Читать книгу Puro placer - No solo por el bebé - Оливия Гейтс - Страница 7

Capítulo Dos

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No hizo falta más.

No solo fue ver a Maksim. Lo más impactante fue escuchar de sus labios las palabras que siempre había soñado oír. Entonces, para completar aquella alucinación hecha realidad, la tomó entre sus brazos.

Pero no la abrazó con fuerza y seguridad como solía hacer en el pasado. Con cierto temblor y desesperación, unió sus bocas en un tosco movimiento. Ella se sumergió en su sabor, dejándose poseer por la pasión de sus labios.

Pero no debía hacerlo, se advirtió a sí misma. Por mucho que hubiera fantaseado con reencontrarse con él un millar de veces, era un imposible. Demasiadas cosas habían cambiado para ella.

Justo cuando Cali empezó a retorcerse, desperada por librarse de su abrazo, a punto de quedarse sin respiración, él apartó su boca.

–Izvinityeh… Perdóname… No pretendía…

Maksim se atragantó con su disculpa, pasándose las manos por el pelo. Entonces, Cali reparó en su barba de varios días, en su pelo revuelto. Además, había perdido peso. Con ese aspecto desarreglado, parecía una sombra del hombre lleno de vitalidad que había sido. Pero, si era posible, a ella le resultó más atractivo que nunca. Aquel toque de… desolación, le producía deseos de apretarlo contra su pecho…

Diablos… ¿Por qué estaba actuando como su propia madre?, se dijo Cali. Él se había ido sin decir palabra, había estado lejos de ella durante más de un año y, ahora, regresaba, sin explicaciones, solo le bastaba con decir que la había echado de menos y darle un beso para que ella se entregara a él sin pensarlo. ¿Cómo era posible?

No podía aceptarlo. Se había dejado besar porque la había tomado por sorpresa, justo cuando había estado pensando en él. Pero Maksim era parte de su pasado. Y no iba a dejarlo volver.

Cali levantó la vista hacia él.

–¿No vas a dejarme entrar? –preguntó Maksim, frunciendo el ceño.

Su ronco susurro caló hasta el último de los huesos de Cali.

–No. Y, antes de que te vayas, quiero saber cómo has llegado hasta mi puerta. ¿Has intimidado al conserje?

Maksim se encogió ante su tono helador.

–Podría haberlo hecho. Te aseguro que habría sido capaz de cualquier cosa con tal de llegar hasta aquí. Pero he entrado con tu código de acceso. Una vez vine aquí contigo.

Ella lo miró, sin comprender del todo.

–Marcaste tu código de acceso en la entrada.

–¿Quieres decir que me observaste mientras metía el código y no solo te fijaste en el número de doce dígitos, sino que te lo aprendiste de memoria? ¿Hasta hoy?

Él asintió, impaciente por dejar ese tema.

–Me acuerdo de todo respecto a ti. De todo, Caliope –dijo él, y ancló sus ojos en los labios de ella, como si estuviera conteniéndose para no devorarlos de nuevo.

A ella se le encogieron las entrañas al instante…

Maksim dio un pequeño paso, sin atreverse todavía a cruzar la puerta.

–Déjame entrar, Caliope. Tengo que hablar contigo.

–Yo no quiero hablar contigo –repuso ella, luchando contra la tentación de someterse a su petición–. Has llegado un año tarde. La hora de hablar pasó cuando te fuiste sin darme una explicación. Hace nueve meses, dejé de tener ganas de hablar contigo.

Él asintió con dificultad.

–Cuando nació Leonid.

Así que conocía el nombre de su hijo, pensó Cali, aunque había usado la versión rusa de Leonidas. Lo más probable era que también conociera el peso del bebé y cuántos dientes tenía. Debía de aparecer todo bien recogido en un completo informe.

–Una observación redundante. Igual que tu presencia aquí.

–No puedo decir que me merezca que me escuches –se defendió él–. Pero, durante meses, estabas deseando saber por qué me había ido. Lo sé por todos los mensajes que me dejaste en el correo electrónico y en el contestador.

Así que la había ignorado, había dejado que se volviera loca de preocupación, y lo había hecho a propósito, caviló ella.

–Ya que recuerdas todo, debes de recordar por qué no dejaba de intentar contactar contigo.

–Querías saber si estaba bien.

–Ya que veo que sí lo estás… –comenzó a decir ella, e hizo una pausa, mirándolo de arriba abajo–. Aunque no tienes tan buen aspecto. Pareces un vampiro hambriento que trata de hipnotizar a su víctima para conseguir su dosis de sangre. O, peor aún, pareces un adicto a la cocaína.

Cali sabía que estaba siendo cruel, pero no podía evitarlo. Él había vuelto a su vida justo cuando la rabia había comenzado a apoderarse de ella.

–He estado… enfermo.

La forma en que lo dijo, la manera en que bajó la mirada, hicieron que a Cali se le encogiera el corazón.

¿Y si había estado enfermo durante todo ese tiempo?

No. No iba a hacer lo mismo que había hecho su madre, creyéndose las excusas de su padre hasta su lecho de muerte.

–¿Ni siquiera tienes curiosidad por saber por qué he vuelto? ¿Y por qué me fui? –preguntó él.

–No, nada de eso –mintió ella–. Hice un trato contigo y solo te pedía dos cosas: honestidad y respeto. Pero no fuiste honesto cuando te cansaste de mí, y habrías mostrado más respeto hacia un desconocido que el que me has mostrado a mí.

Maksim se encogió de nuevo, como si lo hubiera golpeado, pero no intentó interrumpirla.

–Me esquivaste como si fuera una acosadora, cuando sabías que solo quería saber si estabas bien. Dejé de llamarte cuando las noticias sobre tus éxitos financieros me obligaron a pensar que nada malo te había pasado. Has perdido todo derecho a que te tenga en cuenta. No me importa por qué te fuiste, por qué me ignoraste, y no tengo ganas de saber por qué has vuelto.

