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El lugar más seguro del mundo

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¿No es este el mismo mar,

y ya no jugaremos en él como antes?

“LOS TIBURONES”, DENISE LEVERTOV

“En caso de un ataque nuclear de Corea del Norte, Mar del Plata es el lugar más seguro del mundo.” Mora me dijo esto ayer, mientras hablábamos por Facetime. Ella está de vacaciones en la casa de su novio, en Viedma. Me llamó a eso de las siete de la tarde porque estaba aburrida. Su novio había salido a cortar leña. Al principio, como buena chica de ciudad, esas tareas campestres le habían divertido, pero poco a poco la fueron haciendo sentir excluida e inútil. Entonces ahora, cuando cae el sol, en vez de acompañar a su novio a cortar leña, arrastra una silla hasta al lado del horno —el único lugar de la casa donde el wifi funciona bien— y me llama por Facetime. Por lo general, hablamos entre veinte minutos y media hora. Ella extiende las conversaciones, me doy cuenta: alarga las despedidas preguntándome cosas que nunca, en nuestros diez años de amistad, me preguntó, como cómo están mis viejos, cuál es mi color preferido y si uso jabón perfumado para lavarme las axilas cuando me baño.

Ayer me preguntó si pensaba hacer algo en enero. Yo estaba acostada en el sillón, con la laptop apoyada en la parte baja del vientre, donde están los órganos reproductivos, algo que supuestamente no contribuye a la fertilidad por las radiaciones que emite la máquina. Le dije que capaz iba a Mar del Plata unos días. Una semana. Menos. Ella se rascó los ojos con los puños cerrados.

—¿Sabías que Mar del Plata es el lugar más seguro del mundo en caso de que Corea del Norte tire un misil? —me preguntó.

—No —le dije—. No sabía.

—Sí —dijo ella—. Leí que es el punto geográfico más lejano.

—Deberían incluir eso en las guías turísticas —le dije—: “La Feliz, el lugar más seguro del mundo en caso de un ataque nuclear”.

Mora no se rio. Estaba distraída, con la cabeza vuelta hacia la izquierda, mirando en esa dirección como si ahí hubiera algo, una ventana, algo que yo no podía ver.

Casi todos los veranos de mi vida los pasé en Mar del Plata. Durante mi infancia, mis abuelos maternos alquilaban una casa en un barrio residencial, una zona con muchas barrancas y coronas de novia en los jardines delanteros. Ellos se quedaban todo el mes; mis papás, mi hermana y yo íbamos por una quincena y, en general, pasábamos Navidad y Año Nuevo. La casa tenía un piso de mármol blanco salpicado de gris y sillones con distintos tapizados de flores. Dejaron de alquilarla después de que entraron a robarles una noche, mientras cenaban en un restorán del centro.

Los recuerdos más nítidos que tengo de la infancia son los de esos veranos en Mar del Plata. Me acuerdo de las tiendas de surf de la avenida Alem; de los fuegos artificiales que sonaban como bombas en las noches de las fiestas; de los perros grandes y bruscos que aparecían de repente a la mañana, asomando el hocico entre las rejas de las casas, cuando acompañaba a mi abuelo a comprar facturas para el desayuno; del pianista del hall del Sheraton, al que con mi abuela íbamos a ver tocar con los ojos cerrados “I Love you Baby”; de sentirme incómoda y salada al volver de la playa; de los pelos laxos alrededor de los pezones de mis tíos y de una cancha de paddle donde gané un partido y me dieron un trofeo de yeso que se rompió en el trayecto de vuelta a la capital.

Me acuerdo especialmente del verano de 2004, cuando fue lo del tsunami en Indonesia. Y pocos días después, pasó lo de Cromañón. Ese verano, mis familiares debatieron intensamente esos dos hechos. Elaboraban teorías complejas sobre esas muertes por agua y por fuego sentados en sillas blancas de mimbre, hundiendo los dedos de los pies en la arena fría de la sombra. Me acuerdo de algunas imágenes, fotos de las revistas Gente y Caras: una de una ola enorme cerrándose sobre sí misma, a punto de embestir un velero; otra de un chico con jeans y Converse sentado en la vereda afuera de Cromañón, con los codos apoyados en las rodillas y las manos en la cara.

