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II

Los dos primeros mandamientos

Conferencia improvisada (notas taquigráficas):

Un escriba que les había oído discutir, viendo que Jesús había respondido bien, se adelantó y le dijo: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús respondió: “El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza. Y éste es el segundo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamientos más grandes que éstos...” El escriba dijo: “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro más que Él; amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, es mejor que todos los holocaustos y que todos los sacrificios...” Jesús, viendo que había hecho una observación llena de sentido, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios...” Y nadie se arriesgaba a hacerle preguntas.

Marcos 12: 28-35

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza; y amarás a tu prójimo como a ti mismo...” Estas palabras han sido repetidas tan a menudo que ya no las oímos. Si escucháis caer la lluvia durante mucho tiempo, acabáis durmiéndoos, estáis hipnotizados; y a fuerza de haber oído en las iglesias: “Amarás al Señor, tu Dios... amarás a tu prójimo como a ti mismo...” ya no lo escucháis. Por otra parte, los hombres piensan que es fácil amar a su prójimo como a sí mismos, ¡pero no se preguntan cómo se aman a sí mismos! Si amamos a los demás tal como nos amamos actualmente nosotros mismos, ¡qué lástima para ellos! ¿Qué pueden hacer en la vida sostenidos por un amor como éste?

Cuando Jesús dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza”, hay que comprender que hace alusión a los cuatro principios que actúan en el hombre: el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu. A menudo se confunden el intelecto y el espíritu, que, sin embargo, no son lo mismo. Podéis observar que Jesús dice “con toda tu fuerza”; y quien en nosotros posee la fuerza es el espíritu.*

* Leer la conferencia “La fuerza del espíritu” (Los poderes de la vida, tomo 5 de las Obras completas).

Ya os hablé de los cuatro principios que son el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu, y de las relaciones que existen entre ellos, pero lo volveré a recordar aquí en unas pocas palabras. El grupo corazón-intelecto es un reflejo, en el plano inferior, del grupo alma-espíritu. El intelecto y el espíritu son principios masculinos; y el corazón y el alma son principios femeninos. De la unión de estos dos grupos corazón-intelecto y alma-espíritu nacen hijos; la unión del intelecto y del corazón produce los actos del plano físico, y la unión del alma y del espíritu da nacimiento a la voluntad superior, que es todopoderosa. Éstos son los seis principios, tres de los cuales representan los lados del triángulo inferior, y los otros tres los lados del triángulo superior.*

* Ver El segundo nacimiento, tomo 1 de las Obras completas.


Estos dos triángulos juntos forman el sello de Salomón, o hexagrama, sobre cuyo significado tendremos a menudo la ocasión de volver.*

* Leer la conferencia “El lenguaje simbólico” (Lenguaje simbólico, lenguaje de la naturaleza, tomo 8 de las Obras completas).

Para comprender los papeles respectivos del corazón, del intelecto, del alma y del espíritu, basta con una imagen muy sencilla. Mirad: en una casa viven cuatro personas: el dueño y la dueña de la casa, el criado y la sirvienta. El criado está destinado al servicio del dueño y la sirvienta al servicio de la dueña. A veces, el dueño se va de viaje, y su mujer se queda sola con los servidores; a veces también, se va con ella, y los servidores, al quedarse solos, empiezan a hacer tonterías: invitan a los domésticos de las casas vecinas a beber y a comer con ellos lo que han descubierto en los armarios y, cuando han bebido y comido bien, se pelean y lo rompen todo. Interpretemos ahora esta pequeña historia. El servidor es el intelecto, relacionado con el dueño, el espíritu; el corazón es la sirvienta, relacionada con la dueña, el alma. La casa es nuestro cuerpo. Cuando el alma y el espíritu nos dejan, el corazón y el intelecto se ponen a desear y a pensar estupideces; dan banquetes, se divierten y rompen todo en la casa.

Encontramos otra imagen de estos cuatro principios en el proceso de la galvanoplastia.* Sin repetiros todo lo que ya os dije, os recordaré solamente ciertos detalles que os serán necesarios para comprender mi pequeña charla de hoy.

