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Оглавление4- EL SEGUNDO VÉRTICE
No fue largo el descanso. El que se despertaba en la noche y tenía fuerza, remaba hasta agotarse. Nos intercambiamos varias veces el trabajo y las horas de sueño. El amanecer nos sorprendió cuando la gran luna, ya muy arriba, comenzaba a desaparecer, mientras una cúpula roja e inmensa aparecía incendiando el este.
— Tengo hambre- dijo Ana tras inclinarse al borde de la canoa para tomar agua.
— Yo también, pero no sabemos cazar- respondí mientras pensaba todo lo difícil que sería sobrevivir en ese lugar.
— Yo no pensaba en eso, pero podríamos recolectar algunos frutos y raíces, ¿qué te parece?- sugirió Ana y tuve cierta esperanza.
— ¿Sabes cuáles son las especies comestibles?- pregunté sorprendido.
— Trabajé cierto tiempo de ayudante de cocina y aprendí mucho. ¿Nos animamos a buscar nuestro desayuno?- preguntó ella y enfilé hacia la orilla opuesta de dónde veníamos sólo por precaución.
Atracamos en la dorada y desolada costa y tras cruzar una angosta faja de arena, nos sumergimos en el bosque. Del renegrido suelo, Ana extrajo hongos y me mostró sus diferencias con los venenosos, luego hizo una selección de raíces y después escaló uno de los árboles para robar huevos de un nido. La incursión no duró más de una hora y retomamos a la canoa con los bolsillos arrebatados de víveres. Continuamos todo el día remando y descansando hasta que los dos soles comenzaron su descenso al poniente. Cada vez se estiraban más los intervalos de descanso, hasta que el entumecimiento fue insoportable y por agotamiento, ambos fuimos presa del sueño.
La fría brisa de la noche nos despertó y río abajo, a medio kilómetro de distancia, divisamos cientos de puntos brillantes en la costa.
— ¿Llegamos a destino?- preguntó Ana con cierta alegría, mientras las luminarias se volcaban a la costa y regresaban en un vaivén acompasado. Primero escuchamos el grave cuerno, luego tambores y después los conocidos aullidos. De forma instintiva tomé los remos y enfilé al margen opuesto.
— ¿Nos habrán visto?- interrogó preocupada mi compañera como si yo fuera el de las respuestas alentadoras. Pero traté de cumplir mi función.
— No lo creo. Se ciegan con sus antorchas y nosotros somos cobijados por la noche. Por suerte, las nubes cubren las lunas.- respondí y apresuré los movimientos a pesar de los fuertes dolores en hombros y bíceps. Acarreábamos unas dieciocho horas de remo efectivo, que multiplicada por una velocidad promedio de 9Km/h, se traducían en aproximadamente 162 Km. Si los relacionaba con los 350 vasper del mapa, nos daba una relación de 2,2 vasper por kilómetro. ¡Ya tenía la correspondencia para leer sus mapas! La voz de Ana me volvió al problema principal.
— Nos estaban esperando, por eso no se apresuraron a seguirnos, tienen la región cubierta y de algún modo se comunican a distancia. No podremos entrar al templo- se explayó Ana con gran desánimo.
— Son demasiadas hipótesis no confirmadas pero posibles.- respondí cuando ya nos acercábamos a la otra margen. Increíblemente, no había rastros de las bestias. ¿Eran tan brutos de no cubrir el desvío de sus perseguidos? ¿O en este lugar le temían a algo peor que ellos? En ese momento no importaba, me contagiaba de Ana, extrapolando cuestiones cuando debíamos enfocarnos en lo principal. Y lo que urgía era pisar la playa, descansar y recuperar fuerzas ocultándose en la espesura boscosa.
Escondimos la canoa y en silencio nos hundimos en la verde oscuridad. Nos sentamos en medio de un círculo perfecto de troncos, que se iluminó como esmeralda brillante cuando la gran luna desgarró la cortina nubosa. El follaje se encendió y de las puntas de las hojas destellaron reflejos. ¡Los pinos y abetos parecían gigantescos candelabros de mil velas! Una brisa repentina movió sus ramas en una dirección y un verde desfiladero de quince metros de alto se abrió ante nosotros. Entonces supimos a qué le temían las bestias, a las fuerzas sobrenaturales que dominaban al extraño bosque. La esperanza renació en nuestros espíritus, que empujaron los fatigados cuerpos por el angosto sendero.
A medida que nos adentrábamos en la espesura, el camino esmeralda se abría ante nosotros y al mismo tiempo se cerraba por detrás. La luna seguía jugando con nuestro destino. ¿Para qué ayudarnos tanto? La sospecha de una imperiosa necesidad por parte de la amiga circular, me despertó cierta desconfianza. La excesiva generosidad siempre encubre un peligroso propósito. Y a eso nos enfrentaríamos en un futuro.
