sí mismos con autonomía, elección y autorresponsabilidad, equipados con una psicología que apunta a la autorrealización, y que dirigen sus vidas, efectiva o potencialmente, como si se tratara de una especie de empresa de sí mismos. Pero este es precisamente el punto de partida para una investigación genealógica. ¿De qué forma fue constituido este régimen del sí mismo? ¿Bajo qué condiciones y en relación a que demandas y formas de autoridad? Indudablemente, durante los últimos cien años hemos presenciado una proliferación de expertises sobre la conducta humana: economistas, gerentes, contadores, abogados, consejeros, terapeutas, médicos, antropólogos, cientistas políticos, expertos en políticas públicas, entre otros. Sin embargo, quisiera sostener que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en términos del sí mismo ha tenido mucho que ver con la emergencia de una forma particular de expertise positiva sobre el ser humano, esto es, las disciplinas psi y su “generosidad”. Por “generosidad” me refiero a que, contrariamente a las visiones convencionales acerca de la exclusividad del saber profesional, las disciplinas psi “se han entregado” felices, diría incluso deseosas: han prestado su vocabulario, sus explicaciones y sus tipos de juicios a otros grupos profesionales y los han implantado entre sus clientes (Rose, 1992b; véase el Capítulo 4 de este volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y de la ausencia de un paradigma único, han adquirido una peculiar capacidad de penetración en relación con las prácticas de conducción de la conducta. Han sido capaces no sólo de suministrar una gran variedad de modelos del sí mismo, sino también de proveer recetas útiles para la acción en relación al gobierno de personas para profesionales en diferentes lugares. Su potencia ha sido incrementada aún más por su habilidad para complementar estas cualidades prácticas con una legitimidad derivada de sus afirmaciones acerca de decir la verdad sobre los seres humanos. Se han diseminado rápidamente a través de su pronta traducibilidad en programas para el remodelamiento de los mecanismos de autodirección de los individuos, ya sea en la clínica, en la sala de clases, en el consultorio, en las columnas de consejos de revistas o en los programas televisivos confesionales. Por supuesto, es verdad que las disciplinas psi no gozan de una alta estima pública y que sus practicantes usualmente son objeto de burla, pero esto no debe engañarnos: se ha vuelto imposible concebir el ser persona, experimentar el ser persona propio o ajeno, o gobernarse a sí mismo o a los otros, sin las disciplinas psi.

Permítaseme regresar al tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Una dimensión más amplia de heterogeneidad emerge del hecho que los modos de gobernar a los otros están relacionados no sólo con la subjetivación de los gobernados, sino también con la subjetivación de aquellos que gobiernan la conducta. Así, Foucault sostenía que para los griegos la problematización del sexo entre hombres estaba vinculada con la exigencia de que quien ejercía autoridad sobre los otros, debía primero ser capaz de ejercer dominio sobre sus propias pasiones y apetitos, dado que sólo si uno no era esclavo de sí mismo podía ser competente para ejercer autoridad sobre otros (Foucault, 1988; cf. Minson, 1993). Peter Brown ha apuntado al trabajo requerido a un joven de las clases privilegiadas del Imperio Romano del siglo II, a quien se le sugirió eliminar de sí mismo todo aspecto de “suavidad” y “feminidad” en su caminar, en sus ritmos de habla, en su autocontrol, con el propósito de mostrarse capaz de ejercer autoridad sobre otros (Brown, 1989). Gerhard Oestreich ha sugerido que el renacimiento de la ética estoica en los siglos XVII y XVIII en Europa fue una respuesta a las críticas hacia una autoridad osificada y corrupta: las virtudes del amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, los poderes espirituales, el respeto por la justicia, entre otros, se iban a convertir en los medios de las autoridades para renovarse a sí mismas (Oestreich, 1982). Stefan Collini ha descrito las formas novedosas en que las clases intelectuales victorianas se problematizaron a sí mismas en términos de cualidades tales como la firmeza y el altruismo: se interrogaron a sí mismas en términos de una constante ansiedad y debilidad de la voluntad, y encontraron, en ciertas formas de trabajo social y filantrópico, un antídoto al autocuestionamiento (Collini, 1991, discutido en Osborne, 1996). Mientras estos mismos intelectuales victorianos estaban problematizando todo tipo de aspectos de la vida social en términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad del carácter y de la necesidad de promover el buen carácter, y argumentando que las virtudes del carácter —autosuficiencia, sobriedad, independencia, autocontrol, respetabilidad, automejoramiento— debían ser inculcadas en otros a través de acciones positivas del Estado y de los estadistas, estaban haciendo de sí mismos el sujeto de un relacionado, pero algo diferente, trabajo ético (Collini, 1979). De forma similar, a través del siglo XIX, se observa la emergencia de programas de reforma de la autoridad secular dentro del servicio civil bastante novedosos, el aparato colonial de dominio y las organizaciones de la industria y la política, en las cuales la persona del funcionario público, del burócrata y del gobernador colonial se convertiría en el blanco de un nuevo régimen ético del desinterés, la justicia, el respeto por las reglas, la distinción entre el desempeño en el trabajo y el ámbito de las pasiones privadas, y muchas otras (Weber, 1978; cf. Hunter, 1993a, 1993b, 1993c; Minson, 1993; du Gay, 1995; Osborne, 1994). Y, por supuesto, muchos de aquellos que fueron sometidos al gobierno de tales autoridades —oficiales indígenas en las colonias, amas de casa de las clases respetables, padres, maestros de escuela, trabajadores, institutrices— fueron ellos mismos llamados a jugar su parte en el modelamiento de las personas, y a inculcar en ellos una cierta relación consigo mismos.

Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos frecuentemente se encuentren a sí mismos resistiendo a las formas de ser persona que están obligados a adoptar. La resistencia —si por ello significamos la oposición a un régimen particular de conducción de la propia conducta— no requiere una teoría de la agencia. No necesita un relato acerca de las fuerzas inherentes a cada ser humano que ama la libertad, que busca mejorar sus propios poderes y capacidades, o que lucha por la emancipación, que fuesen previas a, y en conflicto con, las demandas de la civilización y disciplina. No se necesita una teoría de la agencia para afirmar la resistencia, así como tampoco se necesita una epistemología para sostener la producción de los efectos de verdad. Los seres humanos no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce personas en la forma que las sueña. Al contrario, ellos viven sus vidas en un movimiento constante a través de diferentes prácticas que los subjetivan de diferentes maneras. Al interior de estas diferentes prácticas, las personas son tratadas como diferentes tipos de seres humanos, se presupone que son distintos tipos de seres humanos, y se actúa sobre ellos como si fueran diferentes tipos de seres humanos. Las técnicas para relacionarse con uno mismo como un sujeto con capacidades únicas y dignas de respeto, se enfrentan con las prácticas de relación con uno mismo en tanto blanco de la disciplina, el deber y la docilidad. El humanista que exige que uno se descifre a sí mismo en términos de la autenticidad de las propias acciones, compite con la demanda política o institucional de regirse por la responsabilidad colectiva de la toma de decisiones organizacionales, aunque uno esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir las propias penas en silencio y hallar una forma de “seguir adelante”, es considerada problemática desde la perspectiva de una ética pasional que nos obliga a revelarnos a nosotros mismos con los términos de un vocabulario particular de emociones y sentimientos.

Es así como la existencia de la contestación, el conflicto y la oposición en prácticas que conducen las conductas de las personas no es sorprendente y no requiere de la apelación a cualidades particulares de la agencia humana, excepto en el sentido mínimo de que el ser humano —como todo lo demás— excede cualquier intento de pensarlo; mientras el ser humano es necesariamente pensado, no existe en la forma del pensamiento.12 De este modo, en cualquier sitio o lugar, los seres humanos hacen que programas destinados a un objetivo se pongan al servicio de otros objetivos distintos. Por ejemplo, psicólogos, reformadores de la gestión de empresas, sindicatos y trabajadores, han tomado el vocabulario de la psicología humanista para realizar una crítica de las prácticas de administración basadas en un entendimiento psicofisiológico o disciplinario de las personas. Durante las dos últimas décadas, reformadores de las prácticas asistenciales y de la medicina han virado hacia la noción de que los seres humanos son sujetos de derecho, contra las prácticas que presuponen que los seres humanos son sujetos de protección. Desde afuera de este complejo y disputado campo de oposiciones, alianzas y disparidades de regímenes de subjetivación, vienen acusaciones de inhumanidad, críticas, exigencias de reforma, programas alternativos y la invención de nuevos regímenes de subjetivación.