Para hacer este experimento conocido en física con el nombre de galvanoplastia, se necesitan cuatro elementos:

1. La pila, porque es la que produce la corriente necesaria;

2. la solución, un baño líquido en la que están disueltos los elementos que se depositarán en el cátodo;

3. el electrodo positivo, el ánodo, hecho del metal que recubrirá la imagen;

4. el electrodo negativo, el cátodo, en donde se encuentra la imagen que debe ser recubierta de metal.


En este experimento de galvanoplastia encontramos igualmente, en las funciones de cada uno de los elementos (la pila, la solución, el ánodo y el cátodo), las cuatro operaciones aritméticas que están también relacionadas con las funciones del corazón, el intelecto, el alma y el espíritu. Sí, el corazón, el intelecto, el alma y el espíritu corresponden a las cuatro operaciones: el corazón suma, el intelecto sustrae, el alma multiplica y el espíritu divide. De la misma manera, el cátodo suma, capta los elementos disueltos en la solución. En el ánodo, lo que se hace es una sustracción, y la lámina de metal disminuye poco a poco. En la solución se produce una multiplicación: las moléculas se reducen a átomos y electrones. En cuanto a la pila, divide: reparte y envía las fuerzas que permiten funcionar a los demás.

Así pues, cuando Jesús decía: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza”, quería decir que todas las facultades del hombre deben ser puestas al servicio de la Divinidad. El Maestro Peter Deunov nos dio también esta fórmula: “Tened el corazón puro como el cristal, el intelecto luminoso como el Sol, el alma vasta como el universo y el espíritu poderoso como Dios y unido a Dios...” Es decir, que debemos amar al Señor con la pureza de nuestro corazón, con la luz de nuestro intelecto, con la inmensidad de nuestra alma y la fuerza de nuestro espíritu.

El corazón debe ser puro. Pero pocas personas conocen los efectos químicos de la pureza y de la impureza. La mayoría se dejan llevar por sentimientos de angustia, de odio, de rebeldía, sin saber que si en este momento analizaran su sangre descubrirían en ella venenos, sustancias nocivas para todo el organismo. Sí, la Ciencia iniciática enseña desde siempre que la pureza de la sangre depende de la pureza de los sentimientos. Y si vuestra sangre es impura crea en vuestro organismo condiciones propicias para la aparición de todas las enfermedades. Donde se encuentra una ciénaga, agua estancada, se producen putrefacciones: pero donde el agua fluye sin cesar no puede haber ciénagas ni, por tanto, tampoco puede haber putrefacciones. Lo mismo sucede en nosotros. Por eso debemos velar para que nuestro corazón sea como un río de agua viva.

El intelecto debe ser luminoso y proyectar su luz. Allí donde reina la oscuridad corremos grandes peligros, porque no podemos dirigirnos ni defendernos. Mientras que donde reina la luz avanzamos con seguridad, no corremos peligro de ser sorprendidos por los obstáculos o los enemigos.

El alma debe ser vasta. Es el amor el que ensancha el alma, el que la dilata. Cuando estáis llenos de amor os sentís capaces de abrazar el mundo entero. Mirad los enamorados: caminan con la cabeza levantada, sienten todo el Cielo en ellos. Pero, cuando pierden su amor, están encogidos, ya no miran al Cielo.

El espíritu debe ser poderoso. Se vuelve poderoso cuando recibe las fuerzas divinas; pero, para recibir estas fuerzas, debe conectarse con Dios. Sin esta conexión no puede ser poderoso. Porque, debemos saberlo, todas nuestras fuerzas vienen de la Fuente divina.

De ahora en adelante, comprenderéis mejor las palabras de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza...”

Ocupémonos ahora del segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo...”

¿Creéis que este mandamiento es fácil de comprender y de aplicar? Pero yo os pregunto: ¿cómo se ama a sí mismo el borracho? Bebe sin medida y todas sus células sufren. Si les pedís su opinión sobre este amor, os contarán sus sufrimientos y su descontento. Y el glotón, que sobrecarga su estómago de alimentos indigestos e impuros, ¿sabe acaso amarse a sí mismo? Y el fumador, ¿de qué manera ama a sus pulmones? ¿Acaso no los oye sufrir y quejarse?... Y así sucesivamente para muchas otras formas de amar.