Maksim exhaló con gesto amargo.

–Nada de lo que has dicho tiene ningún fundamento. Y, aunque nunca apruebes mis verdaderas razones por comportarme como lo hice, para mí fueron… abrumadoras en ese momento. Es una larga historia –balbució él y, en tono apenas audible, añadió–: Tuve un… accidente.

Aquella afirmación dejó a Cali sin palabras. Por dentro, un tumulto de preguntas ansiosas la invadió.

Cali lo observó con atención, buscando señales de daño. No vio nada en su rostro. Pero ¿y su cuerpo? Tal vez, en la penumbra del pasillo le estaban pasando desapercibidas horribles cicatrices.

Incapaz de soportar ese pensamiento, lo agarró del brazo y le hizo entrar para poder verlo mejor bajo la luz del vestíbulo.

Sintió un nudo en la garganta al darse cuenta de que había perdido mucho peso. Parecía tan… débil y frágil.

De pronto, él soltó un gemido y se tambaleó. Pero, antes de que pudiera caer al suelo, se incorporó y tomó a Cali en sus brazos, como si quisiera demostrarle que, a pesar de su estado de debilidad, podía sostenerla como si fuera una pluma. Sin poder evitarlo, ella se rindió a aquella fantasía que estaba siendo hecha realidad, dejando de lado toda su tensión y resistencia.

Recordó todas las veces que él la había llevado en sus brazos, mientras ella había apoyado la cabeza en su hombro, rindiéndose a su pasión, dejándose poseer donde y como él había querido.

Maksim se detuvo en el salón. Si hubiera podido hablar, Cali le hubiera rogado que la llevara a su dormitorio y no parara hasta que sus cuerpos se hicieran solo uno.

Sin embargo, él la depositó en el sofá y se arrodilló en el suelo a su lado, mirándola a los ojos.

–¿Puedo ver a Leonid? –pidió él con tremenda ansiedad.

Cali se quedó paralizada.

–¿Por qué?

–Sé que dije que no iba a mezclarme en su vida, pero no fue porque yo no quisiera –explicó él, leyéndola el pensamiento–. Fue porque creí que no podría y no debía.

Al recordar aquellos momentos, cuando había aceptado que Maksim nunca sería parte de su familia, Cali volvió a sentir el terrible dolor de su herida.

–Dijiste que no eras un hombre de confianza en esas situaciones.

–Lo recuerdas –dijo él con el rostro contraído.

–Es algo imposible de olvidar –repuso ella.

–Solo lo dije porque pensé que era lo mejor para ti y para nuestro hijo no tenerme en vuestras vidas.

–¿Por qué pensabas eso?

–Es una historia larga, como te he dicho. Pero, antes de que te lo explique, ¿puedo ver a Leonid?

Cielos. Se lo había pedido de nuevo. Maksim estaba allí y quería ver a Leo. Sin embargo, si se lo permitía, nada volvería a ser lo mismo y ella lo sabía.

–Está dormido… –contestó ella, sin poder encontrar una excusa mejor.

–Te prometo que no lo molestaré –aseguró él con gesto sombrío.

–No lo verás bien en la oscuridad. Y no puedo encender la luz sin despertarlo.

–Aunque no pueda verlo bien, podré sentirlo. Ya sé qué aspecto tiene.

–¿Cómo lo sabes? –inquirió ella–. ¿Estás haciendo que nos espíen?

–¿Por qué piensas eso? –preguntó él a su vez, sin comprender.

Con desconfianza, Cali le confesó sus sospechas.

–Tienes derecho a pensar lo peor de mí –afirmó él, frunciendo el ceño–. Si alguna vez hubiera hecho que te siguieran, habría sido para protegerte. Y no tenía razones para temer por tu seguridad, pues aunque era peligroso que te asociaran conmigo, me preocupé de mantener nuestra relación bajo secreto.

–¿Entonces cómo sabes qué aspecto tiene Leo?

–Porque te seguí.

–¿Cuándo? –preguntó ella, boquiabierta.

–De vez en cuando –repuso él–. Sobre todo, durante los últimos tres meses.

¡Así que no había estado imaginándose cosas cuando había creído verlo entre la multitud!, pensó Cali. Todas esas veces que había sentido su presencia, él había estado allí.

¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué no se había acercado a ella en esas ocasiones? ¿Y por qué había decidido hacerlo en ese momento? ¿Por qué? ¿Por qué?

Cali deseó obtener todas las respuestas de inmediato.

Por otra parte, no podía negarle ver a su hijo. Asintiendo, se puso en pie. Cuando Maksim no se movió para dejarla pasar, se tropezó con él y cayó hacia atrás en el sofá. Él la sujetó y, mirándola a los ojos, le posó una mano en la nuca y rugió su nombre con voz ronca, como avisándola de que, si no se lo negaba, la besaría.

Cali no se lo negó. No fue capaz.

Animado por su silencio, él inclinó la cabeza y la besó con pasión.

Ella sabía que no podía dejar que aquello sucediera de nuevo. Sin embargo, cuando sus lenguas se entrelazaron y sus alientos se fundieron, estuvo perdida.

Cali se rindió a su deseo, derritiéndose en su boca, dejándose invadir por él. Maksim se apretó contra su cuerpo, frotándole los pechos y los pezones con su torso. Entonces, sin previo aviso, se separó y se puso en pie con gesto de alarma.

Ella necesitó unos segundos para comprender que el gemido que había escuchado provenía de Leo. Tenía un altavoz para monitorizar el niño en cada habitación.

Temblando, Maksim le ayudó a ponerse en pie y se hizo a un lado para dejarla pasar. Cali se dirigió al dormitorio de Leo, poseída por una extraña sensación de irrealidad, sintiendo cómo la presencia de Maksim invadía su casa.

