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I

“PADRE NUESTRO, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS...”

Padre nuestro, que estás en los cielos,

Santificado sea tu nombre,

Venga a nosotros tu reino,

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo;

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy,

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos

a nuestros deudores,

No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal,

Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria,

por los siglos de los siglos.

¡Amén!

Jesús enseñó a sus discípulos una oración que todos los cristianos rezan desde entonces y que se llama el “Padre Nuestro”, o, también, la oración dominical. Recogió en esta oración toda una ciencia muy antigua que ya existía mucho antes de que él la hubiese recibido de la tradición; pero la resumió y condensó tanto, que es difícil captar toda su profundidad.

Un Iniciado procede como la naturaleza. Observad cómo la naturaleza ha conseguido, de forma magnífica y magistral, reducir un árbol, con sus raíces, su tronco, sus ramas, sus hojas, sus flores y sus frutos, en un pequeño hueso, en una pequeña semilla, en una simiente. Toda esta maravilla que es el árbol, con su posibilidad de producir frutos, de vivir durante mucho tiempo y de resistir las inclemencias del tiempo, está escondido en una pequeña semilla que se planta en la tierra. Pues bien, Jesús hizo lo mismo: quiso resumir toda la ciencia que poseía en el “Padre Nuestro”, con la esperanza de que los hombres que lo rezasen y lo meditasen plantarían esta semilla en su alma, la regarían, la protegerían y la cultivarían, a fin de descubrir este árbol inmenso de la Ciencia iniciática que Él nos dejó.

Todos los cristianos: católicos, protestantes, ortodoxos, rezan esta oración, pero sin haber comprendido del todo su sentido. Algunos, incluso, consideran que no es una oración muy rica ni muy elocuente, y que ellos, en cambio, han creado otras impresionantes, sí, poéticas, completas... ¡interminables!, con las que se sienten muy satisfechos. Pero, ¿qué contienen realmente esas oraciones? Poca cosa. Tratemos pues, de ver cuál es el significado de esta oración, aunque éste sea tan inmenso que no se puede explicar del todo.*

* Los capítulos del II al IX de este volumen comentan y explican las diferentes peticiones formuladas en el “Padre Nuestro”.


“Padre nuestro, que estás en los cielos...” Existe un Creador, Dueño del Cielo y de la tierra y de todo el universo. Y puesto que se dice que está en “los cielos”, es señal de que en el espacio existen varias regiones. La tradición judaica les ha dado un nombre: Kether, Hochmah, Binah, Hesed, Geburah, Tipheret, Netzach, Hod, Iesod y Malkut. Estas regiones están pobladas por multitud de criaturas: son todas las jerarquías angelicales, desde los Ángeles hasta los Serafines.1 En esos cielos (la Cábala los llama los 10 sefirot) reside este Dios que Moisés y los Profetas del Antiguo Testamento describieron como un fuego devorador, un déspota terrible a quien no se podía amar, y ante el que, incluso, había que temblar, porque “el temor del Señor es el principio de la sabiduría”. Después llegó Jesús, y nos presentó a Dios como nuestro Padre.

Jesús vino para reemplazar el temor por el amor. En lugar de tener miedo de ese Dios terrible, el hombre puede amarle, puede acurrucarse junto a Él como si fuera su padre. Lo nuevo que Jesús trajo es este amor, esta ternura para con el Señor, como para con un padre de quien todos los seres humanos son hijos e hijas. “Padre Nuestro, que estás en los cielos...” y si Él está en los cielos, ello significa que nosotros también podemos estar; porque allí donde está el padre, un día también estará el hijo.2 En estas palabras está escondida la esperanza: la esperanza de un gran futuro. Dios nos ha creado a su imagen.*

* Los capítulos II: “Mi Padre y yo somos uno”, y III: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”, desarrollan y estudian todas las consecuencias de esta idea del hombre hijo de Dios.

Él es nuestro Padre, y nosotros somos sus herederos; nos dará reinos, nos dará planetas para organizar, nos lo dará todo.

