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(I)

Hace ya casi cuarenta y cinco años, Uberto Scarpelli (1965) se preguntaba —en una monografía tan perspicua como influyente— qué era el positivismo jurídico. Scarpelli era consciente del hecho de que la expresión “positivismo jurídico” era usada de muchos modos diversos, algunos se solapaban entre ellos, algunos eran claramente incompatibles. De hecho, el mismo año Norberto Bobbio (1965) —en otra monografía igualmente perspicua e influyente— distinguió tres sentidos de positivismo jurídico, a saber, a) como approach al estudio del derecho, a veces denominado positivismo metodológico o también conceptual, b) como teoría acerca del derecho (la teoría voluntarista, legalista, que sostiene que los sistemas jurídicos son necesariamente consistentes y completos y que el razonamiento jurídico es una operación algorítmica de subsunción) y c) como ideología, que establece la obligación de obedecer al derecho (tal vez no para todos los sistemas jurídicos, sino solo para algunos: para los que son aptos para preservar la paz, los que respetan el imperio de la ley, los que son democráticos, etc.). El objetivo de Scarpelli consistía en averiguar cuál era el rasgo sobresaliente entre las doctrinas iuspositivistas que las hacía a la vez difundidas y atractivas.2 Pues bien, para el profesor de Milán este rasgo consistía en aceptar que había razones normativas para adoptar algo como el positivismo teórico. Lo que después se ha llamado positivismo jurídico normativo o ético.3

Sin embargo, aunque ya hace más de veinte años que venimos oyendo y leyendo bastante acerca del neoconstitucionalismo, no contamos con contribuciones al respecto como las de los dos grandes iusfilósofos italianos mencionados. Tal vez porque, hasta donde se me alcanza, la expresión comenzó a usarse en los despachos y seminarios del entonces Dipartimento Giovani Tarello, de la Universidad de Génova. La palabra comenzó a usarla Susanna Pozzolo, en su ponencia a un workshop del Congreso IVR de 1997 en Buenos Aires (Pozzolo, 1998) y dedicó al estudio de la cuestión su tesis doctoral (Pozzolo, 2001). El ambiente genovés era muy crítico con las tesis centrales que suelen atribuirse al neoconstitucionalismo. Por dicha razón, este enfoque presentaba una versión de esta doctrina tal vez algo distorsionada, un espantapájaros que no se corresponde con la doctrina de ninguno de los autores a los que suele atribuirse en el mundo latino (la expresión es de uso únicamente en los países latinos).4 Tal vez por ello, Atienza (que normalmente es considerado un autor neoconstitucionalista junto con, por ejemplo, Robert Alexy, Ronald Dworkin, Carlos S. Nino y Luigi Ferrajoli) rechaza el apelativo de manera enfática y, además, considera que “no se puede saber” que sea el neoconstitucionalismo, no solo por impreciso y ambiguo, sino también porque fue construido para derribarlo (Atienza, 2016, pp. 29 y 38)5. Tal vez por ello, casi nadie se coloca bajo dicha adscripción.

Pues bien, el libro que tienen entre manos (que es la revisión concienzuda de su tesis doctoral) de Omar Vázquez ofrece una vía posible para aclarar las polémicas y el debate que subyace al uso del término “neoconstitucionalismo”.6 Concibo el libro de Omar como una brújula que, al menos, nos permite orientarnos en este territorio, incluso cuando nos perdemos.

(II)

Tal vez hay algo presente en la cultura jurídica de nuestra época que el denominado “neoconstitucionalismo” pretende captar y que, en Alemania e Italia, se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando sus constituciones rígidas incluyeron el control concentrado de constitucionalidad, confiando a un solo órgano, un Tribunal Constitucional, la competencia para procurar que las leyes fueran siempre conformes a la Constitución. España y Portugal se añadieron en los setenta del siglo pasado a dicha orientación, a la que Francia se había sumado tímidamente unos años antes. A partir de los años ochenta, el regreso a la democracia en muchos países latinoamericanos hace que algunos de estos introduzcan el control concentrado y otros mantengan el tradicional difuso, pero todos conceden mayor relevancia a la conformidad de las leyes con las constituciones (aquí están Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Ecuador, por ejemplo).

Por ejemplo, yo recuerdo de joven doctorando a mitad de los ochenta del siglo pasado, como mis profesores y colegas de las diversas materias jurídicas se pasaban el día hablando y escribiendo sobre la constitucionalización del derecho civil, penal, mercantil, administrativo, etc. En sus argumentos comenzaban a aparecer principios constitucionales a los que las leyes debían adecuarse, una forma de razonar que estaba mucho más abierta a las cláusulas valorativas, antes reservadas a la doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados y poco más. Tal vez el libro que recoge mejor este cambio cultural es Zagrebelsky (1992).