Olvidamos demasiado a menudo que nuestro cuerpo físico representa un pueblo de células con unas funciones bien definidas. En él se encuentran soldados, médicos, ministros, arquitectos, obispos, electricistas, farmacéuticos, exactamente como en la sociedad: unos protegen el organismo, otros hacen en él instalaciones, reparaciones... Nosotros somos los reyes de este pueblo al que no conocemos, y las células se quejan sin cesar de que este rey es malvado, injusto, ignorante, incapaz de gobernar. Algunos de nuestros súbditos carecen de luz y de calor, otros carecen de agua o de aire puro, y se lamentan diciendo: “¡Ay!, ¿qué debemos hacer? Nuestro rey no oye nada.”

Debemos saber, en primer lugar, que somos reyes y debemos aprender a conocer nuestro pueblo. Constantemente hacemos lo contrario a las leyes que regulan la vida de las células: comemos, bebemos, respiramos sin escuchar nunca la opinión de los ministros interiores, de los consejeros, de los sabios. Actuamos como tiranos caprichosos y pensamos que nos amamos a nosotros mismos. Os lo digo: si amamos a los demás de esta manera, ¡verdaderamente no les vamos a hacer ningún bien!

A veces, coméis un alimento indigesto que produce toda una revolución en vosotros. Entonces, debéis comprender lo que sucede y saber entrar en vosotros mismos para reconciliar las dos partes. Actualmente, por todas partes hay revoluciones, porque las revoluciones existen, en primer lugar, dentro de los hombres, en su estómago, en sus pulmones, en su cabeza. Las revoluciones exteriores nunca son otra cosa que el reflejo de las revoluciones interiores. Si no hubiese revoluciones en el hombre, tampoco las habría en el mundo.

Los Iniciados son unos reyes sabios, dulces, atentos para con su pueblo, y muy poderosos, a pesar de las condiciones difíciles de su vida. Cada día visitan su reino, se interesan por las necesidades de sus súbditos, por todas partes por donde pasan miran si hay agua, aire, luz y alimento en cantidad suficiente. El Iniciado es el rey verdadero que sabe visitar cada día a sus células con el pensamiento. Cuando un rey pasa por una ciudad, todos sus súbditos son advertidos y empiezan a limpiar y a adornar las calles. Se dicen: “Llega el rey, debemos estar preparados y bien trajeados para recibirle...” Se apresuran a prepararlo todo y, cuando el rey llega, es acogido triunfalmente. Si os cuidáis de visitar cada día a vuestras células con la imaginación, se producirán en ellas muchos cambios.

Haced esta experiencia: concentrad vuestro pensamiento en vuestros dedos durante unos minutos; constataréis un ligero aumento de temperatura. ¿Por qué?... Se produce aquí un encadenamiento de procesos muy complejos. Está, en primer lugar, el pensamiento, que podemos considerar como una especie de movimiento; este movimiento del pensamiento, de una gran sutileza, arrastra otro movimiento: el del sentimiento. Después, estos movimientos influyen en el sistema nervioso que, actuando sobre el sistema circulatorio, provoca la dilatación de los vasos capilares y el aumento de temperatura, aportando así más abundantemente la vida a los dedos. Los buenos pensamientos que enviáis a cada uno de vuestros órganos y de vuestros miembros producen en éstos cambios benéficos. Si cada día, durante unos minutos, tomáis el hábito de pensar en vuestras células, podréis mejorar vuestra salud.

Actualmente los hombres viajan, visitan todos los continentes, pero se olvidan de visitar su propia tierra. Saben lo que sucede en el otro extremo del mundo e ignoran lo que sucede dentro de ellos mismos. No se dan cuenta de que algunas de sus células sufren y, cuando consultan a su médico, ¡se enteran de que su enfermedad había empezado ya hace años! Debemos adquirir el hábito de visitar nuestras células, porque ellas nos advertirán inmediatamente de lo que sucede en nosotros, de lo que nos falta y de lo que debemos buscar.

