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MARÍA DE NAZARET
EN EL CORAZÓN ARDIENTE
DE LA ALIANZA

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ANNE-MARIE PELLETIER


Todo el mundo sabe que la Virgen María está asociada, en el corazón de la Iglesia, a una inmensa tradición espiritual que medita su figura, canta la gracia de su persona, celebra su participación en la obra de la salvación y encuentra apoyo en su acompañamiento materno. Las figuras más insignes de la historia cristiana van a la par de los creyentes más humildes en una igual confianza y piedad filiales hacia aquella a la que el Concilio de Éfeso declaró solemnemente theotókos. No obstante, sin disminuir esta realidad que forma parte del patrimonio cristiano, no es impropio regresar a la fuente de la fe y de la piedad, o sea, al testimonio de la Escritura. Se sabe que, por su sobriedad, tal testimonio contrasta increíblemente con la superabundancia o, mejor, con la exuberancia de la teología y de la piedad marianas.

El hecho es que la presencia de María en el relato evangélico es parsimoniosa y discreta. Se trata de una paradoja evidente que sería lamentable pasar por alto y que no nos interrogara. Tal vez se podría llegar a un conocimiento mayor de María. Y se podría también llegar a superar el malestar que sienten hoy algunos cristianos con relación a una cierta espiritualidad mariana. En realidad, la exaltación de la Virgen María está muy lejos de proteger de la misoginia. Prueba de ello son los muchos discursos que contraponen a Eva –débil y tentadora, que representa a la mujer de siempre– con la Virgen pura y santa, constituida en modelo de una feminidad hecha de obediencia, servicio y anonadamiento, modelo del que los hombres han abusado ampliamente.

Recordemos brevemente algunos elementos de los documentos escriturísticos. Es un dato que los evangelios de Lucas y de Juan mencionan a María en dos momentos decisivos del relato evangélico. Se la presenta desde el comienzo en Lucas, en la anunciación y en la visitación, y, en Juan, al inicio del ministerio público, con la boda de Caná. Y después se la menciona de nuevo en el momento final de la pasión, cuando en Jn 19,25-27 se refieren las palabras de Jesús que entregan al apóstol Juan en manos de María y confían a María a Juan. El inesperado apelativo que se utiliza en el cuarto evangelio refiriéndose a la madre de Jesús como «mujer» (gyné) subraya la puesta en juego teológica que se atribuye aquí a su presencia. Después de la resurrección, el libro de los Hechos de los Apóstoles indica su presencia en la sala superior, donde se produce la efusión del Espíritu Santo. Pero, más allá de estas referencias, el corpus mariano no está hecho sino de breves menciones puestas en labios de adversarios, que tienen la intención de desacreditar a Jesús haciendo notar que no es más que «el hijo de María» (Mt 13,55 y par.).

A ello hay que añadir el episodio en el que Jesús reacciona a la pregunta de su madre y de sus «hermanos», que han venido a hablar con él: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,46-50 y par.). Su respuesta, que suele considerarse brutal, es en realidad muy instructiva por el desplazamiento que introduce: «El que haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». La afirmación es confirmada en Lc 11,27-28, cuando Jesús rechaza las palabras de una mujer que celebra el vientre materno que lo llevó, desplazando nuevamente la bienaventuranza hacia «los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»: lejos, por tanto, de consideraciones sobre la maternidad física de María. Estos últimos hechos, seguramente desconcertantes, encierran, sin embargo, una lección importante: la identificación de María, la explicitación de su papel y de su preeminencia en el misterio de la salvación pueden crear malentendidos. Invitan, pues, a utilizar la prudencia y a prestar atención.

