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LA FE, LA ESPERANZA Y EL AMOR
Hoy en día, cuando se pregunta a alguien: “¿Tiene usted fe?”, ello significa: “¿Cree usted en Dios?” En efecto, la palabra “fe” ha terminado por pertenecer casi exclusivamente al ámbito de la religión. Fe y religión están incluso tan íntimamente ligadas, que tenemos tendencia a asimilar la religión a la fe; dejamos un poco de lado las otras dos virtudes: la esperanza y el amor que junto con la fe representan las tres virtudes llamadas “teologales”, es decir que tienen a Dios por objeto. Así pues, para comprender mejor lo que es la fe, hay que empezar por situarla entre estas otras dos virtudes que son la esperanza y el amor.
Así es cómo san Pablo, en su Primera epístola a los Corintios, escribió: “Ahora pues permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad...” Pero no os sorprendáis si substituyo la palabra “caridad” por la palabra “amor”. ¿Por qué? Ahora, la palabra “caridad” ha perdido el sentido de amor espiritual que se le había otorgado en el origen del cristianismo, para oponerlo a este impulso desordenado, pasional, al cual los hombres llaman “amor”; esta palabra se usa solamente para designar el sentimiento altruista que empuja a ciertas personas a ayudar a los más necesitados. Por esto yo utilizo más bien la palabra amor.
La fe, la esperanza y el amor... Si preguntáis a la gente qué representan para ellos estas palabras, ciertamente la mayoría se encogerá de hombros. Quizá algunos recuerden que en su infancia habían oído hablar de estas tres virtudes en la iglesia, pero todo esto está ya muy lejos y no les dice gran cosa.
En realidad, sean quienes sean, y cualquiera que fuere su grado de evolución o su educación, todos los humanos creen, esperan aman. Pero si sus creencias, sus esperanzas y sus amores les aportan tantas decepciones, es porque no saben a quién ni a donde situarlas y, sin duda, ignoran incluso lo que significa creer en Dios, esperar en Él y amarle.
Un ejemplo de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor, nos es dado por Jesús en este episodio del Evangelio en donde el diablo viene a tentarle. Ya os he explicado en diversas ocasiones el sentido profundo de estas tres tentaciones,1 pero todavía se pueden deducir muchas aclaraciones.
“Entonces, Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre. Acercándose el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes...” Jesús respondió: “Está escrito: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios...” Entonces el diablo le llevó consigo a la ciudad santa, le puso sobre lo alto del templo, y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito:
A sus ángeles te encomendará
Y en sus manos te llevarán,
Para que no tropiece tu pie en piedra alguna.
Jesús le dijo: También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios. El diablo todavía le llevó consigo a un monte muy alto, y mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, le dijo: Todo esto te daré, si postrándote me adoras. Dícele entonces Jesús: Apártate Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás...” Entonces el diablo le dejó. Y he aquí que unos ángeles se acercaron a Jesús y le sirvieron...”
Estudiando atentamente las tres propuestas que el diablo hizo a Jesús, descubrimos que conciernen a los tres planos físico, astral (los sentimientos, los deseos) y mental (los pensamientos).
Jesús tiene hambre y el diablo le sugiere que transforme las piedras del desierto en panes. El pan es el símbolo del alimento y, en un sentido más amplio, representa todo lo que nos permite asegurar nuestra existencia en el plano físico.
Más tarde se dice que el diablo transportó a Jesús a la ciudad santa, Jerusalén, para situarlo en lo alto del templo, y allí le sugirió que se tirase abajo. Para ser más persuasivo, para mostrarle que nada debía temer, que Dios le protegería, el diablo llega incluso a citar el Salmo 91: “A sus Ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna...” El templo es un símbolo de la religión, por consiguiente del corazón. El diablo intenta persuadir a Jesús de que el hijo de Dios puede siempre contar con la protección celestial, haga lo que haga, porque su Padre le ama y porque él ama a su Padre.
Finalmente, el diablo lleva a Jesús a la cima de una alta montaña y le promete todos los reinos de la tierra si acepta postrarse delante de él. La alta montaña representa la cabeza, el plano mental, el intelecto. Así pues, el intelecto es esta facultad que empuja al ser humano a creerse el dueño del mundo hasta llegar incluso a desafiar al Señor. Este orgullo insensato que hizo sublevar a una parte de los ángeles contra Dios, es lo que el diablo intenta despertar en Jesús.
Pero en cada una de las tentaciones que el diablo le presenta, Jesús resiste porque ha aprendido a dominar su cuerpo físico (al alimento material, le opone los alimentos espirituales), su cuerpo astral (no quiere en vano poner a prueba el amor de Dios), y su cuerpo mental (rehusa igualarse al Señor, quiere seguir siendo su servidor).
