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II

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n la ruta de vida libresca del ahora doctor Martín aparece la feria de libros usados del jirón Amazonas. Esa feria es permanente y se ubica en esa parte fea de la inconmensurable ciudad de Lima durante todo el calendario anual. Por esa riesgosa zona hay que ir con mucho cuidado, pues no faltan los malandrines, carteristas y rateros, e incluso asaltantes con navaja, que trabajan a sus distraídas víctimas al susto, sin quizás ser facinerosos o delincuentes de alta peligrosidad, sino decrépitos drogadictos que quieren una colaboración monetaria para su vicio implacable del día. Nada de eso desanima al doctor Martín a asomarse por esos lugares. Desde que se instaló la pintoresca feria en ese lugar, Martín la ha visitado siempre. La conoce bien. La feria es además de dimensiones que pueden recorrerse en unas dos horas, ya que debe contar a lo mucho con unos cincuenta stands de libreros.

Hoy, pocos días antes de las calurosas Navidades de 2010, el doctor Martín ha acometido la osadía de mostrarse por la feria de libros usados del jirón Amazonas en su mejor terno azul y con una camisa tan blanca y tan bien planchada que le sientan muy bien a su tostada piel trigueña y su oscuro pelo lacio con algo de flequillo sobre la frente, fuera de darle porte a su baja estatura y a su contextura gruesa. A pesar de haber estado los últimos años sin poder volver al Perú y quedarse ahora, en este soleado verano que se viene, en la gran Lima, el doctor Martín se siente muy seguro en aquel peligroso lugar, como si tuviera un par de corpulentos guardaespaldas que lo estuvieran siguiendo a pocos metros; pero no los tiene, con las justas lo acompaña su corta sombra esta cálida mañana. Y es que esa brillantez con que se luce en medio de ese alicaído paisaje citadino lo convierte en un personaje fuera de lugar; no pega; aunque sea verdad que en sus años de estudiante nunca nadie lo viera en zapatillas ni en jeans, y vistiera siempre pantalones de tela —que su padre, que era sastre, se los confeccionaba— además de llevar el calzado siempre brillante y con calcetines, por más que quedara con amigos para ir a la playa. Hay que decir también que Martín siempre ha caminado con una expresión de contento en la cara, así que esa seriedad, que pretende ponerle ahora a su rostro mientras merodea por la feria libresca, no le va.

La vieja costumbre limeña de vender y revender libros usados que uno podía ver en ferias ambulantes era algo que atraía al doctor Martín desde que sabía leer. En los últimos años de su apurada niñez, ya casi alcanzada la adolescencia, durante los meses de las vacaciones, Martín se iba con su lápiz bien tajado y su cuaderno impecable al puesto de libros usados que quedaba dentro del Mercado, una construcción fea de cemento con fachada verde, con los techos altos de calamina y llenos de moscas. Ahí se recogía en el sopor de las tardes veraniegas, cual monje en su monasterio, mientras toda la chiquillada de su edad jugueteaba por las veredas desniveladas del imperecedero barrio a la chapada, a las escondidas, al matagente, a san-miguel, o por último, alguno sacaba su monopolio y las chicas se iban por su lado a saltar la cuerda o la liga, o a pegarse a alguna pared para darle a los yaxes. A Martín le gustaba ir para el Mercado por pasarse en el establecimiento de libros usados gran parte de la tarde copiando citas de lo que no podía comprar con sus propinas esporádicas y que la caridad de la vendedora, su caserita, como él decía, le permitía hojear.

