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Capítulo Uno

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En el presente

–¿Y nunca volvió?

Cali se quedó mirando a Kassandra Stavros, anonadada. Necesitó unos segundos para comprender que su amiga no podía estar hablándole de Maksim.Después de todo, Kassandra no sabía nada de él. Nadie sabía que era el padre de su hijo.

Cali había mantenido en secreto su relación. Incluso cuando no había tenido más remedio que comunicarle a su familia y amigos que estaba embarazada, se había negado a confesar quién era el padre. Aun cuando había albergado esperanzas de que él se hubiera quedado en su vida después del nacimiento del bebé, su situación había sido demasiado inestable como para explicárselo a nadie. Y menos a su conservadora familia griega.

La única persona que sabía que no la habría juzgado era su hermano Aristides. Aunque lo más probable era que hubiera querido romperle la cara a Maksim. Cuando se había visto en una situación similar, Aristides había hecho lo imposible para reclamar a su amante, Selene, y a su hijo, Alex. Tenía un alto sentido del honor y la familia, por lo que habría querido obligar a Maksim a cumplir con su responsabilidad. Y, conociendo a Maksim, aquello habría provocado una guerra.

De todas maneras, Caliope no había querido que Maksim la considerara una responsabilidad, ni quería que Aristides luchara sus batallas. Ella le había dicho a su amante que no le debía nada. Y lo había dicho en serio. En cuanto a Aristides y su familia, era una mujer independiente y no necesitaba su bendición ni su aprobación. No había querido que nadie le dijera cómo tenía que vivir su vida, ni que juzgaran el acuerdo al que había llegado con Maksim.

Luego, cuando Maksim había desaparecido, solo les había dicho que el padre de Leo no había sido importante para ella.

En ese momento, Kassandra estaba hablando de otro hombre que había tenido un comportamiento similar, el padre de Cali.

En su opinión, la única cosa buena que había hecho había sido dejar a su madre y a sus hermanos antes de que Cali hubiera nacido. Sus otros hermanos, sobre todo, Aristides y Andreas, nunca habían superado la negligente y explotadora manera en que su padre los había tratado. Al menos, ella no había tenido que convivir con él.

–No. Se fue un día y nunca más lo vimos –contestó Cali al fin, con un suspiro–. No tenemos ni idea de si sigue vivo. Aunque, si hubiera estado vivo cuando Aristides comenzó a hacerse rico, habría vuelto.

A su amiga se le quedó la boca abierta,

–¿Crees que habría vuelto a pedirle dinero al hijo que había abandonado?

–No puedes imaginarte que exista un padre tan vil, ¿verdad?

Kassandra se encogió de hombros.

–Supongo que no. Mi padre y mis tíos son demasiado sobreprotectores conmigo.

Cali sonrió, pues sabía que era cierto.

–Según Selene, les das motivos más que suficientes para querer protegerte.

–¿Selene te ha hablado de ellos? –quiso saber la bella Kassandra, riendo.

Selene, la esposa de Aristides y la mejor amiga de Kassandra, le había hablado de ella antes de presentarlas, asegurándole a Cali que iban a llevarse muy bien. Y así era, por suerte para Cali, que necesitaba tener una amiga con quien hablar, alguien de su edad, temperamento e intereses.

En los últimos dos meses, habían quedado en varias ocasiones, cada vez conociéndose mejor. Sin embargo, aquella era la primera vez que Kassandra le hacía una pregunta tan personal sobre su familia.

–Selene solo me ha contado lo básico –afirmó Cali, deseando dejar de hablar de su propia vida–. Me dijo que dejaba los detalles divertidos para que tú me los contaras.

Kassandra se recostó en el sofá, con su precioso cabello rubio y sus grandes ojos verdes brillando con alegría.

–Sí, creo que alguna vez he puesto en jaque sus estrictos valores morales, sus expectativas conservadoras y sus esperanzas para mí. He perdido una oportunidad detrás de otra de adquirir un patrocinador rico y socialmente exitoso con quien procrear y darle a mi familia descendientes, a ser posible masculinos, que continúen el camino emprendido por mis implacables y triunfadores hermanos y primos.

El humor satírico de Kassandra hizo reír a Cali por primera vez en mucho tiempo.

–Debieron de sufrir ataques al corazón colectivos cuando te fuiste de casa a los dieciocho, aceptaste trabajos de salario mínimo y, para colmo, te convertiste en modelo.

Kassandra sonrió.