Es muy importante comprender el sentido de estas tres tentaciones a las que Jesús fue sometido, porque también nosotros tenemos que afrontarlas cada día en nuestra vida cotidiana; y si queremos progresar interiormente, debemos empezar por ver claro este tema. La prueba, ¿os habéis fijado en qué lugar del Evangelio se sitúa este episodio? Al principio, Jesús acaba de ser bautizado por Juan Bautista en el Jordán, y todavía no ha elegido a sus primeros discípulos ni ha empezado a transmitir su enseñanza. Aquel que quiera ponerse al servicio del Señor debe, en primer lugar, solventar la cuestión de estas tres tentaciones.
Diréis que si el Creador nos ha dado un cuerpo físico, un corazón y un intelecto, es preciso que les suministremos el alimento que precisan. Naturalmente, es indispensable. Pero hay alimentos y alimentos, de la misma forma que hay distintas maneras de buscarlos. Y precisamente necesitamos de la esperanza, de la fe y del amor, para que nos guíen en la elección y la búsqueda de estos alimentos, puesto que la esperanza está unida al cuerpo físico, la fe al corazón o cuerpo astral, y el amor al intelecto o cuerpo mental.
El pan, comprendido de una forma muy amplia, es pues el símbolo de todo aquello que nos permite asegurar nuestra existencia en el plano físico. Así pues, ¿qué hace aquel que no pone su esperanza en el Señor? Tiembla por su seguridad material, y sólo tiene una idea en su cabeza: arreglar sus asuntos, amontonar reservas, acumular ganancias. No sólo se deja acaparar por las preocupaciones más prosaicas, sino que se ve empujado a mostrarse injusto y deshonesto hacia los demás, no siente ningún escrúpulo en perjudicarles, pisotearles, de este modo se cierra a todos los alimentos espirituales.
Esperar en Dios, es liberarse del miedo al mañana: ¿tendremos algo con que alimentarnos, algo con que vestirnos, dónde alojarnos? En el Sermón de la montaña, Jesús nos previene contra este miedo al mañana: “No os preocupéis del mañana porque el mañana se ocupará de sí mismo. A cada día le basta su pena...”
Si la esperanza está unida al cuerpo físico, la fe está unida al corazón. El corazón, ¡he ahí el templo donde Dios habita! Cuando Jesús respondió al diablo: “Está escrito: no tentarás al Señor tu Dios”, afirmaba su fe en el Señor que vive dentro de él, y rehusaba ponerlo a prueba. Porque la fe no consiste en precipitarse al vacío con la convicción de que Dios enviará ángeles para amortiguar nuestra caída. Aquel que imagina que Dios protege a los insensatos que se exponen voluntariamente a los peligros, está simplemente habitado por creencias ilusorias. Pues bien, si los humanos acumulan precisamente tantas decepciones en sus vidas, si encuentran tantos fracasos en lugar de éxitos esperados, es que confunden fe y creencia.
En fin, la tercera tentación, que concierne a la cabeza, sólo puede ser vencida por el amor. El diablo transportó a Jesús sobre una alta montaña. La cabeza representa en nosotros la cima de la montaña. Aquel que se ha elevado hasta la cima, posee la sabiduría, la autoridad, el poder. Pero la historia lo ha mostrado: en el momento en que un hombre llega al poder, difícilmente se resiste a todas las posibilidades que percibe instaladas frente a él: el dinero, el placer, la gloria, cree que a partir de ahora todo le está permitido. ¡Cuántos hombres muy notables terminaron por sucumbir, víctimas de su propio orgullo! Sólo el amor hacia el Ser de todos los seres puede salvarnos de estos peligros. Todas nuestras facultades, todos nuestros dones, provienen de Él, y si le amamos sinceramente, profundamente, este amor es el que nos preservará del orgullo.
La esperanza, la fe y el amor son pues las únicas fuerzas que nos permitirán atravesar la existencia en las mejores condiciones físicas, psíquicas y espirituales. Esperar en Dios, nos preserva de las angustias de la vida material. Tener fe en Él, nos priva de las ilusiones. Finalmente, amarle nos permite alcanzar la cima y mantenernos en ella sin riesgo de caída.
Estudiad la vida de los seres que poseen la fe, la esperanza y el amor, observad cómo trabajan, cómo se refuerzan, cómo se embellecen y se vuelven más vivos, cómo consiguen afrontar las dificultades, superar las pruebas, cómo encuentran en cada una de ellas la ocasión para enriquecerse. Estas tres virtudes os parecen lejanas, extrañas, porque las consideráis de forma muy abstracta, no sentís que constituyen los tres pilares de vuestra vida psíquica. Para ayudaros a comprender, a sentir su importancia, os daré un ejercicio para hacer.
