Читать книгу Por el Arte de los Quipus - Ofelia Huamanchumo de la Cuba - Страница 7

I

Оглавление

https://cronicacrimenmilenario.blog.com/2011/feb/8.html

Mi nombre es Covadonga Fombellida. Soy natural de la provincia de Burgos de España. Estuve hasta finales del mes de enero de este año de becaria privilegiada en estas tierras limeñas; hoy soy solo una presidiaria más en el penal de mujeres de Santa Mónica.

Esta crónica por entregas responde a la necesidad de contaros lo que fue mi vida antes de llegar aquí y daros mi versión en el torbellino de esta truculenta pesadilla que roza con el tríler cinematográfico y el psicosocial periodístico, típico de las democracias de papel latinoamericanas. Quiero también limpiar mi nombre, pero sobre todo deseo fomentar entre vosotros, los peruanos, el amor a los libros.

Yo nací en la localidad de Aranda de Duero. El lugar más apacible, hermoso e histórico de toda España. Allí crecí hasta que terminé la escuela. El bachillerato lo hice en la misma ciudad de Burgos, pues a mi padre le tocó la lotería —literalmente se sacó el gordo de las navidades de 1993— , y con el dinero obtenido decidió abrir un mejor camino para su hijas. Nos mudamos así a la capital de la provincia, donde mi padre montó un negocio, una librería-café, concentrado en libros de Literatura y Humanidades, y que contaba con una sección de anticuarios. En ese lugar fue donde se afianzó y completó mi pasión por los libros, que nunca pensé que tomaría dimensiones tan febriles. Con la apertura de la librería no solo me obsesioné con el hábito de la lectura, sino que no podía hacer nada sin un libro en la mano. Recuerdo que alcancé un punto en el que no podía por las noches conciliar el sueño si no leía, por lo menos dos horas, antes de apagar mi lamparilla. Y hasta llegué a cambiar mis muñecas de trapo por los libros, pues me gustaba dormir acurrucada a un ejemplar de mi colección de cuentos favorita. Las paredes de nuestra nueva casa en Burgos, por supuesto, se volvieron a llenar de estantes de libros, aunque no en las dimensiones como la casa de mi niñez. En la casa de Aranda de Duero teníamos incluso libros por las paredes de las gradas, en estantes escalonados, que mi padre había armado exclusivamente para la infraestructura del lugar. En el cuarto de baño del primer piso había estantes de plástico transparente donde guardábamos una colección de libros sobre peces, en distintas categorías, por tipo de agua, por regiones, por épocas del año, por utilidad culinaria, por producción industrial, etc. Como mi padre sufría de artritis mi madre tenía que llenarle a menudo la tina con agua hirviendo y con sus hojas secas de guayuba. Allí se quedaba, remojándose sin moverse, casi media hora algunos sábados antes de irse a la cama, leyendo sobre tiburones, truchas andinas, delfines que se comunican, etc. Otra cosa eran los libros del comedor, iban todos sobre cocina y vinos. Y después de la muerte del abuelo José, papá agregó un estante al espacio entre el comedor y la cocina para colocar los libros que heredamos de su colección de manuales de cetrería.

Aquellos tiempos de niñez, de lecturas inocentes, de libros tradicionales, fueron años felices. Mas las cosas empezaron a cambiar cuando nos mudamos a la gran ciudad. En Burgos yo no me atrevía a salir sola a la calle, tenía una especie de paranoia infundada, tal vez nacida de los terrores que me despertaban en pesadillas algunas historias que mi hermana mayor, María Concepción, solía contarme. Pero aunque suene a contradicción, únicamente encontraba refugio a esos miedos en la lectura, que me traía sosiego y me devolvía la calma. Mi situación psicológica mejoró —o empeoró, según lo veáis— con la llegada de la pubertad. Entonces me dio por escribir historias propias, al punto de hacerlo con compulsión. Cuando en mi habitación ya no había más lugar para los cuadernos que iba apilando al costado de mi mesa, yo misma bajaba a quemarles en la chimenea. Porque la casa de Burgos tenía una imponente chimenea, cuyo fuego vivo me trasmitía además mucha paz durante los fríos inviernos.

El crimen milenario, en cambio, del que voy a daros cuenta gracias a la paciencia de un servidor que transcribe mis apuntes y les tipea luego para este blog, comenzó en realidad el invierno pasado europeo, cuando ya me sentía una mujer fuerte y sin miedos, a pesar de mis apenas veinticinco años. Todo empezó cuando gané un concurso de ensayo histórico convocado por la Universidad de Navarra, donde estudié, cuyo premio era el financiamiento de dos meses de investigación en cualquier biblioteca de convento colonial de la América hispana. Me decidí entonces por el de San Francisco, en el centro histórico de Lima, porque además sabía de su excelente Archivo Histórico. Nunca me imaginé que sería una experiencia tan llena de vivencias extremas. ‘Cruzar el charco’, como decimos en España, era mi gran sueño como estudiante: venir a tierras americanas, a Latinoamérica, tierra de grandes poetas; quería venir concretamente al Perú. Y así vine a vuestra ciudad capital de Lima. Sigo pensando que fue un paso que volvería a dar varias veces al infinito, si tuviera varias vidas.

Confieso que yo victimé al señor Martín Saavedra Luján, pero sin premeditación ni alevosía. Por ello es que no puedo arrepentirme y os diré por qué. Mi proceder fue el fruto de un espontáneo impulso nacido de la rabia, y no de la codicia; soy bibliófila y acepto que nunca dejé de padecer el agudo cuadro de bibliomanía impulsiva con el que de hecho nací.

Por el Arte de los Quipus

Подняться наверх