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Introducción

Si hay algún valor aparentemente irreprochable en nuestro confuso ambiente ético actual, se trata del sí mismo y de los términos que se agrupan alrededor de él: autonomía, identidad, individualidad, libertad, elección, realización. Es en términos de nuestros sí mismos autónomos que entendemos nuestras pasiones y deseos, que damos forma a nuestros estilos de vida, que escogemos a nuestras parejas, con quién nos casamos e, incluso, la parentalidad. Es en nombre del tipo de personas que realmente somos que consumimos productos, que representamos nuestros gustos, que modelamos nuestros cuerpos, que exhibimos aquello que nos distingue. Nuestras políticas proclaman a viva voz el compromiso de respetar los derechos y poderes del ciudadano como individuo. Nuestros dilemas éticos son debatidos en términos similares, ya sea que conciernan a la extensión legal de la protección a las parejas del mismo sexo, a las disputas sobre el aborto o a las preocupaciones sobre las nuevas tecnologías reproductivas. En ámbitos menos parroquiales, las nociones de autonomía e identidad actúan como ideales o criterios de juicio en conflictos acerca de las identidades nacionales, en luchas sobre los derechos de las minorías y en toda una variedad de disputas nacionales e internacionales. Esta ética del sí mismo libre y autónomo parece trazar algo absolutamente fundamental respecto de los modos en que los hombres y mujeres modernos han llegado a entenderse, a experimentarse y a evaluarse a ellos mismos, sus acciones y sus vidas.

Al escribir los ensayos reunidos en este volumen he querido hacer una contribución, tanto conceptual como empírica, a la genealogía de este régimen contemporáneo del sí mismo. Mi esperanza es que puedan aportar a la comprensión de las condiciones bajo las cuales nuestros modos actuales de pensar y de actuar sobre los seres humanos han tomado forma, a graficar sus modos característicos de operación, a elaborar formas de evaluación de las capacidades que se nos atribuyen y de las exigencias que se nos hacen. Mi objetivo es, en otras palabras, comenzar a cuestionar algunas de nuestras certezas contemporáneas acerca de los tipos de persona que creemos que somos, y a desarrollar maneras a través de las cuales podamos comenzar a pensarnos de otro modo.

Estos estudios intentan problematizar nuestro régimen contemporáneo del sí mismo por medio del examen de algunos de los procesos a través de los cuales el ideal regulativo del sí mismo ha sido inventado. La invención en cuestión es un fenómeno más bien histórico que individual. Por ello, este trabajo se sostiene en la creencia de que la investigación histórica puede abrir el régimen contemporáneo del sí mismo al pensamiento crítico, esto es, a un tipo de pensamiento que pueda trabajar sobre los límites de lo que es pensable, extender esos límites y, así, contrarrestar la impugnabilidad de aquello que consideramos natural e inevitable acerca de los modos en que nos relacionamos con nosotros mismos en la actualidad. Las psicociencias y disciplinas como la psicología, la psiquiatría y otras afines, forman el foco de estos estudios. De modo general, denomino “psi”, a las maneras de actuar y de pensar engendradas por estas disciplinas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no porque formen un bloque monolítico y coherente —es más bien lo contrario—, sino porque han creado una variedad de nuevas formas en que los seres humanos han llegado a entenderse a sí mismos y a hacerse cosas a sí mismos. En estos ensayos sostengo que lo psi ha jugado un rol fundamental en la constitución del actual régimen del sí mismo, al tiempo que ha sido también “disciplinado” como parte de la emergencia de dicho régimen. Sin embargo, no pretendo otorgar ni siquiera el esbozo para una historia de la psicología. Más bien, pongo atención a los vocabularios, explicaciones y técnicas de lo psi sólo mientras se vinculen a esta pregunta acerca de la invención de modos de entendernos y de relacionarnos con nosotros mismos y con otros, a la fabricación de un ser humano que se vuelve inteligible y posible sólo bajo ciertas descripciones. Quisiera examinar los modos en que el dispositivo contemporáneo de “ser humano” ha sido armado: las tecnologías y las técnicas que sostienen el ser persona —identidad, ipseidad, autonomía e individualidad— en su lugar. Llamo a este trabajo “historia crítica”: su objetivo es explorar las condiciones bajo las cuales estos horizontes de nuestra experiencia han tomado forma, diagnosticar la condición contemporánea del sí mismo, desestabilizar y desnaturalizar ese régimen del sí mismo que hoy parece inescapable, dilucidar las cargas impuestas, las ilusiones implicadas y los actos de dominación y autocontrol, que son la contrapartida de las capacidades y libertades que constituyen al individuo contemporáneo.

Tal vez pueda ya objetarse que he planteado mi interrogante de una manera desorientadora al referirme tan rápidamente a una experiencia de uno mismo con los términos “nosotros” o “nuestro”. ¿Quién es este “nosotros”? ¿A quiénes comprende este “nuestro”? En efecto, una de las premisas de estos ensayos es que el régimen del sí mismo que prevalece actualmente en Europa Occidental y en América del Norte es inusual tanto histórica como geográficamente, y que su misma existencia debe ser tratada como un problema a ser explicado. Más aún, un argumento central de estos ensayos es que este régimen del sí mismo es sin duda más heterogéneo de lo que habitualmente se permite, localizándose en distintas prácticas que contienen presuposiciones particulares sobre los temas que las habitan y que varían en sus especificaciones del ser persona en una serie de ejes y de problemas, operando diversamente, por ejemplo, en relación a las mujeres asesinas, al niño travieso, al joven negro urbano, a la dueña de casa deprimida de clase alta, al trabajador descontento, al gerente de rango medio recientemente despedido, a la mujer de negocios emprendedora, entre otros. No obstante, lo que justifica que hable de un régimen del sí mismo, al menos dentro de ciertas coordenadas temporales y geográficas, no es tanto la aseveración de una uniformidad, sino más bien la hipótesis de que existe una normatividad común, una especie de parecidos de familia,3 en los ideales regulativos que conciernen a las personas que trabajan en todas estas prácticas diversas que operan sobre los seres humanos, sean estos jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, negros y blancos, prisioneros, locos, pacientes, jefes y empleados: ideales que conciernen a nuestra existencia como individuos habitados por una psicología interna que anima y explica nuestra conducta, y que se esfuerza por la autoestima y la autorrealización en la vida cotidiana. Los ensayos que siguen deberían establecer las fuerzas y los límites de estas hipótesis, así como también avanzar en el trazado de los lugares, las prácticas y los problemas diversos y contingentes a partir de los cuales ha sido inventada esta norma del cotidiano, y aún soberano, sí mismo de la elección, la autonomía y la libertad.

Hablar de la invención del sí mismo no es sugerir que somos de algún modo víctimas de una ficción colectiva o una ilusión. Lo inventado no es una ilusión, sino que constituye nuestra verdad. Sostener que nuestra relación con nosotros mismos es histórica y no ontológica, no implica sugerir que una subjetividad esencial y transhistórica yace escondida y disfrazada bajo la superficie de nuestra experiencia contemporánea, como un potencial esperando a ser realizado por medio de la crítica. Sin embargo, estos estudios se erigen a partir de una incomodidad relativa a los valores acordados al sí mismo y a su identidad en nuestra forma contemporánea de vida, una sensación de que mientras nuestra cultura del sí mismo concede a los seres humanos toda clase de capacidades y los dota de todo tipo de derechos y privilegios, también divide, impone cargas y prospera sobre las ansiedades y decepciones generadas por sus propias promesas. Soy consciente de que mientras estos ensayos parten de semejante incomodidad, se quedan cortos al elaborar un balance que pueda permitirnos contraponer los “costos” de nuestra experiencia contemporánea de nosotros mismos a sus “beneficios”. Sin embargo, espero que al volver más visible la contingencia histórica de nuestras relaciones contemporáneas con nosotros mismos, estos ensayos puedan ayudar a abrir dichas relaciones a la interrogación y la transformación.