La tensión creció según se acercaban a la puerta. Cali abrió y, antes de dejarlo pasar, se giró hacia él.

–Relájate, ¿de acuerdo? Leo es muy sensible al estado de ánimo de los demás –indicó ella. Esa era la razón por la que los primeros seis meses del bebé habían sido un infierno. El pequeño solo había sido un espejo de la desgracia de su madre. Ella había conseguido salir del paso bloqueando sus emociones, para no exponer a su hijo a su lado negativo–. Si se despierta, no creo que quieras que la primera vez que te vea sea así de nervioso.

Sin reparar en el torbellino de sentimientos que se le agolpaba en el pecho a Cali, demasiado aturdido por los propios, Maksim cerró los ojos un momento.

–Estoy preparado.

Cali entró de puntillas, nerviosa, mientras él la seguía sin hacer ruido. Deseó que Leo se hubiera vuelto a dormir, pues aunque no tenía ni idea de por qué su padre quería verlo, prefería que aquella primera y, tal vez, última, tuviera lugar mientras el niño estuviera dormido. Al escuchar que el pequeño estaba roncando con suavidad, se relajó.

En ese instante, sin embargo, dejó de pensar en algo, incluso en Leo. Solo podía sentir la presencia de Maksim junto a ella. En la penumbra, lo observó con el corazón acelerado. Nunca había imaginado que él… él…

La expresión de Maksim estaba cargada de sentimiento mientras miraba a su hijo, con tanta intensidad que ella no pudo reprimir las lágrimas.

Su masculino rostro parecía una escultura, impregnado de perplejidad, asombro y… sufrimiento. Temblaba como si estuviera presenciando un milagro sobrecogedor.

Y Leo era un milagro, pensó Cali. Contra todo pronóstico, había llegado al mundo y ella no podría vivir sin él.

–¿Puedo… puedo tocarlo?

Cali se cayó de espaldas al escuchar su susurro lleno de reverencia. Y, cuando le miró el rostro, contuvo un grito de sorpresa. En la penumbra, sus ojos brillaban con… lágrimas.

Con el corazón en la garganta, Cali solo pudo asentir.

Tras unos momentos que él pareció necesitar para prepararse, acercó una mano temblorosa al rostro de su hijo.

En cuanto tocó con la punta de un dedo la mejilla de Leo, contuvo el aliento, como si acabara de recibir un golpe en el estómago. Así era también como se sentía Cali. Como si se hubiera quedado sin aire. Entonces, el pequeño se apretó contra aquella mano grande y fuerte, como un gatito pidiendo más caricias.

Sin dejar de temblar, Maksim le acarició la mejilla con el pulgar una y otra vez, con la respiración rápida y entrecortada.

–¿Son todos los niños tan increíbles?

Sus palabras sonaron roncas y llenas de sentimiento. Parecía que le costaba hablar. Era como si fuera la primera vez que veía a un niño. Al menos, la primera vez que se daba cuenta de lo increíble que era que un ser humano fuera tan pequeño y tan completo, tan precioso y perfecto, tan frágil y vulnerable y, al mismo tiempo, tan abrumador.

–Todos los niños lo son –susurró ella. Pero creo que estamos preparados para sentir especial afinidad por los nuestros. Ese vínculo nos hace apreciarlos más que nada en el mundo, solo vemos sus cualidades y no nos importan sus defectos. Eso nos hace soportar los problemas y las dificultades de la crianza con una fuerza que escapa a toda lógica.

Maksim la escuchó embelesado, como si cada palabra fuera una revelación para él. Sin embargo, de pronto, su expresión se tornó inaccesible.

–Escapa a toda lógica –repitió él en voz baja.

Antes de que Cali pudiera decir o hacer nada, él posó los ojos de nuevo en Leo, apartó la mano y salió del dormitorio.

Ella lo siguió, despacio, asaltada por un torbellino de pensamientos contradictorios.

¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿Qué significaba su comportamiento? ¿Y su sobrecogedora reacción al ver a Leo? ¿Acaso sufría algún trastorno bipolar que le hacía cambiar de actitud sin razón aparente? ¿Era la razón por la que la había abandonado de pronto y, luego, había vuelto?

Maksim detuvo sus pasos en el salón, con mirada oscura y ausente.

–No sé qué problema tienes y no quiero saberlo –señaló ella, mirándolo a la cara–. Has venido sin haber sido invitado, te has librado de mis preguntas dándome un par de besos y has visto a Leo. ¿Ya has terminado lo que venías a hacer? Quiero que te vayas y no vuelvas nunca o yo…

–Vengo de una familia de maltratadores.

Cali se quedó boquiabierta.

–Creo que es algo que ha estado pasando durante generaciones –continuó él con gesto inexpresivo–. Mi tatarabuelo lo era y sus descendientes siguieron sus pasos. Mi padre fue el peor de ellos, el más violento. Yo pensaba que lo llevaba en la sangre, que sería como ellos. Por eso nunca pensé en tener una relación, hasta que te conocí a ti.

Cali no pudo hacer más que mirarlo. Se había vuelto loca durante todo un año buscando respuestas. Pero ya no quería una explicación, sobre todo, si iba a ser peor que el abandono en sí mismo.

De todas maneras, él parecía absorto en su confesión, incapaz de detener las palabras que fluían de su boca como una cascada.

–Desde el primer momento, te deseé tanto que me asusté. Por eso, cuando me pediste que tuviéramos una relación sin ataduras, fue un alivio para mí. Creía que estarías segura conmigo mientras nuestro acuerdo fuera temporal y superficial. Pero las cosas no salen como uno espera y mi preocupación fue creciendo al mismo tiempo que mi deseo por ti. Vivía temiendo cuál sería mi reacción si decidías dejarme antes de que yo estuviera listo. Sin embargo, te quedaste embarazada.