–Atribuyen mi escandaloso comportamiento a anormalidades en mi nivel de azúcar en sangre. Ni siquiera hoy han aceptado mi forma de ser, a pesar de que tengo treinta años, he dejado atrás mis días como modelo de lencería y he llegado a ser una diseñadora famosa.

Kassandra era una mujer muy hermosa y, después de haber triunfado en la pasarela, solo hacía pases de modelos para causas benéficas. En la actualidad, también se había labrado un nombre como diseñadora de moda, en parte, gracias a las campañas publicitarias que Cali había creado para ella.

–Siguen preocupándose por los incontables peligros que creen que corro y porque me creen a merced de pervertidos y depredadores del mundo de la moda. Además, cada vez sufren más porque sigo soltera, incluso no dejan de advertirme que perderé mi belleza y mi fertilidad. Para una familia griega convencional, treinta años es el equivalente a cincuenta en otras culturas.

Cali hizo una mueca burlona.

–La próxima vez que se metan contigo, ponme a mí como ejemplo. Te darán las gracias por no haberles hecho caer en vergüenza con un hijo nacido fuera del matrimonio.

–Quizá debería seguir tu ejemplo –repuso Kassandra con un brillo travieso en los ojos–. No creo que exista ningún hombre en el mundo capaz de hacer que crea en el matrimonio, ni por amor ni para perpetuar el apellido Stavros. Por otra parte, Selene y tú, con vuestros bebés, estáis despertando mi instinto maternal.

A Cali se le encogió el corazón. Cada vez que Kassandra la comparaba con Selene, ella recordaba la cruel diferencia que había entre ellas. Selene tenía dos hijos con el hombre que amaba. Y ella tenía a Leo… sola.

–Ser madre soltera no es algo que pueda tomarse a la ligera –comentó Cali.

–Tú lo haces muy bien –opinó Kassandra, mirándola con compasión–. Recuerdo que Selene lo pasó fatal antes de que Aristides volviera. Para ella fue una carga demasiado pesada ser madre sola. Antes de conocer su experiencia, creí que los padres eran algo secundario, al menos, en los primeros años de vida de un bebé. Sin embargo, cuando vi cómo cambiaron Selene y Alex al tener a Aristides… –señaló y soltó una carcajada–. Aunque él no sirve de ejemplo. Las dos sabemos que solo hay uno como él en el mundo.

De la misma manera, Cali había creído que Maksim había sido único…

Sin embargo, Aristides se había comportado en el pasado como si hubiera sido igual de inhumano. Pero las apariencias engañaban.

Cali volvió a suspirar.

–No sabes lo que me impresiona muchas veces lo buen marido y padre que es Aristides. Antes creíamos que era tan impasible como nuestro padre.

Había sido en una ocasión en particular, en la noche en que su hermano Leonidas había muerto, cuando Cali había estado convencida de que Aristides no había tenido corazón, igual que su padre.

Mientras sus hermanas y ella se habían unido para llorar la terrible pérdida, Aristides se había hecho cargo de la situación con perfecto desapego. Había lidiado con la policía y con la funeraria, pero a ellas no les había ofrecido ningún consuelo, ni siquiera se había quedado después del entierro.

Aun así, se había portado mejor que Andreas, que ni siquiera había regresado para el funeral.

Pero la realidad había sido muy diferente. Su hermano había sido tan sensible que se había encerrado en sí mismo, negándose a mostrar sus emociones. En vez de eso, les había expresado su amor ocupándose de todo. Cuando Selene se había enamorado de él, sin embargo, lo había hecho cambiar por completo. Seguía siendo un hombre implacable en los negocios, pero en sus relaciones personales era mucho más abierto y cariñoso.

–¿Tan malo era tu padre? –quiso saber Kassandra.

Cali tomó un trago de té. Odiaba hablar de su padre.

–Su ausencia total de ética y su despreocupación por todo eran legendarias –contestó Cali al fin, incómoda–. Dejó embarazada a mi madre de Aristides cuando ella solo tenía diecisiete años. Él era cuatro años mayor y no tenía trabajo. Se casó con ella porque su padre lo amenazó con desheredarlo si no lo hacía. La utilizó a ella y a sus hijos para exprimir un poco más a su padre. Sin embargo, el dinero que le daba mi abuelo se lo gastaba solo en sí mismo. Después de que muriera el viejo, mi padre se quedó con la herencia y desapareció.