El sí mismo desafiado

Estos ensayos han sido reunidos en un tiempo y lugar en que una serie de profundos desafíos han sido dirigidos a una imagen del sí mismo que, durante mucho tiempo, parece haber formado el horizonte de “nuestro” pensamiento: el sí mismo coherente, amordazado, individualizado, intencionado, locus de nuestro pensamiento, acción y creencias, origen de nuestras acciones, beneficiario de una biografía única. Como sí mismos poseemos una identidad, la cual ha constituido nuestra más recóndita y profunda realidad, ha sido el repositorio de nuestra herencia familiar y de nuestra experiencia particular como individuos, y ha animado nuestros pensamientos, actitudes, creencias y valores. Como sí mismos, hemos sido caracterizados por una profunda interioridad: conductas, creencias, valores y discursos han debido ser interrogados y vueltos inteligibles en términos de la comprensión de un espacio interno que les habría dado forma, dentro del cual ellos han sido, literalmente, encarnados en nosotros en tanto seres corpóreos. Este universo interno del sí mismo, esta “psicología” profunda, yace en el núcleo de aquellas maneras de conducirnos a nosotros mismos que son consideradas normales y que proveen la norma para pensar y para juzgar lo anormal, ya sea en el reino del género, la sexualidad, el vicio, la ilegalidad o la locura. Nuestras vidas han tenido sentido en la medida en que hemos podido descubrir, ser, expresar y amar nuestros sí mismos, en que hemos podido ser amados debido al sí mismo que verdaderamente somos.

En efecto, como ya he insinuado, estos ensayos cuestionarán si, o tal vez dónde, este ideal regulatorio del sí mismo funcionó realmente de un modo autoevidente. Sugerirán que las imágenes de la persona o del sujeto que han estado activas en diversas prácticas han sido históricamente más dispares que lo implicado en tal argumento; que diversas concepciones del ser persona han sido desplegadas en las prácticas espirituales del cristianismo, en la consulta del médico, en la sala de operaciones de un hospital, en las relaciones eróticas, en el mercado de valores, en las actividades escolares, en la vida doméstica, en la milicia. Ese ideal del sujeto unificado, coherente y centrado en sí mismo ha sido encontrado, tal vez de manera más habitual, en aquellos proyectos que han lamentado la pérdida del sí mismo en la vida moderna, que han buscado recobrar un sí mismo, que han instado a las personas a respetar el sí mismo, que nos han conminado a cada uno de nosotros a afirmar nuestro sí mismo y a tomar responsabilidad sobre él. Proyectos cuya existencia misma sugiere que el sí mismo es más una meta o una norma que algo dado de modo natural. Recíprocamente, en ciertos proyectos este sí mismo universal ha aparecido como aquello que articulaba el conocimiento, un conocimiento estructurado por la presuposición de que un relato sobre el ser humano tenía que ser, al menos en principio, sin límites, en la medida en que los humanos poseían ciertas características universales, procesos morales, fisiológicos, psicológicos o biológicos que luego se transformaban en formas regulares y predecibles de producir individuos particulares y únicos. Si nuestro actual régimen del sí mismo tiene cierta “sistematicidad”, esto es probablemente un fenómeno reciente, un resultado de todos estos diversos proyectos que han intentado conocer y gobernar a los humanos como si fueran sí mismos de determinado tipo.

En cualquier caso, en la actualidad esta imagen del sí mismo ha sido cuestionada, tanto práctica como conceptualmente. Toda una serie de prácticas que se relacionan con las dificultades triviales de vivir una vida han puesto en tela de juicio la unidad, la naturaleza y la coherencia del sí mismo. La nueva tecnología genética perturba la naturaleza y los límites del sí mismo en relación con lo que, reveladoramente, es llamado “reproducción”: donación de espermatozoides, trasplante de óvulos, congelación e implantación de embriones, y mucho más (cf. Strathern, 1992). El aborto y las máquinas de soporte vital, junto con los continuos debates en torno a dichos temas, desestabilizan los puntos en los cuales lo humano comienza a existir y se desvanece dicha existencia. El trasplante de órganos, la diálisis de riñones, el implante fetal de tejido cerebral, los marcapasos, los corazones artificiales, todo ello problematiza la unicidad de la corporeización del sí mismo, no sólo al establecer vínculos “no naturales” entre diferentes sí mismos a través del movimiento de tejidos, sino también al volver sumamente claro el hecho de que los humanos son intrínsecamente fabricados y “maquinados” tecnológicamente, unidos a máquinas tanto en lo que llamamos normalidad como en la patología. No es de extrañar que el cyborg, en tanto particular imagen del ser humano, se haya diseminado tan rápidamente (Haraway, 1991).

Esta imagen del sí mismo como organismo cibernético, como híbrido no unificado, ensamblado con partes de cuerpos y artefactos mecánicos, mitos, sueños y fragmentos de conocimiento, es sólo una dimensión de un rango de desafíos conceptuales a la primacía, la unidad y lo supuestamente dado del sí mismo. Al menos dentro de la teoría social, la idea del sí mismo es historizada y culturalmente relativizada. Más radicalmente, es fracturada por el género, la raza, la clase; fragmentada, deconstruida, revelada no como nuestra verdad interior, sino como nuestra última ilusión, no como nuestro último confort, sino como un elemento en los circuitos del poder que hace a algunos de nosotros un sí mismo, mientras a otros les niega dicha posibilidad de manera plena, performando así un acto de dominación en ambos casos.

Estos desafíos contemporáneos al sí mismo son ellos mismos, sin duda, fenómenos históricos y culturales. Como es bien sabido, los científicos sociales del siglo XIX argumentaron de diversas maneras que el proceso de modernización, la emergencia de Occidente, el carácter único de sus valores y de sus relaciones económicas, legales, culturales y morales, podían ser entendidas, en parte, en términos de “individualización”. Al desarrollar esta temática a lo largo del siglo XX —y sobre todo en sus últimas décadas—, historiadores, sociólogos y antropólogos han desplegado este argumento en un tono distinto, utilizando la especificidad cultural e histórica de la idea del sí mismo con la finalidad de relativizar los valores del individualismo.

Se ha desvanecido ya el valor de shock de ciertas aserciones como aquellas de Clifford Geertz acerca de que:

La concepción occidental de la persona como un universo limitado, único y más o menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y natural, es, por muy convincente que pueda parecernos, una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo (Geertz, 1979: 229, citado en Sampson, 1989: 1; cf. Mauss, 1979b).

En respuesta a ello, antropólogos apasionados buscan ahora recuperar el sí mismo de la confusión de sus determinaciones sociales y culturales, y del relativismo que esto implica (e.g. Cohen, 1994). A pesar de dichos esfuerzos, se ha demostrado convincentemente que ha sido imposible reuniversalizar y renaturalizar esta imagen de la persona estable, autoconsciente, idéntica a sí misma y centro de la agencia.

Las peculiaridades de nuestro régimen del sí mismo también han sido diagnosticadas por los filósofos. Los historiadores de la filosofía, especialmente Charles Taylor, han argumentado que nuestra noción moderna de lo que es ser un agente humano, una persona o un sí mismo —así como las problemáticas morales con las cuales esta noción está inextricablemente entrelazada— es

[…] un modo de autointerpretación históricamente limitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio, y podría tener un final (Taylor, 1989: 111).

Taylor rastrea esta historia a través de la interpretación de textos filosóficos y literarios, desde Platón hasta el presente, intentando abordar la cuestión “interpretativa” de por qué la gente, en distintos momentos históricos, consideró convincentes, inspiradoras o conmovedoras diferentes versiones del sí mismo y de la identidad: las “ideas fuerza” contenidas dentro de diversas nociones del sí mismo (ibíd.: 203). Taylor ha sugerido que nuestro actual sentido “desencantado” del sí mismo, en particular el valor que le atribuimos a aquel sí mismo que tiene la capacidad de liderar autónomamente una vida ordinaria, tiene múltiples “fuentes”, las cuales emergen de una noción “teísta”, que acuerda al alma humana un lugar especial en el universo; de una noción “romántica”, que subraya la capacidad de los sí mismos de crearse y recrearse; y, finalmente, de una noción “naturalista”, que ve al sí mismo como un objeto que puede someterse a la razón científica y ser explicado en términos de biología, herencia, psicología, socialización y otros conceptos afines. El “sí mismo”, cualquiera sean las virtudes de humanidad y universalidad que pueda implicar, parece ser, en consecuencia, una noción mucho más contingente, heterogénea y culturalmente relativa de lo que pretende ser, dependiente de todo un complejo de otros valores, creencias culturales y formas de vida.