“Santificado sea tu nombre...” Dios tiene, pues, un nombre que debemos conocer para poder santificarlo. Los cristianos nunca dan un nombre a Dios; le llaman Dios, sin más. Pero Jesús, que era el heredero de una larga tradición, sabía que Dios tiene un nombre misterioso, desconocido. Cuando, una vez al año el Gran Sacerdote pronunciaba este Nombre en el santuario del Templo de Jerusalén, su voz debía ser encubierta por el ruido de toda clase de instrumentos: flautas, trompetas, tambores y címbalos, a fin de que el pueblo reunido ante el templo no la oyese.

De este nombre, que encontramos escrito en el Antiguo Testamento como Yahvé, o Jehová, sabemos solamente que está formado por cuatro letras: Iod, He, Vau, He: hvhy.*

* En hebreo se lee de derecha a izquierda.

La tradición cabalística nos dice que el Nombre de Dios está compuesto en sí mismo por 72 nombres o potencias. Para que lo comprendáis mejor, añadiré unas palabras más sobre la forma en la que la Cábala lo presenta. Cada una de las letras del alfabeto hebraico tiene un número y, puesto que y = 10, h = 5, v = 6, y h = 5, la suma de las cuatro letras da 26. Cuando los cabalistas inscriben el nombre de Dios en un triángulo, lo presentan así:


o bien, de esta otra manera:


El nombre así escrito posee 24 nudos, que representan a los 24 Ancianos de los que habla el Apocalipsis. De cada nudo parten 3 florones, lo que da también 72.

Por tanto, ¿qué significa “santificar el Nombre de Dios”? No os extrañéis si, para aclarar este concepto, empiezo por recurrir a los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, con los cuales fue creado el mundo. Nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestro intelecto, nuestra alma y nuestro espíritu están relacionados con las fuerzas y las cualidades de los cuatro elementos. Cada uno de estos elementos está presidido por un Ángel. Por eso, cuando un Iniciado quiere purificarse, pide al Ángel de la tierra que absorba todas las impurezas de su cuerpo físico, al Ángel del agua que lave su corazón, al Ángel del aire que purifique su intelecto, y al Ángel del fuego que santifique su alma y su espíritu.3

La santificación, pues, está relacionada con el mundo más elevado del alma y del espíritu, que es el mundo del fuego, de la luz. La santidad viene acompañada siempre con la idea de la luz. Esto es, por otra parte, lo que nos muestra la lengua búlgara. En búlgaro, santo se traduce por svetia, y esta palabra tiene la misma raíz que svetlina, la luz. El santo (svetia) es un ser que posee la luz (svetlina): en él todo está encendido, todo brilla, todo resplandece. Además, ¿no se representa siempre a los santos con la cabeza aureolada de luz? La santidad es una cualidad de la luz, de la pura luz que brilla en el espíritu.

Sólo lo que es puro puede purificar; sólo lo que es santo puede santificar. Por tanto, únicamente la luz puede santificar, porque es, en sí misma, santidad. Debemos santificar el nombre de Dios con la luz mayor de nuestro espíritu. Ese nombre representa, resume, y contiene la entidad que lo conlleva; todo aquel que pronuncie el nombre de Dios impregnándose de la santidad de su luz, es capaz de atraerlo, de hacerlo descender sobre cada cosa, de santificar todos los objetos, todas las criaturas, todas las existencias. No debemos contentarnos con ir a las iglesias o a los templos y rezar: “¡Santificado sea tu nombre!”, sino que debemos santificarlo realmente en nosotros mismos, para vivir con la extraordinaria alegría de poder, al fin, iluminar todo lo que toquemos, todo lo que comamos, todo lo que miremos.

Sí, la mayor alegría que existe en el mundo es la de alcanzar la comprensión de esta práctica cotidiana y, bendecir, iluminar y santificar por todas partes donde vayamos, así llevaremos a cabo la prescripción que Cristo nos dio. Pero repetir “Santificado sea tu nombre” sin hacer nada para santificarlo, incluso en nuestros propios actos, demuestra que no hemos comprendido nada. Al pronunciar el nombre de Dios, al escribirlo, el hombre ya contacta con las fuerzas divinas, y puede hacerlas descender hasta el plano físico. Mas esta labor debe comenzar en él. “Santificado sea tu nombre” concierne al espíritu, al pensamiento.