Después de algunos minutos de caminata el sendero terminaba en una pared de enredaderas y helechos. Tampoco podíamos regresar, pues el paso se encontraba cerrado. Revolvimos el suelo y encontramos una puerta trampa, al abrirla, emergió un vaho similar al de viejos papeles empolvados por el tiempo y una humedad caliente. Nada se apreciaba de aquella boca circular negra, hasta que la luna lo perforara con un grueso rayo de plata. De forma increíble, éste pareció doblarse a cierta profundidad de forma horizontal y se perdió en las entrañas de la tierra. Descendimos apoyando los pies en huecos perforados en la roca. La mayor parte de la superficie cóncava tenía espejos, quienes quebraron el rayo. Al cerrar la compuerta nos invadió la oscuridad. Pero a ciertas distancias, se veían pequeñas esferas flotantes a la altura del techo abovedado que comenzaron a brillar con la luz plateada.
— Absorbieron la luz de la luna - murmuré sorprendido.
— En nuestro mundo no existían estas cosas.
— Claro que no. Es algo imposible. Y esta tecnología no la manejan los aldeanos ni los “cabeza de perro”.- comenté mientras seguíamos avanzando.
— Ni rastros de los constructores, como si se hubiesen extinguido- expuso Ana siguiéndome muy de cerca.
— Si... pero dejaron información en las lunas de vaya a saber cuántos sistemas estelares. Me siento un cobayo en el laberinto.- expresé con cautela pero cierto entusiasmo. Si nos querían muertos, ya formaríamos parte de una colección de cuerpos embalsamados en una vitrina. Era evidente que nos utilizaban para algo.
— Cobayos, puede ser, pero nos necesitan- aseguró Ana como si leyera mi pensamiento.
La caminata por el túnel nos llevó más tiempo que la realizada por el sendero verde. Cuando notamos las manchas de humedad en el techo, y más adelante asomaron las goteras, supimos que cruzábamos el río.
— Vamos directo al templo de los antiguos- afirmó Ana con alegría.
— Exacto, y como no tienen entradas externas a simple vista...
— Los repugnantes lobunos no nos atraparán- completó mi compañera de viaje y nos dimos el gusto de soltar una risotada.
Más adelante, nos topamos con una compuerta con el aspecto de una escotilla de submarino. Giramos el aro superior y cedió. Nos bañó la luz naranja del primer templo. El túnel se convirtió en un ancho pasillo con escaleras de baja alzada. La compuerta podía trabarse desde el interior, lo hicimos. Ascendimos por la escalera traslúcida construida con un material desconocido, el mismo que cubría las paredes y el techo. Divisamos un hueco circular en el cielorraso donde la escalera ascendía. Y al terminar su recorrido, emergimos en el centro del templo octogonal. Era mucho más amplio que el anterior, lo doblaba en altura y tenía las mismas esculturas en las esquinas. Además, su techo no era plano, sino que terminaba en la punta de una pirámide octogonal, cuya parte superior era de cristal.
— Es magnífico... ¿No lo crees?- preguntó Ana boquiabierta.
— Pero está prácticamente vacío- comenté contemplando las pocas sillas y las rugosas paredes. Me dirigí a la segunda arista sin perder más tiempo. Era un duplicado exacto de la pareja empujando el vástago giratorio.
— Supongo que este mecanismo estará en alguna parte- murmuré pensativo. Y posé las manos en la escultura, ésta cedió y se hundió levemente en la pared. Sentimos la vibración desde los cimientos y se propagó en toda la estructura. Todo el edificio comenzó a sufrir una mutación, sus paredes retrocedieron y la sala se amplió. Tras remolinos de polvo, desde las caras triangulares del techo se descolgaron aparejos; y del suelo, cerca de la boca de acceso, emergió la rueda giratoria con los cuatro vástagos perpendiculares entre sí. Sin pensarlo, enfilamos hacia aquella y empujamos a uno de ellos. Tuvimos que inclinar los cuerpos y afirmarnos a cada paso para moverlo. Tras una escupida de polvo desde todas las paredes, brotaron bordes que crecían a medida que desplazábamos el pesado mecanismo. Estanterías plagadas de libros, emergieron tras una vuelta completa de la rueda. La soltamos exhaustos y al recuperar el aliento, me dirigí a una de las estanterías y extraje un libro. Explicaba diferentes métodos para la pesca. El idioma era indescifrable, hasta muchas de las letras eran desconocidas, pero las fascinantes ilustraciones generaban un idioma universal. Era una transmisión de conocimiento a través de imágenes.
— Esto... esto es maravilloso Ana...- afirmé y ella se acercó a ver.