Una comprensión que se compadece mal con la idea de que el sistema jurídico es algo como un libro o código de reglas que se autoaplican a los casos. Por ejemplo: alguien contrata un préstamo hipotecario, entonces debe pagar la cuota mensual establecida; alguien circula por la autopista, no debe hacerlo a más de 120 km. por hora. Sin embargo, si resulta que el préstamo contenía alguna cláusula abusiva, entonces no debe pagar la cuota establecida; o si conduce por la autopista con un herido en el auto que debe ser atendido urgentemente, tal vez puede desobedecer la norma que limita la velocidad. Pues bien, la constitucionalización de los ordenamientos jurídicos viene a exacerbar esta tendencia, a hacerla cada vez más patente en la aplicación del derecho.

Creo que el libro de Omar es capaz de transmitirnos este cambio cultural con claridad y, además, de aplicarlo al caso mexicano que es el suyo, en el último capítulo de la tesis, una de las consecuencias benéficas de la reforma constitucional de 2011.

Considero también valiosa la división de los llamados neoconstitucionalismos en tres: principialista, garantista e incorporacionista.

La distinción entre los dos primeros, principialista y garantista es ya más conocida, porque fue tomada por Ferrajoli (2011)7 para tomar distancia de la posición que él atribuye principalmente a Robert Alexy, a Ronald Dworkin, a Manuel Atienza. Según Ferrajoli, el constitucionalismo garantista no acepta ninguna de las tres tesis básicas del constitucionalismo principialista: no acepta la conexión necesaria entre el derecho y la moral, no acepta la distinción radical entre principios y reglas y considera que el modelo de aplicación del derecho es la subsunción y no la ponderación.

En otro lugar (Moreso, 2012), he intentado mostrar que la imagen que Ferrajoli ofrece del constitucionalismo de los principios es algo distorsionada, como si los jueces pudieran cerrar el libro de las reglas y resolver los casos aplicando directamente la moral. Esto no es así. O tal vez solo uno de los neoconstitucionalistas, Alfonso García Figueroa, razona algunas veces de este modo (el único que no tiene problemas en autodenominarse de este modo).

(III)

Veamos con mayor detalle cómo sería un modo extremo de principialismo, como el de García Figueroa. Comencemos con un caso del que se ha ocupado en varias ocasiones este autor precisamente (por ejemplo, García Figueroa, 2009, pp. 152-153 y 2012, pp. 126-128), el caso Noara. Noara era un bebé que necesitaba con urgencia un trasplante de hígado, con el riesgo de perder la vida. Entre personas compatibles, el trasplante es posible entre vivos porque solo se precisa una pequeña parte del hígado del donante. Por fortuna, la propia madre de Noara, Rocío, era compatible, y —como se puede comprender— deseaba ardientemente ser su donante. Ahora bien, Rocío tenía solo 16 años y el art. 4a) de la Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y trasplante de órganos establece: “la obtención de órganos procedentes de un donante vivo, para su ulterior injerto o implantación en otra persona, podrá realizarse si se cumplen los siguientes requisitos: a) que el donante sea mayor de edad”. Y una más que plausible interpretación de esta norma implica que la donación de un órgano por parte de un menor de edad está prohibida.

Si el derecho fuese únicamente una cuestión de reglas y de su aplicación entonces estaría prohibido a Rocío donar un fragmento de su hígado para salvar la vida de Noara. Sin embargo, el derecho no es solo una cuestión de reglas, sino también de principios, estándares o defeaters que cancelan o modifican la aplicación de las reglas en determinados casos. En palabras de W. Farnsworth (2007, p. 164): “Hay una diferencia general entre una regla y un estándar: las consecuencias de la regla se activan una vez hemos establecido los hechos, un estándar requiere un juicio acerca de los hechos antes de operar con él”. Mientras las reglas se autoaplican, los estándares requieren el uso de nuestro juicio prudencial antes de ponerlos en funcionamiento.

El caso Noara se resolvió felizmente con un auto (785/07, de dieciocho de octubre) del Juzgado de Primera Instancia de Sevilla n.17, en donde la jueza decidió autorizar el trasplante apelando analógicamente a que, en los supuestos de esterilización, de acuerdo con la legislación y la jurisprudencia, el consentimiento del menor puede suplirse por la solicitud del tutor legal (la madre de Rocío en este caso), la conformidad consciente del menor, el informe de especialistas y la intervención del Ministerio Fiscal, que finalizan en una autorización judicial que suple el consentimiento de la menor.