Si decidimos designar algunas dimensiones de estos conflictos de resistencia, esto asume en sí mismo un carácter perspectivista: requiere que ejerzamos un juicio. Es infructuoso quejarse de que tal perspectiva no nos deja lugar en la conformación de una ética crítica y en la evaluación de posiciones éticas. La historia de todos aquellos intentos de fundar éticas que no apelen a algún garante transcendental es suficientemente clara: no pueden clausurar los conflictos acerca de los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar una posición más dentro del campo de discusión (MacIntyre, 1981).

Pliegues en el alma

Los tipos de fenómenos que han sido discutidos aquí, ¿no son interesantes precisamente porque nos producen como seres humanos con un cierto tipo de subjetividad? Esta es, sin duda, la visión de muchos de los autores que han investigado estas temáticas, desde Norbert Elias hasta las teóricas feministas contemporáneas, quienes descansan en el psicoanálisis para fundamentar relatos acerca de las maneras en las que ciertas prácticas del sí mismo vienen a inscribirse en el cuerpo y el alma del sujeto generizado (e.g. Butler, 1993; Probyn, 1993). Para algunos, este camino no parece problemático. Elias, por ejemplo, no dudaba de que los seres humanos fueran un tipo de criatura habitada por psicodinámicas psicoanalíticas, y que esto suministrara la base material para la inscripción de la civilidad en del alma del sujeto social (Elias, 1978). Ya he sugerido que esta visión es paradójica, dado que requiere que adoptemos una verdad histórica reciente acerca del ser humano —que se forjó a finales del siglo XIX— como la base universal para la investigación de la historicidad del ser humano. Para otros, esta opción es requerida si se desea evitar representar al ser humano como el objeto simplemente pasivo e interminablemente maleable de los procesos históricos, si se tiene una explicación de la agencia y la resistencia, y si se puede encontrar un lugar desde el cual evaluar un régimen de ser persona a partir de otro (véase Fraser, 1989, para un ejemplo de este argumento). He propuesto que ninguna teoría de este tipo es requerida para dar cuenta del conflicto y la contestación, y que la base ética estable provista aparentemente por cualquier teoría sobre la naturaleza del ser humano, es ilusoria. No se tiene más opción que entrar en un debate que no puede ser clausurado apelando a la naturaleza del ser humano en tanto sujeto esencial y universal de derechos, de libertad, de autonomía, o lo que fuese. Entonces, ¿es posible que se pueda escribir una genealogía de la subjetivación sin una metapsicología? Creo que sí.

Propongo que tal genealogía requiere sólo una mínima, débil o delgada concepción del material humano sobre el cual se escribe la historia (cf. Patton, 1994). Lo que nos preocupa aquí no es la construcción social o histórica de la persona o la narración del nacimiento de la identidad moderna del sí mismo. Más bien, lo que nos preocupa es la diversidad de estrategias y tácticas de subjetivación que han tenido lugar y que han sido desplegadas en diversas prácticas en diferentes momentos y en relación a distintas clasificaciones y diferenciaciones de personas. Aquí, el ser humano no es una entidad con una historia, sino más bien el objeto de una multiplicidad de tipos de trabajos, más parecido a una latitud o una longitud intersectada a distintas velocidades por diferentes vectores. La “interioridad”, que tantos se ven compelidos a diagnosticar, no es aquella referida a un sistema psicológico, sino una superficie discontinua, una especie de plegamiento interno de la exterioridad.