Lo de Cromañón me impactó menos que el tsunami, quizá porque en esa época yo tenía nueve años y estaba lejos del mundo de las salidas nocturnas. Pensé en esa tragedia varias veces, años después, cuando veía cómo otros adolescentes como yo se apretaban a mi alrededor para entrar a un boliche que ya estaba lleno. Pero en ese momento me obsesionaba el tsunami. A veces, después de la playa o en los días nublados, mi papá me llevaba en auto hasta un ciber en la calle Güemes. Él revisaba mails de trabajo y yo buscaba videos o fotos del tsunami. En uno de los videos, una mujer nórdica, muy rubia y con la cara curtida por el sol, saludaba a la cámara que sostenía su marido unos minutos antes de que se formara la ola. Estaban en la playa y el agua había retrocedido mucho, más de lo normal. El marido filmaba la orilla y a su mujer de sonrisa bovina. Los dos comentaban lo raro que les parecía eso, el hecho de que el mar se hubiera retirado tanto, como si estuviera tomando envión. En otro video, un yanqui, desde un cuarto alto de hotel, filmó la ola arrastrando todo: autos, muebles grandes y pedazos de casas. Él, que parecía estar rodeado por sus hijos, decía: “We’re not going anywhere today”. Otro yanqui, un sobreviviente, en una entrevista que le hicieron después, contaba que había ido a Tailandia a bucear y que ese día había tenido un mal presentimiento al ver que no había peces: “Algo estaba por pasar, y los peces lo sabían”, dijo.

El micro salió de Retiro a las nueve en punto de la mañana. Viajé en el piso de arriba, en el asiento de adelante, frente a una ventana larga y ancha que parecía la pantalla de un cine. El día estaba claro y despejado, con un viento frío pero liviano que apenas movía las copas de los árboles. Pensaba leer durante el viaje, pero me distrajo la ruta 2: los colores del sembrado, las vacas que descansaban a la sombra de los carteles, los cables de alta tensión y los demás clichés del camino.

La terminal de Mar del Plata estaba cerrada por una protesta de maleteros, así que el chofer estacionó afuera, sobre una calle angosta tomada por los manifestantes y parrillas que largaban humo con olor a carne.

El taxista que me llevó hasta el departamento de mis abuelos me dijo que Mar del Plata no había cambiado nada desde que él había nacido:

—Yo soy de acá, ¿viste?, pero también viajo un poco, cuando puedo. Y siempre que voy a otro lugar, a Buenos Aires, ponele, me doy cuenta de que algo cambió desde la última vez que estuve. Alguna obra nueva hicieron, qué sé yo, sacaron algún paso a nivel, pusieron una torre de oficinas. Pero acá no, acá no cambia nada.

Íbamos subiendo por avenida Colón, llegando a la rambla, y me di cuenta de que tenía razón: sobre las veredas estaban los mismos almacenes, los mismos restoranes y las mismas casas de piedra gris con hortensias en la entrada que yo veía cuando era chica. Por su tono de voz, no pude darme cuenta si el taxista se lamentaba o si eso era algo con lo que estaba de acuerdo. Nos quedamos un rato callados. Después, tratándolo de usted, porque nunca tuteo a los taxistas, se lo pregunté:

—¿Sabe que Mar del Plata es el lugar más seguro en caso de un ataque nuclear de Corea del Norte?

Levantó la cabeza y me miró por el espejo retrovisor. Era pelado y tenía puestos unos anteojos de sol con lentes espejados color naranja.

—¿Cómo? —me dijo. Parecía entre sorprendido y preocupado, como si yo fuera un médico que le informaba una enfermedad rara y terminal.

—Nada, eso. Mar del Plata es el lugar que está más lejos de Corea del Norte, por eso, si tiran un misil desde ahí, este sería el lugar más seguro.

Me miró un rato más por el espejo retrovisor.