“Venga a nosotros tu reino...” Eso significa que existe un reino de Dios, con sus leyes, su organización, su armonía... ¡Ni siquiera nos lo podemos imaginar! Aunque algunas veces, en los momentos más espirituales de nuestra vida, y únicamente cuando vivimos estos estados maravillosos comenzamos a comprender qué es el Reino de Dios y tenemos una fugaz visión del mismo. ¡Si tuviéramos que imaginárnoslo viendo tan sólo los reinos terrestres, con sus desórdenes, sus peleas y sus locuras!.. Y sin embargo, el Reino de Dios puede instalarse en la tierra, ya que existe toda una enseñanza y unos métodos para hacerlo venir. Pero no basta con pedirlo. Desde hace dos mil años la humanidad lo pide y no viene, porque no hacemos nada para que venga.

Con esta segunda petición: “Venga a nosotros tu reino”, descendemos al mundo del corazón. El nombre de Dios debe ser santificado en nuestra inteligencia, pero es en nuestro corazón donde su Reino debe venir a instalarse. Este reino no es un lugar, sino un estado interno en el que se refleja todo lo que es bueno, generoso y desinteresado. Refiriéndose a este reino, hace dos mil años Jesús decía: “Está cerca”, y ello era verdad para algunos; pero aún no ha venido para la mayoría, y no vendrá, ni siquiera dentro de veinte mil años, si las personas se contentan con esperar exteriormente su llegada sin hacer nada dentro de sí mismas. En realidad, este Reino ya ha venido para algunos, viene para otros y, para otros más, vendrá... ¡no se sabe cuándo!*

* Ved el cap. IV: “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”.

Llegamos ahora a la tercera petición, que es la menos comprendida y, sin embargo, la más importante. En ella se encuentra condensada toda la Ciencia iniciática: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” En el Cielo la voluntad de Dios siempre se cumple sin réplicas, las criaturas de arriba obran de acuerdo y en armonía total con ella. Con los humanos no sucede lo mismo. Por eso Jesús formuló esta petición, para que nos esforcemos en armonizar nuestra voluntad con la voluntad del Cielo. Para expresar esta idea, podemos utilizar todo tipo de símiles: por ejemplo, el espejo que refleja un objeto o, incluso, cualquier aparato mecánico de los que nos servimos a diario. Cada aparato está constituido por un principio emisor y un principio receptor que debe sintonizarse, ajustarse, adaptarse al principio emisor. En el caso de que hablamos, el emisor es el Cielo y el receptor la tierra, es decir, el plano físico, que debe sincronizarse con las corrientes del Cielo, modelarse de acuerdo con las formas del Cielo, con las virtudes y las cualidades del Cielo, para, a su vez, poder reflejar todo el esplendor de arriba.

Los humanos tienen la misión de trabajar en la tierra para transformarla en un jardín lleno de flores y de frutos donde Dios vendrá a habitar; en cambio, ¿qué hacen? Algunos dirán: “A mí, la tierra, ¿sabe?, ya no me interesa...” Pues bien, ¡es porque no han comprendido la Enseñanza de Cristo! Sin embargo, todo está muy claro; fijaos, Él dice: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como ya se hace en el Cielo...” En el Cielo, ya todo es perfecto; es aquí abajo donde no hay nada maravilloso. Hay que descender, pues, y descender consciente, audazmente a la materia para dominarla, vivificarla, espiritualizarla, porque la vida del Espíritu debe realizarse en la tierra con la misma perfección que arriba.

Nos corresponde a nosotros, a los obreros de Cristo, consagrarnos a esta tarea. No basta con rezar la oración, si luego impedimos, con la vida que llevamos, la realización de lo que solicitamos. A menudo, la gente hace como que te abre la puerta y dice: “¡Entra, entra!” y os la cierra en las narices. ¿Es eso rezar? “mmmmmm...” murmuran y después cierran la puerta. ¡Es formidable hasta qué punto se puede ser inconsciente! ¡Y después presumirán de que son cristianos!

“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” En esta frase yo veo inscrita toda la magia teúrgica. Si el discípulo comprende la gran importancia de esta petición de Jesús, si consigue asimilarla, se convertirá, un día, en un transmisor, en un espejo del Cielo. Él mismo será un Cielo. Esto está escrito, y es lo que se espera de nosotros.