«¡Bendita tú entre las mujeres!»: este apelativo dado a María por Isabel, que conoce el secreto de su prima mientras ella misma recibe la gracia de un nacimiento imposible, tiene que llamarnos nuevamente la atención. La expresión es magnífica, pero debe entenderse correctamente, es decir, absteniéndonos de la interpretación según la cual ella, «única entre las mujeres, supo agradar a Dios», como consideraba un autor del siglo V y como ha sobreentendido una larga tradición. El texto evangélico, tanto en su versión griega como en la latina, la designa bien como aquella que se encuentra «entre», «entre las mujeres», que halla su lugar en el nutrido cortejo de las generaciones femeninas que se suceden desde que el mundo es mundo. Y, como es natural, en ese contexto, María se encuentra cerca de sus contemporáneas, parientes, vecinas, amigas, que viven al ritmo de una aldea de la Galilea del siglo I. A nuestra memoria histórica le cuesta hacer revivir estas vidas de mujeres, tan destinadas como están, culturalmente, a la anulación. Exegetas e historiadores se esfuerzan hoy por restituir algo de ellas, algo que, sin embargo, no va más allá de lo que dice alusivamente el Salmo 128: «Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa».

Y, sin embargo, en el caso de María, esta humilde condición es arrebatada a la banalidad. En primer lugar, porque esa vida escondida, en la que nada parece digno de particular atención, lleva a tocar el misterio de la encarnación del propio Jesús, descrito en Gál 4,4 como «nacido de mujer», que se hace cercano a la condición humana en su mayor modestia. En segundo lugar, porque en el relato evangélico resuenan importantes referencias bíblicas que vinculan a María con las mujeres de Israel cuya memoria conserva y celebra la Escritura. La presencia de Isabel, la estéril que da a luz en su vejez, inscribe desde el comienzo en el evangelio esa historia femenina que sirve de apoyo al cumplimiento del designio de Dios. Del mismo modo lo hace el Magnificat, que retoma las palabras de Ana, madre de Samuel. Así, María aparece al término de una larga descendencia de mujeres que, partiendo de las matriarcas y pasando por Rut, Judit, Ester y muchas otras, concibieron con el poder de Dios las generaciones de Israel, o que, con ese mismo poder, fueron las garantes del futuro del pueblo en los momentos de peligro.

Por último, María es evocada en las palabras que la asocian a la Hija de Sion, cuyos rasgos son exaltados anticipadamente por la tradición profética a partir del exilio, asociándola a la obra de salvación que Dios va a realizar. Y es eso lo que expresa el saludo del ángel en la anunciación, donde el término griego jaire debe entenderse como un «alégrate» que retoma Sof 3,14; Zac 9,9 y también Jl 2,21-33, invitando a la Jerusalén mesiánica a la alegría de saberse revestida por Dios con las vestiduras de la salvación. Esta vez es evidente: la figura de María trasciende las generaciones femeninas de Israel para igualarse al pueblo entero engendrado por Dios en la santidad a partir del pequeño resto que se ha mantenido humildemente en la esperanza.

Por tanto, se puede celebrar a María como el verus Israel, en el sentido de que todo aquello que la define es, de hecho, cumplimiento de la vocación del pueblo elegido. Así, María es colocada como ningún otro ser humano en el corazón ardiente de la alianza, allí donde Dios conduce al punto extremo su voluntad de salvación para la humanidad y allí donde esta humanidad accede a una justicia que da cumplimiento a su verdad divina. Lo mismo sucede cuando María da su consentimiento al inaudito anuncio del ángel definiéndose a sí misma como sierva, como la «esclava del Señor». Lejos de una interpretación negativamente servil, sabemos que este es el mismo título que Moisés recibe de Dios y que conserva hasta Ap 15,3, y es también el título dado al rey David, y, naturalmente, al pueblo, que, según la palabra de los profetas, tiene tanta dificultad para honrarlo en la historia del Antiguo Testamento. La humildad asociada a la palabra «esclava» halla a su vez su verdadero significado a la luz de la revelación: antídoto del orgullo que conduce a la muerte, es aquello a lo que el Dios de Israel ha exhortado continuamente a su pueblo, enseñándole que esa es la vía principal, el arma de verdadero poder, que confunde y derrota a los soberbios. Bien lo expresan las palabras del Magnificat, que celebran al Dios que «derriba del trono a los poderosos».