Martín había sido, pues, un lector voraz desde antes de ser un apremiado estudiante más de Humanidades en Lima. En su época de universitario, cuando tenía apenas diecinueve años, le empezaron a decir ‘el Ché’ porque era chato, chancón, chochera y chupacaña, lo que en buen castellano quería decir, respectivamente: de baja estatura, empeñoso en el estudio, buen amigo y entusiasta con el alcohol. Su apodo de ‘el Ché’ no tenía nada que ver con alguna ideología suya romántico-izquierdista, ni mucho menos guerillero-terrorista o siquiera política, no; aun cuando él lo dejaba en duda para crearse un hálito misterioso, sospechoso, ‘maldito’ —como diría él mismo— entre las sensuales estudiantes de Sociología. ‘El Ché’ ostentaba también entre la gente de la facultad el clásico título de ‘ratón de biblioteca’ y alguno lo llamaría incluso ‘ratón de feria de libros’. Y es que Martín, el Ché, no se perdía ni una feria anual de las especiales, bien en la explanada del Museo de la Nación, concentrada en libros de anticuario, o bien frente al Congreso de la República, cuyo tema siempre era —y es, hasta ahora— la Historia del Perú. Y ni qué decir de la Feria Internacional del Libro, que se llevaba a cabo por Fiestas Patrias. A ella asistía Martín religiosamente sin perderse una lectura, una performance, una instalación artística, un taller de creación, una conferencia, alguna presentación de libro o acaso tan solo una cola para hacer autografiar un ejemplar original de algún libro; en fin, todo lo que uno se imagina que pueda hacerse en una feria internacional de libros con los libros; aparte, eso sí, de comprarlos, que no era del todo lo suyo, porque el Ché pagaba casi exclusivamente por adquirir libros usados.

Si visitar las ferias callejeras de libros de segunda mano se convirtió en sus años universitarios en el pasatiempo favorito de Martín, ahora que estaba de visita por unas semanas en Lima, su ciudad natal, volvía a darse una vuelta por la feria del jirón Amazonas por otros motivos más serios. Desde hace diez años el doctor Martín no vive en su patria, el Perú. Los primeros cinco años se dedicó a sus estudios de postgrado en España. Luego decidió concentrarse en recorrer el mundo en congresos, encuentros internacionales, ferias, viajes de vacaciones, y hasta quizás estuvo poniéndose a prueba para ver si podía vivir sin el embrujo del sol peruano. Ahora, que ha vuelto a Lima, tiene una dura tarea: juntar cuanto libro tenga que ver con el proyecto de investigación sobre el mundo andino en el Perú colonial, en el que actualmente trabaja en la Universidad de Salamanca, en España, donde reside desde que se fue. Por eso, hoy el doctor Martín se pasea entre los libreros de la feria de libros usados del jirón Amazonas, pero uno de ellos lo ha cogido por sorpresa con una insolente pregunta.

Cuando Martín aún cursaba la secundaria, esa misma feria callejera del jirón Amazonas se ubicaba en una avenida más ancha, ruidosa y gris, de otro igual de populoso barrio de Lima: en la avenida Grau. Después, cuando Martín ingresó a la universidad, en algunas horas libres entre las controvertidas cátedras, a las que nunca faltaba y en las que no dejaba de intervenir, se iba con Tito, su compañero de estudios y amigo entrañable, en un bus directo hasta sus consabidos libreros de Grau, como los llamaban, que funcionaban corrido todo el año. Lo bueno era que cerca de ahí, justo detrás del Penal de San Jorge, estaba la cebichería La Jamancia, que era el mejor lugar para comer y hacer sobremesa hojeando los libros adquiridos. Además porque el camarero nipón, que en ese entonces los conocía, haciéndose el cojudo sin que el dueño lo notara y a cambio de una propinita miserable que valía lo que pesaba, les traía —no una sola vez, como correspondía, sino doble ración por cabeza— la cortesía de la casa por el consumo de una jalea: un chilcano de pescado, hirviendo, con su limón sutil y su rocoto.

Después de que cesaron los constantes apagones y atentados criminales de bombas terroristas en la Lima de esos años, y exactamente después de que con una aparatosa redada policial se destapara el controvertido escándalo del kiosko que comercializaba clandestinamente con literatura prosenderista, el alcalde de Lima reorganizó la feria permanente de la avenida Grau, o mejor dicho, la desapareció. Los libreros fueron empadronados y trasladados al lugar de ahora: al jirón Amazonas. No se sabe, si para bien o para mal. Por lo menos para Martín, que desde esa redada policial —de la que fue testigo— en la zona librera de la avenida Grau prefirió que lo dejaran de llamar ‘el Ché’, por si las moscas paramilitares antirrojas, que solían sospechar de la nada y arremeter, por inercia, contra cualquier ciudadano desprevenido. Esos años fueron de desesperanza para Martín. No se veía luz al final del túnel, y en la cruda realidad se la veía solo un par de horas al día, según los turnos del Programa de Racionamiento Eléctrico de la ciudad. Muchas noches Martín tenía que leer con vela en el estrecho comedor de su casa, en una larga mesa rectangular. Eso lo ponía a veces de mal humor, tan bonachón como iba siempre. Su paciente padre lo consolaba, le decía que no era culpa de nadie, sino del sistema. Que si no se vislumbraba ni un futuro para nadie era porque el Perú había caído en un remolino, era la mala suerte de ese momento. Que se diera por agradecido que siquiera tenían electricidad, cuántos grandes de la historia llegaron tan lejos estudiando con vela. Ninguna explicación consolaba a Martín. Solo la evasión que lograba con sus libros lo mantenía a flote en el naufragio de los jóvenes universitarios de su generación.