»Volvió cuando se la hubo gastado, sabiendo que mi madre se ocuparía de él con el poco dinero que tenía. Él entraba y salía de su vida y las de mis hermanos, y nunca era para ayudar. Cada vez que volvía, le juraba a mi madre que la amaba y se quejaba de lo dura que la vida era con él.

–¿Y tu madre lo dejaba volver? –preguntó Kassandra, sin dar crédito.

Cali asintió, cada vez más incómoda por la conversación.

–Aristides dice que nuestra madre no sabía cómo negarse. Mi hermano maduró muy pronto y comprendía todo lo que estaba pasando, pero no podía hacer otra cosa más que ayudar a nuestra madre. Con solo siete años, tuvo que empezar a ocuparse de todas las cosas que su padre ausente no hacía, mientras mi madre tenía que hacerse cargo de los más pequeños. A los doce, dejó el colegio y tomó cuatro empleos para conseguir que llegáramos a fin de mes. Cuando mi padre desapareció para siempre, Aristides tenía quince años y yo estaba todavía en el vientre de mi madre. Al menos, tengo que dar gracias porque no envenenó mi vida como hizo con ella y con mis hermanos –confesó Cali–. Con su empeño, mi hermano trabajó en los puertos de Creta y llegó a ser uno de los más grandes magnates de navíos del mundo. Por desgracia, nuestra madre murió cuando yo solo tenía seis años, y no pudo ser testigo de su éxito. Aristides nos trajo a todos a Nueva York, nos sacó la ciudadanía americana y nos procuró la mejor educación que el dinero podía comprar –explicó–. Pero no se quedó con nosotros, ni siquiera se hizo americano, hasta que se casó con Selene.

Kassandra parpadeó, incapaz de comprender la inhumana forma de actuar del padre de Cali.

–¿Cómo puede ser alguien tan malvado con sus propios hijos? Sin embargo, hizo una cosa bien, aunque no fuera a propósito. Os tuvo a ti y a tus hermanos. Sois todos geniales.

Cali se contuvo para no responder. Sus tres hermanas, aunque las amaba mucho, habían heredado de su madre la pasividad e incapacidad de defenderse. Andreas, el quinto hermano de los siete era… un enigma. Por sus escasas interacciones con ella, había sacado la conclusión de que no era muy buena persona.

Por otra parte, aunque ella misma había creído escapar a la maldición de su madre, tal vez no lo había hecho. Cali había hecho con Maksim lo mismo que su madre con su padre: se había implicado con alguien equivocado. Luego, cuando había debido separarse de él, había sido demasiado débil y había necesitado esperar a que él la dejara.

Cali tenía una educación y era una mujer independiente, del siglo XXI. ¿Cómo podía justificar las decisiones que había tomado?

–¡Mira qué hora es! –exclamó Kassandra, poniéndose de pie de golpe–. La próxima vez, dame una patada para que me vaya y no te quite el poco tiempo que tienes para dormir. Sé que Leo se levanta muy temprano.

–Prefiero quedarme toda la noche aquí hablando contigo antes que dormir –replicó Cali.

Kassandra la abrazó con una sonrisa.

–Pues llámame cada vez que lo necesites.

Después de quedar con ella para otro día, Kassandra se fue.

Cali se quedó parada, abrumada por el silencio, embargada por un familiar sentimiento de desolación y soledad. Llevaba un año sufriendo por una sola razón: Maksim.

Sin pensarlo, se dirigió a la habitación de Leo. Entró de puntillas para no hacer ruido, aunque sabía que su hijo tenía un sueño muy profundo. Al ver su pequeña figura bajo las sábanas, se emocionó, como siempre le ocurría cuando pensaba cuánto lo amaba.

Cada día que miraba a Leo, veía en él la versión infantil de Maksim. Su pelo era color caoba, ondulado. Tenía el mismo hoyuelo en las mejillas, aunque a Maksim no se le notaba a menudo porque no solía sonreír demasiado.

La única diferencia física entre padre e hijo eran los ojos. Aunque Leo tenía su misma mirada de lobo, su color era verde oliva, una mezcla de los ojos azules de Cali y el tono dorado de Maksim.

Llena de gratitud por aquel perfecto milagro que respiraba en su camita, se inclinó y posó un beso en su mejilla.

Cuando cerró la puerta tras ella, no le invadió el habitual sentimiento de depresión, sino algo nuevo. Rabia.

