Читать книгу Las chicas no lloran - Olivia Gallo - Страница 7
Áfrika
ОглавлениеNunca llegamos tan lejos. Otras veces nos alejamos un poco, a los barrios de los alrededores, pero esta vez dejamos atrás la ciudad, los cines, los supermercados y los edificios plateados que se amontonan sobre las avenidas como liendres.
Ahora estamos en la ruta. No sé cuál porque no tengo ni idea de rutas. No las puedo reconocer. Son todas iguales: árboles y pasto a los costados, luces de peajes a lo lejos, bultos de perros muertos en las banquinas. Son casi las cinco de la tarde y el cielo está nublado, lleno de nubes grises hinchadas como piñatas. Hace frío para ser verano. Viajamos con las ventanillas bajas: la de Jero casi toda, la mía, por la mitad. La radio está prendida pero se escucha con interferencia. No me acuerdo de la última vez que alguno de los dos dijo algo.
Hace un rato estábamos en Del Viso, en la quinta que alquilan sus viejos y los míos todos los veranos. Era mediodía y mi papá preparaba el asado. Nuestros padres y hermanos estaban en una punta de la mesa y nosotros dos, en la otra. Yo le rozaba la pantorrilla con una pierna. Me había puesto una crema que me dejaba la piel aceitosa. Me la había recomendado una amiga poco antes de que termináramos la secundaria. La usaba su hermana, una de las bailarinas de Tinelli. “Hace brillar la piel”, me había dicho, y yo, desde entonces, la había usado cuando lo veía a Jero para imprimir en su retina una imagen que me retratara como una chica de piernas brillantes y sedosas.
El asado terminó a eso de las tres. Nuestros viejos tomaron café y después todos se fueron a dormir la siesta. Nosotros seguíamos sentados en la mesa del patio. Ahí Jero me dijo que nos fuéramos. Yo tenía el celular en la mano. No lo miraba a él, sino a la pantalla, y pasaba fotos de un álbum de Facebook moviendo el pulgar hacia la izquierda.
A Jero le suelen dar esos ataques de querer irse. Casi siempre damos unas vueltas en el auto de su papá y terminamos en algún telo. Si estamos de buen humor vamos a alguno temático, pero la mayoría de las veces terminamos en el de siempre, uno bastante sobrio que tiene un nombre francés. Cogemos una sola vez y después hacemos lo que llamamos “vida de hotel”: nos bañamos en el jacuzzi, llamamos al servicio de habitación, pedimos cerveza y papas fritas de paquete, y nos tiramos en la cama a ver tele envueltos en batas blancas. Me gusta mirarnos en el espejo que está en el techo, encima de la cama. Parecemos un matrimonio viejo. Cuando está por terminar el turno, Jero siempre me propone que nos vayamos a vivir solos, a alguna casa en alguna playa, juntando sus ahorros y los míos. Todo suena muy lindo, pero no me lo creo. Al parecer Jero sí, porque siempre parece desilusionado cuando volvemos a la quinta.
Hoy estaba cansada. Planeaba acostarme en la cama y dormir una siesta, así que fingí que no había escuchado bien. Levanté un poco las cejas con la vista fija en el celular. Jero me agarró un brazo y lo bajó como si fuera una palanca. Fue bastante brusco, pero después se quedó sosteniéndome la mano y acariciándome los dedos. Con un tono de voz suave me dijo de nuevo : “Vamos”, y yo acepté.
Nuestros papás son amigos desde la primaria. Juntos vieron las primeras tetas, las de Moria Casán, en una obra de teatro de Gasalla en la calle Corrientes. Papá todavía se acuerda de Gasalla diciéndole al público: “Ya vienen las tetas, ya vienen”.
Juntos también vieron morir a un compañero del curso. Estaban yendo a almorzar después del colegio, cuando el chico cruzó corriendo una calle y un colectivo se lo llevó puesto. Papá todavía se acuerda del ruido hueco y del cuerpo del chico, con el pantalón gris y el blazer oscuro, rodando sin peso como si fuera un muñeco relleno de alpiste.