Sin embargo, Taylor conserva cierto afecto por el régimen del sí mismo tal como ha tomado forma históricamente, al igual que por los valores morales a los cuales ha sido vinculado. En esto, él es bastante inusual. Las evaluaciones morales que subyacen a este afecto han sido fuertemente discutidas por las filósofas feministas. De diversas maneras, las feministas han argumentado que la representación cultural del sujeto como sí mismo está basada en un acto de violencia simbólica continuamente repetido, motivado y generizado. Bajo esta aparente universalidad del sí mismo que ha sido construida en el pensamiento político y filosófico desde el siglo XVII, yace, en efecto, la imagen de un sujeto masculino cuya “universalidad” está basada su otro suprimido. Así, Moira Gatens afirma que mientras el sujeto masculino es

[…] construido como comedido, dueño de su propia persona y de sus capacidades, como quien se relaciona con otros hombres en tanto libres competidores con quienes comparte ciertos derechos político-económicos […], [e]l sujeto femenino es construido como propenso al desorden y la pasión, como económica y políticamente dependiente del hombre […], lo cual se justifica en la naturaleza de las mujeres. Ella ‘no hace sentido por sí misma’ y su subjetividad asume una falta que el hombre completa (Gatens, 1991: 5; cf. Lloys, 1984).

Desde su invención, este sujeto-con-agencia que aparenta ser sexualmente neutral fue un modelo aplicado a un sexo y denegado al otro. Sin duda, su fundación filosófica y su función política dependían de esta oposición.

Para muchos que escriben como feministas, esta ilusión políti-co-filosófica y patriarcal de la persona universal “descorporeizada” necesita ser corregida a través de la insistencia en la corporeización del sujeto. La universalización del sujeto, como sugieren dichos autores y autoras, se produjo de la mano de una negación de su existencia corporal en favor de una imagen espuria de la razón como abstracta, universal, racional y asociada con el principio masculino. El renovado énfasis en la corporeización parece revelar que el sujeto es al menos dos: cuerpos masculinos y cuerpos femeninos dan lugar a formas radicalmente distintas de subjetividad. La noción de corporeidad de lo humano debe ser desarrollada “enfatizando la corporeizada y, por tanto, sexualmente diferenciada estructura del sujeto hablante” (Braidotti, 1994a: 3). Habitualmente se sostiene que semejante reinserción “del cuerpo” en nuestro pensamiento acerca de la subjetividad tiene consecuencias que van más allá del simple cuestionamiento de la identidad entre mente y masculinidad, cuerpo y feminidad. Para Elizabeth Grosz, si los cuerpos son diversos

[…] masculinos o femeninos, negros, cafés, blancos, grandes o pequeños […], no como entidades en sí mismas o simplemente en un continuo lineal con sus polos ocupados por cuerpos masculinos y femeninos […], sino como un campo, un continuo bidimensional en el cual la raza (y posiblemente incluso la clase, casta o religión) forman especificaciones corporales […], una desafiante afirmación de la multiplicidad, un campo de diferencias, de otros tipos de cuerpos y de subjetividades […], si los cuerpos en sí mismos son siempre sexual (y racialmente) distintos, incapaces de ser incorporados en un modelo singular y universal, entonces las formas que toma la subjetividad no son generalizables (Grosz, 1994: 19).

Si la subjetividad es entendida como corpórea —encarnada en cuerpos que son diversificados y regulados de acuerdo a protocolos, divididos según líneas de desigualdad—, entonces el sujeto universalizado, naturalizado y racionalizado de la filosofía moral puede ser visto de una manera distinta: como el erróneo y problemático resultado de una denegación de todo lo que es corpóreo en el pensamiento occidental.

Las teóricas feministas también han estado a la cabeza de otro ataque a la imagen del sí mismo unificado, individualizado y psicológico, esta vez efectuado a partir de la indagación de los vínculos entre la subjetivación, la sexualidad y el psicoanálisis. Fue Jacques Lacan quien comenzó este ataque psicoanalítico sobre la imagen del sujeto que, según él, no sólo ha inspirado a parte de la psicología contemporánea, sino también a aquellas formas del psicoanálisis que han ganado influencia en Estados Unidos y cuyo ideal regulatorio es el Yo maduro. Para Lacan, lejos de un psicoanálisis operando según la imagen de la armonía y la reintegración que usualmente se infiere del dictum de Freud: “donde el Ello estuvo, el Yo debe advenir”,4 el descubrimiento freudiano del inconsciente y sus reglas de operación revelaron la radical excentricidad del sí mismo respecto de sí. De esta manera, una radical heteronomía se abre al interior de los seres humanos, la cual no es propiedad de unos pocos casos de personalidad múltiple o un índice de perturbación psicológica, sino que es la propia condición que nos vuelve capaces de relacionarnos con nosotros mismos como si fuéramos sujetos. Lacan afirmó que, en el corazón mismo de nuestro consentimiento a la propia identidad, somos movidos, agitados, activados, por un Otro: un orden que va más allá de nosotros y que es condición de cualquier consciencia (Lacan, 1977). Con la invención de la noción de inconsciente, y estableciendo el “exceso” del sujeto respecto de su representación de sí mismo, se ha entendido que el psicoanálisis le propinó un golpe fundamental a la visión del sujeto que ha sido propuesta por la filosofía clásica y que ha sido supuesta en la existencia cotidiana. Aparentemente, al hacerlo ha vuelto necesario para nosotros teorizar acerca de los mecanismos psicoculturales a través de los cuales el sujeto ha venido a tomarse a sí como un sí mismo.

Una vez más, ha sido el pensamiento feminista contemporáneo el que ha continuado estas investigaciones más intensivamente. Con excepciones notables, las feministas han insistido en que la diferencia sexual es constitutiva de la subjetividad misma: las identificaciones que nos forman como si fuéramos sujetos son articuladas, en primer lugar, en relación con el género (cf. Irigaray, 1985). Así, Judith Butler afirma que “el sujeto, el ‘yo’ hablante”, no precede a su construcción de género, sino que “se forma en virtud de pasar por ese proceso de asumir un sexo”, y que éste es un proceso constitutivamente anudado a la exclusión de ciertos “seres abyectos”, a quienes no se permite gozar del estatus de sujeto, en la medida que no concuerdan con las formas en que tales sexos son prescritos: la existencia de estas personas abyectas, “bajo el signo de lo ‘invivible’, es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos” (Butler, 1993: 3). La subjetividad, para Butler, no es el dominio de la acción, sino la consecuencia de rutinas de performatividad y modos de encuentro particulares e inevitablemente generizados. El sujeto y “sus” atributos aparecen ahora como efectos de una serie de procesos que hacen emerger al ser humano que asume o toma cierta posición de sujeto: una posición que no es universal, sino siempre particular. De esta manera, la subjetivación ocurre, pero no en la forma en que se piensa a sí misma: la subjetividad ya no es más unitaria o concebida de acuerdo con el modelo de lo masculino, sino fracturada por identificaciones sexuales y raciales, y regulada por normas sociales. Sin embargo, paradójicamente, para dar cuenta de estas prácticas de subjetivación, para interrumpir las formas en que tradicionalmente se han entendido y para dar cuenta de la “inscripción” de los efectos de la subjetividad en el animal humano, dichos argumentos parecen inevitablemente atraídos por una particular “teoría del sujeto”: el psicoanálisis.

Si argumentos provenientes de la antropología, la historia, la filosofía, el feminismo y el psicoanálisis han puesto al sí mismo en tela de juicio, lo han hecho ligándose a argumentos que se desarrollan en el propio corazón del sí mismo: la disciplina de la psicología. Por aquí, también, el sí mismo es desafiado. Para algunos, al revelarse el sí mismo como una “construcción social”, debe ser desestabilizado. Sus “atributos”, desde el género hasta la infancia, deben ser reconceptualizados como efectos múltiples y móviles de atribuciones realizadas en el marco de intercambios humanos históricamente situados. De este modo, somos invitados

[…] a considerar los orígenes sociales de presupuestos dados por sentado, tales como la bifurcación entre razón y emoción, la existencia de recuerdos y el sistema de símbolos que se supone subyace al lenguaje. [Nuestra atención se dirige] a las instituciones sociales, morales, políticas y económicas que sostienen y que son sostenidas por los presupuestos actuales acerca de la actividad humana (Gergen, 1985c: 5).