Cali siguió embobada mirándolo, sintiendo que le temblaban las piernas.

–Mientras Leonid crecía en tu interior, cada día estaba más seguro de que había hecho bien en decirte que no entraría en vuestras vidas. Cada vez que no estábamos juntos, me invadía el desasosiego y tenía miedo de ir a buscarte con demasiada ansiedad y asustarte. Por eso, intentaba contenerme, espaciar las visitas. Pero solo me servía para volver a verte con más hambre de ti. Pensé que era cuestión de tiempo que tanta ansiedad acabara manifestándose con violencia. Por eso me obligué a desaparecer antes de que tuvieras a Leo, antes de terminar haciendo lo que hizo mi padre cuando nació mi hermana.

¿Tenía una hermana?, se preguntó Cali, sorprendida.

Maksim siguió hablando, ofreciéndole la horrible respuesta a su pregunta.

–Mi padre se había vuelto más y más irritable. Todos los días nos golpeaba a mi madre y a mí. Entonces, una noche, cuando Ana tenía seis meses, se volvió loco. Nos mandó a todos a urgencias. Mi madre y yo tardamos meses en recuperarnos. Ana se debatió entre la vida y la muerte una semana… hasta que murió.

Cali sintió como si una avalancha de rocas cayera sobre ella con las palabras de Maksim.

¿Y si Maksim perdía el control en ese momento? ¿Y si…?

Pero aquel hombre que tenía delante y que conocía tan bien no parecía estar a punto de un estallido de violencia. Más bien, parecía preso de la angustia más insoportable.

–¿Alguna vez has golpeado a alguien? –preguntó ella.

–Sí.

Su amarga admisión pudo haber despertado de nuevo los miedos de Cali, pero no fue así. No podía ignorar su intuición. Nunca se había equivocado cuando había escuchado su instinto.

Desde el primer momento que había visto a Maksim, se había sentido segura con él, protegida, a salvo. Era un nombre noble, estable y, por eso, había confiado en él desde la primera noche juntos, sin reservas.

Cuando Cali comenzó a acercarse, él se puso tenso. Estaba claro que no quería su contacto, que se avergonzaba de lo que acababa de contarle. ¿Cómo había podido vivir pensando que había un maltratador en potencia dentro de él?

Ella quería hacerle saber que siempre lo había creído digno de confianza. Por eso le había sorprendido tanto que se marchara. No había sido capaz de digerirlo ni de entenderlo. Y le había roto el corazón pensar que se había equivocado respecto a él.

Pero no se había equivocado. Aunque sus razones hubieran sido erróneas, él solo había querido protegerlos a ella y a Leo.

Maksim dio dos pasos atrás, implorándole con la mirada que no se acercara más.

–Deja que te cuente esto. Me ha estado pesando desde que te conocí. Pero si te acercas más, lo olvidaré todo.

Entonces, Cali se detuvo y se dejó caer en el sofá donde él la había besado y señaló el lugar a su lado. Él se sentó.

–Aquellos a quienes golpeaste no eran más débiles que tú, estoy segura –afirmó ella.

–No.

–Eran tan fuertes como tú –adivinó ella–. Y tú nunca fuiste quien dio el primer golpe.

Él asintió.

–En mi pueblo natal, no siempre se acudía a las fuerzas del orden público para resolver un conflicto. Casi nunca había policía y la gente de a pie teníamos que resolver nuestros conflictos solos. Con frecuencia, mis vecinos acudían a mí para que los defendiera. Y se me daba bien, pues mi padre me había enseñado a usar la fuerza para resolver los problemas.

–Estoy segura de que no hiciste daño a nadie que no se lo mereciera.

–Era demasiado violento.

–¿Y perdías el control? –insistió ella.

–No. Sabía muy bien lo que estaba haciendo.

–Muchos hombres son como tú… soldados, defensores… Son capaces de utilizar la violencia para defender a los débiles contra sus agresores. Pero esos mismos hombres son los más gentiles con aquellos que dependen de su protección.

–Eso pensaba yo. Pero, con mi historia familiar, temía que tuviera debilidad por la violencia. Mi pasión por ti se intensificaba por momentos, pero cuando más miedo tuve fue una noche en especial –confesó él–. Sucedió cuando te estaba esperando en la cama y te acercaste a mí con un salto de cama color turquesa.

A ella se le cerró la garganta. Recordaba a la perfección aquella noche. Había sido la última que habían pasado juntos. Cuando se había despertado por la mañana, él se había ido.

–Nunca te había visto tan hermosa. Tu vientre estaba hinchado con nuestro hijo y te lo estabas acariciando mientras te acercabas. Lo que sentí en ese momento fue una ferocidad tan increíble que me aterrorizó. No podía arriesgarme a que mis pasiones tomaran una dirección equivocada y acabar haciéndote daño.

A Cali se le saltaron las lágrimas.

–Lo ocultaste muy bien.

–No tuve que ocultar nada. Nunca tuve ganas de agredirte. Aunque la posibilidad de perder el control de mis pasiones me daba demasiado miedo –explicó él–. Pero créeme, en ningún momento estuviste en peligro de que te lastimara.

Ella meneó la cabeza para tranquilizarlo.

–Quiero decir que ocultaste bien esa pasión que sentías –repuso ella–. Yo no noté nada distinto de los demás días.

–Eso sí lo oculté –reconoció él, asintiendo–. Y, cuanto más intentaba no demostrarte lo que sentía, más nervioso me ponía. Si me sentía así cuando estabas embarazada, no podía arriesgarme a comprobar mis sentimientos después de que nuestro hijo hubiera nacido.

Debía de haber sido un infierno para él, caviló Cali.