Jero y yo crecimos juntos. Mi papá dice que lo quiere como al hijo varón que nunca tuvo. Su papá y yo no tenemos la misma relación. Cuando era chica, hice algunos intentos para que nos lleváramos igual de bien; él era lo más parecido a un tío que tenía. Pero cuando le decía algo en la mesa, algún comentario casual y amigable, él me miraba como si recién me viera, como si se hubiera olvidado de que estaba ahí. No me contestaba porque tampoco parecía haberme escuchado. Solo me pasaba una mano por la cabeza y me despeinaba. Mi papá dice que aunque lo quiere mucho, lo siente distante, no del todo palpable. “Es como si tuviera una máquina de humo enfrente”, dice.
Pasamos muchas vacaciones de verano juntos en la quinta de Del Viso. Dormíamos uno al lado del otro, en unos colchones que nuestras mamás armaban en un cuarto muy chico con olor a humedad. Cuando siento ese olor en algún lugar, automáticamente pienso en Jero.
Jugábamos toda la tarde. Éramos malos como solo pueden serlo los chicos a esa edad. A veces el papá de Jero llevaba a su madre, una señora muy grande que había tenido un ACV y se pasaba todo el día sentada en una silla de plástico con una sonrisa torcida, sin hablar ni moverse. Cuando los adultos terminaban de almorzar y de tomar café, subían a sus cuartos a dormir la siesta y ella se quedaba sola en el patio. Con Jero nos poníamos enfrente y le hacíamos muecas. La vieja nos miraba con la sonrisa chueca y las pupilas como conejos perdidos que saltaban de Jero a mí.
Nos gustaba trepar árboles. Una vez nos acompañó mi hermana menor, que en ese momento tendría seis años. Casi siempre la excluíamos de todos nuestros planes, pero ese día, después de almorzar, mi mamá me había agarrado del brazo y se había inclinado sobre mí para decirme en voz baja y con los dientes apretados: “Ahora se llevan a tu hermana. Que no me entere de que la volvieron a dejar de lado”. Así que fuimos los tres a trepar el árbol más grande del jardín. Para mi sorpresa, mi hermana trepaba más rápido que yo, que avanzaba con precaución porque siempre tenía miedo de resbalarme. Me quedé atrás, mirando sus pies mientras ellos se burlaban de mi lentitud. Sentí tanto odio y vergüenza por culpa de mi hermana que rogué que se cayera. Y se cayó. Pisó una rama floja que se partió y cayó sobre el pasto con un brazo doblado. Por unos segundos los tres hicimos silencio y después mi hermana empezó a llorar muy fuerte. Jero y yo nos quedamos mirándola en silencio desde el árbol, hasta que apareció mamá y se la llevó en brazos.
De camino al hospital, mis papás me retaron. A Jero el papá le pegó tres cachetadas fuertes en la cara. Me lo contó al día siguiente. Me mostró cómo lo había hecho. Así. “Uno”, y me acarició el pómulo derecho con la palma de la mano. “Dos”. Hizo lo mismo sobre el pómulo izquierdo, esta vez con el dorso. “Tres”. Volvió a pasarme la palma por el pómulo derecho y la dejó ahí un instante. Nos miramos fijo. Él sacó la mano y me dijo: “Pero mucho, muchísimo más fuerte que eso”.
Estaba nublado y nos quedamos en el hueco de abajo de la parrilla, con los pies descalzos sobre los restos de ceniza. Yo le conté que había deseado que mi hermana se cayera justo antes de que pasara. “Creo que tengo poderes”, le dije, y Jero asintió, muy serio.
Cuando cumplimos dieciséis, Jero empezó a trabajar en Áfrika, el salón de fiestas infantiles que su papá tenía en Villa Urquiza. El trabajo consistía en ayudar a su primo, un chico de veintipico, a atender a la gente que hacía reservas. Iba después del colegio, a eso de las cuatro. Su primo casi siempre le avisaba una hora antes que no iba a poder ir. “No seas forro, no le digas a tu viejo. Bancame en esta.” Jero no contaba nada porque le convenía, porque entonces podía llevar a sus amigos a tomar cerveza, o a mí.