María es más que nunca verus Israel como «aquella que escucha». También en esto realiza, o sea, lleva a plenitud, la tarea confiada al pueblo de la alianza en el Shemá, Israel (cf. Dt 6,4); ella, que sabe percibir la voz de «sutil silencio» del ángel de la anunciación. Y es justamente sobre esta «escucha» sobre la que Jesús pone el acento para rectificar la bienaventuranza que exalta el vientre que lo llevó. Ahora, escuchar es también conservar la palabra recibida, como hace María en Lc 2,19 y 51, dando cumplimiento al mandato que define de igual modo la vocación de Israel en la tradición deuteronómica. Y, por último, escuchar y conservar es creer, actitud que Isabel reconoce como mérito a María: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45).

Justamente, sobre este acto de creer pone el acento el evangelio de Lucas en dos ocasiones. Un creer que debemos interrogar y contemplar, preguntándonos cómo María creyó debidamente. En efecto, no habría que eludir la pregunta con el pretexto de que, en cuanto Madre de Dios, concebida sin pecado, María debe de haber vivido con una amplitud de mirada que le ahorró la oscuridad de la fe y que, finalmente, la dispensó de creer.

No es así como los evangelios la evocan. Por el contrario, desde la anunciación, que suscita su pregunta: «¿Cómo es posible?», su vida está sembrada de estupor. El relato de la natividad en Lucas la describe mientras conserva en su corazón el recuerdo de realidades un tanto desconcertantes. ¿Cómo se puede pensar que las palabras de Simeón durante la presentación del niño en el Templo no hayan suscitado su perplejidad? Perplejidad que se expresa claramente en el episodio en que Jesús adolescente permanece en el Templo mientras sus padres han partido de nuevo. La frase: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?», no queda para nada aclarada con la enigmática respuesta de Jesús, que dice tener que ocuparse de las cosas de su Padre. El texto comenta sobriamente que María «conservaba todo esto en su corazón».

Y también, ¿cómo imaginar la prueba vivida por María durante los treinta años de vida oculta de Jesús, que parecen anular todo lo que ella había oído profetizar sobre su hijo? Y durante ese largo período, ¿no experimenta María tal vez el misterio de la kénosis de Jesús tal como lo explicita el himno de la carta a los Filipenses? Y más aún cuando esta kénosis culmina en el Gólgota. ¿Hemos de creer que a la madre se le ahorró el desconsuelo del hijo: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»? Lo cierto es que María permanece allí, presente hasta el final. Stabat mater. Permanece allí toda la noche, en la prueba de la contradicción, «poniendo juntas» –según el propio significado de la palabra griega symbállousa, de Lc 2,19– la evidencia del fracaso absoluto y la confianza sin palabras de que Dios salva, también en esa pérdida.

Esta es la fe del «corazón sensato» de María, según la expresión de Prov 14,33, que es también el corazón que Salomón pedía a Dios en su oración (1Re 3,9). Y es por este corazón –que escucha y conserva, que se adhiere al designio escondido de Dios, aunque en medio de las tinieblas, que parecen desmentirlo– por el que Jesús es engendrado. Y es esta fe por la que María engendra a la Iglesia: una fe valiente, resistente, que afronta el desplome de todas las imágenes idolátricas de Dios que la cruz contradice y denuncia. Así, viviendo y engendrando desde esta fe, María de Nazaret trasciende completamente el modelo de feminidad que demasiado a menudo se le ha querido asignar. En esta mujer, asociada a la obra divina de la nueva creación de la humanidad, como la cantaba san Anselmo, la Iglesia entera está invitada a reconocerse maternalmente engendrada para llevar al presente oscuro en que vivimos el testimonio de la victoria del Resucitado, a pesar de todas las pruebas en contra.

Mujeres del evangelio

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