Nunca fui una de esas chicas sin miedo. De esas que avanzan por la vida como si el mundo fuese un gran supermercado lleno de ofertas accesibles y llamativas. Yo siempre tuve miedo, siempre tuve vergüenza. Siempre fui demasiado consciente de las posibles fallas de cualquiera de mis movimientos. Sobre todo en la infancia. No me trepaba a los árboles. No me subía a los juegos más arriesgados de la plaza. No me gustaban los parques de diversiones. En sexto grado, Ana Kaufman festejó su cumpleaños en el Parque de la Costa. Uno de los juegos era un recorrido a pie por una especie de cueva oscura, donde de repente aparece gente con máscaras. Su nombre era fácil y efectivo: “El camino del miedo”. En la entrada había un cartel que advertía: “Si usted tiene o tuvo problemas de corazón, el Parque de la Costa le aconseja no entrar a este juego”. El cartel me dio miedo. ¿Y si tengo un problema en el corazón y no lo sé? ¿Y si tengo una de esas enfermedades asintomáticas y termino muriendo en este juego estúpido, de la manera más humillante que pueda imaginar, asustada fatalmente por un universitario disfrazado, rodeada de todos mis compañeros de colegio? Decidí no entrar y la mamá de Ana Kaufman me acompañó a comprarme un helado de palito.

El único lugar donde no tenía miedo era en el mar. En el mar me iba lejos, me gustaba caerme en los pozos, me gustaba nadar con esfuerzo contra la corriente, me ponía de espalda para que las olas rompieran sobre mí como latigazos. Me sentía confiada y protegida. Pero después del tsunami ya no fue así. Ese verano me metí muy poco en el mar. No me importó que mi abuelo me explicara que en Argentina no pasaban cosas como los tsunamis, que esta costa no era la más linda del mundo, el mar era medio marrón y frío, pero era tranquilo, era manso. “Dios le dio a Argentina una naturaleza bastante amable”, me decía mi abuelo.

Llegué al departamento de mis abuelos pasadas las dos de la tarde. El taxista me dejó en la entrada del edificio y me cobró menos porque no tenía cambio. “Dejá, nena, está bien así”, me dijo.

Subí hasta el séptimo piso por el ascensor vidriado por el que se podía ver la calle Formosa y el estacionamiento del edificio, con algunos autos estacionados. Mi abuelo me abrió la puerta antes de que yo tocara el timbre, apenas escuchó el ruido del ascensor. “Llegaste”, me dijo. Estaba serio. Es difícil darse cuenta cuándo está contento y cuándo no, los gestos que hace para demostrar ternura no tienen que ver con caricias ni con exclamaciones de afecto. Cuando tenía entre tres y seis años y me quedaba dormida en la playa, a la sombra, él cercaba la zona usando las sillas de mimbre para que la arena no me molestase y le pedía a todos los que estuvieran alrededor que se callaran.

Cuando lo saludé, me pareció que estaba más viejo: los pliegues de la cara, esos que están alrededor de la nariz y los ojos, y los lóbulos de las orejas le colgaban como cera derretida.

“Te dejé algo para que almuerces”, me dijo, y me señaló una fuente de fideos con tuco que estaba sobre la mesada. Le agradecí y fui a dejar la valija.

El departamento es grande, debe tener cuatro o cinco cuartos. Lo alquilan por dos meses, enero y febrero, y durante ese tiempo reciben, aproximadamente, entre amigos y familiares, a trece o quince personas en total. Durante las cuatro noches que yo me quedaría no iba a estar nadie más además de ellos.

Mi abuela estaba sentada en la mesa del living. Tenía puesta una camisa azul, un short blanco y los anteojos para leer. Jugaba al sudoku.

—Qué hacés, flaqui —me dijo cuando la saludé—. ¿Almorzaste?

—Todavía no —le respondí—. ¿No van a la playa?

—Quizá más tarde —me dijo—. Está ventoso.

Almorcé los fideos recalentados en el microondas y salí con un bolso en donde había puesto un pareo, anteojos de sol, el libro que estaba leyendo y el celular. Mis abuelos se quedaron en el departamento.