Ahí, en Áfrika, perdí mi virginidad. Apagamos todas las luces del salón y nos acostamos sobre una colchoneta del pelotero. Mientras Jero se movía encima de mí, yo miraba el techo del salón. Una pelota roja de goma espuma, probablemente lanzada por algún nene efusivo, se había enganchado entre las vigas. La miré todo el rato esperando que se cayera, esperando que pasara algo. Cuando terminamos, Jero limpió la colchoneta con las toallas de papel duras del baño.
Como tenía las llaves encima todo el tiempo, también íbamos a Áfrika de noche con los del curso, a hacer previas. Comprábamos fernet y vodka, y alguien siempre llevaba brownies locos o pepas. Nos metíamos en el pelotero a nadar entre las pelotas. Para el bajón nos comíamos la comida reservada para los cumpleaños, salchichas y pizzetas que quedaban en la heladera de la cocina.
Una noche, una vecina llamó al papá de Jero. Era raro que no hubiese pasado antes; ya habíamos hecho como quince previas. Si la música no hubiera estado tan fuerte, habríamos escuchado el auto del papá de Jero al estacionar en la puerta. Algunos ni siquiera escuchamos el ruido del portón cuando lo abrió. Yo me di vuelta cuando alguien paró la música y ahí lo vi, con los brazos en jarra y las piernas separadas. Se pasaba la lengua por el labio de abajo y parecía estar extrañamente tranquilo. “Es como si tuviera una máquina de humo enfrente.” Nos miró a todos, uno por uno. Cuando llegó a mí entrecerró los ojos, como hacía cuando yo era chica y le hablaba en los asados. Como si mi cara le sonara conocida y estuviera tratando de acordarse de quién era. Después dio grandes pasos hasta donde estaba Jero, al fondo del salón. Jero se cubrió la cara con los brazos, pero el papá lo agarró de la nuca y lo empujó por el salón hasta la calle. Escuchamos golpes y gritos.
Al día siguiente, un sábado, me tomé un colectivo hasta su casa. Cuando pasaban cosas así, el papá de Jero lo encerraba en su cuarto y no lo dejaba salir por una semana ni para ir al colegio. Le sacaba el celular y si llamaba a la casa y preguntaba por él, siempre respondía que no estaba. Así que directamente decidí ir a verlo. El papá me abrió la puerta. Tenía unas arrugas bien marcadas en el entrecejo, finas y onduladas como los ríos de los mapas. Yo casi ni lo saludé, fui directo al cuarto de Jero. Estaba a oscuras, acostado en la cama, pegado a la pared y de espaldas a la puerta. Sobre las paredes había pósteres de Led Zeppelin y Viejas Locas. También había un banderín de Flema que habíamos encontrado un día en la calle, sobre una baldosa floja. No giró cuando entré. Tenía un archipiélago de moretones verdes y violetas en los brazos. Dejé las cosas en el piso y me acurruqué contra su espalda. Jero se dio vuelta. “¿Por qué llorás?”, me preguntó mientras me acariciaba el pelo.
El día después de perder la virginidad, fuimos juntos a la Bond Street y nos compramos unas cadenas con unas placas de metal en las que hicimos grabar nuestros nombres: el mío en la de él y el de él, en la mía. La mía se rompió hace unos años, pero Jero sigue usando la suya.
Ahora, en el auto, mientras maneja suave pero decidido para alejarnos de la quinta, sostiene la cadena y se pasa la placa por la boca, como un tic.
En algún momento me quedo dormida. Cuando me despierto es de noche y seguimos en la ruta. Los árboles parecen sombras. A lo lejos hay un peaje. Le digo a Jero:
—Para mí que pasamos sin pagar.
Él me mira.
—Pensé que dormías —dice. Seguimos andando y cuando llegamos al peaje le pregunto adónde vamos. Se encoge de hombros.
—No vamos a volver —me responde, y de nuevo no le creo, pero no contesto nada. Hay varios autos delante de nosotros. Uno empieza a tocar la bocina y contagia a todos los demás. Los del peaje finalmente abren la barrera y nos dejan pasar.