En estos argumentos constructivistas al interior de la psicología las atribuciones de ser sí mismo y sus predicados son entendidos frecuentemente en términos wittgensteinianos, vale decir, como características de juegos de lenguaje que emergen de, y que vuelven posibles a, ciertas formas de vida: es en y a través del lenguaje, y sólo en y a través del lenguaje, que nos atribuimos a nosotros mismos sentimientos corporales, intenciones, emociones y todos los otros atributos psicológicos que, desde hace tanto tiempo, parecieran venir a llenar un volumen interior dado y natural del sí mismo. “Considerado desde este punto de vista, ser un sí mismo no es ser un cierto tipo de ser, sino poseer un determinado tipo de teoría” (Harré, 1985: 262; cf. Harré, 1983, 1989).

Ya sea por razones epistemológicas (nunca podemos saber qué sucede en el fuero interno de la persona: todo lo que tenemos es el lenguaje), ya sea por razones ontológicas (las entidades construidas por la psicología no se corresponden con el verdadero ser de la personas), el análisis del interior psicológico debe ser remplazado por el análisis del reino exterior del lenguaje que atribuye estados mentales —creencias, actitudes, personalidades, entre otros— a los individuos (véanse los ensayos compilados en Gergen & Davis, 1985; y Shotter & Gergen, 1989). Cuando aquello que fue atribuido a un dominio psicológico unificado ahora es dispersado en prácticas lingüísticas, creencias y convenciones culturalmente diversas, el sí mismo unificado se muestra como una construcción. Una vez más, el sí mismo es desafiado y fragmentado: la heterogeneidad no es una condición temporal sino el resultado ineludible de los procesos discursivos a través de los cuales el “sí mismo” se “construye socialmente”. Y, desde la perspectiva de muchas de estas investigaciones psicológicas críticas, la psicología misma se transforma no sólo en una contribución a la comprensión contemporánea de la persona a través de los vocabularios y las narrativas que aporta, sino también en una disciplina cuya propia existencia debe ser considerada con sospecha. Si los seres humanos son tan heterogéneos y situacionalmente producidos como hoy parecen ser, ¿por qué habrá emergido una disciplina que promulgó concepciones tan unificadas, fijas, interiorizadas e individualizadas de los sí mismos, de lo masculino, de lo femenino, de las razas y de las edades? ¿A qué intereses sirvió un proyecto intelectual como ese?

Desde luego, estos desafíos contemporáneos al sí mismo, los cuales he descrito en un breve bosquejo, ocupan una dimensión de aquel movimiento cultural e intelectual llamado algunas veces posmodernismo. Esto ha puesto de moda el argumento de que el sí mismo, como la sociedad y la cultura, ha sido transformado en las condiciones actuales: la subjetividad está ahora fragmentada, es múltiple, contradictoria, y la condición humana implica que cada uno de nosotros trate de hacerse una vida para sí mismo bajo la mirada constante de la propia reflexividad suspicaz, atormentada por la incertidumbre y la duda. Creo que estamos en una buena posición para aproximarnos a estas declaraciones sin aliento acerca de la singularidad de nuestra era y nuestra posición especial en la historia. Estamos en el fin de algo, en el comienzo de algo, aunque con cierta reserva. En los ensayos que siguen, y tomando muchas de las ideas que he mencionado, sugiero algunos caminos para una evaluación crítica más sobria acerca del nacimiento y el funcionamiento de nuestro régimen contemporáneo del sí mismo.

Sugiero que la multiplicidad de regímenes de subjetivación no es un rasgo novedoso de nuestra época. La repetición de parámetros de diferencia —género, raza, clase, edad, sexualidad, entre otros—pueden cumplir una útil función polémica, pero dichos parámetros sólo dan cuenta de los puntos de partida de un análisis de los modos de subjetivación, no de sus conclusiones: estas categorías tienen también su historia y su ubicación al interior de prácticas particulares de la persona. El “cuerpo” no provee una base sólida para una analítica de la subjetivación, precisamente porque las corporalidades son diversas, no unitarias y operan en relación con regímenes particular de saber: las configuraciones del cuerpo humano inscritas en el atlas anatómico no siempre definieron un modo de delimitar el orden vital de los procesos, o de visualizar y actuar sobre los seres humanos. La división binaria del género impone una unificación falaz sobre la diversidad de formas en las cuales somos “sexuados”: como hombres, mujeres, niños, niñas, masculinos, femeninos, pervertidos, homosexuales, lesbianas, seductores, amantes, señoritas, casadas, solteronas. Ninguna teoría de la psique puede brindar la base para una genealogía de la subjetivación precisamente porque la emergencia de dichas teorías ha sido central para el régimen del sí mismo cuyo nacimiento debe ser objeto de nuestras investigaciones. La noción de “intereses” para explicar las posiciones asumidas en las disputas intelectuales y prácticas es inadecuada, porque lo que está involucrado es la creación de los “intereses”, el forjamiento de relaciones novedosas entre el saber y lo político, y la asociación y movilización de fuerzas en torno a ellos. A pesar de que la atención que dirige la psicología crítica a las condiciones de nacimiento y funcionamiento de la disciplina es de gran valor, su foco en el lenguaje y la narrativa, en la subjetivación como materia de las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos, resulta, en el mejor de los casos, parcial y, en el peor, equivocada. La subjetivación no debe ser entendida localizándola en un universo de sentido o en un contexto interaccional de narrativas, sino en un complejo de dispositivos, prácticas, maquinaciones y ensamblajes que presuponen e imponen relaciones particulares con nosotros mismos, al interior de los cuales los seres humanos han sido fabricados. De diferentes maneras, éste será el argumento desarrollado en este libro.

Subjetivación: el gobierno y lo psi

Estos estudios emergen en la intersección entre dos preocupaciones que parecen estar intrínsecamente ligadas. La primera de ellas es la historia de la psicología o, más bien, de todas aquellas disciplinas que, desde aproximadamente mediados del siglo XIX, se han designado a sí mismas con el prefijo psi: psicología, psiquiatría, psicoterapia, psicoanálisis. Esto puede parecer perverso o limitante, ya que las disciplinas son, después de todo, sólo un pequeño elemento de la cultura contemporánea, y además poco comprendido por la mayor parte de las personas. Sin duda, en la cultura popular, donde no es motivo de parodia, lo psi es generalmente representado —o mal representado—de un modo que hace que los profesionales y académicos practicantes de las especialidades psi se enfaden con exasperación. Sin embargo, quisiera sugerir que la psicología, en el sentido en que utilizo el término aquí, ha jugado un rol fundamental en crear el tipo de personas que pensamos que somos. La psicología, en ese sentido, no es un cuerpo de teorías y explicaciones abstractas, sino una “tecnología intelectual”, un modo de hacer visible e inteligibles ciertas características de las personas, sus conductas y sus relaciones con otros. Más aún, la psicología es una actividad que no es nunca puramente académica; es una empresa basada en una relación intrínseca entre su lugar en la academia y su lugar como “expertise” (Danziger, 1990). Con expertise se designa la capacidad de la psicología para proporcionar un cuerpo de personas capacitadas y acreditadas que reclaman una competencia especial en la administración de las personas y las relaciones interpersonales, así como también un cuerpo de técnicas y procedimientos que pretenden hacer posible el manejo racional y humano de los recursos humanos en la industria, en las fuerzas armadas y, de manera más general, en la vida social.