El cielo seguía despejado, pero ahora la luz del sol parecía un poco más tenue, como si fuera una de esas lámparas que se regulan con perilla y alguien hubiese bajado la intensidad. Mi abuela tenía razón, estaba ventoso, eso es normal en Mar del Plata. Hay un dicho que dice: “No hay peor invierno que el verano en San Francisco”. Bueno, Mar del Plata es un poco eso.

En la playa, la arena se me pegó a la piel aunque no me había metido al mar, y las páginas del libro se doblaban por la mitad aunque las sostuviera. Me fui a la media hora.

Esa noche, mis abuelos salieron a comer. Yo me quedé en el departamento y me hice unas pechugas de pollo con arroz.

Mora me llamó por Facetime a eso de las once. Yo estaba abriendo un vino de mis abuelos. Puse el celular frente a mí mientras descorchaba.

—¿Qué hacés? —me preguntó.

—Nada, me vine acá, a Mar del Plata. A lo de mis abuelos.

—Ah, ¿te fuiste al final?

—Sí.

Una sombra le cruzó la cara y miró hacia arriba.

—Vení a saludar —le dijo a la sombra. El novio de Mora, Joaquín, apareció en la pantalla y me saludó con la mano. Tenía puesta una remera agujereada y en la cara tenía un corte, como si se hubiese afeitado mal. Le devolví el mismo saludo, y se fue.

—¿Y qué vas a hacer ahí? —me preguntó Mora.

—No sé —le dije—. Tratar de ir a la playa. Aunque hoy bajé y estaba imposible. Había demasiado viento.

Mora se rio por la nariz y dijo:

—Típico.

Tenía puesta una musculosa blanca con una inscripción estampada en negro que decía “Viva Las Vegas” y un dibujo de Elvis con un brazo levantado. Es la remera que usa para dormir desde que somos adolescentes. Conozco el olor de esa remera: una mezcla de su perfume afectadamente dulce, con algo de transpiración y un poco del olor tibio de las sábanas de su casa. Me serví vino en una copa.

—¿Ustedes qué hacen? ¿Se van a dormir?

—Sí —me dijo—. Mañana vamos a lo de los tíos de Joaco. Salimos temprano.

—Ah —le dije.

Mora se quedó un rato callada. Nuestras charlas por Facetime siempre son así: hacemos largas pausas hasta que alguna de las dos se aburre y corta.

Hacia el final de mi adolescencia, empecé a irme de vacaciones sola con mis amigas. Muchas veces íbamos a Mar del Plata. Parábamos en una posada bastante fea para jóvenes, en el centro. Mis abuelos pasaban casi todo el verano en la torre Maral, frente a Playa Grande, y yo pasaba de vez en cuando a tomar el té y a usar la ducha. Mi abuelo siempre me pedía que me quedara más tiempo.

Yo le seguía teniendo miedo a casi todo, pero había desarrollado un mecanismo de defensa para que ese miedo no afectara mis experiencias amorosas: me convertí en una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo. Me esforzaba en boicotear posibles relaciones. Por ejemplo, estaba con un chico y la noche siguiente, con su mejor amigo. Cosas así.

En el grupo de vacaciones de Mar del Plata estábamos Mora, otras cuatro amigas y yo. A eso de las ocho de la noche nos amontonábamos frente al único espejo que tenía nuestra habitación para pintarnos la cara. En el reflejo parecíamos uno de esos monstruos mitológicos de muchas cabezas, con las bocas y los ojos bien abiertos. Por lo general, cenábamos pizza y papas fritas en el boliche del papá de un amigo. A eso de la una, corrían las mesas y armaban una pista de baile. Volvíamos cuando ya había salido el sol.

La última noche del último verano que pasé en Mar del Plata con mis amigas, al salir del boliche fuimos con Mora a las escolleras. Mora es una de esas personas que no tienen miedo. Caminaba por la escollera como si fuese un pasillo alfombrado. Yo dudaba antes de dar cada paso. ¿Y si me caigo y me rompo la cabeza acá? ¿Y si estoy más drogada de lo que pienso y calculo mal y me rompo una pierna? Finalmente, le dije a Mora que no quería avanzar más y le propuse que nos sentáramos en una piedra.