Si la fe, la esperanza y el amor son llamadas virtudes “teologales”, es porque gracias a ellas podemos entrar en relación con Dios. Sólo que los humanos tienden, también aquí, a considerar a Dios como una abstracción. Cuando no lo imaginan como un anciano con una gran barba blanca, ocupado en anotar sus buenas acciones, y sobre todo sus malas acciones para recompensarles y castigarles, la mayoría no saben muy bien cómo imaginárselo. Y sin embargo, yo no he cesado de explicároslo; la mejor imagen de Dios, es el sol distribuidor de vida, de luz y de calor. Sólo la vida, la luz y el calor del sol pueden darnos una idea de lo que son el poder, la sabiduría y el amor de Dios.2 Nos corresponde ahora a nosotros entrar en relación con este poder, esta sabiduría y este amor divinos. Y ¿cómo podemos hacerlo? Mediante la esperanza, la fe y el amor. Es a través de nuestra esperanza, de nuestra fe y de nuestro amor que podemos alcanzar la quintaesencia de la Divinidad que es Sabiduría, Poder, Amor.
Entonces, os mostraré este ejercicio. Recitáis lentamente la siguiente oración concentrándoos en cada una de sus palabras: “Señor, amo tu sabiduría, tengo fe en tu amor, confío en tu poder...” Por nuestro amor, entramos en comunicación con la sabiduría divina, por nuestra fe, entramos en comunicación con el amor divino; y con nuestra esperanza, entramos en comunicación con el poder divino. Éstas son nociones muy simples pero que precisan algunas explicaciones.
“Señor, amo tu sabiduría...” La sabiduría tiene afinidades con el frío, y el amor con el calor. Nuestro corazón tiene mucho calor, mucho ímpetu, mucho entusiasmo, pero siente que es ignorante, que carece de discernimiento, de medida, lo cual le expone a cometer numerosos errores y a sufrir. Así pues, debe amar y buscar lo que le falta y tiene necesidad: la sabiduría.
“Creo en tu amor…” No tenemos necesidad de amar el amor, pero tenemos necesidad de creer en él. El niño cree en el amor de su madre, y es por eso que se siente seguro junto a ella. El amor y la fe están unidos. Si creéis en alguien, os amará; amadle y creerá en vosotros. Y puesto que el amor del Creador es el fundamento del universo, es en él, y sólo en él, que podemos tener una confianza absoluta. Nuestra fe en los seres y en las cosas no descansa sobre bases estables si primero no hemos puesto nuestra fe en el amor divino.
“Confío en tu poder...” ¡Cuántas veces oímos decir que la esperanza hace vivir! Cada principio de año, todo el mundo intercambia deseos esperando que este nuevo año sea mejor que el precedente y aporte soluciones a todos los problemas. Sólo que, ¿sobre qué fundan sus esperanzas los humanos? Sobre el dinero, sobre las armas... sobre seres débiles, inestables. Por eso sus esperanzas siempre se frustran. En realidad, no podemos contar más que con la verdadera fuerza, la verdadera estabilidad: la omnipotencia divina.
Y observad ahora cómo esta oración establece lazos con el mundo divino. Cuando decís: “Señor, amo tu sabiduría”, vuestro amor y la sabiduría divina entran en relación, y Dios os otorga la posibilidad de ser más sabios a causa de vuestro amor. Cuando decís: “Señor, creo en tu amor”, vuestra fe atrae el amor de Dios, y Dios os ama porque creéis en Él. Cuando decís: “Señor, confío en tu poder”, vuestra esperanza apela al poder de Dios que empieza a protegeros debido a vuestra esperanza.
La esperanza, la fe y el amor corresponden respectivamente a la forma, al contenido y al sentido. La esperanza está unida a la forma (el cuerpo físico), la fe al contenido (el corazón) y el amor al sentido (el intelecto). La forma es la que prepara y preserva el contenido. El contenido aporta la fuerza, y la fuerza no tiene razón de ser si no posee un sentido.
Cuando el ser humano se siente decepcionado por los acontecimientos y las insatisfacciones de su suerte, tiende a proyectarse hacia el futuro: “Pronto, dentro de unos días, dentro de unos meses... mejorará...” Sin duda alguna, la esperanza es lo último que abandonamos, pero mientras esperamos la llegada de días mejores, tenemos necesidad de encontrar donde apoyarnos para resistir. Así pues, para resistir, no sólo es necesario tener fe, sino también mantener la vida en uno mismo, recibir un calor, un impulso, y gracias al amor guardamos este impulso. De lo contrario, la esperanza puede no ser más que una huida frente a la realidad, y entonces ella también, un día, nos abandona.
