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PRÓLOGO

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Rafael Huertas

Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC (Madrid)

Cuando en la década de 1970 hablábamos de la Nueva Derecha nos referíamos a la actualización que Alain Benoist y el Groupement de recherche et d’études pour la civilisation européenne (GRECE) realizaron en Francia de los principios de la llamada revolución conservadora (Konservative Revolution) del primer tercio del siglo XX. La influencia de este movimiento conservador y nacionalista ha sido diversa y ha tenido múltiples desarrollos, algunos muy alejados de sus planteamientos originales. En la actualidad, sin embargo, cuando aludimos a la Nueva Derecha estamos pensado en un fenómeno mucho más reciente y, en ocasiones, desconcertante: la irrupción de fuerzas políticas en Europa y América, que se sitúan en una franja ideológica ambigua y se presentan como una derecha moderna, diferente y regeneradora. Recogiendo cierta herencia intelectual de aquel ideario inicial, al menos en algunos casos, la Nueva Derecha ha llegado a suscitar debates académicos sobre su adscripción doctrinal, pues con frecuencia se argumenta, siempre desde sus propias filas, que esa Nueva Derecha ha logrado establecer un nuevo paradigma teórico-político capaz de superar la distinción entre derechas e izquierdas. De este modo, y a estas alturas, ya no tendría sentido identificar a la derecha con inmovilismo y con tradiciones conservadoras, ni a la izquierda con progreso y cambio social. Afirmaciones falsas y tramposas que no hacen sino maquillar un discurso, unas prácticas y unos objetivos de claro corte neofascista.

Tras la segunda guerra mundial, un sentimiento antifascista muy extendido deslegitimó a la extrema derecha durante prácticamente toda la segunda mitad del siglo XX. De ahí que esta nueva propuesta ultraconservadora se presente a veces con cautos discursos que intentan adaptarse a los tiempos presentes y esconder nostálgicas conexiones con la derecha más rancia y tradicional. Pienso que los ideólogos de la Nueva Derecha comparten con el fascismo clásico una misma visión del mundo. Con referentes culturales muy similares, consideran la existencia de una situación generalizada de decadencia de la sociedad que debe ser corregida mediante una “revolución” (conservadora) con el propósito de conseguir el “renacimiento nacional”, una suerte de “ultranacionalismo palingenético” –en palabras de Roger Griffin– que define el núcleo central del pensamiento fascista. Otros elementos de continuidad pueden identificarse en la similar concepción del ser humano (agresivo, jerarquizado y territorializado) y en la defensa de una concepción belicista de la existencia que recuerda un renovado darwinismo social.

Es cierto que en el fascismo clásico el papel del Estado (protector y autoritario) era fundamental pero la nueva extrema derecha ha sabido adaptarse bien a la actual fase del capitalismo. El comienzo de los años ochenta coincidió con la llegada al poder de una serie de gobiernos conservadores que, tanto en Europa como en Estados Unidos, marcaron el comienzo de una etapa política y económica en las que las exigencias del individualismo liberal y el mercado primaron sobre consideraciones sociales o necesidades colectivas. Las crisis del Estado del Bienestar, con el fin de las propuestas keynesianas, trajo consigo la puesta en marcha de reformas diversas, que se denominaron neoliberales y que no son sino la expresión inmediata de la reacción del sistema ante las crisis sociales y económicas de los años setenta. Como es sabido, la mayoría de los países se plegaron a las exigencias de las instancias supranacionales de un nuevo orden capitalista, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial.

En este contexto, debemos destacar que las políticas neoliberales no han sido ni son exclusivas de gobiernos de derechas, sino que buena parte de la socialdemocracia ha asimilado y aceptado sus principios. No conviene olvidar que la enorme crisis intelectual y política de la izquierda, en cualquiera de sus variantes (comunista, socialdemócrata, etc.), no es ni mucho menos ajena al actual auge de la derecha más radical. En todo caso, el combate no solo es económico, sino fundamentalmente político y cultural.

Los representantes de la Nueva Derecha se ven a sí mismos como redentores o como salvadores de patrias y pueblos en decadencia, y se autoadjudican la misión de desvelar las causas de esa decadencia (la democracia entre otras) y liderar a una sociedad capaz de “regenerarse” y de reconstruir un pasado identitario supuestamente “auténtico”. Una sociedad en la que las diferencias sociales son naturalizadas y la desigualdad aparece como una categoría ontológica y axiológica que viene a definir no solo quién es quién en la jerarquía social, sino cuánto valen las personas. Se trata, en definitiva, de un retorno a los “valores trascendentes” que la izquierda no comparte y que, según lamentan, la derecha convencional no ha sabido mantener.

La Nueva Derecha oferta un nacionalismo pertinaz, y hasta fanático, que se apoya en la exaltación exagerada y contumaz de valores patrióticos y cristianos, siempre con un sentimiento de clase y de etnia que deja fuera de su “patria” a los desposeídos y a los diferentes, a indígenas y emigrantes, a adversarios políticos y otros “traidores”. Racismo, xenofobia, incitación al odio o tentaciones autoritarias y antidemocráticas terminan aflorando, indefectiblemente, en esta nueva e intransigente extrema derecha.

Así la cosas, ¿por qué se ha producido ese impresionante viraje en el voto popular de muchos países hacia estas nuevas fuerzas políticas?, ¿por qué en los barrios obreros europeos, con un pasado de izquierda reivindicativa, la derecha populista obtiene tan buenos resultados electorales?, ¿por qué en Estados Unidos los condados más pobres optan masivamente por el Tea Party y por Donald Trump?, ¿por qué Jair Bolsonaro ha llegado a ocupar la presidencia brasileña tras un holgado triunfo electoral, a pesar de su discurso autoritario, ultraconservador y partidario de la dictadura militar?

Naturalmente, para un viejo marxista esto puede resultar hasta cierto punto incomprensible, pero es necesario ampliar el análisis. Antonio Gramsci podría darnos claves importantes para entender no solo la importancia de los medios materiales y las relaciones de producción, sino también de las ideologías y las creencias. Incluso en un sentido weberiano podríamos decir que la Nueva Derecha no aspira a cubrir las necesidades materiales de la población, lo que sería incompatible con la obtención de plusvalía y su adscripción capitalista, sino los vacíos existenciales de los votantes. Muchos ciudadanos parecen sentir que, con la crisis económica, la inestabilidad laboral, los recortes en servicios públicos, etc., no solo están perdiendo bienestar, sino también identidad. Con la Nueva Derecha la identidad colectiva (de patriotas, blancos, cristianos y respetuosos con las tradiciones) se eleva a la categoría de fetiche y se equipara con una especie de “orgullo nacional” frente a “los otros”.

Como reza el título de este libro, que me honro en prologar, las nuevas derechas desafían gravemente las democracias actuales. En las páginas que siguen Omar Alejandro Bravo ha sabido rodearse de un solvente grupo de científicos sociales que han sido capaces de analizar, a través de estudios de caso muy bien elegidos, algunas de las peligrosas consecuencias del ascenso de la extrema derecha y del (neo)fascismo en todo el mundo y, en el caso que nos ocupa, en América Latina. Solo así puede desenmascararse la falsa ambigüedad con que a veces se presenta, contribuyendo a un pensamiento crítico y a una conciencia crítica –aquella conscientiazaçao propugnada por Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido– que resulta hoy de una necesidad imperiosa para sustentar y reforzar un imprescindible y militante sentimiento antifascista.

Septiembre de 2020

Las nuevas derechas

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