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EL CIELO GUARDA CUALQUIER SECRETO

Hace frío, pero de todas maneras nos gusta subir a ver las estrellas. Como mamá llega muy tarde, podemos estar en cualquier lugar del edificio sin pedirle permiso. Eso nos ha traído muchos problemas porque las vecinas, que nos miran de reojo en los corredores, se quejan con mamá de que caminamos en los pasillos hasta muy noche, tocamos las puertas, movemos muebles, soltamos canicas al piso. La verdad no hacemos nada de eso, nunca. Somos muy callados mi hermano y yo.

La verdad, mi hermano no es totalmente mi hermano, le digo así porque me lo pidió mamá. Él es hijo de ella, pero tenemos padres diferentes. Nos conocimos hace poco, el día que llegó a la casa con un montón de maletas y un gato pequeño.

Nos contó que su papá lo había dejado en la puerta y le dijo que lo esperara; como ya había tardado mucho se decidió a tocar. Entonces mi mamá se le quedó viendo y se puso a llorar. Lo abrazó y lo cubrió de besos, y yo entendí hasta mucho después que ella creía que no iba a verlo nunca más.

Al principio me caían muy mal, su gato y él. El gato me desesperaba y mi hermano me daba asco. No se lavaba los dientes muy seguido, se sacaba los mocos de la nariz con el dedo índice, y en la noche roncaba, por no respirar bien. El pobre tenía muchos problemas, eso decía mamá.

A partir de que llegó, yo estornudaba todo el tiempo. Mamá creyó que era por el gato, así que quiso deshacerse de él. Un día lo tomó y lo dejó abandonado en algún lugar camino al trabajo. Ella volvió más tarde con arañazos en los brazos. Pero, de algún modo, al día siguiente —la verdad yo le abrí la puerta, pero no sé cómo llegó hasta acá—, el animalito estaba de nuevo instalado en el sillón de la sala. Así que mamá se lo llevó de nuevo, más lejos, lejísimos; hasta la chingada dijo que se lo iba a llevar. Pasó casi lo mismo, con la diferencia de que esa vez el bicho tardó un poco más en volver: casi una semana, en la que nunca dejé de estornudar. Concluimos entonces que mis estornudos no eran culpa del gato. Al parecer era la alergia venía de otro sitio.

Así que mamá lo dejó en paz. De todas formas, tenía mucho de qué ocuparse ahora que había un nuevo hijo en casa. Mucho de qué ocuparse, para encima pensar en el gato. La escuchaba decir eso, por teléfono, a las tías. No quedó de otra más que acostumbrarme a estornudar todo el tiempo, a utilizar muchos kleenex y a que me picara la nariz.

Poco después, el gato y mi hermano, que antes se quedaban en la sala, comenzaron a dormir en mi habitación. Los sentí como intrusos, invasores de esos que llegan a comerse tu comida, a robar tus pertenencias. Y aunque no tengo gran cosa, solo por las dudas, los obligué a dormir en el piso, sobre una ligera sábana. No quise que mi hermano se acostara en el sofá-cama ocupado por mis juguetes. Ellos llegaron primero, le dije a mamá. Ella estaba cansada, como siempre. Me dijo que no quería pelear, que mientras nos acostumbrábamos a vivir juntos, nos acomodáramos como quisiéramos. Pobre niña, son muchos cambios, ella también le decía eso a las tías. Así que yo los puse a los dos en el suelo. El gato se las arreglaba, porque está cubierto de pelos. Mi hermano no dijo nada, al principio era muy callado. Se quedaba en el piso y yo sabía que se moría de frío, porque algunas veces, antes de que él llegara, me quedaba ahí por horas, acostada, mirando el techo, buscando figuras en los relieves de cal. Y sabía que al levantarme se me quedaría la espalda helada un buen rato.

Una noche desperté para ir al baño y noté que la ventana de mi cuarto estaba descompuesta: el metal y el vidrio se habían despegado. Me di cuenta porque sentí una brisa mientras caminaba de regreso, hacia mi cama. Pensé que eran los fantasmas que tiran canicas, de los que hablan las vecinas. No, era solo el viento. Miré por la ventana. La luna parecía también haberse estropeado, estaba roja. No supe qué significaba eso. Pensé que sería buena idea subir al techo del edificio a averiguarlo. Pero mamá aún no llegaba. Entonces me di cuenta: solo podía ayudarme ese bueno para nada de mi hermano. Lo desperté con varias patadas suaves en el hombro. Le conté el plan y le pareció buena idea. Me acompañó al techo, tomándome de la mano cuando pudiera caerme. Yo no quería ni tocarlo, pero las escaleras hacia el techo son peligrosas, así que estuvo bien.

Mis estornudos empeoraron cuando nos dio por subir a dormir a la azotea tan seguido. Íbamos siempre que podíamos. No importaba si se veían las estrellas o no. Nos entreteníamos mirando los aviones que pasaban cerca, o los edificios vecinos. Él me enseñó un juego: adivinar qué pasaba en los lugares donde las luces seguían encendidas, según los movimientos de las sombras que cruzaban por la ventana.

Primero subíamos dos cobijas, para envolvernos en una cada quien. Después nos dimos cuenta de que era más práctico, o al menos eso decía mi hermano, que era mucho mejor hacer ahí mismo una cama. Poníamos una cobija de base y usábamos la otra encima. Seguro él estaba más cómodo ahí que en mi habitación. El problema es que cuando nos acostábamos quedábamos muy cerca; yo trataba de hacerme hacia la orilla.

Ya así, acostados, él empezaba a hablar y hablar. Antes era tan callado que alguna vez creí que era mudo. Pero no. Tomaba aire y decía muchísimas palabras, una tras otra. Yo lo escuchaba. Al parecer tenía mucho que decir. Casi siempre me quedaba dormida, sus palabras me traían el sueño. La verdad, no le ponía mucha atención. Aunque a veces era imposible no escuchar su voz, porque casi gritaba y repetía varias veces que quería ser astronauta para irse lo más lejos posible de todo esto: de su padre, de mamá y de mí. Pero, claro, se llevaría al gato.

Después de escuchar esas tonterías varias veces, empecé a responderle, porque me desesperaba. Le dije que yo llegaría más lejos antes que él. Y que el gato era mío y me lo quedaría. Porque el animalito a veces se acostaba en mi cama y le había tomado cariño. Me gustaba sentirlo caminar sobre mi cuerpo, ronronear, estirar sus patitas sobre mi panza o sobre mi pecho, casi tocar su nariz con la mía. Yo lo acariciaba, él se acercaba aún más y me hacía cosquillas con sus bigotes. Una noche mi hermano se subió a la cama para jugar también con el gato. Lo hizo varias veces, lo dejé porque ya no me caía tan mal.

Eso lo cambió todo. Incluso después de que dejé libre el sofá-cama, de todos modos se subía conmigo. Algunas noches volvemos al techo, pero todo está cambiado y ya no es tan divertido. Él dice más y más cosas tontas, como que tenemos que irnos los dos juntos de aquí. Quiere que me vaya con él. Yo no le contesto, porque la verdad no quiero ir a ningún lado, menos con él. Me da asco; además, en todo este tiempo no he dejado de estornudar. Él parece estar esperando siempre mi respuesta; yo no digo nada. Nos quedamos en silencio, acostados, mirando hacia arriba.

Respirar bajo el agua

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