— Tenemos solucionado el aprendizaje de nuestra supervivencia y también podremos mejorar nuestro estado físico.- dijo ella señalando la rueda y los aparejos. Después comprobamos que algunos servían para cubrir los vidrios de la punta de la pirámide. Al moverlos, unas planchas triangulares de metal emergían de las paredes para posarse sobre ellos. Otros se encargaban de desplegar escaleras que llegaban a altos niveles del techo piramidal.
Nos abocamos a construir una red de pesca. Aprendimos a realizar nudos de forma práctica y rápida. Nos llevó varias horas de trabajo y una vez terminada, descansamos hasta el otro día. Al amanecer, Ana me despertó y nos dirigimos al túnel para probar la red afuera. Nuestro principal problema era abrirnos paso entre la espesa maleza que rodeaba la entrada, pero la vegetación cedió sus paredes ante nuestro avance. Ese bosque tenía vida propia y nos cobijaba. Comenzamos a sentirnos seguros bajo su protección. Cuando recorrimos unos doscientos metros, las verdes paredes se abrieron. Una cortina de agua de diez metros de alto por cinco de ancho caía sobre el borde de una laguna de miles de metros cuadrados de superficie. Al avanzar unos pasos, ya pisábamos la arena blanca de una curva playa, bañada por los anaranjados rayos de los soles. Los rocosos paredones, cubiertos de enredaderas y musgos, rodeaban el inmenso hueco. Como niños, nos despojamos de las ropas, nos olvidamos de la red y nos lanzamos al agua. Y después de nadar y de salpicarnos, nos invadió el fuego de una lejana adolescencia, aquella que despierta deseos y enciende pasiones insospechadas. Nos encontramos abrazados y besándonos...
Supongo que los gruñidos nos despertaron, todavía desnudos y tendidos los cuerpos laxos sobre la arena.
Sólo tenía fuerza para incorporarme y esperar el ataque, Ana apoyó su espalda contra la mía. De la espesura emergió un par, luego tres, otro par más y así se fueron sumando hasta rodearnos una docena de bestias. Me maldije por olvidarme la espada. Pero... Si ni sabía cómo usarla... Las bestias llevaban las suyas y con seguridad sabían usarlas. No podía creer que todo se terminaba... Al menos había disfrutado cada momento increíble que habíamos pasado. Doce guerreros armados se aproximaban contra dos idiotas desarmados, dos inexpertos de una época donde las espadas sólo se veían en películas o figuraban en libros de epopeyas.
Y cuando se acercaron lo suficiente como para oler el intenso sudor de su pelaje, de la espesura brotaron látigos verdes que enredaron a las bestias. Las apretaron con tal fuerza que soltaron sus armas y comenzaron a escupir sangre de sus fauces. Después fueron engullidos por el bosque y escuchamos los alaridos del dolor.
— Mierda...- mascullé parado
— Sí... seguro... ¿Te parece si pescamos algo?- sugirió ella ya repuesta de lo sucedido y muy confiada en el loco bosque.
La red funcionó de maravilla. Pescamos muchas piezas que en el templo limpiamos y salamos tras las indicaciones de los libros. A partir del terrible suceso, nos dedicamos a entrenar todos los días con la rueda giratoria y los aparejos. Y tratamos de aprender más de supervivencia. En un libro observé el mapa del lugar. El túnel comunicaba al templo con una isla en medio del ancho río, era la isla del bosque viviente donde muy pocas bestias se animaban a pisar. Aprendimos a producir flechas y arcos. Después de muchas horas de probar los arcos y mejorar sus defectos, nos decidimos salir a cazar. Los primeros días fueron frustrantes, pero Ana logró matar un jabalí. Esa noche hicimos una gran fogata y mientras mordíamos la jugosa carne, escuchamos los lejanos aullidos y tambores de las bestias. Nos reímos y los insultamos, sólo faltaba el alcohol para coronar la fiesta.
Creo que fueron veinte días, veinte días donde fortalecimos el cuerpo de tal manera que los progresos se notaban. Los dos desarrollamos masa muscular en poco tiempo, como si el alimento de la isla produjera una intensa proteína.
Un fuerte ruido nos despertó en la madrugada, luego le siguió otro y otro en ritmo lento. Nos incorporamos de inmediato y usamos los aparejos para desplegar las escaleras. Luego ascendimos y nos asomamos a las amplias ventanas. Divisamos al ejército de bestias. Usaban un inmenso ariete con punta de hierro para romper una de las gruesas paredes.
— Les costará trabajo horadarla- afirmé para calmar a Ana.
— Pero tarde o temprano entrarán y no quiero estar aquí cuando suceda- comentó ella angustiada.
