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Brindemos con vodka

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YO HABÍA AHORRADO MUCHO para este viaje y no podía darme mayor lujo que volar con la aerolínea más barata del mercado: Aeroflot, cuyo ticket de ida y vuelta era válido por varios meses sin recargo alguno, con el inconveniente de hacer muchas escalas. Yo sabía desde el comienzo que las 19 horas en este aeropuerto de Moscú serían lo más difícil a soportar. ¡Qué emocionante! Tendría casi un día para encontrar algunas musas moscovitas.

Moscú, ya por fin bajo tu cielo, se pierden mis pensamientos entre los laberintos del recuerdo y me traen a la memoria tantas lecturas soviéticas que siempre hablaban de tu blanco paisaje invernal. ¡Qué suave cae allá afuera, entre los muchos aviones sobre las pistas de aterrizaje, la nieve!

Así atravesaban mi mente algunas vagas ideas mientras afuera se veía correr una suave ventisca. Una amplia y familiar sonrisa reflejada en la vitrina gigantesca me distrae del paisaje y me ubica en el aeropuerto nuevamente. Que si soy peruana, como ellos, bienvenida a Moscú y a unirme al grupo... Sí, que ellos también son de Lima... No, ninguno de ellos sigue a Alemania... Que se van al Japón a hacer fortuna... Que no todos, los otros dos a Bélgica a un negocio ilegal de metales... Y las chiquillas no van, sino regresan de Italia, no las dejaron entrar al país por sospechosas... Que me ceden un asiento, bueno, ellos ilegales no más, señorita... Que junte mi equipaje al de ellos... Con confianza...

Sentados en ronda y en medio de algarabías y aprobaciones acuerdan hacer un brindis por el Perú. Con un vodka. Ahora comienzan a contarse anécdotas de lo que les ha sucedido alguna vez en el extranjero. Y mientras ellos, ayudados de gestos exagerados, grotescos aspavientos y palabrotas, dicen lo suyo, yo los oigo sin mayor atención. Luego de unas horas uno tras otro van acomodándose en los asientos para tratar de descansar hasta la salida de sus vuelos. Me alejo un tanto del grupo y regreso a contemplar lo de afuera. Las horas se acortan y me lleno de optimismo por el tiempo por venir.

Un hombre muy moreno con una vestimenta que me parece africana, una especie de túnica de color marfil con puños morados, se acerca y me pregunta, en inglés, si tengo un peine. Yo miro extrañada su tupida melena zamba y niego con la cabeza. Resignado pregunta sobre mi destino, y respondo Germany. Entonces sonríe y saca de debajo de su manta un puñado de moneditas. Son centavos alemanes. Me las obsequia. Yo le sonrío otra vez y agradezco. El hombre repasa ambas manos sobre sus cabellos y sin despegarme la mirada retrocede un poco y luego se aleja.

¡Qué episodio tan raro! Escribiré sobre el hombre misterioso de las monedas, que no sabía cómo peinarse, pensé.

Dias de un viaje. Fotorrelatos de una limeña

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