Читать книгу El egregor de la paloma o el reino de la paz - Omraam Mikhaël Aïvanhov - Страница 5
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PARA UNA MEJOR COMPRENSIÓN DE LA PAZ
Un día asistí a un debate público sobre la paz. Tomaron la palabra varias personalidades muy cualificadas, instruidas, inteligentes, simpáticas, e incluso divertidas. Gracias a ellas aprendí que la paz es el estado más deseable para toda la humanidad, mientras que la guerra es el peor de los males. Verdaderamente estaba encantado, y me dije: “¡Puesto que, por fin, se ha comprendido lo beneficiosa que es la paz, evidentemente la humanidad se salvará!”
Sin embargo, quería saber de qué manera se iba a instaurar esta paz. Varios oradores expusieron sus proyectos. Uno propuso crear una policía mundial que impidiese a los países luchar entre sí. Lo cual es magnífico, pero, ¿cómo hacerlo? Este proyecto me hizo pensar en la Fábula de La Fontaine, en la que los ratones organizaban una asamblea para encontrar el medio de protegerse del gato. Después de muchas discusiones, el decano de los ratones presentó la siguiente solución: es necesario, decía, atar un cascabel al cuello del gato; de esta forma se le oiría venir de lejos. Esta maravillosa solución fue acogida con aplausos. ¡Desgraciadamente nunca se pudo encontrar un ratón lo suficientemente audaz cómo para atar el cascabel al gato! Lo mismo ocurre para este proyecto de policía mundial. ¿Dónde encontrar una fuerza internacional lo bastante honesta e imparcial para ejercer esta función y, además, cómo imponerla luego a todas las naciones?
Otro orador vino a decir que la paz sólo sería posible a través del federalismo y se extendió en toda clase de teorías en las que, verdaderamente, casi nadie comprendió nada. Un tercero tomó la palabra para acusar al Estado de abusar del poder y de transformar a los ciudadanos en esclavos... Finalmente, después de haber oído a muchos otros oradores, me vi obligado a concluir que la paz no vendría tan pronto, puesto que nadie la comprende e incluso no se sabe realmente lo que es.
Únicamente el punto de vista iniciático puede aportar luz sobre esta cuestión, porque para obtener la paz, hay que poseer un conocimiento profundo del ser humano. Diréis: “¡Oh, al ser humano ya lo conocemos!” No, no se conoce todavía su estructura psíquica con sus distintos cuerpos sutiles, ni sus necesidades definidas, ni sus aspiraciones que hay que satisfacer.1 Y, especialmente, no se conoce al ser humano en la forma que lo hemos presentado con sus dos naturalezas, el yo inferior y el Yo superior, la personalidad y la individualidad...2 Pues bien, hasta que no posean esta ciencia quienes quieren la paz, por más que hagan, la paz no vendrá a la tierra.
De momento vemos que hay mucha gente obstinada en acusarse mutuamente de ser un factor desencadenante de la guerra. De esa forma se imaginan que trabajan en favor de la paz. Para unos, los culpables son los ricos; para otros, son los intelectuales, los políticos o los sabios. Los creyentes acusan a aquellos que no pertenecen a su iglesia de ser heréticos y de llevar a la humanidad por el camino de la perdición, y los incrédulos acusan a los creyentes de fanatismo... Observad y veréis que siempre se trata de suprimir algo exterior a sí mismo, a las cosas o a las personas, y de esta forma cada cual cree poder instaurar la paz en el mundo. Y en eso se equivocan. Aunque se suprimiesen los ejércitos y los cañones, al día siguiente los humanos habrían inventado otros métodos para matarse entre sí. La paz es un estado interno que nunca se conseguirá suprimiendo algo externo. Primeramente hay que suprimir las causas de la guerra dentro de sí.
Veamos un ejemplo muy simple. Un hombre ingiere una copiosa comida a base de salchichas, jamón, pollo, todo ello acompañado con vinos variados. Después de la comida, se dice: “Ahora, voy a buscar un lugar tranquilo para reposar...” Efectivamente, encuentra un lugar tranquilo, pero siente dentro de sí algo que empieza a agitarse. Toma un cigarrillo, fuma, y después se distiende pensando que le gustaría tener junto a él una encantadora mujer. ¿Dónde encontrarla? En casa del vecino, naturalmente. Hay un muro, pero no importa, salta por encima. Ya podéis imaginaros la continuación de la historia... ¡Evidentemente no vale la pena seguir hablando de paz!...
La paz no es un estado que se puede lograr mecánicamente. Si buscáis la paz manteniendo al mismo tiempo en vosotros las condiciones de confusión y de malestar, nunca la encontraréis. La paz es un resultado, una consecuencia, significa que todas las funciones y las actividades interiores y exteriores del hombre están perfectamente armonizadas y equilibradas. Por lo tanto, hay que conocer los medios y los métodos capaces de producir la paz, y esto es toda una ciencia.