Este caso es usado por García Figueroa a favor de su tesis de que el derecho no es una cuestión de reglas, sino una cuestión de principios. Cuando las reglas no están de acuerdo con los principios, las reglas se ignoran y se procede a decidir conforme a los principios. Creo que esta es una versión algo cruda de la aplicación del derecho en las democracias constitucionales. Es verdad que el auto judicial que comentamos es parco en explicarnos por qué olvida rápidamente la ley que prohíbe el trasplante en todos los casos a los menores de edad. Creo que el razonamiento judicial debería haber incorporado la idea de que el médico que atendía a Noara y la abuela de Noara se hallaban en un caso de estado de necesidad, una causa de justificación que, de acuerdo con nuestro Código Penal art. 20.5) declara exento de responsabilidad criminal y según la gran mayoría de la doctrina y la jurisprudencia cuando se trata de evitar un mal mayor, declara un comportamiento justificado, es decir, jurídicamente permitido aquel que para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona, o infrinja un deber, siempre que se den algunas circunstancias. Aquí se trata de la infracción del deber impuesto por la Ley de 1979 en su art. 4 a), que prohíbe aceptar la donación de un menor. Pero este deber puede ser infringido, establece nuestro código, cuando el mal causado no sea mayor que el que se trata de evitar, que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto y que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse. Bien, la decisión de la jueza de requerir los informes previos puede considerarse como un modo de cerciorarse de que realmente se está frente a un caso de estado de necesidad. Esta comprobación representa que la prohibición establecida por la ley de trasplantes puede cancelarse mediante un defeater como el estado de necesidad. Nuestra vida cotidiana está poblada de este tipo de casos, el deber de cumplir las promesas, por ejemplo, sigue siendo un deber moral, aunque pueda ceder ocasionalmente porque la promesa de cenar con un amigo genera un deber que es derrotado por mi deber de cuidar de mi hija enferma.

Creo que de este modo razonaría un constitucionalista de los principios sensible, y de hecho es como lo hace Atienza (2015, pp. 51-53), en contra de García Figueroa. Y este modo de razonar sugiere una comprensión del constitucionalismo que no lo convierte en activismo moralizador, como parecen temer sus críticos. Las reglas tienen su función y la activación de los principios viene dada por mecanismos jurídicos que permiten acudir a las razones subyacentes en algunos casos, en casos como el de Noara. En dichos casos, podemos hallar razones en conflicto y deberemos proceder a sopesarlas, a ponderarlas, aunque es mi opinión (por ejemplo, Moreso, 2017) que de dicha operación surgirán reglas que podremos aplicar de modo subsuntivo al final.

(IV)

Queda finalmente decir algo del lugar que ocupa la moralidad en este paisaje. Y aquí la discusión parece ser si la moralidad es o no una condición necesaria para identificar el contenido del derecho. Una pregunta contestada afirmativamente por los antipositivistas (iusnaturalistas o no) y negativamente por los positivistas. Pero estos segundos pueden negar la necesidad de dos modos: o bien sosteniendo que la relación es imposible, como quiere el positivismo jurídico excluyente o sosteniendo que es contingente, como quiere el positivismo jurídico incluyente.8 Durante mucho tiempo pensaba que mi razón para sostener el positivismo jurídico incluyente (por ejemplo, Moreso, 2012) era esta precisamente: que la relación es contingente. Y lo era porque son posibles sistemas jurídicos que no incorporan la moralidad, sistemas jurídicos totalmente opacos a la moralidad subyacente, sistemas que no permitan nunca a sus aplicadores recurrir a las razones que justifican tener una determinada regulación. Ahora, sin embargo, considero que, aunque dichos sistemas jurídicos son, tal vez, concebibles, no estoy tan seguro de que sean posibles.9

Tal como es presentada la tesis de la relación no necesaria entre el derecho y la moralidad en una de las primeras argumentaciones a favor del positivismo jurídico incluyente, en Coleman (1982, p. 141) puede entenderse como lo que ahora se conoce en filosofía como el argumento de la concebibilidad,10 que sostiene que, si algo es concebible, entonces es también metafísicamente posible:

The separability thesis is the claim that there exists at least one conceivable rule of recognition (and therefore one possible legal system) that does not specify truth as a moral principle among the truth conditions for any proposition of law.

Parece que Coleman acepta que, si algo es concebible, entonces es metafísicamente posible. Pero esta inferencia es controvertible. Quiero decir que tal vez algunos de los rasgos necesarios de las sociedades humanas y de nuestro razonamiento (como por ejemplo lo que Hart 1961, cap. 9, llama el contenido mínimo del derecho natural), hagan imposible que en ningún caso un sistema jurídico licencie el uso del razonamiento moral. De un modo similar, en lo que la analogía pueda valer, aunque es imposible que los seres humanos tengamos más (o menos) de 46 cromosomas (en todos los mundos posibles los seres humanos tenemos 23 pares de cromosomas), es concebible un mundo en donde tengamos solo 20 pares de cromosomas.

