Читать книгу Octógono de Hallistar - Omar Casas - Страница 7

Оглавление

3- EL TEMPLO

Descendimos al trote lento y cada tanto mirábamos hacia atrás. Nadie nos seguía, ni siquiera se oía su cuerno de caza. A pesar del silencio, mantuvimos la marcha hasta que la aldea apareció por delante. Todavía quedaban delgados halos de humo que ascendían en la celeste tarde. Los dos soles, generaban dos sombras alargadas contra el sendero revuelto de pisadas. Los círculos lunares, comenzaban a emerger como blancos fantasmas. A medida que nos acercábamos, ansié llegar lo más rápido posible al centro de la aldea, pero la fatiga hizo estragos en mi cuerpo y me detuve. Ana me miró y como si leyera mis pensamientos, asintió y esperó a que me recuperara. Estábamos en el camino correcto y sabíamos que algo nos esperaba a cientos de metros. Era la misma sensación que nos impulsó a caminar hacia el puente. Esa noche... parecía tan lejana...

Avanzamos otra vez apresados por aquella fuerza incontenible, la que nos empujaba de nuevo a la aventura. Alcé la vista al cielo y en uno de los círculos de plata destellaron los ocho vértices del octógono.

— ¿Los viste?- interrogó Ana rompiendo el pesado silencio. Yo asentí.

Aún ardían algunos troncos renegridos de los árboles. De las chozas quedaban montículos de cenizas atravesados por nervaduras rojizas. El humo se arremolinaba con la brisa de la montaña y ascendía en grises torbellinos. Después de esquivar las áreas carbonizadas, alcanzamos a ver la explanada donde se cimentaba un templo. Sus bajas paredes rocosas, de no más de tres metros de alto, tenían aristas debido al cambio en la dirección. Cada una de ellas se remarcaba con columnas prismáticas que sostenían vigas del mismo grosor, donde descansaba un techado con alero.

— Es muy bajo, por eso no lo notamos, parece que no tiene entrada- comentó Ana y tenía razón. Caminamos alrededor de su perímetro octogonal y todas las paredes eran iguales. No había indicio de alguna abertura. El segundo intento fue más minucioso, ya que nos acercamos y tocamos la superficie tratando de encontrar alguna hendidura.

— De alguna manera deberían usarlo los aldeanos- sostuvo Ana desilusionada.

— ¿Y si no lo usaban? ¿Si fue una construcción de otra época y los nativos sólo se establecieron alrededor de ella?- supuse y Ana negó con su cabeza.

— Todo es posible... pero...- se cortó y retrocedió un par de pasos. Y así quedó por un largo tiempo contemplando la estructura, sin soltar palabra alguna. Entonces retrocedió otro par de pasos para tomar envión y saltó para aferrarse al alero. Luego hamacó sus pies que colgaban y dando otro impulso desapareció por encima del techo. No esperé más y la imité. Pero ya aferrado al voladizo, cuando quise impulsarme como ella no pude subir, entonces Ana me tomó de la campera y de un brazo para lograrlo.

— De alguna manera voy a adelgazar- prometí cuando me incorporaba y Ana soltó una risa. El centro de la losa estaba vidriado, la única forma de que entrara luz natural si el templo no tenía ventanas. Inteligente deducción de mi compañera.

— Voy a buscar una piedra para romperlo. Tú no bajes.- Ordenó ella para agacharse y coger el borde del alero otra vez.

— No pensaba hacerlo- aclaré mientras comencé a caminar cerca del borde transparente. Y eché una mirada al interior. Todo el suelo se cubría con la pintura de un mapa, quizás de la región. En el centro se erguía un altar cuya parte superior, de hierro forjado, se abría cerca el cielorraso en diagonales para formar la estructura que sostenía el cristal. Contra las esquinas afloraban esculturas de arcilla. Toda la sala octogonal se bañaba de un color naranja, producido por la refracción de las luminarias solares. Escuché la piedra rodar por sobre la losa y sin esperar a Ana, la aferré para después arrodillarme y darle un golpe seco a uno de los paneles. Tras el estallido del vidrio, con el pié comencé a derribar los pedazos que quedaban.

— No pierdes el tiempo- aseguró Ana otra vez arriba sonriéndome.

— Ten cuidado con los cantos, todavía pueden quedar retazos de vidrio- le aclaré.

— ¿Y por qué iba a bajar antes que tú?- interrogó ella mientras fruncía el ceño.

— Eres más ágil, y si encuentras un banquito o algo que se parezca me lo alcanzas para bajar- expliqué mientras trataba de evitar una risa.

— La comodidad ante todo...- respondió Ana y ya comenzaba a afirmarse contra los cantos del metal. Se estiró y después de soltarse, desapareció de mi visual. Sus pasos resonaban contra las paredes en ecos superpuestos.

— Ahí tiene mi señor- avisó ella colocando una amplia silla bajo el hueco rectangular.

— Gracias, muchas gracias- contesté mientras me animaba a bajar. Me estiré todo lo que pude y me solté. Apenas unas decenas de centímetros de caída contra la silla y otras tantas contra el suelo. La sala estaba casi vacía. Deslumbrados, la recorrimos contemplando los cuerpos de arcilla. Nos detuvimos en una esquina en particular, porque eran esculturas humanas de dos viejos, que en su flanco izquierdo se estiraban como chicles para convertirse en jóvenes. Quedamos boquiabiertos. ¿Acaso algún inspirado artista imaginó nuestro pasado? ¿O un monje del destino trazó nuestro porvenir?

— Estamos en este vértice del octógono, este es el comienzo. ¿Cuál será segundo vértice?- preguntó Ana mientras giraba su torso hacia ambos lados. Por la derecha, la misma pareja empujaba un vástago. Por la izquierda, de la cabeza de dos jóvenes emergían estrellas.