He extraído libremente la noción de plegamiento del trabajo de Gilles Deleuze (Deleuze, 1988, 1990a, 1992a; cf. Probyn, 1993). El concepto de pliegue o doblez, sugiere una manera en la cual podemos pensar una internalidad que comienza a existir en el ser humano, sin necesidad de postular ninguna interioridad previa y, por tanto, sin atarnos a ninguna versión particular de la ley de esta interioridad cuya historia estamos buscando diagnosticar y alterar. El pliegue indica una relación sin un interior esencial, un interior en el cual lo que está “adentro” es meramente un plegamiento interno de un exterior. Estamos familiarizados con la idea de que aspectos del cuerpo que comúnmente pensamos como parte de su interioridad —el tracto digestivo, los pulmones— no son más que la invaginación de un exterior. Sin embargo, esto no impide que sean investidos con afectos personales y culturales, como también con valores en términos de una imagen corporal aparentemente inmutable, que es tomada como norma de nuestra percepción de los contornos y límites de nuestra corporalidad. Tal vez podamos pensar, entonces, en el poder que los modos de subjetivación tienen sobre los seres humanos en términos de dicho plegamiento interno. Los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, agrupan discontinuamente en la forma de dobleces, produciendo superficies, espacios, flujos y relaciones.

Dentro de una genealogía de la subjetivación, aquello que estaría plegado internamente sería cualquier cosa que pueda adquirir autoridad: mandatos, consejos, técnicas, pequeños hábitos de pensamiento y emoción, una variedad de rutinas y normas sobre ser humano; los instrumentos a través de los cuales el ser se constituye a sí mismo en diferentes prácticas y relaciones. Estos plegamientos internos son parcialmente estabilizados en la medida en que los seres humanos han llegado a imaginarse a sí mismos como sujetos de una biografía, a utilizar ciertas “artes de la memoria” con el propósito de estabilizar dicha biografía, a emplear ciertos vocabularios y explicaciones para volverla inteligible para ellos mismos. Esto es indicativo de la necesidad de extender los límites de la metáfora del pliegue, ya que las líneas de tales pliegues no corren por un dominio coextensivo a los límites carnales de la epidermis humana. El ser humano es emplazado, promulgado, a través de un régimen de dispositivos, miradas, técnicas que se extienden más allá de los límites de la carne. La memoria de la propia biografía no es una simple capacidad psicológica, sino que es organizada a través de rituales de narración, sostenidos por artefactos como álbumes fotográficos, entre otros. Los regímenes de la burocracia no son procedimientos meramente éticos insertos en el pliegue del alma, sino que ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de escribir, hábitos de puntualidad, repertorios conversacionales y técnicas de anotación. Los regímenes de pasión no son simplemente pliegues afectivos del alma, sino que son realizados en ciertos espacios aislados o valorizados, a través de equipamientos sensualizados de camas, cortinas y sedas, rutinas del vestirse y desvestirse, dispositivos estetizados para aportar música e iluminación, regímenes de partición del tiempo, y así sucesivamente (cf. Ranum, 1989). El plegamiento del ser no es asunto de cuerpos, sino de lugares ensamblados.

Podríamos contraponer esta espacialización del ser humano a la narrativización realizada por los sociólogos y filósofos de la modernidad y la posmodernidad. Esto quiere decir que necesitamos volver al ser humano inteligible en términos de ensamblajes (este argumento es desarrollado en el Capítulo 8). Por ensamblajes me refiero a la localización y conexión de rutinas, hábitos y técnicas dentro de dominios específicos de acción y de valor: librerías y estudios, habitaciones y ba-ños públicos, tribunales y salas de clase, consultas y museos, mercados y grandes tiendas. Los 5 volúmenes de La historia de la vida privada, compilados bajo la edición general Philippe Ariès y Georges Duby, otorga abundantes ejemplos acerca de la manera en que nuevas capacidades humanas, tales como estilos de escritura o de sexualidad, dependen de, y dan lugar a, particulares formas de organización espacial del hábitat humano (Veyne, 1987; Duby, 1988; Chartier, 1989; Perrot, 1990; Prost & Vincent, 1991). Sin embargo, no hay nada privilegiado en lo que ha venido a ser denominado “vida privada” para el emplazamiento de regímenes de subjetivación; es tanto en la fábrica como en la cocina, en las fuerzas armadas como en el estudio, en la oficina como en la habitación, que el sujeto moderno ha debido identificar su subjetividad. A la aparente linealidad, unidireccionalidad e irreversibilidad del tiempo, nosotros contraponemos la multiplicidad de espacios, planos y prácticas. Y en cada uno de estos ensamblajes, son activados repertorios de conductas que no están limitados por el encerramiento formado por la piel humana, ni son realizados de forma estable en el interior de un individuo: son más bien redes de tensión a través de un espacio que otorga a los seres humanos capacidades y poderes, en la medida en que los capturan en ensamblajes híbridos de saberes, instrumentos, vocabularios, sistemas de juicio y dispositivos técnicos. En esta medida, una genealogía de la subjetivación requiere pensar al ser humano como un tipo de maquinación, un híbrido de carne, artefacto, saber, pasión y técnica.