–Los maltratadores no se preocupan por el bienestar de sus víctimas –señaló ella–. Los culpan por provocarlos, por hacerles perder los estribos –explicó–. Seguro que no viven con miedo a lo que pueden hacer. No te pareces en nada a tu padre.

–No podía arriesgarme –repitió él con el rostro contraído por el dolor.

–Háblame de él –pidió Cali.

Maksim exhaló. No había esperado esa petición. Y odiaba hablar de su padre.

Sin embargo, accedió.

–Era muy posesivo con mi madre, era celoso del aire que ella respiraba. Sospechaba de todo lo que ella hacía. Estaba tan trastornado que se ponía furioso cuando ella atendía a sus hijos. Hasta que, un día, se convenció a sí mismo de que mi madre lo estaba rechazando a nuestro favor, porque nosotros no éramos hijos suyos.

–Y fue entonces cuando él…

Maksim asintió.

–Después de darnos una paliza de muerte, nos llevó al hospital. El día que le dijeron que mi hermana había muerto, salió a la calle y se dejó atropellar por un camión.

Cielos, ¿cómo podía haber sido todo tan horrible?, pensó Cali. ¿Cómo había sobrevivido su madre a la violencia de su marido y a la terrible pérdida de su bebé? ¿Cómo podía haber mantenido la cordura?

–¿Cuántos… cuántos años tenías entonces? –balbució ella al fin.

–Nueve.

Lo bastante mayor como para entender lo que pasaba, para estar aterrorizado de forma permanente. Y para haber estado sufriendo durante demasiado tiempo.

–Y, desde entonces, has temido ser como él.

Maksim esbozó un terrible gesto de aversión. Y, aunque tuvo deseos de acariciarle la mejilla para consolarlo, ella se contuvo, esperando que continuara con la historia.

–¿Tu madre no se dio cuenta de que tu padre estaba trastornado antes de casarse con él?

–Admitió que había adivinado algo cuando habían estado saliendo. Pero había sido pobre y joven y él la había embaucado por completo. No se dio cuenta del todo de lo trastornado que estaba hasta la primera vez que la golpeó. Pero él siempre se mostraba tan arrepentido, tan enamorado después, que siempre la convencía para que lo perdonara. Era un ciclo interminable de abusos y miedo. Entonces, de forma inesperada, mi madre se quedó embarazada de Ana.

Como le había pasado a ella con Leo, pensó Cali. Quizá, aquella coincidencia había servido para incendiar más las oscuras proyecciones de Maksim.

–Pensó en abortar, temiendo que el nuevo nacimiento desatara todavía más la inestabilidad de mi padre. Lo mejor que él hizo jamás fue ponerse delante de aquel camión y librar a mi madre de su existencia. Pero, después de todo el daño que nos había hecho, fue demasiado tarde.

–Al dejarse atropellar, tu padre pagó de alguna manera por sus pecados… aunque le negó a tu madre el derecho a odiarlo, algo que le habría ayudado a superar la pérdida de su bebé –adivinó ella.

Maksim abrió mucho los ojos al escucharla.

–Había analizado el tema un millón de veces, pero nunca lo había visto desde esa perspectiva. Podrías tener razón. Ese bastardo… incluso al morir consiguió seguir torturándola.

Sin duda, Maksim amaba a su madre y se sentía protector con ella. Cali sabía que la defendería con su vida sin pensárselo. Una prueba más de que era un hombre de confianza y de que sus temores eran injustificados, pensó.

–¿Cómo pudiste pensar que algún día serías como él, con todo lo que odiabas su comportamiento?

–Porque pensé que odiar algo no implicaba no llegar a serlo. Y la evidencia de tres generaciones de hombres Volkov maltratadores era demasiado abrumadora. La noche en que Ana murió, tomé la decisión de no casarme nunca. No había puesto en duda mi resolución durante treinta años, nunca había sentido la necesidad de estar con nadie. Hasta que llegaste tú.

Maksim hablaba como si… ella le hubiera cambiado la vida. ¿Acaso la amaba?, se preguntó Cali, sin poder creerlo.

No. Si Maksim hubiera albergado ese sentimiento hacia ella, se lo habría confesado, pensó.

–Me fui, decidido a no volver jamás, aunque quería quedarme contigo, ser el primero en tener a Leo en mis brazos, no separarme de vuestro lado. Pero no pude escapar de mi propia condena. Empecé a seguirte, como un adicto incapaz de renunciar a su droga. Tenía que comprobar que Leonid y tú estabais bien, necesitaba estar cerca para intervenir, si me necesitabais.

Cali lo había necesitado cada segundo del último año…

Por el momento, Maksim había respondido a las preguntas que durante todos esos meses la habían torturado. Solo restaba una.

–¿Qué te ha hecho presentarte ahora, después de haber estado escondiéndote cada vez que percibía tu presencia?

Aquello lo sorprendió.

–¿Notabas mi presencia? Creí que me escondía bien…

–Nunca he dejado de sentir tu cercanía –reconoció ella.

La sordidez de su pasado dejó paso a una arrebatadora pasión al escuchar las palabras de Cali. Maksim tomó el rostro de ella entre las manos, temblando de deseo.

–El trato que hicimos nuestra primera noche y el que te propuse cuando me dijiste que estabas embarazada…

Cali dejó de respirar. ¿Acaso quería él asegurarse de que se mantuvieran aquellas condiciones?

–Necesito cambiarlos. Quiero ser el padre de Leonid en todos los sentidos… y tu marido.

Maksim contempló el rostro bello y estupefacto de Cali.

Cómo había echado de menos esa cara, pensó él. Sus rasgos eran el vivo reflejo de todos sus deseos y fantasías, un rostro perfilado por la elegancia, la armonía y la inteligencia. Cómo había echado de menos aquellos ojos de azul cielo, su pelo color caramelo, esa piel bañada por el sol… Se había estado muriendo por poder volver a ser testigo de sus miradas, de su respiración, su aroma, su deseo.