La primera petición, “Santificado sea tu nombre”, concierne a nuestro pensamiento. Para santificar el nombre de Dios hay que estudiar, meditar, iluminar nuestra conciencia. La segunda, “Venga a nosotros tu reino”, concierne a nuestro corazón, porque el Reino de Dios sólo puede llegar a los corazones llenos de amor. La tercera petición concierne a nuestra voluntad: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo” y presupone trabajo, saber resistirnos, victorias... para lograr todo ello se requiere fuerza y tenacidad. Por eso hay que ejercitarse y tener métodos de trabajo que nos ayuden a sentirnos en armonía con el Cielo, a vibrar acorde con él. ¿Por qué creéis que asistimos por la mañana a la salida del sol? Para volvernos semejantes a él, para que la tierra, nuestro cuerpo físico, adquiera las cualidades del sol. Mirando al sol, amándole, vibrando al unísono con él, ¡el hombre se vuelve luminoso, cálido, vivificante como el mismo sol!4 He aquí, pues, un método para alcanzar el precepto: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”, pero hay muchos otros.

Para el hombre, nada es más importante que esforzarse en cumplir la voluntad de Dios. Porque se trata de un acto mágico. En cuanto os decidís a cumplir la voluntad de Dios, vuestro ser se ve ya ocupado, reservado, cerrado a todas las demás influencias y, entonces, las voluntades contrarias que quieren utilizaros no pueden hacerlo; así es como preserváis vuestra pureza, vuestra fuerza, vuestra libertad. Si no os invade el Señor, podéis estar seguros que serán otros los que os invadirán, y entonces estaréis al servicio de voluntades tan interesadas y anárquicas que causarán vuestra ruina.

“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” Todas estas peticiones tienen un significado oculto que sólo puede descubrir quién posee una profunda comprensión de las cosas. Cuando los arqueólogos examinan manuscritos, objetos o monumentos muy antiguos, tratan (según los textos, las figuras, o el emplazamiento de las construcciones), de descifrar la mentalidad del pueblo y de la época a la que éste perteneció; y gracias a estos indicios, penetran en su modo de vivir y adivinan lo que quisieron decirnos. Asimismo, nosotros también podemos considerar esta oración que Jesús nos ha dejado, como una especie de monumento, como un testimonio sobre el que hay que investigar; así encontraremos, escondida en él, toda una Enseñanza.

Estas tres primeras peticiones del “Padre Nuestro” corresponden a los tres principios que hay en el hombre. En primer lugar al pensamiento, que debe ser luminoso para iluminarlo todo y santificarlo todo. Después, al sentimiento, al corazón, que es el centro de todas las energías, y en donde debemos instalar el Reino de Dios, es decir, el Reino de la paz y de la bondad para con todas las criaturas. Finalmente al mundo de la voluntad, es decir, al plano físico, en el que debemos mostrar con nuestros actos, todo cuanto hay en el Cielo. ¡Es maravilloso...! Para mí, ningún trabajo es comparable a éste. Cuando hayamos cumplido esta labor, Dios cuidará de nosotros y de lo que debe darnos. Sin embargo, ¿qué más podría darnos, si ya nos lo ha dado todo? Cuando tengáis conciencia de lo que contienen estas tres peticiones, todo será vuestro: la luz, puesto que lo comprenderéis todo; la felicidad, puesto que podréis amar; y la salud y la fuerza, puesto que trabajaréis y crearéis. Por tanto, ¿qué más queréis?*

* Ved el capítulo V: “Así en la tierra como en el Cielo”.

“El pan nuestro de cada día, dánosle hoy...” Aquí empiezan las peticiones que conciernen al hombre mismo. Las tres primeras conciernen al Señor (porque siempre hay que empezar por el Señor): conocer y santificar su Nombre, desear alcanzar su Reino y cumplir su Voluntad; y ahora el hombre pide algo para sí mismo. En primer lugar pide el pan. ¿Por qué el pan? Porque es el símbolo del alimento indispensable para su subsistencia.

Pero el pan del que habla Jesús no es sólo el pan físico; en los Evangelios Jesús alude, a menudo, a la nutrición más en un sentido espiritual que en un sentido físico. Por ejemplo, cuando responde al Diablo, quien le pide que cambie las piedras en panes: “No sólo de pan se alimenta el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios...” O bien, cuando dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia...” Cierto que multiplicó cinco panes y dos peces para alimentar a toda una multitud, pero luego, a esta misma multitud, les dijo: “Trabajad, no para el alimento que perece, sino para el que subsiste, para la vida eterna...”5 Podréis ver más claro este significado espiritual del alimento en la Santa Cena, cuando Jesús bendijo el pan y el vino y los dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo... tomad y bebed, porque ésta es mi sangre... El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna...”