En estos ensayos argumento que el crecimiento de las tecnologías psicológicas en Europa y Norte América, desde fines del siglo XIX, está intrínsecamente ligado a las transformaciones en el ejercicio del poder en las democracias liberales contemporáneas. También sugiero que el crecimiento de lo psi ha estado conectado, de un modo importante, a las transformaciones en las formas del ser personas: nuestras concepciones acerca de lo que las personas son y cómo deberíamos entenderlas y actuar respecto de ellas, así como nuestras nociones acerca de lo que cada uno de nosotros es, en sí mismo, y cómo podemos devenir aquello que queremos ser. Para plantear el asunto de este modo me he inspirado en los escritos de Michel Foucault, en la medida que intentan explorar “los juegos de falso y verdadero a través de los cuales el ser se constituye históricamente como experiencia, es decir, como una realidad que puede y debe pensarse a sí misma” (Foucault, 1985: 6-7). Aquí Foucault no se refiere a la experiencia como algo primordial que precedería al pensamiento, sino a “la correlación, dentro de una cultura, entre campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad” (ibíd.: 3), y es en un sentido similar que utilizo el término en este libro. Exploro los aspectos de los regímenes de saber a través de los cuales los seres humanos han llegado a reconocerse a sí mismos como cierto tipo de criaturas, las estrategias de regulación y tácticas de acción a las cuales estos regímenes de saber han estado conectados, y las relaciones correlativas que los seres humanos han establecido consigo mismos al tomarse a sí mismos como sujetos. Al realizar esta exploración espero contribuir al tipo de trabajo que Foucault describe como el análisis de “las problematizaciones a través de las cuales el ser se da como una realidad que puede y debe ser pensada por sí misma, y las prácticas a partir de las cuales se forman” (ibíd.: 11).

Desde esta perspectiva, la historia de las disciplinas psi es mucho más que la historia de un grupo particular y sospechoso de ciencias. Es parte de la historia de los modos a través de los cuales los seres humanos han regulado a otros y se han regulado a sí mismos a la luz de ciertos juegos de verdad. Por otra parte, sugiero que este rol regulatorio de lo psi está ligado a las interrogantes por la organización y reorganización del poder político que han sido centrales en el modelamiento de nuestra existencia contemporánea. Esto quiere decir que la historia de lo psi está intrínsecamente ligada a la historia del gobierno. Por gobierno no sólo me refiero a la política, aunque, como se argumentará en los estudios que siguen, el saber, las técnicas, las explicaciones y los expertos psi frecuentemente han entrado en las preocupaciones, deliberaciones y estrategias de los políticos y otros actores directamente vinculados al aparato político del Estado, a los servicios civiles y públicos, a la asistencia social, entre otros, así como a aquellos actores políticamente implicados en la organización de las fuerzas armadas y los asuntos económicos. No obstante, utilizo aquí el término “gobierno” en el sentido más amplio que le ha dado Foucault: gobierno es un modo de conceptualizar todos aquellos programas, estrategias y tácticas más o menos racionalizadas para la “conducción de la conducta”, para actuar sobre las acciones de otros con el fin de alcanzar ciertos fines (Foucault, 1991; véase Rose 1990; Miller & Rose, 1990; Miller & Rose, 1992). En este sentido, podemos hablar del gobierno de un barco, de una familia, de una prisión, de una fábrica, de una colonia y de una nación, tanto como del gobierno de uno mismo.

La perspectiva del gobierno lleva nuestra atención hacia todos aquellos multitudinarios programas, propuestas y políticas que han intentado modelar las conductas de los individuos, no sólo para controlarlas, someterlas, disciplinarlas, normalizarlas o reformarlas, sino también para volverlas más inteligentes, sabias, felices, virtuosas, sanas, productivas, dóciles, emprendedoras, satisfactorias, aumentadoras de la autoestima, empoderadoras. Como quiera que sea, nos ayuda a liberarnos de la profundamente engañosa perspectiva de que debemos entender las prácticas normativas que han modelado nuestro presente de acuerdo con los términos del aparato político del Estado. El Estado y lo político son relocalizados como zonas en desplazamiento para la coordinación, codificación y legitimación de algunas de las complejas y diversas gamas de prácticas para el gobierno de la conducta que existen en un tiempo y espacio particular. En las prácticas de gobierno de la conducta, desde las de la seguridad social hasta las de la administración industrial, desde las de la higiene social e individual hasta las del trabajo social enfocado en la familia, abundan las autoridades cuyos poderes se basan en un entrenamiento profesional y en la posesión de modos esotéricos de entender y actuar sobre la conducta basados en códigos de saber y afirmaciones de poseer una sabiduría especial. Esta perspectiva, entonces, dirige nuestra atención al rol del saber en la conducción contemporánea de la conducta, donde cualquier intento legítimo de actuar sobre esta última requiere incorporar algún modo de entender, clasificar y calcular, por lo que debe articularse en términos de un sistema de pensamiento y de juicio más o menos explícito. Esto también enfatiza el hecho de que, en la historia de las relaciones de poder en los regímenes liberales y democráticos, el gobierno de los otros siempre ha estado vinculado a una cierta manera de comandar a los individuos “libres” a que se gobiernen a sí mismos como sujetos simultáneamente libres y responsables: prudentes, sobrios, constantes, ajustados, autorrealizados, etc.

En consecuencia, la historia de la psicología en las sociedades liberales converge con la historia del gobierno liberal. En los estudios que siguen examinaré las formas en que estas vías se entremezclan, las formas en que el desarrollo, trasformación y proliferación histórica de lo psi ha estado ligado a las transformaciones en las racionalidades del gobierno y a las tecnologías inventadas para gobernar la conducta. En un sentido, los expertos de la psicología han tenido un rol en la historia que no es único. Se puede rastrear también el rol jugado por toda una variedad de otros “especialistas” en el modelamiento de los modos en que los seres humanos han llegado a experimentarse a sí mismos: abogados, economistas, contadores, sociólogos, antropólogos, cientistas políticos. De hecho, todos los expertos de las ciencias humanas, incluyendo, por ejemplo, aquellos que han estudiado la conducta animal, la fisiología, la demografía, la epidemiología y la geografía humana, indudablemente han jugado un rol en el establecimiento de estas prácticas de reconocimiento. Sin embargo, en otro sentido, o al menos eso sostendré, durante el siglo XX los expertos psi han alcanzado cierta posición privilegiada, ya que son ellos quienes afirman comprender las determinaciones internas de la conducta humana, así como también quienes aseguran tener la habilidad para proveer el abordaje apropiado, en términos de saberes, juicios y técnicas, para los poderes de los expertos de la conducta, dondequiera que dichos poderes sean ejercidos.

De esta manera, los estudios que siguen son investigaciones acerca de los modos en que las personas han sido inventadas o “confeccionadas”, como lo ha llamado Ian Hacking, en la multitud de puntos de intersección entre las prácticas de gobierno de los otros y las técnicas de gobierno de uno mismo (cf. Hacking, 1986). Estos estudios avanzan la tesis de que el crecimiento de las tecnologías intelectuales y las prácticas de lo psi está intrínsecamente ligado a las transformaciones en las prácticas de la “conducción de la conducta” que han sido reunidas en las democracias liberales contemporáneas. Por supuesto que la historia de las ciencias psi no puede ser reducida a sus capacidades para volver al ser humano gobernable; el complejo y heterogéneo proceso de formación y reforma de las disciplinas y sistemas de pensamiento no tiene necesariamente aspiraciones reguladoras, ya sea como meta consciente o como determinante encubierto. Sin embargo, sugiero que esta historia no es inteligible sin tomar en consideración las relaciones complejas entre los problemas de gobernabilidad y la invención, estabilización e institucionalización de los saberes psi. En este proceso, nuevas configuraciones han sido dadas, no sólo a la naturaleza de la autoridad y a las relaciones que dichas autoridades tienen con sus sujetos, sino también a nuestras relaciones con nosotros mismos. En particular, sugiero que las novedosas formas de gobierno que han sido inventadas en tantas naciones “posasistencialistas” hacia fines del siglo XX, han llegado a depender, tal vez como nunca antes, de la instrumentalización de las capacidades y propiedades de los “sujetos de gobierno”, por lo que no pueden ser comprendidas sin abordar estas nuevas maneras de entender y actuar sobre nosotros mismos y sobre otros en tanto sí mismos “libres de elegir”.