Como si saliera de un trance, Caliope parpadeó. Abrió la boca, pero no pudo emitir sonido alguno.

Su propuesta la había dejado atónita.

–Quieres casarte… –susurró ella–. ¿Quieres que nos casemos?

Él asintió con el corazón acelerado.

–Lo siento, pero no puedo entenderlo –repuso ella con un nudo en la garganta–. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea de forma tan radical? –inquirió con los ojos muy abiertos–. ¿Es por el accidente que has sufrido? ¿Es eso lo que te ha hecho cambiar de perspectiva?

Maksim solo pudo asentir de nuevo.

–¿Puedes contarme qué te pasó? ¿O vas a necesitar años para hablar de esto también?

Incapaz de seguir sentado a su lado sin tomarla entre sus brazos, Maksim se puso en pie. Sabía que tenía que contárselo y que ella tenía derecho a saberlo.

Cali lo observaba con atención, recorrida por un millar de emociones.

–He venido aquí para abrirte mi corazón –confesó él, y se quedó parado, buscando la manera de empezar.

–No pienses tanto. Cuéntamelo sin más.

Cali se había mostrado comprensiva con la primera parte de su confesión, incluso había creído en él más que él mismo.

Y, ya que ella no había rechazado su proposición, todavía podía esperar que lo aceptara. Sin embargo, no podía presionarla. Antes, al menos, tenía que contárselo todo.

Maksim respiró hondo para continuar.

–¿Recuerdas a Mikhail?

Ella parpadeó ante lo superfluo de la pregunta, pues conocía bien a Mikhail. Era el único amigo de Maksim, el único que había estado al tanto de su relación.

Siempre que habían salido con Mikhail, Maksim había tenido la sensación de que Cali había conectado con su amigo mejor que con él. Había sentido un poco de celos ante lo fácilmente que habían hecho amistad.

Por otra parte, estaba seguro de que no había existido ninguna atracción entre ellos. Habían conversado y habían reído juntos, pero nunca habían actuado como si se hubieran gustado de forma más íntima.

–¿Cómo iba a olvidarlo? –replicó Caliope, sin comprender–. Aunque desapareció de mi vida al mismo tiempo que tú, me gusta pensar que era mi amigo.

–Lo era –afirmó él.

Cali lo miró horrorizada al escucharlo usar el tiempo pasado.

–Murió en el accidente –declaró Maksim.

Ella hizo una mueca, como si le hubieran dado un golpe, y al momento se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Pero ¿no fuiste tú quien tuvo el accidente? –preguntó Cali, confusa.

–Sí, así fue –afirmó él, apretando los dientes–. Yo sobreviví.

Ella alargó la mano hacia él, ofreciéndole el consuelo que necesitaba, mostrándole su confianza sin hacer más preguntas.

Tomando su mano temblorosa, con el pecho henchido de emoción por aquel sencillo y significativo gesto, Maksim se sentó a su lado.

–Mikhail amaba los deportes de riesgo. Cuando yo no podía convencerle de que no hiciera algo, me unía a él –explicó Maksim–. Me sentía mejor si no lo dejaba solo, pues pensaba que podría ayudarlo si algo salía mal. Durante años, todo fue bien. Mikhail era meticuloso con las medidas de seguridad, y tengo que admitir que todas las actividades que realizaba eran muy emocionantes. Además, compartir con él esos momentos nos hacía estar más unidos. Hasta que un día, cuando nos lanzamos en paracaídas, el mío no se abrió.

Cali tomó una bocanada de aire, con los ojos llenos de terror. Lo miraba expectante, nerviosa, esperando el resto de la historia que había cambiado la vida de él para siempre y había supuesto el final de Mikhail.

–Mikhail se acercó para ayudarme. No podíamos usar ambos su paracaídas, pues no podía con el peso de los dos. Yo le grité que me soltara, que no se preocupara. Sin embargo, él me agarró y abrió su paracaídas.

Cali le apretó la mano con fuerza.

–Se aferró a mí con las piernas y no me soltó. Lo malo fue que nuestro peso nos hizo caer demasiado deprisa y nos desviamos del punto de aterrizaje, dirigiéndonos hacia un bosque. Yo sabía que ambos moriríamos, si no en el aterrizaje, al estrellarnos contra esos árboles. Entonces, me zafé y lo solté, rezando porque, al librarse de mi peso, él pudiera maniobrar y recuperar el rumbo. Intenté abrir mi paracaídas una vez más y, de pronto, se abrió. Al instante, choqué contra la copa de los árboles. Y perdí el conocimiento.

Maksim hizo una pausa, reviviendo la agonía por lo que había sucedido después. Mientras, Cali había dejado de llorar y lo miraba con ojos aterrorizados y respiración entrecortada.

–Cuando recuperé la conciencia, estaba todo oscuro. Estaba desorientado y agonizaba de dolor. Tenía las dos piernas rotas, como supe después, y heridas por todo el cuerpo. Tardé un rato en darme cuenta de que estaba en la copa de un árbol. Me dolía tanto el cuerpo al moverme que quise quedarme allí a esperar la muerte. Lo único que me dio ánimos para intentar bajar fue la necesidad de comprobar que Mikhail estuviera bien.

»Tenía el teléfono roto, así que ni siquiera podía esperar que alguien nos localizara mediante la señal GPS. Solo podía esperar que Mikhail estuviera bien o, al menos, mejor que yo y que su móvil funcionara. Tardé toda la noche en bajar del árbol. Cuando amaneció, lo vi tumbado en un pequeño claro a unos pocos metros, medio cubierto por su paracaídas, retorcido en una posición que dejaba claro que…

A Maksim se le cerró la garganta por aquel recuerdo insoportable. Entonces, Cali lo abrazó con todas sus fuerzas, sumergida en sollozos.