Mientras los humanos no aprendan a amarse a sí mismos, cuando pretendan amar a los demás les harán morir en vez de ayudarles. ¿Qué hace el que “ama” las gallinas, las ovejas, los conejos, las ocas, los pavos? Los corta el cuello y se los come. Y cuando un hombre le dice a una mujer: “Querida, te amo, te necesito”, podemos traducir: “Estoy hambriento, déjame que te corte un pedazo, porque tienes una carne muy tierna y tengo ganas de comerte...” Sí, muchos aman a su prójimo de esta manera. Por eso los sabios nos aconsejan amar primero al Señor, y después a nuestro prójimo, porque si sabemos cómo amar a Dios sabremos también cómo amar a los demás.

El amor a Dios, el amor por los demás y el amor por uno mismo se encuentran representados cada uno de ellos por un centro en nuestra cabeza.


El centro del amor a Dios está situado en lo alto de la cabeza; es el centro del amor superior, de la devoción al Creador. El centro del amor a los demás está situado un poco por encima de la frente. El centro del amor por uno mismo se encuentra en la parte de alta de la cabeza, ligeramente hacia atrás. El centro del amor a Dios se encuentra entre los otros dos, y está en relación con el loto de mil pétalos llamado chakra Sahasrara. Este loto sólo se desarrolla con el amor hacia el Creador, un amor puro, perfecto. Al desarrollarse, este centro libera al hombre de la materia y le vuelve capaz de viajar por el espacio.

Recientemente me contaron una pequeña historia. Durante la última guerra había una mendiga que, queriendo aprovecharse de los subsidios que se daban a los refugiados, iba cada día a reclamar al Ayuntamiento. No tenía derecho a estos subsidios y se negaban a dárselos, pero ella volvía sin cesar a importunar a los empleados con sus quejas y... su mal olor, ¡porque no debía haberse lavado desde hacía años! No sabían cómo desembarazarse de esta mujer, hasta que un día, uno de los empleados, más perspicaz que los demás, propuso esto: “Vamos a darle jabón y vestidos limpios diciéndole que tendrá sus subsidios cuando vuelva lavada y correctamente vestida...” Cuando la mendiga se presentó de nuevo al servicio de refugiados le anunciaron esta buena nueva. Primero creyó que se trataba de una broma; pero cuando comprendió que se trataba de una propuesta seria y que su limpieza le permitiría obtener estos subsidios que reclamaba desde hacía meses, frunció el ceño, lanzó algunos gruñidos y se fue. Nunca más la volvieron a ver. Pensaba que el día que estuviese limpia y bien vestida ya no podría mendigar.

Y nosotros también somos, a menudo, como esta mujer; con respecto al mundo invisible tenemos exactamente la misma actitud. Murmuramos, reclamamos grandes cosas, y cuando el Cielo nos dice: “Te daremos lo que deseas, pero primero, lávate”, preferimos permanecer sucios y no tener nada. Cuando encuentran una Enseñanza que les aconseja dejar de comer carne, no beber alcohol, no fumar, vigilar sus pensamientos y sus sentimientos, muchos huyen, ¡porque esta Enseñanza les tiende un jabón!

Alguien viene a veros y os dice: “Amigo, dame tu corazón, lo necesito...” Os negáis; murmura y suplica, un día, una semana, un mes, y, finalmente, le dais vuestro corazón. Y ahí lo tenéis con dos corazones... Pero vosotros ya no tenéis ninguno. Otro reclama vuestro intelecto diciendo que tiene necesidad de él para trabajar. Tras algunas semanas de reclamaciones lo obtiene, y vosotros os veis privados de intelecto. Otro viene y dice: “Amo mucho tu alma, dámela...” Se la dais, y os quedáis sin alma. Finalmente, alguien os pide vuestro espíritu, y también acabáis cediendo... ¡Así adquirís la reputación de ser caritativos!