Quedamos absortos, admirando la exposición de una perturbada y asombrosa mente. Y contemplando las paredes, observamos la marcha de una cortina de luz que giraba con extrema lentitud en sentido horario. Caminamos hacia la derecha.

— Nuestra siguiente parada- aseguró Ana y asentí.

— ¿Pero cómo llegar?- me interrogó con preocupación y señalé bajo sus pies.

— Supongo que este mapa se relaciona con las esculturas- expliqué mientras me agachaba para observar la escala. Apoyé mi antebrazo contra el segmento que tenía casi la misma longitud. Entre extremos se indicaba el valor de 10 Vasper (vaya a saber cómo se correspondía con nuestros kilómetros). Luego repetí la operación desde el primer vértice hasta el segundo en línea recta, así como los antiguos medían por codos. Mientras me dedicaba a la medición, Ana miraba a los muñecos de arcilla de todas las aristas, y en una libreta que extrajo de su campera, empezaba a realizar unos bosquejos.

— Treinta y cinco codos, algo así como 350 vaspers desde nuestro lugar al segundo templo.- afirmé sonriendo.

— ¿Y cuánto vale un vasper?- preguntó Ana sin soltar la mirada a su libreta.

— Ni la más puta idea... Sólo es la manía que tengo por medir las cosas. Pero tal vez podemos realizar una aproximación cuando naveguemos río abajo.- expliqué mientras me acercaba a ella.

— ¿Navegar? ¿A qué te refieres?- preguntó Ana con curiosidad al mismo tiempo que dibujaba con rapidez y belleza la quinta escultura.

— Supongo que los largos senderos angostos del mapa pintados en azul, refieren a un río que corre paralelo a la diagonal del octógono. Esta aldea está en las márgenes de un río que baja de las montañas y pasa cerca del segundo templo.- avisé y ella asintió concentrada en su tarea.

— ¿Sería mucha molestia que copiaras el mapa del suelo?, sería de buena ayuda para nuestro viaje- sugerí contemplando el sexto bosquejo.

— No hay problema, pero no te quedes parado detrás de mí, me recuerdas a los profesores de arte que examinaban y criticaban por detrás de mi cuello mientras pintaba. Eso me ponía nerviosa y me desconcentraba- comentó ella con sequedad.

— Lo lamento mi talentosa artista- respondí dando un paso atrás y eché a andar por la anaranjada sala. Después de quince minutos, Ana arrancó una hoja y me la pasó. Era una réplica perfecta, en escala, de todo el mapa. Salimos del templo, bajamos de su techo y enfilamos a la costa. Muy pronto llegamos al borde del río, donde un par de canoas flotaban amarradas contra gruesos troncos. En ese momento, oímos el maldito cuerno.

— Espérame sólo un par de minutos- avisé a mi compañera, mientras quebraba una rama gris. Caminé y conté, desde el tronco de amarre, cien largos pasos en línea recta, paralela a la margen. Al fin del recorrido clavé la rama al suelo y regresé al trote. Ana me esperaba ya en el bote, preparada para remar. Desaté la soga lo más rápido posible y empujé el bote. Con el agua hasta la cintura y asido al esquife, me impulsé y rodé sobre las maderas. Mientras enrollaba la soga, ya podían escucharse los aullidos y ladridos, aunque todavía distantes. Ana comenzó a remar y le sugerí que mantenga un ritmo lento y constante para ahorrar energía, por suerte, la corriente era a favor nuestro. Tardamos en pasar a la altura de la rama, aproximadamente unos 40 segundos. Dividí el espacio de 100m sobre el tiempo y nos daba una velocidad de 2,5m/seg. o cerca de 9 Km/h, nada mal para un impulso a pulmón. Los sonidos eran cada vez más intensos y Ana comenzó a preocuparse, porque más abajo observamos las embarcaciones de los “cabeza de perro”, pero las bestias no se habían asomado. Ella comenzó a remar más rápido para sobrepasarlas cuanto antes. Si nos llegaban a cerrar el paso era nuestro fin. Cuando alcanzamos su altura, apenas se veían algunos puntos descender la ladera. A pesar de todo, Ana continuó a ritmo forzado. Y poco a poco las fuimos dejando atrás.

— Tranquila, no creo que se dirijan primero a sus botes, supongo que irán al templo- aclaré tratando de que Ana aminorara su marcha, pero ella continuó por varios minutos como si tratara de ganar una medalla olímpica. El resultado fue que terminó exhausta y tuve que reemplazarla demasiado rápido para mi gusto.

— ¿Eso es lo que más puedes?- preguntó sorprendida por mi lentitud.

— Correcto, es lo más que puedo hacer, para no terminar como tú en pocos minutos. No quiero que el bote quede a la deriva. Esto nos va a llevar varias horas- avisé mientras remaba con calma. Por suerte, los aullidos eran cada vez más lejanos. Mientras contemplaba el verde paisaje de ambas orillas, mi compañera interpretó un concierto de ronquidos. Después de una hora, extendiendo mi pie alcancé el suyo para despertarla.

— Ana, no aguanto más, llegó tu turno- la desperté y cambiamos las posiciones. Así continuamos sin parar hasta el anochecer, donde decidimos descansar y sólo usar un remo de timón cuando corregíamos la dirección. Una franja de apretadas estrellas cruzaba la infinita concavidad azul, derramada al espacio como la leche de Hera. Y la tremenda luna blanca, diez veces más grande que la nuestra, pareció engullir a sus dos compañeras, transformando al río en plata fundida y mostrándonos el camino al otro templo.

Octógono de Hallistar

Подняться наверх