La nueva ubicación de la feria, que pasó de la avenida Grau al jirón Amazonas, ya no fue lo mismo para el Ché —insistía él en aquella época—, pues había que tomar no uno, sino dos buses bastante destartalados desde la universidad para llegar a los libreros, y no había dónde comer decentemente cerca de ahí, salvo unas salchipapas de carretilla o un pan con algo frito en aceite de varios días. A la feria callejera permanente del jirón Amazonas, Martín el Ché, iba con frecuencia en sus años universitarios porque, al contrario de lo que ofrecía el contingente de libros usados que se vendían también en todas las librerías viejas del centro de la ciudad, en aquella feria se podían encontrar libros raros. Una vez dio con un singular ejemplar empastado en cuero de conejo, titulado Libros de Horas y editado en 1916 en Madrid por la Biblioteca Corona, que contenía algunos sonetos y la égloga primera de Garcilaso de la Vega, que la tarde en que adquirió el ejemplar releyó casi a ojo cerrado. Oliendo la palpable vejez que exhalaba aquel pequeño libro y suspirando con la vista en el vacío, Martín declamaba de memoria, echado en el pasto con sombra de eucaliptos y jacarandás de los relajantes jardines de la universidad: “Cuántas veces durmiendo en la floresta, reputándolo yo por desvarío, vi mi mal entre sueños, desdichado, soñaba que en el tiempo del estío, llevaba por pasar ahí la siesta, a beber en el Tajo a mi ganado, y después de llegado, sin saber cuál su arte, por desusada parte, y por nuevo camino el agua se iba, ardiendo yo con la calor estiva, el curso enajenado iba siguiendo del agua fugitiva,...”. Y es que así solía quedarse dormido en el campus el Ché, con el aire suave de las tardes universitarias dándole en la cara. Aquellas lejanas siestas sosegadas fueron de un placer que Martín jamás volvería a gozar. Menos ahora, que no había podido conciliar bien el sueño por causa del ruido imparable que, cual tínitus, se le había quedado en el oído, repitiendo aquella pregunta que le hiciera el vendedor de la feria libresca y que rebotaba en su conciencia limpia como el eco sordo de una ineludible y vieja pesadilla.