La primera petición que el hombre hace para sí mismo concierne al pan de cada día, sin el cual no podemos vivir; esto es aún más cierto en el plano espiritual: el hombre que no se alimenta espiritualmente todos los días, muere.*

* Ved el capítulo VI: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna”.

“Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden...” La traducción más exacta del texto del Evangelio es: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...” Toda transgresión es comparable, en efecto, a una deshonestidad por la que debemos pagar. Por ejemplo, quien abusa de la confianza o del amor de un ser es como un ladrón que deberá retornar, de una u otra forma, aquello de lo que se ha apoderado ilegítimamente. La noción de karma se basa en esta verdad, volvemos a la tierra para pagar por las trasgresiones cometidas en nuestras encarnaciones anteriores.6 Quién haya pagado todas sus deudas puede dejar de reencarnarse.

Pero aunque digamos: “Perdónanos nuestras ofensas” en lugar de “Perdónanos nuestras deudas”, el punto esencial es la idea de perdón. Por primera vez en la historia de la humanidad surgió la imagen de un Dios misericordioso, de un Dios que perdona. El Dios del Antiguo Testamento que presentaba Moisés sólo hablaba de venganza y de exterminación: los culpables eran castigados sin piedad. Y aunque algunos dioses de otras religiones tenían un carácter menos vindicativo, nunca se había insistido tanto, como hizo Jesús, en la misericordia divina. Lógicamente, esta idea de un Dios que perdona se desprende de las dos primeras palabras de la oración “Padre Nuestro”. Dios nos perdona, porque un padre perdona siempre a sus hijos.

Pero es que además Jesús precisa: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...” Desgraciadamente, como nosotros no perdonamos las deudas, ni tampoco las ofensas, asimismo el Señor no nos perdona las deudas ni las ofensas. Si queremos ser perdonados, primero debemos perdonar. Esta idea del perdón es fundamental en la religión cristiana.*

* Ved los capítulos VII: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y VIII: “Si alguien te golpea en una mejilla”.

Jesús nos trajo una enseñanza de amor, mientras que los demás fundadores de religiones habían insistido más en la justicia, la sabiduría, el saber o el poder. Podéis decirme: pero Buda trajo la compasión. Sí, pero ninguno lo hizo como Jesús, con esta amplitud, con esta claridad; en este terreno Jesús es verdaderamente excepcional. Y por eso fue crucificado.

Al frecuentar a la gente más sencilla e incluso a los criminales y a las mujeres públicas, Jesús alteró todas las reglas. Nunca se había visto nada parecido: los que habían de ser lapidados comían con Jesús; y no sólo eso, sino que Él les visitaba y aceptaba que le invitasen. Por esa razón, los que velaban para que las jerarquías sociales fuesen respetadas, no pudieron aceptarlo; y cuando vieron que Jesús osaba revelar las verdades más sagradas a las gentes más sencillas, decidieron matarlo. Así, Jesús fue crucificado porque, al profesar la religión del amor, derribó las barreras que, algunos seres se esforzaban en mantener con mucho interés desde hacía siglos.

“No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal...” Os va a sorprender, ciertamente, si os digo que no estoy seguro de que las palabras pronunciadas por Jesús fueran realmente: no nos dejes caer en la tentación. Más adelante os explicaré por qué.

De momento, contentémonos* en constatar que, a pesar de esta oración, somos constantemente tentados, y que incluso Jesús lo fue.

* Así se rezaba el “Padre Nuestro” en Francia, en la época en que hablaba el Maestro.

Está escrito en el Evangelio de san Mateo: “Entonces, Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para que allí fuera tentado por el Diablo...” Estas tentaciones eran necesarias, puesto que fue el mismo Espíritu quien le llevó al desierto. Allí, el Diablo provocó a Jesús diciéndole: “Si eres hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en panes...” Después, situándole en lo alto del templo añadió: “Si eres hijo de Dios, déjate caer; porque está escrito: Él dará órdenes a sus ángeles con respecto a ti; y ellos te tomarán en sus manos para que tu pié no tropiece con ninguna piedra...” Finalmente, después de haberle transportado a la cima de una montaña, le mostró todos los reinos de la tierra y le dijo: “Todas estas cosas te daré si te postras y me adoras...”