Sostener que lo psi ha jugado un papel constitutivo en las prácticas de subjetivación que son vitales para la gobernabilidad de la democracia liberal no es, por supuesto, sugerir que los psicólogos, psiquiatras y las tecnologías psi no jugaron ningún papel en las estrategias autoritarias de gobierno. Las instituciones reformatorias del siglo XIX, que brindaron condiciones claves para el nacimiento de lo psi, fueron elementos vitales en las estrategias gubernamentales que vieron en la inculcación obligatoria de la disciplina en cada ciudadano una condición subjetiva necesaria para el establecimiento de la libertad (Foucault, 1977; Rose, 1993). A fines del siglo XIX y comienzos del XX, en Gran Bretaña y Estados Unidos, la expertise psi estuvo intrínsecamente ligada a las estrategias eugenésicas en las cuales la libertad de la mayoría debía ser salvaguardada a través de la constricción coercitiva de las capacidades reproductivas, la libertad de movimiento e, incluso, la vida de todos aquellos que pudieran amenazar el bienestar de la raza (he discutido la eugenesia en extenso en Rose, 1985). De manera más clara, en la Alemania nazi y la Unión Soviética, así como en los Estados comunistas de Europa del Este, la expertise psicológica y psiquiátrica fue ciertamente exhortada a tomar parte en la regulación de los individuos y las poblaciones.

Un grupo de excelentes estudios acerca de la historia de la psicología en la Alemania nazi han iluminado estas relaciones (Ash, 1995; Cocks, 1985; Geuter, 1992). Por ejemplo, las teorías psicológicas claves de la personalidad fueron revisadas para ajustarse a la teoría racial. La psicología militar alemana floreció hasta 1941, desplegando principalmente una forma de “caracterología” para evaluar la inteligencia, el carácter, la fuerza de voluntad y la capacidad de mando de potenciales oficiales. Por razones que aún no están claras, esta psicología militar fue desmantelada en 1942. Los poderes de lo psi en la escuela, el tribunal, la fábrica y otros dominios institucionales afines, habían sido, en efecto, debilitados antes de la emergencia del nazismo. La difusión de las tecnologías de cuantificación y de medida de las capacidades humanas, tan significativas en Gran Bretaña y Estados Unidos, fue limitada por el éxito de aquellos que sostenían métodos que abordaban los sentimientos, la voluntad y la experiencia: métodos como el análisis de la escritura manuscrita, que no trataba al individuo como algo meramente mensurable y aprehensible en números, sino que más bien diagnosticaba sus poderes internos y los principios estructurales del alma humana. Después de 1941 la burocracia de la guerra y la exterminación masiva prosiguieron sin demasiada utilización de las afirmaciones de verdad de las psicociencias o de aquellos que las profesaban (Geuter, 1992). La psiquiatría del período nazi estuvo inserta en la lucha contra los enemigos biológicos de la raza: un proyecto en el cual todos aquellos que eran considerados con enfermedades mentales severas, incurables o congénitas, fueron singularizados, excluidos, esterilizados y finalmente exterminados. De manera bastante sorprendente, durante el nazismo a la psicoterapia le fue asignada un papel en el alivio del malestar de los miembros de la Volksgemeinschaft alemana, pero no fue una tecnología ampliamente desplegada para la regulación de la conducta o la subjetividad (Cocks, 1985). De este modo, las relaciones entre el gobierno nazi y lo psi fueron complejas y ambivalentes. Geuter concluye que, mientras muchos psicólogos intentaron insertar su disciplina en los servicios de los órganos de dominación nazi, la psicología contribuyó poco a la estabilización de dicha dominación: su rol en la selección de oficiales para la Wehrmacht no fue necesaria ni particularmente significativa, no estuvo sistemáticamente involucrada en el desarrollo de propaganda oficial y no hay información acerca de la utilización de psicólogos por parte de los nazis y las SS en la persecución, tortura o asesinato (Geuter, 1992). Aunque la participación institucional de lo psi durante el período nazi otorgó ciertas condiciones claves para su posterior profesionalización, el dominio nazi no pareció requerir de una expertise neutral, racional y técnica de la subjetividad.

Las disciplinas psi también jugaron un rol en los Estados comunistas. El rol de la psiquiatría en el confinamiento de los disidentes políticos en la Unión Soviética desde fines de la década de 1930 en adelante es bien conocido (Bloch & Redaway, 1977; United States Congress, 1973). Este fue, no obstante, sólo un elemento al interior de un set de estrategias puestas en funcionamiento después de la Revolución Bolchevique, que buscó desplegar la psiquiatría por todo el territorio social intentando prevenir enfermedades mentales y utilizar tácticas reeducativas con el fin de devolver a los ciudadanos inadaptados a la normalidad social y la productividad industrial. Otros estudios sobre la psicología soviética han sugerido que, en ciertos momentos históricos, las disciplinas psi fueron significativas en la regulación de la conducta de un nuevo ciudadano soviético, ya fuere como niños en edad escolar, como trabajadores o como un miembro perturbado de la sociedad (Wortis, 1950; Bauer, 1952; Rollins, 1972; Kozulin, 1984; Joravsky, 1989; para la historia interna de la psicología soviética, véase Cole & Maltzman, 1969). Al nuevo ciudadano comunista se le asignó una subjetividad particular, y esta subjetividad estaba conectada de manera clave al desarrollo y despliegue de lo psi. Por ejemplo, la psicotecnia fue utilizada en la industria en las décadas de 1920 y 1930, y el Congreso Internacional de Psicotecnia de 1931 fue realizado en la

Unión Soviética, aunque enfatizando la distinción entre una psicotecnia burguesa, basada en la premisa de la inmutabilidad de las habilidades y diseñada para perpetuar el orden de las clases y la opresión de las minorías, y una psicotecnia soviética, que situaba el énfasis en las técnicas de entrenamiento que pudieran moldear y remodelar al trabajador para que llegara a cumplir con las exigencias de un trabajador especializado en la expansión de la economía (Bauer, 1952). Más aún, la expertise psicológica fue ampliamente utilizada al servicio de la pedagogía progresista para modelar las prácticas educativas y para la evaluación de los pupilos. En el mismo período, el estudio de las actitudes floreció brevemente y los tests psicológicos fueron ocupados para la selección de oficiales en el Ejército Rojo.

En la segunda mitad de la década de 1930, casi todas estas estrategias psi para el gobierno del factor humano fueron detenidas. Un decreto de 1936 del Comité Central del Partido Comunista abolió la pedagogía: la sala de clases debía ahora ser gobernada de acuerdo a un régimen de disciplina militar, formación de hábitos e instrucción jerárquica (Kozulin, 1984). La evaluación psicológica a través de tests en la Unión Soviética fue prohibida: los tests fueron catalogados como instrumentos burgueses reaccionarios diseñados para perpetuar las estructuras de clase y como contrarios a los principios de la reeducación, que era central en la práctica de la reconstrucción socialista (Bauer, 1952). Del mismo modo, se declaró que los cuestionarios actitudinales que concernían a las perspectivas políticas del sujeto, o que “sondeaban en el lado más profundo e íntimo de la vida, debían ser categóricamente prohibidos” (ibíd.: 111). Aunque después de la Segunda Guerra Mundial hubo sin duda un renacimiento de la psicología, el rol gubernamental de la expertise psi en las naciones comunistas durante la postguerra aún debe ser analizado. De los pocos estudios detallados de los aparatos locales del partido que están disponibles, hay poca evidencia de que los expertos psi fueron de mucha importancia en las relaciones “pastorales” entre las burocracias del Partido Comunista, a través de las cuales la vida cotidiana era regulada en los antiguos Estados comunistas de Europa del Este en el período que precedió a su colapso (Horvath & Szakolczai, 1992).

Si no discuto estas relaciones entre la gubernamentalidad no-li-beral y lo psi en estos ensayos, no es porque las considere insignificantes. Ciertamente no pretendo argumentar que los saberes y técnicas psi tienen necesariamente alguna simpatía o destino político, y menos aún uno liberal. El argumento que sigue tiene un alcance más limitado, pero que puede ser de mayor utilidad para entender los dilemas políticos y éticos que emergen hoy como eslóganes de la libertad y la autonomía a través de Europa Central y del Este, China y otras regiones que están en proceso de apertura a la penetración de la economía de libre mercado, las políticas culturales anticolectivistas y las tecnologías del consumo. Lo que deseo mostrar en estos estudios es que, en un período histórico y en un ámbito de dispersión geográfica particular y limitado, los lenguajes, las técnicas, las formas de expertise y los modos de subjetivación constitutivos de las democracias liberales modernas —ciertamente, del significado mismo de la vida—, han sido posibles y han sido moldeados por los modos de pensar y actuar que he denominado psi. De manera más decisiva, sugiero que lo psi se ha insertado en la forma y el carácter de lo que en nuestra política y nuestra ética tomamos por libertad, autonomía y elección, ya que, en el proceso, la libertad ha asumido una inevitable forma subjetiva.