Me miráis con ojos asombrados: ¿acaso es posible dar el corazón, el intelecto, el alma o el espíritu a alguien? Es tan posible que estaréis horrorizados si os digo que el número de seres humanos que no han dado o vendido su corazón o su intelecto es sumamente reducido. Y esto no es todo: hay también entidades inferiores del mundo invisible que tienen interés en apoderarse del corazón, del intelecto, del alma y del espíritu humanos para utilizarlos en sus trabajos tenebrosos. En realidad, estos seres nunca consiguen esclavizar otra cosa que el corazón y el intelecto; el alma y el espíritu se les escapan gracias a su esencia superior, divina. Aunque el alma y el espíritu pueden ser sometidos durante un cierto tiempo, debido a su conexión con el corazón y con el intelecto (que están más próximos a la materia, al cuerpo y a las corrientes inferiores, y que son, por tanto, más susceptibles de ser influenciados), al final, son libres e invulnerables. Salvo en el caso en que el hombre se ate, conscientemente y definitivamente, con un pacto con los demonios.

Pero los espíritus superiores también quieren manifestarse en el hombre. Estos espíritus forman una jerarquía de ángeles, de arcángeles y de espíritus luminosos... hasta la Divinidad, y es sólo a ellos a los que podemos, y hasta debemos, dar nuestro corazón, nuestro intelecto, nuestra alma y nuestro espíritu, porque con ellos nunca seremos robados, ni perjudicados ni abandonados. Debemos rogarles que vengan y se sirvan de nosotros para la gloria de Dios y de Su Reino.

Observad a los hombres y os daréis cuenta de cómo son asaltados por unos ladrones visibles o invisibles que hacen presión sobre ellos hasta volverles esclavos. Y, de esta manera, para obtener dinero, placeres, poder o gloria, los hombres venden su corazón, su intelecto, su alma y su espíritu. El discípulo de la Fraternidad Blanca Universal será tentado de todas las maneras por las fuerzas inferiores que querrán esclavizarle, pero no debe aceptar; debe ser semejante al profeta Daniel, que fue echado al foso con los leones por haberse negado a adorar la estatua del rey Nabucodonosor y a quien Dios envió a Su ángel para protegerle.

Vivimos en una época que no es tan diferente de aquélla en la que vivía Daniel. Sólo han cambiado las circunstancias exteriores, pero no las mentalidades. Nabucodonosor existe todavía bajo todas las formas: trabaja con los poderes del dinero, de la prensa y de la sexualidad. Puede tomar también la forma de una mujer que os manifieste exteriormente la mayor ternura, pero con la intención oculta de quitároslo todo, de someteros a sus deseos y a sus caprichos. Si os negáis a satisfacerla, os meterán en la cárcel, como José, que fue encarcelado por haberse resistido a la mujer de Putifar. La mujer de Putifar es otra forma de la estatua de Nabucodonosor. Pero ¿en que se convirtió José después de este encarcelamiento? Fue el benefactor de miles de hombres a los que salvó de la hambruna y de la miseria.

Diréis: “Pero ¿qué debemos hacer cuando vienen a reclamarnos nuestro corazón, nuestro intelecto? No está bien negárselo...” Os daré unas imágenes. Tenéis un violín que os gusta tocar y que está maravillosamente sintonizado con vuestro ritmo, con vuestras vibraciones. Un día alguien os lo reclama en nombre de la caridad, de la amistad. Debéis decirle: “Amigo mío, te daré la música que sale de mi violín, pero el violín es mío, me lo quedo, no está hecho para ti...” Suponed también que tengáis un capital depositado en un banco. Si alguien viene a reclamároslo, le diréis: “Amigo mío, te daré los intereses de este dinero, pero yo conservaré el capital, para que me siga rentando...” O aún, tenéis un árbol frutal en vuestro jardín y alguien querría que lo arrancaseis para plantarlo en el suyo. Le diréis: “Querido amigo, conservaré este árbol en mi jardín, que le conviene, pero, si te apetece, ven a comer de los frutos de mi árbol todo lo que quieras; te daré incluso un injerto para que puedas ponerlo en tu jardín, pero no más...” Supongamos aún que tenéis un libro extremadamente raro y precioso y que la misma historia se repite, alguien os pide que se lo deis. Le diréis: “Ven a mi casa todos los días, si quieres, para leerlo o para copiarlo, pero el libro debe seguir en mi biblioteca, porque lo quiero ahí...” De esta manera dais un trabajo a todos, les sacáis de su pereza. Todo el mundo está contento y evoluciona mejor.