A esa hora del día, en la playa, el sol es fuerte pero hay un viento frío que lo disimula. El mar nos salpicaba gotas en la cara cuando chocaba contra la escollera. Mora y yo habíamos tomado MD hacía un par de horas. Yo empecé a sentir el bajón: una especie de tristeza prehistórica y latente que de repente se despertaba y se expandía por el cuerpo. Supongo que a Mora le pasaba algo parecido, porque estaba en silencio.

—¿Sabías que acá hubo un tsunami una vez? —me dijo.

—No —le dije—. No puede ser. Acá no hay tsunamis.

—Bueno, no sé si un tsunami posta. Pero una vez hubo una ola enorme, que llegó hasta el casino.

—¿Hubo muertos? —pregunté.

Ella me miró.

—¿Por qué a veces sos tan miedosa? —Ahora se reía.

—No sé. ¿No te parece que hay motivos suficientes?

Ella se rio todavía más y después me dio un beso largo en la boca.

Mi abuela tampoco quiso bajar a la playa al día siguiente, así que fuimos solos, mi abuelo y yo. Fuimos en su auto, un modelo gris oscuro que siempre tiene olor a nuevo.

Nos metimos al mar. Eso es algo que no hacíamos juntos desde mi infancia, antes de las tetas y la menstruación y la lampiñez forzada. En el mar, mi abuelo me preguntó si me acordaba de cuando me daban miedo los tsunamis. “Nos metíamos juntos y yo te decía: ‘¿Escuchás eso?’ Y vos preguntabas: ‘¿Qué cosa?’ Y yo decía: ‘Ese ruido, ¿no escuchás? Creo que está por venir un tsunami’. Y vos entonces me agarrabas la mano.”

No me acordaba, pero le dije que sí. Salí del mar antes que él y me tiré al sol a secarme.

Él volvió al rato, con dos chicas que lo tomaban de los codos.

—¿Este es tu abuelo? —me preguntó una.

Yo miré a los tres desde abajo. Las chicas tenían la piel irresponsablemente bronceada y chorreaban agua del pelo.

—Sí —le dije a la que me habló, y me paré—. ¿Qué pasó?

—Se lo llevó puesto una ola. Cuando salió estaba un poco confundido, por eso lo acompañamos.

Mi abuelo estaba callado. Tenía los ojos rojos y un corte no muy profundo en la rodilla. No me miraba, tampoco a las chicas. Se agarró el larguísimo lóbulo de una de las orejas y tiró para abajo, como si quisiera estirarlo todavía más, para destaparse el oído.

Les agradecí y se fueron. Mi abuelo se sentó en una silla de mimbre. Estuvo un rato sacudiéndose las orejas.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí —Y después, mirando hacia donde se habían ido las chicas, me dijo: “Por suerte eran lindas”.

Mora me llamó cerca de la medianoche. Yo ya estaba por dormir.

—Hola —me dijo. Atrás de ella se veía la pantalla de su computadora, reflejada en el vidrio del horno—. ¿Qué hacías?

—Estoy por dormir —le dije.

Ella asintió y echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué hiciste hoy?

Dudé.

—Fui al mar —le contesté—. Me metí con mi abuelo y a él lo revolcó una ola. Tuvieron que ayudarlo a salir dos chicas.

Yo me reí, pero Mora no. Entonces dejé de reírme.

—¿Y está bien?

Me di cuenta de que le latía un poco el ojo izquierdo. Era un tic que tenía a veces, generalmente cuando se ponía nerviosa. Antes de alguna prueba de matemática o cuando nos encerrábamos juntas en el baño en alguna fiesta.

—Sí, está bien —le respondí. Estuvimos calladas un rato y después le dije —Ahora lo único que nos queda es esperar el ataque nuclear.

Mora se rio. La señal se fue de repente y a Mora los píxeles le distorsionaron la cara, pero no pareció darse cuenta.

—¿Te acordás de esa vez que caminamos por la escollera? —me preguntó. Su voz se escuchaba como si estuviera bajo el agua, pero igual le entendí—. ¿Te acordás?

Las chicas no lloran

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