Por lo tanto, y de manera más general, lo que está en juego en estos análisis es nada menos que la propia libertad: la libertad como ha sido articulada en normas y principios para organizar nuestra experiencia del mundo y de nosotros mismos, la libertad como se realiza en ciertas formas de ejercer poder sobre los demás, la libertad como ha sido expresada en ciertos fundamentos para practicar la relación con nosotros mismos (cf. Rose, 1993). ¿Cómo hemos llegado a definirnos, y a actuar hacia nosotros mismos, en términos de una cierta noción de libertad? ¿Cómo ha proporcionado la libertad el fundamento para todo tipo de intervenciones coercitivas en las vidas de quienes son vistos como desprovistos de libertad o como siendo, ellos mismos, una amenaza para la libertad: los pobres, los sin hogar, los locos, los peligrosos o los vulnerables? ¿Cuáles son las relaciones entre las racionalidades y técnicas de gobierno que han intentado justificarse a sí mismas en términos de libertad, y aquellas prácticas del sí mismo reguladas por normas de libertad?

Estos estudios sugieren que al menos una de las características centrales de la emergencia de este régimen contemporáneo del individuo libre, y de las racionalidades políticas del liberalismo para las cuales la libertad es tan preciada, ha sido la invención de una gama de tecnologías psi para gobernar a los individuos en función de su libertad. La importancia del liberalismo como ethos de gobierno más que como filosofía política no radica, por tanto, en el hecho de que reconoció, definió o defendió primero la libertad como un derecho de todos los ciudadanos. Su significación, más bien, es que por primera vez las artes de gobierno fueron sistemáticamente vinculadas a la práctica de la libertad y, por extensión, a las características de los seres humanos como potenciales sujetos de la libertad. Desde este punto en adelante, para citar a John Rajchman, los individuos “deben querer hacer su parte en el mantenimiento de los sistemas que los definen y delimitan, deben jugar su rol en un ‘juego’ cuya inteligibilidad y límites dan por supuestos” (Rajchman, 1991: 101). Las formas de libertad que habitamos hoy están intrínsecamente ligadas a un régimen de subjetivación en el cual los sujetos no son meramente “libres de elegir”, sino obligados a ser libres, a comprender y a poner en práctica sus vidas en términos de elección en condiciones que limitan sistemáticamente las capacidades de tantos para dar forma a su propio destino. Los seres humanos deben interpretar su pasado y soñar su futuro como resultado de decisiones personales tomadas o de decisiones aún por tomar, aunque sea en un estrecho rango de posibilidades cuyas restricciones son difíciles de discernir porque forman el horizonte de lo que es pensable. Sus decisiones son vistas, a la vez, como la realización de los atributos de ese sí mismo que puede elegir —expresiones de su personalidad— y el son reflejo del individuo que las ha tomado. La práctica de la libertad aparece solamente como la posibilidad de la máxima autorrealización del individuo activo y autónomo.

Mientras que en el siglo XIX la psicología inventó al individuo normal, en la primera mitad del siglo XX fue la disciplina de la persona social. Hoy, los psicólogos elaboran complejas técnicas emocionales, interpersonales y organizacionales a través de las cuales las prácticas de la vida cotidiana pueden ser organizadas en función de una ética del sí mismo autónomo. Correlativamente, la libertad ha llegado a significar la realización de los potenciales del sí mismo psicológico en, y a través de, actividades mundanas de la vida cotidiana. Aquí, la significación de la psicología es la elaboración de un saber-hacer de este individuo autónomo que lucha por autorrealizarse. Así, la psicología ha participado en la remodelación de las prácticas de aquellos que ejercen autoridad sobre otros —trabajadores sociales, gerentes, profesores, enfermeros—, alimentando y dirigiendo estas luchas individuales de las formas más apropiadas y productivas. La psicología inventó aquello que podemos llamar terapias de la normalidad o psicologías de la vida cotidiana, las pedagogías de la autorrealización diseminadas en los medios de comunicación masivos que traducen los enigmáticos deseos e insatisfacciones del individuo en formas precisas de inspeccionarse a sí mismo, de considerarse a sí mismo y de trabajar sobre sí mismo para alcanzar el potencial propio, ser felices y ejercer la autonomía. También dio origen a una gama de psicoterapias que buscan permitir a los seres humanos vivir como individuos libres subordinándose a una forma de autoridad terapéutica: para vivir como un individuo autónomo debes aprender nuevas técnicas para comprenderte y actuar sobre ti mismo. Así, la libertad es puesta en acto sólo al precio de confiar en los expertos del alma. Hemos sido librados de las prescripciones arbitrarias de las autoridades religiosas y políticas, permitiendo con ello una gama de diferentes respuestas a la pregunta por cómo debemos vivir, pero hemos sido atados a una relación con nuevas autoridades que son más profundamente subjetivantes en cuanto parecen emanar de nuestros deseos individuales de satisfacernos a nosotros mismos en nuestra cotidianidad, de construir nuestras personalidades, de descubrir quiénes somos realmente. A través de estas transformaciones hemos “inventado nuestros sí mismos”, con todos los ambiguos costos y beneficios que esta invención ha implicado.

La estructura de este libro

¿Cómo debería hacerse la historia del sí mismo? En el primer capítulo de este libro sostengo que no deberíamos responder esta pregunta escribiendo una historia de la persona donde la individualidad y el individualismo funcionen como eventos claves en una transición a la “modernidad”, ni donde nuestro estado actual represente el momento de una transformación histórica fundamental similar en la forma del ser persona. Más bien, sugiero una aproximación que denomino “genealogía de la subjetivación”, una genealogía de nuestro moderno régimen del sí mismo —de nuestra “relación con nosotros mismos”—que toma la interiorizada, totalizada y psicologizada comprensión de lo que significa ser humano, como el lugar de un problema histórico. Propongo una aproximación a la analítica de esta relación con nosotros mismos que se enfoque en las prácticas al interior de las cuales los seres humanos han sido abordados y localizados. Esta analítica avanza a través de una serie de vías ligadas entre sí: problematizaciones, tecnologías, autoridades, teleologías y estrategias. Sostengo que los regímenes de subjetivación son heterogéneos y que esta heterogeneidad es significativa en relación a sus modos de funcionamiento. La heterogeneidad y la incrustación práctica de los regímenes de subjetivación nos permiten dar cuenta de la omnipresencia del conflicto, la agencia y la resistencia sin postular alguna subjetividad o deseo esencial. También hago algunas sugerencias sobre cómo una genealogía de la subjetivación puede conceptualizar el material humano sobre el cual la historia escribe, proponiendo algunos elementos de una mínima, débil o delgada concepción del ser humano.

Recientemente ha habido una especie de renacimiento de trabajos históricos sobre psicología realizados bajo diferentes auspicios teóricos. En el Capítulo 2, defiendo un abordaje particular de la historia de la psicología que llamo “historia crítica”. Propongo que una historia crítica es una que nos ayuda a pensar sobre la naturaleza y los límites de nuestro presente, sobre las condiciones bajo las cuales aquello que tomamos por verdad y realidad ha sido establecido. La historia crítica perturba y fragmenta, revela la fragilidad de aquello que parece sólido, la contingencia de aquello que parece necesario, las raíces mundanas y cotidianas de aquello que reclama alta nobleza y desinterés. Nos permite pensar contra el presente, en el sentido de explorar sus horizontes y sus condiciones de posibilidad. Sus objetivos no son predeterminar el juicio, sino hacer el juicio posible. En este capítulo, contrapongo mi perspectiva sobre las relaciones entre lo psicológico, lo social y lo subjetivo a otras aproximaciones recientes a la historia de la psicología, la sociedad y el sujeto, argumentando que la psicología no debe ser vista como un efecto o instrumento del poder, sino como un dominio que está “disciplinado” en relación con ciertas prácticas y problemáticas de gobierno, que por su epistemología depende de ciertas formas institucionales y regímenes de juicio relativos a la conducta humana, y que, en tanto constituye un “saber-ha-cer”, hace posible ciertos “efectos de poder”. La psicología y todos los saberes psi han jugado un papel significativo en la reorganización de las prácticas y técnicas que, durante el siglo XX, han vinculado la autoridad a la subjetividad, especialmente en las políticas liberales y democráticas de Europa, Estados Unidos y Australia.