Si esto fuera así, cobraría sentido el argumento que usa Manuel Atienza de vez en cuando acerca de mi positivismo jurídico incluyente, conforme al cual (Atienza, 2017, p. 438) mis razones para mantener dicha posición son de tipo personal y emocional: no querer romper con los maestros iuspositivistas con los que me formé. Sin embargo, creo tener una razón adicional para no querer desprenderme de la tradición del positivismo jurídico. Se trata de la importancia que le concedo a la dimensión institucional del derecho, algo que también es muy relevante para Atienza (Atienza-Ruiz Manero, 2001). Es esta dimensión institucional precisamente la que hace posible que las decisiones jurídicas finales, que tienen fuerza de cosa juzgada, que ya no pueden ser revisadas, no estén ya sujetas a lo que Dworkin (1996) denominó la lectura moral. Pueden ser decisiones equivocadas jurídicamente, pero son jurídicamente vinculantes. En este sentido, como quería Hart (1961), la práctica jurídica está anclada en nuestras prácticas sociales con independencia de la moralidad. Soy consciente de que mucho más debería decir sobre esta conjetura para hacerla plausible (algo dije en Moreso, 2010). Pero deberá quedar para otra ocasión porque no es cuestión de enredarse en este prólogo en las intrincadas cuestiones de metafísica social que esta cuestión conlleva.

(V)

Permítaseme decir, para acabar, que fue un placer supervisar el doctorado de Omar Vázquez. Siempre curioso, ensanchó su horizonte académico con dos estancias con dos de los más prestigiosos positivistas incluyentes de hoy en día, en Cambridge con Matthew Kramer y en Hamilton, Ontario, con Wilfrid Waluchow. Ahora ha regresado a México y trata, con algunos colegas, de que la filosofía y el derecho amplíen sus horizontes en la bella ciudad de Tlaxcala. No me cabe duda de que la cultura constitucional mexicana se verá enriquecida con la perdurable contribución del autor de este libro.

Roma, 10 de abril de 2019.

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2 Como es sabido, al final de su trayectoria, decepcionado por una legislación imprecisa, falta de una adecuada técnica legislativa e ignorante de la teoría de la legislación, Scarpelli (por ejemplo, 1989; también Morales Luna, 2013, pp. 223 y ss., y la autorizada opinión de su discípulo Jori, 2013) aprobaría una cierta, es su expresión, aristocracia judicial.

3 Vd. Campbell (1996), Waldron (2001, 2005), Murphy (2001), Green (2008), Celano (2013). En la literatura en español, con algunos matices, Hierro (2002), Martí (2008-9), Laporta (2007) y recientemente Atria (2016).

4 La expresión inglesa New Constitutionalism (o, mejor, The New Commonwealth Model of Constitutionalism) se refiere a otra cosa; se refiere al modelo del Common Law de judicial review, en el cual los jueces intervienen, pero no tienen la última palabra, que queda en manos del legislador (Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido después de la ratificación del Convenio Europeo de Derechos Humanos). Véase, por todos, Gardbaum (2013).

5 Véase también, en el mismo sentido, la argumentación de Mazzarese (2017).

6 Rotundamente críticos como Comanducci (2002), García Amado (2008), o más ecuánimes Prieto Sanchís (2013).

7 Desarrollando una sugerencia de Prieto Sanchís (2008).

8 Para el primero, véase Raz (1979, ch. 3; 1994, ch. 10 and 2004), también Marmor (2002, and 2011) y Shapiro (1998, ch. 9, 2011, pp. 259-281). Para el positivismo jurídico incluyente Waluchow (2004) y Coleman (2001) y dos presentaciones generales en Moreso (2001) y Himma (2002).

9 Hay una relevante discusión filosófica acerca de las relaciones entre lo concebible y lo posible. Por ejemplo, Gendler, Hawtorne (2002).

10 El argumento ha hecho fortuna como una defensa del dualismo entre mente y materia. Se arguye acerca de los zombies, seres como nosotros que actúan como nosotros, pero que carecen de conciencia. Y, por ejemplo, Chalmers (1996, 2002) argumenta así:

Los zombies son concebibles.

Todo lo concebible es posible metafísicamente.

Luego, los zombies son posibles metafísicamente.

De lo que se infiere que lo mental no es reducible a lo material y que, por lo tanto, el fisicalismo es falso. Pero muchos autores rechazan la idea de que la concebibilidad (una noción epistémica, al fin y al cabo) implique la posibilidad metafísica (véase esta discusión bien presentada en Kirk, 2019). Y esta es la conjetura que yo recojo para nuestro caso: aunque es concebible un sistema jurídico sin referencia a la moralidad, no es posible metafísicamente su existencia.

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