Estas tres propuestas que el Diablo hizo a Jesús, tienen un significado determinado. Ya os expliqué que conciernen a los tres planos, físico, astral y mental. Pero lo más interesante son las respuestas dadas por Jesús.7 Ellas nos revelan que, para no sucumbir a la tentación, hay que saber cómo responder, dónde encontrar los argumentos que hay que exponer al tentador. Cuando éste ve que el hombre se le opone con argumentos irrefutables, comprende que no podrá seducirle y se va.

Debéis saberlo: de vosotros depende aceptar o no cualquier influencia. Ni siquiera los espíritus infernales pueden forzaros. Evidentemente, si no tenéis discernimiento, si no tomáis precauciones, pueden influiros. Ellos saben que, para llevaros hasta el precipicio, deben tentaros con toda clase de trampas; y, si mordéis el anzuelo, caeréis en la red; y después, lentamente, paso a paso, os llevarán a vuestra perdición. Dios les ha dado este poder; pero sólo será así si vosotros sois débiles, si sois ignorantes. Cuando os sentís atraídos hacia donde os quieren conducir, entonces ellos, que tienen grandes poderes, pueden reduciros a polvo, y sólo vosotros seréis culpables de que esto ocurra. Ellos son lo que son; tienen permiso para ser tentadores, éste es su trabajo; pero vosotros, ¿por qué sois tan estúpidos como para caer en sus trampas?

En efecto, si las fuerzas del mal llegan a destruir al hombre, es porque éste les da la posibilidad de hacerlo. Todo depende de él; si él no las deja entrar, no pueden hacer nada. Su poder de seducción es tan grande que logran hacerle creer que haciendo esto o aquello será más fuerte, más rico, más feliz. Si sucumbe, pueden apoderarse de él y destruirle. Pero si no cede, no pueden hacer nada contra él. Por eso, podemos decir que el hombre tiene los mismos poderes que el Señor, pero sólo cuando se trata de decir no, de rehusar, de oponerse a una influencia. Para imponer su voluntad, para obtener lo que se desea, las posibilidades humanas son muy limitadas y se necesita mucho tiempo y mucho trabajo. Pero para negarse, para decir no, ahí el hombre es todopoderoso. Ni siquiera el Infierno puede nada contra él. Si se deja influir es porque es ignorante, y no sabe en dónde radica su verdadero poder.

En ciertos países, como Turquía, se practica una forma de lucha muy original: los adversarios van casi desnudos y su piel está enteramente untada de aceite. Les es, pues, muy difícil atraparse el uno al otro, ambos se escurren de las manos como anguilas. Pues bien, frente a los espíritus negativos hay que hacer lo mismo. Cuando decís no a estos espíritus, os “untáis de aceite”, y no pueden cogeros. Pero si dejáis hilos sueltos, cuerdas a vuestro alrededor – simbólicamente hablando – los espíritus se agarran a ellas y ya no podéis escapar, sois atados y vencidos. No hay que dejar, pues, cabos sueltos, hay que tener el cuerpo liso, para que los indeseables no puedan cogeros; y ser lisos quiere decir: saber decir no.*

* Ved el capítulo IX: “Velad y orad”.

Cuando se presente una tentación, decíos: “Evidentemente, es atractivo, es apetitoso, pero no es para mí. Yo quiero llegar a ser un sabio, un hijo de Dios; no me dejaré arrastrar, venceré esta tentación, seré más fuerte...” No hay que considerar las tentaciones como inconvenientes, como obstáculos en vuestro camino, sino tomarlas, al contrario, como estimulantes, porque os sirven para fortaleceros. Un sabio, un Iniciado, no evita las tentaciones; incluso las crea adrede para aprender a dominarse. El que huye de las tentaciones, tarde o temprano acaba sucumbiendo a ellas. Huyendo no se resuelven los problemas. Por eso os decía que no estoy seguro de que Jesús dijera verdaderamente: “No nos dejes caer en la tentación”, porque debemos ser tentados para conocer nuestras verdaderas posibilidades y con ello fortalecernos. La tentación es como un problema a resolver, como un examen que hay que pasar: mostráis de qué sois capaces. No hay que pedirle al Señor que nos evite las tentaciones, sino solamente que nos ayude para no sucumbir ante ellas. El mal existe, las fuerzas malas existen, y es inútil suplicar al Señor para que las aniquile. Él no lo hará. Está escrito en el Apocalipsis que sólo al final de los tiempos el Diablo será echado a un estanque de fuego y azufre.8 Hasta entonces, estaremos continuamente enfrentados al mal; más vale, pues, aprender la forma de tratarlo y saber cómo hay que actuar contra él.