Conclusión

Es característico de nuestro actual régimen del sí mismo reflexionar y actuar sobre toda la diversidad de dominios, prácticas y ensamblajes en términos de una “personalidad” unificada, de una “identidad” a ser revelada, descubierta, o trabajada en cada uno. Esta maquinación del sí mismo como identidad requiere ser reconocida como un régimen de subjetivación de origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han jugado un rol clave en nuestro régimen contemporáneo de subjetivación y su unificación bajo el signo del sí mismo. De este modo, una historia crítica de las disciplinas psi debería tomar como objeto nuestro régimen contemporáneo del sí mismo y su identidad, junto con todos los juicios y jueces que los han poblado. Esta historia crítica describiría el rol jugado por las ciencias psicológicas en la genealogía de dicho régimen, y las relaciones que construye entre el uno y los muchos, entre lo interno y lo externo, entre el todo y la parte, así como también en las clasificaciones que han sido forjadas dentro de él. Una genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del sí mismo conecta, entonces, de manera lateral, con todos aquellos movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de la raza, la identidad de la clase (véase, en particular, Haraway, 1991; y Riley, 1988). Si se dejan de lado las burbujeantes celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, tales desafíos están motivados, en parte, por la creencia de que los valores del sí mismo y la identidad no son tanto recursos para un pensamiento crítico, sino que obstáculos para dicho pensamiento. Las políticas de la identidad, incluso cuando no están asociadas a proyectos bárbaros de “limpieza” de la diferencia, están atormentadas por fragmentaciones internas en las cuales los sujetos que deben ser supuestamente unificados —como mujeres, como negros, como discapacitados, como locos— se resisten a reconocerse en el nombre que les es ofrecido. En tales fragmentaciones y resistencias, hemos sido forzados a reconocer que las identidades nacionales, raciales, sexuales, de género y de clase han sido históricamente creadas de manera general por aquellos que nos identificarían para problematizar, regular, vigilar, reformar, mejorar, desarrollar o incluso eliminar a aquellos así identificados. Por supuesto, tales identidades han sido usualmente adoptadas por aquellos identificados, dándole la espalda a los regímenes que los han creado. Pero declarar “yo soy tal nombre”: mujer, homosexual, proletario, afroamericano, o incluso hombre, blanco, civilizado, responsable, masculino, no es una representación externa de un estado interior y espiritual, sino una respuesta a esta historia de identificación y sus ambiguos dones y legados.

Es verdad que no podemos analizar el presente haciendo referencia a los pecados que podrían yacer en sus genealogías. Los vocabularios que usamos para pensarnos emergen fuera de nuestra historia, pero no siempre llevan las marcas de su nacimiento: la historicidad de los conceptos es demasiado contingente, demasiado móvil, oportunista e innovadora para esto. Las estrategias políticas motivadas por los ideales de identidad han sido, sin duda, frecuentemente imbuidas tanto por los nobles valores del humanismo y sus compromisos con la libertad individual, como por la voluntad de dominar o purificar en el nombre de la identidad. Pero a medida que nuestro siglo termina, es tal vez tiempo de intentar contabilizar los costos, y no sólo las bendiciones, de nuestros proyectos identitarios. Y un pequeño pero significativo elemento implicado en dicha contabilización tiene que ver con identificar las contribuciones hechas a dicho régimen de subjetivación por la psicología, como el discurso que por casi ciento cincuenta años nos ha hablado —algunas veces de forma brutal, algunas veces en desapasionadas disquisiciones, algunas veces en susurros seductores y confortadores— de las verdades de nuestros sí mismos.