Él aceptó su consuelo y dejó que las lágrimas brotaran también por de ojos. La abrazó, sintiendo su calidez.

Y, aunque ella no le pidió que continuara, deseando ahorrarle aquellos agónicos recuerdos, Maksim no quería seguir teniendo ningún secreto con ella. Necesitaba que lo conociera tal cual era.

–Al final, llegué hasta él, pero no pude hacer nada más que mantenerlo caliente y prometerle que lo sacaría de aquello. Pero él sabía que solo uno de nosotros saldría vivo de allí. Sigo furioso porque fuera yo y no él –confesó Maksim, sintiendo que los brazos de ella lo abrazaban con más fuerza–. Me dijo que había dirigido su paracaídas hacia mí, temiendo que me perdiera en el bosque. Me alcanzó antes de que yo chocara y se las arregló para parar mi golpe. Eligió morir para salvarme.

Cali enterró la cabeza en su pecho, bañada en llanto.

–Pero no murió enseguida. Tardó un día entero… Me quedé tumbado con él en mis brazos mientras caía la noche y volvía a amanecer. Cada vez que perdía la conciencia, creía que iba a morir al fin, pero luego volvía a despertar, con mi amigo entre los brazos. Estuve así cuatro días, hasta que un equipo de rescate dio con nosotros.

Cali se encogió, temblando, mientras él la apretaba contra su pecho.

–Llegué al hospital medio muerto y tardé meses en recuperarme. En cuanto he podido valerme por mí mismo, he venido hasta aquí.

–Para seguirnos a Leo y a mí –adivinó ella, mirándolo con los ojos enrojecidos–. ¿Hace… hace cuánto tiempo sucedió el accidente?

–Menos de un mes después de la última vez que estuvimos juntos.

–Lo sabía –afirmó ella, apretándole el brazo–. Sabía que algo te había pasado. Por eso me volví loca cuando no me contestabas. Pero, cuando oí que tu empresa seguía en activo, pensé que me estaba engañando a mí misma.

–Mis ayudantes tomaban las decisiones por mí. Mantuvieron en secreto mi estado crítico para que no cundiera el pánico entre los accionistas. Aunque ya sabes que la razón por la que no te respondía no fue el accidente. No tenía intención de responderte, pero esperaba con ansiedad tus llamadas, releía tus mensajes una y otra vez, de forma compulsiva. Hasta que un día, dejaste de llamar…

Maksim había estado contando los días hasta la fecha de parto de Cali y, cuando ella había dejado de llamar, había adivinado que su hijo había nacido. Saber que Leonid y ella estaban bien había sido lo único que le había hecho mantener la cordura. Había tenido la esperanza de que ella siguiera llamándolo después de un tiempo y, al mismo tiempo, había rezado por que no fuera así. De todos modos, Cali no había vuelto a intentar contactar con él.

–¿Qué podía decirte? Tú me preguntabas en tus mensajes si estaba bien. ¿Cómo iba a contestarte que no lo estaba y que nunca volvería a estarlo?

–No todos los que han sufrido maltrato se convierten en maltratadores, Maksim –afirmó ella, mirándolo a los ojos con intensidad–. Nunca te has comportado como un trastornado, al menos, conmigo. ¿Cómo pudiste creer que ibas a convertirte en un monstruo, cuando tu comportamiento no daba señales de ello?

–No podía arriesgarme –admitió él–. Pero ahora todo ha cambiado.

–¿Porque te enfrentaste a la muerte y perdiste a tu único amigo? ¿Te hizo cambiar eso la opinión que tenías de ti mismo?

Maksim meneó la cabeza.

–No. Lo que me hizo cambiar fue el último día que compartí con Mikhail. Me dijo que no había arriesgado su vida por mí solo porque era mi amigo, sino porque yo era el único de los dos que tenía personas que dependían de mí… Leonid, tú y mi madre. Me hizo prometerle que no malgastaría la vida que me quedaba. Cuanto más pensaba en sus palabras durante mi recuperación, menor era mi temor a reproducir el comportamiento de mi padre. Al final, comprendí que mi miedo no era suficiente razón para renunciar a la única mujer con la que quería estar y al hijo que me habías dado. Y aquí estoy. Pero me aseguraré de que estéis a salvo de mí y de cualquier peligro.

Ella abrió los ojos, perpleja.

–¿Me aceptas como marido y como padre de tu hijo, moya dorogoya? –preguntó él de nuevo–. Quiero daros a Leonid y a ti todo lo que soy y todo lo que tengo.

Los ojos de Cali se inundaron de emoción. ¿Sería porque lo amaba o sería solo de alivio ante no tener que ser madre soltera?, se preguntó él.

En cualquier caso, Maksim aún no se lo había contado todo.

Y debía hacerlo.

Él le tomó la mano y se la llevó a los labios para besarla, sintiéndose como si fuera a saltar de ese avión otra vez, en esa ocasión, sin paracaídas.

–Hay una cosa más que tienes que saber. Tengo una fractura craneal que me ha provocado un aneurisma. Ningún cirujano se ha atrevido a llegar a él, pues hay muchas probabilidades de que muriera en la operación, y nadie es capaz de predecir su pronóstico. Puede que llegue a la vejez sin problemas, o puede romperse y provocarme la muerte en cualquier momento.

La mano de Cali se quedó helada. La apartó, se puso en pie de un salto y dio unos pasos atrás. Volviéndole la espalda, habló en un susurro:

–Vienes buscando mi perdón y el cobijo de una familia solo porque lo que te ha pasado te ha cambiado la perspectiva y las prioridades. ¿Y qué esperas que yo haga? ¿Esperas que te dé lo que necesitas?

Cuando él abrió la boca para defenderse, ella le hizo un gesto con la mano para que callara.