Estudiemos ahora el último versículo: “Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria por los siglos de los siglos...” Para comprender esta frase, hay que referirse de nuevo a estas regiones del espacio espiritual de las que os hablaba al empezar, regiones que Jesús llama “los cielos” y que corresponden a lo que la Cábala llama los sefirot. El conjunto de estos diez sefirot forma el Árbol sefirótico o Árbol de la Vida. El nombre de cada séfira expresa una cualidad, un atributo de Dios: Kether, la Corona; Hochmah, la sabiduría; Binah, la inteligencia; Hesed, la misericordia; Geburah, la fuerza; Tipheret, la belleza; Netzach, la victoria; Hod, la gloria; Iesod, el fundamento; Malkut, el reino. La décima séfira, Malkut, el reino, refleja y condensa todos los demás sefirots.9

Jesús dijo: “El Reino de Dios es semejante a un grano de mostaza...” El grano representa siempre un principio, el principio de una planta, de un árbol, etc. Pero hay que comprender que si en el plano físico el principio está abajo, en el plano espiritual, donde los procesos se desarrollan al revés que en el plano físico, el principio está arriba. Por eso, mientras que en el plano físico el crecimiento se efectúa de abajo a arriba, en el plano espiritual se efectúa de arriba a abajo. Por tanto, el grano, la semilla plantada, es la primera séfira, Kether. Cuando el grano se desarrolla, primero se divide en dos, después se convierte en tallo, en ramas, hojas, brotes, flores y frutos; y el fruto, a su vez, contiene semillas. Kether, la semilla plantada, se convierte en un árbol, pasando sucesivamente por todos los demás sefirot hasta llegar a Malkut. El fruto maduro, el fruto que da la vida, la pulpa que se come, es Iesod, y contiene la semilla. Podéis ver, pues, que al final de su crecimiento, la semilla plantada se convierte en la semilla, en el fruto, y Malkut, la semilla de abajo, es idéntico a Kether, la semilla de arriba, porque el principio y el fin de las cosas siempre son idénticas. Cada punto de partida no es otra cosa que el final de una evolución anterior, y cada final, el punto de partida de otra evolución. Todas las cosas tienen un principio y un fin, pero no existe un verdadero principio. Cada causa produce un efecto, y este efecto es la causa de un efecto nuevo.

En la frase: “Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria”, estos tres conceptos corresponden a los tres últimos sefirot: Malkut, Iesod y Hod.

El Reino es Malkut, el Reino de Dios, la realización; ahí es donde se encuentra nuestra tierra.

El Poder es Iesod, que significa “fundamento”, “base”, porque esta séfira preside la pureza, que es el verdadero fundamento de todas las cosas; la fuerza sexual está también ligada a Iesod, porque el verdadero poder está ahí, en la fuerza sexual. Ella es la que crea la vida y ella también es la que, en los planos superiores, aparece como el origen de las más grandes realizaciones. El planeta que le corresponde es la Luna.

La Gloria es Hod, la luz que brilla con el resplandor de todas las ciencias, de todos los conocimientos. El planeta que le corresponde es Mercurio.

La última frase del “Padre Nuestro” significa, pues: “Porque Tuyas son las tres regiones que están al final del crecimiento de Kether en Malkut, regiones que representan la realización…” El Reino, el Poder y la Gloria, forman un triángulo que repite el triángulo del principio: “Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad...” El Nombre, el Reino y la Voluntad, son los sefirot Kether, Hochmah y Binah. Así pues, al triángulo superior, Kether, Hochmah y Binah, que representa la creación en el mundo invisible, espiritual, corresponde el triángulo inferior, Malkut, Iesod y Hod, que representa la concreción, la formación, la realización en el plano físico... “Por los siglos de los siglos...”, fórmula que corresponde a la séfira Netzach, cuyo nombre significa “eternidad”.