¿Por qué le había dado a Maksim la oportunidad de abandonarla? ¿Por qué había sido tan débil como para no dejarlo ella primero? ¿Por qué se había aferrado a él cuando había sabido, desde el principio, que aquello iba a terminar?

En su defensa, solo podía alegar que Maksim la había confundido cuando, después de cada separación, había vuelto a ella lleno de deseo.

Sin embargo, sus visitas no habían tenido estabilidad, habían sido demasiado irregulares. En vez de ponerles fin, ella se había aferrado a su oferta, sin querer ver lo poco esperanzador que era su comportamiento.

Tenía que reconocer que aún no lo había superado y que, tal vez, nunca se recuperaría de su desamor.

La rabia la invadió como la lava de un volcán. Estaba furiosa con él.

¿Por qué le había ofrecido Maksim algo que no había tenido intención de cumplir? Cuando se había cansado de ella, había desaparecido sin más, sin dignarse ni siquiera a despedirse.

Cuando había dejado de ir a verla, Cali no había podido creerlo y había pensado que había habido otra explicación para su desaparición. Por eso, había intentado localizarlo sin éxito, al fin, había comprendido que Maksim se había estado esforzando en hacerse inalcanzable, en impedir que contactara con él.

Durante meses, se había negado a creerlo. Había seguido intentando encontrarlo y se había dicho que nada malo podía haberle pasado, pues de lo contrario habría salido en las noticias. Sin embargo, en ocasiones, se había convencido de que algo terrible debía de haberle sucedido, diciéndose que no la habría abandonado de esa manera por su propia voluntad.

Cuando, al fin, había tenido que reconocer que eso, precisamente, era lo que había hecho Maksim, se había vuelto loca preguntándose por qué.

Había temido que su embarazo creciente hubiera podido interferir con su placer o la había hecho menos deseable a sus ojos. Pero sus sospechas se habían tambaleado cuando él había vuelto a ella, siempre lleno de pasión.

Se había enamorado de él. Tal vez él había empezado a notarlo y por eso había decidido alejarse de ella.

En cualquier caso, su desaparición había convertido los últimos meses antes de dar a luz en un infierno, no tan terrible como lo que había seguido al nacimiento de Leo. Ante los ojos de los demás, había funcionado sin problemas. Por dentro, a pesar de que tenía un hijo sano, una carrera, buena salud, dinero y una familia que la amaba, se había sentido desolada.

La necesidad de tener a Maksim a su lado la había invadido cada día. Había ansiado compartir a Leo con él, contarle lo que había logrado, sus avances, sus primeras palabras.

La situación había empeorado hasta el punto de que había empezado a imaginarse que él estaba con ella, mirándola con ojos de pasión. En muchas ocasiones, la fantasía le había jugado malas pasadas y, como en un espejismo, había creído verlo. Aquellas sensaciones fantasmales la habían hecho sentir todavía más desesperada.

Era mejor estar furiosa que deprimida. Al menos, le hacía sentir viva. Estaba harta de estar hundida. No iba a seguir fingiendo. Tomaría las riendas de su vida y al diablo con…

El timbre de su puerta sonó.

Sobresaltada, Cali miró el reloj de la pared. Eran las diez de la noche. No podía imaginarse quién podía ir a verla a esas horas. Además, era extraño que no hubiera llamado al telefonillo primero. Fuera quien fuera, ¿cómo podía haber pasado la puerta de la entrada al edificio sin llamar?

A toda prisa, abrió la puerta, sin pararse a mirar por la mirilla… y se quedó petrificada.

Bajo la débil iluminación del pasillo, se topó con una figura oscura y grande, dos ojos brillantes clavados en ella.

Maksim.

A Cali se le aceleró el corazón. Se quedó sin respiración. ¿Era posible que, de pensar en él con tanta obsesión, hubiera conjurado su presencia?

El rostro que tenía delante era el mismo de siempre, aunque tenía también algo irreconocible. Cali se quedó mirándolo, hipnotizada por sus ojos, mientras las rodillas apenas podían sostenerla.

Entonces, se dio cuenta de algo más. Por la forma en que él se apoyaba en el quicio de la puerta, daba la impresión de no poder mantenerse en pie, de estar tan conmocionado como ella.

Sus labios hicieron una mueca repentina, como de… dolor. Pero fue su voz ronca lo que más hondo le caló a Cali.

–Ya ocheen skoocha po tevyeh, moya dorogoya.

«Te he echado mucho de menos, cariño mío».

Puro placer - No solo por el bebé

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