5 Para evitar cualquier confusión, puedo indicar que tal concepto de subjetivación no es usado para implicar la dominación sobre otros, o la subordinación a un sistema de poder externo. No funciona como un término de “crítica”, más bien como un dispositivo para el pensamiento crítico, en el sentido simplemente de designar los procesos vinculados a ser “construidos” como sujetos de cierto tipo. Como será evidente, mi propuesta en este capítulo depende del análisis de la subjetivación planteado por Michel Foucault.

6 Aludo aquí a la frase de Michel Maffesoli: “en el corazón de lo real, entonces, hay un ‘irreal’ que es irreductible, y cuya acción está lejos de ser insignificante” (Maffesoli, 1991: 12).

7 Es importante entender esto en el modo reflexivo más que sustantivo. En lo que sigue, la frase siempre designa dicha relación, y no implica un “sí mismo” sustantivado como objeto de tal relación.

8 Por supuesto, esto es para exagerar el caso. Se necesita observar, por una parte, las formas en las cuales las reflexiones filosóficas han sido ellas mismas organizadas en torno a los problemas de la patología —pensemos en el funcionamiento de la imagen de la estatua privada de toda entrada sensorial, planteada por filósofos sensualistas como Condillac— y, por otra parte, en las formas en que la filosofía es animada por, y articulada con, los problemas del gobierno de la conducta (sobre Condillac, véase Rose, 1985a; sobre Locke, véase Tully, 1993; sobre Kant, véase Hunter, 1994).

9 Argumentos similares acerca de la necesidad de analizar el “sí mismo” en tanto tecnológico, han sido planteados en diversos lugares recientemente. Véase especialmente la discusión en el libro de Elspeth Probyn (1993). Lo que quiere decir precisamente con “tecnológico” es frecuentemente poco claro. Como sugiero en el Capítulo 8, un análisis de las formas tecnológicas de subjetivación necesita desarrollarse en términos de la relación entre tecnologías para el gobierno de la conducta y técnicas intelectuales, corporales y éticas, que estructuran la relación del ser consigo mismo en distintos momentos y lugares.

10 Esto no es, por supuesto, para sugerir que el saber y la expertise no juegan un rol crucial en regímenes no-liberales de gobierno de la conducta. Basta con sólo pensar en rol de doctores y gerentes en la organización de los programas de exterminación masiva en la Alemania nazi, o en el rol de los obreros del partido en las relaciones pastorales entre los Estados de Europa del Este antes de su “democratización”, o en el rol de la expertise en regímenes de planificación centralizados como el Gosplan en la URSS. Sin embargo, las relaciones entre las formas de saber y las prácticas designadas como políticas y aquellas que afirman no tener una comprensión política de sus objetos, fueron diferentes en cada caso.

11 La noción foucaultiana technologies of the self ha sido traducida al castellano como “tecnologías del yo”. Sin embargo, hemos preferido ser fieles a la lógica interna del texto y mantener la noción de “sí mismo”, que no altera su sentido [N. de los E.].

12 Este no es el lugar para discutir este punto, por lo que únicamente afirmaré que sólo los racionalistas, o los creyentes en Dios, imaginan que la “realidad” existe en las formas discursivas disponibles al pensamiento. Esta no es una cuestión para ser tratada reviviendo los antiguos debates sobre la distinción entre el conocimiento de los mundos “naturales” y “sociales”: simplemente aceptar que este debe ser el caso, a menos que uno crea en algún poder trascendental que ha formado el pensamiento humano de tal forma que sea homogéneo con respecto a lo que piensa. Tampoco se trata de ensayar el viejo problema de la epistemología, el cual plantea una inefable división entre el pensamiento y su objeto, y luego se sorprende acerca de cómo uno podría “representarse” al otro. Más bien, quizás se podría decir que el pensamiento constituye lo real, pero no como una “realización” del pensamiento.

La invención del sí mismo

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