Para no perder jamás la esperanza, es preciso mantener en uno mismo la fe y el amor, y frente a cada dificultad que se presente, pedirles socorro. Ahora bien, generalmente los humanos hacen exactamente lo contrario. A la mínima decepción, al mínimo obstáculo, cierran su corazón, pierden la fe y la esperanza también les abandona... ¡salvo la esperanza del desquite, y mediante métodos que no son siempre recomendables! Pero esto no les perturba: encuentran toda clase de argumentos para justificar su actitud hostil y vengativa. ¿Cómo hacerles comprender que las dificultades son, por el contrario, vencidas por la fe, la esperanza y el amor? Sí, las dificultades nos son dadas precisamente para desarrollar estas tres virtudes, pero a condición de que Dios sea el objeto de esta fe, de esta esperanza y de este amor. Estas tres virtudes pueden compararse a los tres lados de un prisma de cristal, y la presencia divina es como el rayo de sol que cae sobre este prisma y se descompone en siete colores.
En una de las conferencias titulada Las tres grandes fuerzas, el Maestro Peter Deunov decía: “Los humanos se desalientan muy fácilmente, y para justificarse culpan a las condiciones en las que viven. No, la causa profunda de sus desalientos no está en las condiciones exteriores, está en la poca esperanza, en la poca fe y en el poco amor que poseen. Para andar firmemente por el camino de la vida, deberían reforzar en ellos mismos los tres manantiales de la fe, de la esperanza y del amor. ¿Dónde se encuentran esos manantiales? En el cerebro. Sí, en nuestro cerebro poseemos tres centros que son los conductores de la fe, de la esperanza y del amor, pues la fe, la esperanza y el amor son tres fuerzas cósmicas...”
Todas nuestras capacidades, todas nuestras virtudes tienen su sede en el cerebro. Y puesto que la fe, la esperanza y el amor son las virtudes que nos unen directamente a Dios, tienen su sede en la parte superior de la cabeza: en la cima está el amor; un poco más adelante, y a ambos lados de la cabeza, está la fe; un poco para atrás, y también a ambos lados de la cabeza, la esperanza.
El Maestro Peter Deunov decía también: “Es preciso que el hombre interiormente lleve estos tres vestidos: la esperanza que es el vestido humano, la fe que es el vestido angélico, y el amor que es el vestido divino. Llamo santo a todo hombre que lleve los tres vestidos de la esperanza, la fe y el amor…” y aún dijo: “La esperanza resuelve la cuestión de un día, la fe resuelve la cuestión de siglos, y el amor es la fuerza que abraza la eternidad...” ¿Por qué el Maestro dice que la esperanza resuelve la cuestión de un día? Esto enlaza con el pasaje del Evangelio que os citaba anteriormente, cuando Jesús decía: “No os preocupéis por el mañana, el mañana se ocupará de sí mismo. A cada día le basta su pena...” Veis, todo se sostiene.
La fe, la esperanza y el amor... ¿Cuántos de nuestros contemporáneos recurren a estas virtudes para resolver los problemas de su vida cotidiana? Confían en el progreso de las ciencias y de las técnicas, en los seguros, en los tribunales, etc... pero la fe, la esperanza y el amor, ¡pfff!, fueron buenos en el pasado, en la Edad Media... ellos, sin embargo, son hombres y mujeres modernos. De acuerdo, pero ya verán... podrán comprobar si las ciencias, las técnicas, los seguros, les permiten resolver todos los problemas y les darán la felicidad. No digo que debamos regresar al pasado y rechazar todas las innovaciones. Si el Espíritu universal que dirige la evolución de las criaturas, ha permitido que la humanidad tome esta dirección, no es sin razón, es porque cree que estas experiencias son necesarias y considera que la humanidad debe pasar por ellas. Cuando haya vivido estas experiencias, regresará hacia el Creador, más sensata, enriquecida por todas estas nuevas adquisiciones. El hombre creado “a imagen de Dios” debe desarrollarse en todas las direcciones para poder parecérsele un día. Para conseguirlo, es preciso que su fe, su esperanza y su amor sean puestos a prueba en la materia, con sus trampas y seducciones.
Aquel que vive según la fe, la esperanza y el amor, vive según las leyes universales. Con la fe, la esperanza y el amor construiréis vuestra existencia. Apelad a estas fuerzas cósmicas en vosotros y pedidles su ayuda, hacedlas vuestras consejeras, puesto que es así como llegaréis a ser verdaderamente útiles a vosotros mismos y al mundo entero.
1 “Sois dioses”, Parte II, cap. 3: “Las tres grandes tentaciones”.
2 “Sois dioses”, Parte III, cap. 4: “El sol, imagen de Dios e imagen del hombre”.