Diréis: “Pero, ¿cómo situar ahora los demás sefirot: Tipheret, Geburah y Hesed?” Podríais descubrirlo vosotros mismos estableciendo las correspondencias de acuerdo con los métodos y las explicaciones que ya os he dado. Pero volvamos de nuevo a los versículos, siguiéndolos por orden, a partir del cuarto: “Nuestro pan de cada día dánosle hoy...” El verdadero pan de cada día, fuente inagotable de vida, es la luz de Tipheret, séfira donde reina el Sol, porque el hombre recibe del sol su alimento físico y espiritual.*

* Ved el capítulo VI: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna”.

“Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...” Esta petición corresponde a la séfira Hesed con la cual conectamos al pronunciar esta frase. A Hesed le corresponde el planeta Júpiter, símbolo de la indulgencia, de la generosidad. Para perdonar, hay que disponer de esta confianza superior que Júpiter atesora, con objeto de que nadie pueda despojarnos de las riquezas que Dios ha preparado para nosotros.

“No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal...” Este versículo representa a la séfira Geburah, a la que corresponde el planeta Marte. Los Ángeles de Geburah son los que expulsaron a Adán y Eva del Paraíso después de haber sido tentados por la serpiente, porque estos Ángeles son servidores de Dios que combaten el mal y las impurezas. Entrando en contacto con Geburah, el hombre se fortalece y aprende a resistir el mal.

El esquema siguiente os mostrará cómo se pueden agrupar en triángulos estos sefirot:


El triángulo superior, formado por Kether, Hochmah y Binah, corresponde al mundo sublime de las emanaciones que la Cábala llama Atziluth. Más abajo, el triángulo invertido, formado por Tipheret, Hesed y Geburah, corresponde al mundo de la creación: Beriah. Más abajo todavía, el triángulo Iesod, Hod, Netzach, corresponde al mundo de la formación, Ietzirah, y, finalmente, Malkut, quien ya os he dicho que agrupa todos los demás sefirot, corresponde al mundo de la realización: Asiah.

Malkut es el Reino, Iesod el Poder, Hod la Gloria y Netzach la Eternidad. Así, cuando pronunciamos la frase: “Porque tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria, por los siglos de los siglos”, entramos en contacto con los cuatro últimos sefirot del Árbol de la Vida.

¿Empezáis a daros cuenta de la inmensidad de esta oración que Jesús nos dio, tan breve y, en apariencia, tan sencilla? El universo entero está contenido en ella. ¡Cuántos horizontes se abren ante vosotros...! Pero lo que os he dicho es aún muy poco; reflexionad, meditad en estas palabras... y descubriréis maravillas.

¡Que la luz y la paz estén con vosotros!

1 Del hombre a Dios - sefirot y jerarquías angélicas, Col. Izvor nº 236, cap. II: “Presentación del Árbol sefirótico”, y cap. III: “Las jerarquías angélicas”.

2 La fe que mueve montañas, Col. Izvor nº 238, cap. VIII: “Nuestra filiación divina”.

3 “Y él me mostró un río de agua de la vida”, Parte XI, cap. 2: “Las raíces de la materia: los cuatro Animales santos”, y cap. 3: “Los cuatro elementos en la construcción de nuestros diferentes cuerpos”.

4 Los Esplendores de Tipheret – El sol en la práctica espiritual, Obras completas, t. 10.

5 La alquimia espiritual, Obras completas, t. 2, cap. VI: “El milagro de los dos peces y de los cinco panes”.

6 El hombre a la conquista de su destino, Col. Izvor nº 202, cap. I: “La ley de causa y efecto”, y cap. VIII: “La reencarnación”.

7 El Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, Col. Izvor nº 210, cap. VI: “Las tres grandes tentaciones”.

8 La Ciudad celeste (Comentarios del Apocalipsis), Col. Izvor nº 230, cap. XI: “El Arcángel Mikhaël derrota al dragón”, y cap. XV: “El dragón atado durante mil años”.

9 Los Misterios de Iesod, Obras completas, t. 7, Parte I: “Iesod refleja las virtudes de los demás sefirot”.

La verdadera enseñanza de Cristo

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