A vosotros os toca ahora establecer una correspondencia entre estos ejemplos y las diferentes funciones del corazón, del intelecto, del alma y del espíritu. No deis vuestro corazón, dad solamente vuestros sentimientos. No deis vuestro intelecto, dad vuestros pensamientos. No deis vuestra alma, sino el amor que emana de ella. No deis vuestro espíritu, sino las fuerzas benéficas que brotan de él.

Todos nosotros estamos como prisioneros en el mundo físico; para liberarnos debemos cumplir estos dos mandamientos que Jesús nos dio: amar al Señor y amar al prójimo. Aunque estemos en las peores condiciones exteriores, podemos vivir interiormente en la libertad, la pureza y la paz, porque este amor que tenemos por Dios y por los hombres nos lo da todo. Y, al contrario, podemos encontrarnos en las mejores condiciones exteriores y ser interiormente los más atormentados, los más limitados, los más miserables, porque no tenemos ningún amor.

Tomad al Sol como símbolo de la Divinidad y acercaos a él. Es el amor el que nos acerca a los seres y a las cosas, porque el amor es una fuerza que nos une; cuando amáis a alguien tenéis ganas de acercaros lo más posible a él...

Conocéis la ley de la atracción universal: “Los planetas se mueven como si fuesen atraídos por el Sol en razón directa de su masa y en razón inversa del cuadrado de su distancia al Sol...” El centro de la Tierra ejerce también una atracción. Al estar la Tierra ligeramente achatada por los polos, la distancia al centro es menos grande desde el polo que desde el ecuador, y cuando pesamos un mismo objeto en el polo y en el ecuador, nos damos cuenta de que en el ecuador pesa menos que en el polo. Al ser en los polos la atracción más grande, el objeto allí es más pesado. Pero, suponed que el objeto vuele por el espacio, que se aleje de la Tierra: llegará un momento en el que ya no sufrirá más la atracción terrestre y en el que ya no tendrá, por tanto, peso. Entonces entra en el campo de atracción del Sol, y será el Sol el que empiece a atraerlo. Imaginad, pues, que escapáis a la atracción terrestre: os sentiréis cada vez más ligeros, y no sólo ya no haréis ningún esfuerzo para dirigiros hacia vuestra meta, sino que os sentiréis atraídos, casi absorbidos por el Sol.

La misma ley actúa en nosotros mismos: a veces subimos muy arriba, nos acercamos al Sol espiritual y nos sentimos felices, ligeros, dilatados. Otras veces, descendemos, y nos sentimos pesados, desgraciados. Debemos, pues, hacer todos nuestros esfuerzos para elevarnos, gracias a nuestra voluntad y a nuestro amor por la fuente divina, y nos sentiremos aliviados de nuestras cargas y de los lazos que nos atan a la Tierra.

Os acordáis del esquema que os di:


Si podemos pasar de la parte inferior del esquema a su parte superior, llegaremos al Reino de Dios en donde reinan los tres principios de la sabiduría, del amor y de la verdad. Sucede en el hombre como en las plantas. Aquél que se encuentra en las raíces vive en la oscuridad; pero, si sube a las hojas y las flores, vive en la luz, siente el soplo del viento, el frescor del rocío y los rayos de Sol.*

* Ver un comentario más completo de este esquema en la conferencia “La parábola de la cizaña y del trigo” (La alquimia espiritual, tomo 2 de las Obras completas).

Antes de terminar, volveré sobre las palabras del Maestro:

“ Tened el corazón puro como el cristal,

el intelecto luminoso como el Sol,

el alma vasta como el universo,

y el espíritu poderoso como Dios y unido a Dios”,

porque éstas proyectarán sobre vosotros una luz sobre los dos mandamientos que nos dio Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento, y con toda tu fuerza” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

París, 19 de junio de 1938

Los dos árboles del paraíso

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