Los críticos radicales frecuentemente suponen que la psicología está comprometida con el “individualismo” y que es, por lo tanto, una ciencia “antisocial”. En el Capítulo 3, argumento que la psicología es una ciencia profundamente social y que, incluso en sus aspectos más “individualistas”, debe ser conectada al campo de lo social. Como el capítulo previo demuestra, la psicología es social, primero, porque la verdad es un fenómeno constitutivamente social. Pero también es social en un segundo y correlativo sentido, dado que su nacimiento como disciplina diferenciada —su vocación y su destino— está íntimamente ligado a aquellas formas de racionalidad política y tecnología gubernamental que han dado nacimiento a aquel dominio de nuestra realidad que llamamos “social”: seguridad social, trabajo social, protección social. Es este vínculo entre psicología y gobierno social el que es explorado en este capítulo.

Si es el caso que diversas prácticas, técnicas y formas de juicio que conciernen a los sujetos humanos han llegado a ser “psicologizadas”, ¿cómo debe esto ser entendido? En el Capítulo 4, propongo el concepto de téchne para pensar acerca de los modos en que la psicología ha penetrado en una amplia gama de “tecnologías humanas”, vale decir, de prácticas que buscan lograr resultados en términos de conducta humana, como reforma, eficiencia, educación, cura o virtud. Este capítulo examina algunas de estas tecnologías y avanza hacia una clasificación de ellas. Sostengo que los modos psicológicos de pensamiento y acción han llegado a sostener —y luego a transformar— una serie diversa de prácticas para lidiar con las personas y la conducta que eran previamente pensadas y legitimadas de otras maneras.

Por supuesto, mientras que la psicología fue formada como una disciplina y una especialidad en el siglo XIX, las reflexiones acerca de la psique humana tienen una historia mucho más larga. Entonces, ¿qué es lo que diferencia a las ciencias psicológicas nacidas en el siglo XIX de aquellos discursos acerca del alma humana que las precedieron? ¿Cómo se vincula esta diferencia con otros acontecimientos sociales y políticos? ¿Qué produjo su “disciplinamiento”: el establecimiento de departamentos universitarios de psicología, programas de grado, laboratorios, revistas académicas, cursos de formación, asociaciones profesionales, estatus especializados de empleo, etc.? En el Capítulo 5, desarrollo la hipótesis de Michel Foucault acerca de que todas las disciplinas que llevan el prefijo “psi” o “psico” tienen su origen en lo que él denomina una inversión del eje político de la individualización. Es por ello que examino el rol de las ciencias psicológicas como técnicas para el disciplinamiento de la diferencia: individualizar a los seres humanos a través de la clasificación, de la calibración de sus capacidades y conductas, de la inscripción y fichaje de sus atributos y deficiencias, de la administración y utilización de su individualidad y variabilidad.

Sin embargo, como he subrayado, la psicología tiene una vocación mucho más amplia que una simple “ciencia del individuo”. En el Capítulo 6, examino los vínculos entre la psicología social y la democracia. La psicología social escrita entre las décadas de 1930 y 1950 refiere frecuentemente a la democracia. Estas referencias a la democracia son más que adornos retóricos. Gobernar a los ciudadanos democráticamente significa gobernarlos a través de sus libertades, sus elecciones y sus solidaridades, en vez de a pesar de ellas. Quiere decir transformar a estos sujetos —sus motivaciones y sus interrelaciones—, desde sitios potenciales de resistencia, en aliados del gobierno. Significa reemplazar la autoridad arbitraria por aquella que permite una justificación racional. La psicología social, como un complejo de saberes, profesionales, técnicas y formas de juicio, está ligada constitutivamente a la democracia en tanto modo de organizar, ejercer y legitimar el poder político. Sugiero, entonces, que las políticas democráticas liberales producen algunos problemas característicos para los cuales las tecnologías intelectuales y prácticas comprendidas por la psicología social pueden prometer soluciones.

¿Qué pasa entonces con nuestros regímenes contemporáneos del ser persona? ¿Cómo se relacionan con las mutaciones actuales en el campo del gobierno? En el Capítulo 7, considero los modos en los cuales la importancia actual de las preocupaciones sobre el sí mismo están ligadas a la emergencia de una serie de programas y técnicas políticas que buscan gobernar de nuevas maneras; no mediante la “sociedad”, sino a través de las elecciones educadas e informadas de ciudadanos, familias y comunidades “activas”. Estos modos de gobierno otorgan nuevos poderes y roles a las autoridades y los expertos, y gobiernan el ejercicio de la autoridad experta de nuevas maneras. Buscan operar en concordancia con nuevas formas de entendernos a nosotros mismos, las que subjetivan en términos de proyectos de autopromoción de las personas y sus familias, y que instrumentalizan los deseos para la maximización de las formas cotidianas de existencia en términos de estilos y calidad de vida. La valoración ética de algunas características de la persona —autonomía, libertad, elección, autenticidad, emprendimiento— necesitan ser entendidas en términos de las nuevas racionalidades de gobierno y las nuevas tecnologías para la conducción de la conducta. En este sentido, una historia crítica de la psicología está ligada no sólo a una analítica de nuestro régimen del sí mismo, sino también a la pregunta ética por los costos y beneficios de nuestras actuales relaciones con nosotros mismos y de las estrategias que podemos inventar para gobernar a otros, y a nosotros mismos, de otra manera.

En capítulo final de este libro, regreso a la pregunta por la “subjetividad” misma y cómo podría ser pensada de manera diferente, perturbada o desestabilizada. Como he sostenido, los discursos que han abordado a la persona son más que “representaciones” de una realidad subjetiva o de creencias culturales. Han constituido un cuerpo de reflexiones críticas acerca del problema del gobierno de las personas en concordancia con, por un parte, su naturaleza y su verdad y, por la otra parte, con las exigencias del orden social, la armonía, la tranquilidad y el bienestar. Ellos han establecido una serie de normas de acuerdo a las cuales las capacidades y las conductas del sí mismo han sido juzgadas, pero también han constituido regímenes cambiantes de significación a través de los cuales las personas pueden otorgarse significado a sí mismas y a sus vidas, y que son manifestados en técnicas para el modelamiento y la reforma del sí mismo. Mientras que muchos han anunciado la “muerte del sujeto” y han propuesto modelos alternativos de subjetividad, nadie ha sido tan provocativo como Gilles Deleuze y Félix Guattari. En este capítulo, después de discutir algunas teorías sobre la construcción lingüística o narrativa de la subjetividad, propongo una concepción de la subjetivación en términos de una serie de “pliegues” de la exterioridad, ellos mismos ensamblados y maquinados en dispositivos particulares. Sugiero aquí que lo psi ha jugado un rol fundamental en los pliegues a través de los cuales hemos llegado a narrarnos a nosotros mismos en la actualidad. Un análisis de estos “pliegues” psicológicos tiene cierto alcance para permitirnos comprender cómo, en tanto habitantes de esta particular zona espacio-temporal, hemos sido llevados a reconocernos a nosotros mismos como sujetos de la “libertad”.

3 El autor habla de family resemblance, aludiendo a la noción wittgensteiniana de “parecidos de familia” [N. de los E.].

4 El autor se refiere a la máxima freudiana Wo Es war, soll Ich werden, donde el “Yo” y el “Ello” (además del “Superyó”) constituyen la estructura del aparato psíquico en la segunda tópica de Freud, la cual amplía la primera tópica basada en las categorías de consciente, pre-consciente e inconsciente. La máxima puede entenderse como una descripción general del proceso de subjetivación. Siguiendo a Freud, este proceso surge del esfuerzo de regulación que persigue el Yo, en referencia constante al mundo exterior, sobre el Ello, aquella instancia donde reina lo pulsional sin restricciones [N. de los E.].

La invención del sí mismo

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