–Por tus propios miedos, tomaste la decisión unilateral de echarme de tu vida sin ninguna explicación cuando más te necesitaba. ¿Y ahora has vuelto porque crees que puedes morir en cualquier momento y quieres aprovechar la vida mientras puedas? ¿Cómo puedes ser tan egoísta?

Maksim se levantó y se acercó a ella despacio, temiendo que saliera corriendo.

–Nunca creí que me necesitaras. Me dejaste claro que nuestra relación era solo sexual –explicó él–. Esa fue una de las razones de mi miedo, yo quería más de ti y pensaba que mis sentimientos no eran correspondidos. Si lo hubiera sabido…

–¿Qué? ¿Qué habría cambiado? ¿Habrías olvidado las abrumadoras razones que te habían hecho abandonarme?

Maksim se pasó la mano por el pelo con desesperación.

–No lo sé. Quizá te habría contado lo que acabo de confesarte y te habría dejado que decidieras tú. Tal vez, me habría quedado y habría tomado cualquier medida necesaria para protegerte de mí.

–¿Qué medidas podías haber tomado para no convertirte en el monstruo que creías que podías ser?

–Algo se me habría ocurrido. Igual, algunas de las medidas que pensaba tomar ahora. Como hablarle a Aristides de mis miedos y pedirle que me vigile. O hacer que alguien esté presente todo el tiempo para que intervenga si me paso de la raya –explicó él, y le posó las manos con suavidad en los hombros.

Cali no se apartó, solo lo miró con gesto inexpresivo.

–Pensé que no necesitabas nada de mí –prosiguió él–. Me sentía inútil y, además, incapaz de estar contigo. Por eso, mi existencia no tenía sentido. Quizá, de forma inconsciente, le sugerí a Mikhail hacer aquel salto con la esperanza de morir en él.

–En vez de eso, le provocaste la muerte a tu amigo y te has causado un aneurisma –le espetó ella.

Maksim no había esperado que fuera cruel con él, sobre todo, después de lo compasiva que se había mostrado al principio. Pero la mayor crudeza de sus palabras residía en que eran solo la verdad.

–Todo lo que dices es cierto –reconoció él, dejando caer los brazos a los lados del cuerpo–, pero tengo la intención de hacer lo que sea durante el resto de mi vida para que me perdones.

–Tu vida puede terminar en cualquier momento.

Su crudeza le llegó a Maksim al corazón. Sin embargo, sabía que era lo que se merecía.

–Igual que la de cualquiera. La única diferencia es que yo soy consciente de ello.

–No solo eso. Además, estás experimentando los síntomas de forma obvia.

Maksim pensó que se refería a lo deteriorado de su estado físico y le sorprendió que ella se mostrara tan implacable con ese tema.

–El aneurisma no tiene síntomas. No tengo buen aspecto porque todavía no me he recuperado de las heridas y las operaciones, pero ahora…

–No.

Aquella palabra lo hirió como una bala.

–Caliope…

–No, Maksim. Rechazo tu propuesta –le interrumpió con determinación, y dio dos pasos atrás–. Y no voy a cambiar de idea. No tienes derecho a buscar la redención a expensas mías.

–Solo quiero redimirme para ti. Quiero ofrecerte todo lo que pueda. Y tú has admitido que me necesitabas.

–Solo he dicho que te fuiste cuando más te necesitaba. Pero hoy en día lo último que necesitamos Leo y yo es introducir tu inestable influencia en nuestra vida. No tenías derecho a desahogarte conmigo ni a esperar mi perdón. Te voy a pedir que sigas alejado de nosotros como hasta ahora.

Maksim se fue encogiendo con sus palabras. Sin embargo, ¿cómo podía haber esperado otra cosa?

Lo cierto era que no había esperado nada. De todos modos, la frialdad de Cali lo había tomado por sorpresa. Había creído que, si le desnudaba su alma, ella al menos tendría algo de compasión. No había creído que pudiera ser tan implacable, menos aún cuando le había confesado su fragilidad física.

Pero había sido justo cuando le había hablado de su diagnóstico médico cuando ella había cambiado la empatía por frialdad.

–¿Me rechazas porque no puedes perdonarme o porque ya no quieres estar conmigo? ¿O… solo lo haces por mi delicado estado de salud?

–No tengo por qué darte explicaciones, igual que tú no me las diste cuando desapareciste.

–Tenía que contarte toda la verdad, para que tomaras una decisión con conocimiento de causa…

–Te lo agradezco. Y ya he tomado mi decisión. Espero que la respetes.

–Si me rechazas por mi estado de salud, me aseguraré de que nunca os perjudique a Leonid ni a ti –insistió él–. Si me aceptas como tu esposo y el padre de Leonid, nunca tendrás que temer nada durante mi vida… ni después de mi muerte.

–Déjalo. He dicho que no. No tengo nada más que añadir.

Maksim la miró a los ojos, que brillaban como el hielo. Sin duda, cualquier sentimiento que hubiera albergado hacia él había muerto, adivinó. Al parecer, en el presente, lo que le ofrecía no solo le resultaba insuficiente, sino una aberración.

Y no podía culparla por ello. Era solo culpa suya haber albergado esperanzas, se dijo él.

Con rigidez, Cali se encaminó hacia la puerta para mostrarle la salida. Él la siguió, hundido, sintiéndose mucho peor que la última vez que la había visto. Sin mirarlo, Cali apoyó la mano en el picaporte para cerrar la puerta en cuanto hubo salido, ansiosa por librarse de él. Cuando Maksim se giró hacia ella, en sus ojos, creyó percibir algo parecido al… ¿pánico?

Quizá era solo fruto de su imaginación, caviló él. Pero, antes de irse, debía hacerle una última pregunta.

–No me sorprende tu rechazo –murmuró Maksim– No me merezco otra cosa. Pero, al menos, ¿puedes permitir que vea a Leo?

Puro placer - No solo por el bebé

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