— Es el momento de descubrir cómo llegar al tercer vértice- avisé mientras descendíamos por las escaleras. Nos preocupamos por fortalecernos y alimentarnos pero jamás sospechamos que se prepararían para destruir el templo. Pero todavía contábamos con mudarnos al bosque. Allí no podían acercarse. Casi como contestación a mi reflexión, observamos nubes de humo cruzar la punta de la pirámide. Subimos de nuevo, y esta vez fue como recibir una daga al corazón. Los lobunos se animaron a generar un gigantesco incendio en toda la isla.
— ¡Hijos de mil puta!- gritó Ana y luego lloró de forma silenciosa. Estábamos realmente jodidos. Otra vez regresé a mi reflexión. Tan cómodos nos sentíamos que no previmos un tiempo para estudiar en cómo continuar con el viaje. ¡Quién podía abandonar semejante hogar!
Por horas revisamos y buscamos un libro que nos indicara cómo llegar al tercer vértice. Abatidos, descansamos y comimos un poco de carne salada. No podíamos escondernos en el bosque, ni escapar por canoa. Todos los caminos estaban bloqueados. Ana sorbió un poco de agua del precario odre que había creado con el estómago cosido del jabalí y enfiló a la tercera escultura. No sé por cuánto tiempo quedó contemplándola. Los ruidos del exterior ya se volvían insoportables.
— ¡Ayúdame con la rueda!- exclamó apremiante y salté de mi lugar.
— Jamás probamos con dos vueltas- dijo y se afirmó con fiereza. Era verdad, siempre la girábamos en un sentido y luego en el otro. Y empezamos a empujar, mientras un segundo piso transparente emergía por encima de nuestras cabezas.
— ¿Cómo lo descubriste?- pregunté contemplando el octógono vidriado.
— No le prestamos atención a la tercera escultura. La pareja con los torsos encorvados por el cansancio pero siempre mirando hacia arriba, hacia la luna donde se inscribe el octógono. ¿Y qué hay dibujado casi imperceptible en él?- preguntó Ana y me dirigí a la tercera arista. Podía notarse la rueda giratoria encastrada en el octógono y el número 2 apenas perceptible.
— ¡Excelente deducción! Y ahora...
— Subamos al piso flotante con todo lo que podamos llevar. Roguemos que la luna aparezca y se abra el portal antes de que las bestias ingresen- explicó ella mientras los golpes continuaban con más fuerza y las nubes del incendio cubrían en espeso manto al cielo.
Así lo hicimos, llenamos nuestras alforjas con comida para una semana, algunos libros, los odres llenos de agua, un atado de flechas, más el mejor arco que construimos. Colgamos las espadas de los cintos que se cernían a nuestra cintura. Sólo restaba esperar el momento, mientras los incansables “cabeza de perro” continuaban el trabajo con el ariete y ya caía polvo de la pared horadada.
La espera se volvió tediosa. Era seguro que los lobunos ingresarían esa noche. Algunos trataron de hacerlo desde el techo, pero ya lo teníamos cubierto con las mamparas de metal. Sólo dejamos la punta liberada, para que entrase el rayo de la luna. Ya habían roto el vidrio, pero su superficie era demasiado pequeña para entrar. Después de varias horas, por fin llegó la noche, pero las espesas nubes imposibilitaban que nuestra amiga de plata se asomara. La debilitada pared escupía nubes de polvo y piedras. Luego saltó un pedazo de roca y la punta de acero del ariete emergió en el salón. Vibramos tras el grave sonido y también por el miedo. Por suerte, les quedó la punta trabada y no podían retrocederla. Me animé a bajar.
— ¿Qué haces?- preguntó desesperada Ana.
— Se la trabaré- contesté carrera abajo. Tomé una cuña de madera y la apreté contra la pared. ¡Funcionó!
— ¡Sube de una vez!- gritó Ana, pero antes de obedecerla, usé el aparejo para dejar más abertura en la cúspide del templo. Ya era muy difícil que intentaran un ataque desde arriba cuando ya cedía la parte inferior.
La cuña no resistió mucho tiempo, pero ganamos varios minutos de vida. El segundo golpe arrancó una roca, y el tercero produjo el boquete. Como un grueso chorro de pelos se desparramaron en la sala, y comenzaron a subir por las escaleras. Fue cuando un agónico rayo de plata iluminó el octógono y los vértices se encendieron. Cuando ya olíamos su sudor, el suelo nos arrastró a pasmosa velocidad. El entorno se transformó en un borrón...
Luego... el hormigueo otra vez, y tras él, primero las extremidades y después el resto de mi cuerpo se desintegraba en polvo. Transmuté en una y cada una de las millones de partículas que se arremolinaban y aceleraban en una oscuridad silente.