En esta tarde, adormecedora por el calor, luego de regresar del jirón Amazonas al jirón de la Unión, frente a la Plaza San Martín, y quedarse descansando en el viejo Gran Hotel Bolívar donde se hospeda, el doctor Martín ha tenido un mal sueño durante la siesta, en la que cayó sin querer. Al despertarse sobresaltado se desorientó con la conformación del lugar, que no tenía nada que ver con el moderno dormitorio de su casa en España. Las habitaciones del antiguo edificio del hotel tenían un estilo de techos altos y muebles tipo Luis XVI, que acogían al ahora doctor Martín como a un turista en su propia ciudad. Echado en la cama todavía, mirando la lámpara barroca del velador tallado en fina madera oscura, no recordaba bien el hilo del confuso motor que había movido la acción truculenta de su sueño. Solo el repentino escalofrío que lo invadió le pareció enseguida malagüero y sobre todo el río cristalino que se le había aparecido en el sueño dejando ver unas cuerdas que arrastraba la corriente, a manera de algas, que se asemejaban a quipus prehispánicos en todos los colores. El río iba torciendo su apaciguado curso, como en la égloga garcilasiana, mezclándose con la pesada avalancha de libros de uno de los estantes de una enorme biblioteca medieval, que parecía venirse sobre él, como una catarata. Pero los libros no le caían encima, sino que caían al precipicio que a su costado se abría en la tierra y que se unía con las aguas claras del río desviado. Caían libros de todo tipo, sobre todo antiguos, con bordes dorados, con pastas gruesas, o encueradas, libros con folios de piel de animal y hasta en tamaños exagerados, con notas musicales, como los enormes libros corales del Convento de San Francisco. De cuando en cuando caían también por la irrefrenable catarata aquellas cuerdas con nudos, en colores chillones y fosforescentes, entre manuscritos coloniales del Archivo de la Nación, de pleitos judiciales con sellos y firmas pomposas. En medio de todo eso, mientras libros, quipus y folios sueltos caían al vacío, también se desprendían unas finas hojas de papel seda que protegían las antiguas ilustraciones de algunos ejemplares ancestrales, que él daba por incunables en su sueño. El doctor Martín logró ver entre esas ilustraciones algún arcángel trompetista pisoteando a varios machos cabríos de trinches diabólicos en las patas, o alguno que otro hortus conclusus con inmaculadas Madonas embarazadas con caritas sonrosadas, como las vírgenes chaposas de los cuadros de la Escuela Cuzqueña. Y fue esa última figura particular de su sueño, la de una virgen embarazada, la que lo llevó a su vez a rememorar una lejana visión que de pronto le vino a la memoria. Era la visión de esos segundos en los que se atrevió a hojear un libro singular de la biblioteca del profesor Estremadoyro, el viejo maestro que dictaba la mejor cátedra en todo Humanidades.

Cuando aquel profesor se acababa de jubilar, en diciembre del 99, se le ocurrió hacer un inventario de su biblioteca particular en las vacaciones de verano que se venían. Entonces convocó a un cierto número de alumnos recién graduados de Humanidades para entrevistarlos y elegir a algún asistente personal en tamaña tarea. Fue así como una tarde soporífera Martín el Ché, aguardaba ansioso su turno de entrevista en un sillón de cuero color café, en medio de la hermosa biblioteca en casa del viejo maestro, deseando que algo cambiara el curso de su vida, para bien, es decir, que le dieran esa chambita de asistente de biblioteca particular, o algo por el estilo, para poder devorar libros a discreción. Mientras ambicionaba esos ilusorios pensamientos y esperaba con gran expectativa, el profesor Estremadoyro se levantó pidiendo disculpas por unos minutos. Entonces el Ché no pudo vencer la irresistible tentación de aproximarse a uno de los prolijos estantes a verificar de cerca lo que parecía un incunable, uno de esos ejemplares que uno ha visto en alguna vitrina de alguna exposición en la Biblioteca Nacional del Perú, por ejemplo. El título no estaba impreso en la pasta, solo en el lomo, aunque ahora se hubiese borrado para siempre también de la memoria de Martín. Con las manos temblorosas logró abrir el ejemplar añejo y vio la impresión del año fechada en MDCXIII. Le llamó la atención el traslúcido papel de seda que sobresalía del borde y por eso ojeó por ahí. Sí, no se equivocaba, aquella vez el ché había visto esa virginal Madona embarazada, chaposa y cuzqueña, en versión casi de miniatura escolástica. ¿Habría sido aquel un códice hagiográfico, un confesionario colonial, un catecismo antiguo, un devocionario, un incunable europeo o uno de la Biblioteca Nacional o de algún convento virreinal?

Ahora, luego de despertar de la inquietante siesta en el Gran Hotel Bolívar, el doctor Martín pensó que tal vez terminar de soñar era más bien empezar la pesadilla que veía venírsele. Y ése fue el detonante que encendió su insomnio hasta extremos desasosegados, que mezclaban pensamientos moralistas y cívicos, con deseos abominables y execrables, y que lo hicieron recaer en su adicción a las pastillas para dormir. Y de nuevo le retumbaba en los oídos la voz del desenfadado vendedor de libros usados del jirón Amazonas ofreciéndole catecismos coloniales originales del siglo XVI, ¿de qué convento quisieras, amigo?

Por el Arte de los Quipus

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