Desde el momento en que el hombre mantiene dentro de sí ciertos deseos, ciertas codicias, haga lo que haga, no puede estar en paz, porque a través de esos deseos y esas codicias ya ha introducido en sí el germen del desorden. Tomemos el ejemplo de aquél que ha cometido un robo: automáticamente piensa que alguien le ha podido ver, y no puede dejar de imaginarse todo lo que puede sucederle: le vigilarán, le detendrán, le pondrán en prisión... Nunca estará seguro de no haber sido visto, de no haber dejado algún rastro o de no haber hecho algún movimiento revelador de su acción, y ya no se siente tranquilo: pierde el apetito, el sueño, sólo piensa en esconderse. Otro ha pedido prestado dinero y ha prometido devolverlo, pero como es incapaz de privarse de algo para reunir la suma prestada, no lo devuelve, y helo aquí perseguido por su acreedor, del cual no sabe cómo escapar...
Otro dice algunas palabras duras e hirientes a un amigo, con lo cual se gana un enemigo. ¡Y la paz se esfuma una vez más! Inútil que continúe, se podrían encontrar centenares de ejemplos. Pues sí, las personas demuestran siempre un talento inaudito para perder su paz. Si os persigue una jauría de perros ladrando porque habéis robado, saqueado, o porque no habéis cumplido vuestras promesas, ¿cómo queréis tener paz? “Huyendo de mis acreedores”, diréis vosotros. De acuerdo, pero en cuanto a los acreedores que están en vosotros, las inquietudes, los remordimientos que os persiguen ¿cómo huir de ellos?... Razonar de esta forma representa una falta de saber y de verdaderos conocimientos. No os engañéis, el pensamiento siempre os perseguirá.
Aparentemente es muy fácil tener paz: es suficiente ir a las altas montañas en dónde reina el silencio y la soledad. Pero incluso ahí, el hombre no se siente en paz. ¿Por qué? Porque lleva consigo un transistor en la cabeza, sí, un transistor del que nunca se separa y que siempre funciona... Y, ¿qué oye? A menudo este transistor está conectado a emisoras del infierno en las que también hay música, naturalmente, pero, ¡qué música, qué ruido! Y sin embargo está allí, en las cimas, en la tranquilidad y en el silencio. Sí, externamente todo está en calma, pero internamente las tempestades y los huracanes hacen estragos. Entonces, ¿cómo conseguir la paz?
Todo el mundo sabe que el cuerpo humano está constituido por un gran número de órganos relacionados entre sí; cada cual hace un trabajo particular, pero todos deben estar de acuerdo, en armonía, de lo contrario se producirán desórdenes, lo que en música se conoce como disonancias. El hombre sólo puede encontrarse en buena salud y en paz con la condición de que todos sus órganos realicen su trabajo con desinterés, impersonalmente, para el bien de todo el organismo. Pero esta salud, esta paz, no son más que estados puramente físicos. Para tener la paz del alma y del espíritu hay que ir mucho más arriba, es preciso que todos los elementos que constituyen el otro organismo, el organismo psíquico, vibren también al unísono, sin egoísmo, sin tensiones, sin prejuicios, como los órganos de la estructura física. Por lo tanto, la paz es un estado superior de conciencia; sin embargo, por depender de la salud de nuestro organismo y teniendo en cuenta que las menores molestias que en él aparecen pueden comprometer nuestra armonía psíquica, es preciso que estos dos organismos físico y psíquico estén en armonía para que la paz se instale completamente.3
La paz tal cómo se la comprende generalmente no es la verdadera paz. Si durante algunos minutos o algunas horas no sentís agitación ni molestias internamente, no podéis hablar aún de paz, porque no se trata de un estado duradero. La verdadera paz, una vez instalada, no puede perderse. Sí, la paz no consiste únicamente en sentirse bien, en calma, tranquilo durante unos instantes, es algo más profundo, mucho más precioso... La paz, ya lo he dicho, es un resultado. Cuando los instrumentos de una orquesta están perfectamente acordados, cuando todos los músicos, por haber trabajado con él mucho tiempo, conocen al director que les dirige, le quieren y le obedecen, entonces se desprende de ello una extraordinaria armonía. En el ser humano, también la paz es una armonía, un perfecto acorde entre los elementos, las fuerzas, las funciones, los pensamientos, los sentimientos y las actividades.
Esta paz profunda, inexpresable, es muy difícil de obtener porque para ello se requiere voluntad, paciencia, amor y un gran saber. Cuando el discípulo empieza a aprender y a comprender la naturaleza y las propiedades de cada elemento, pensamiento, sentimiento, deseo, para que nunca se introduzca en él nada que pueda perturbar su armonía interna, y por fin consigue eliminar de su organismo todo aquello que no vibra al unísono, sólo entonces obtiene la paz.
Si fumáis, si coméis y bebéis cualquier cosa, introducís en vuestro organismo ciertos elementos nocivos que os ponen enfermos y entonces no podéis tener paz. Si os duelen los dientes, si tenéis cólicos o palpitaciones, ¿cómo queréis tener paz? Habéis introducido en vosotros partículas que provocan obstrucciones o fermentaciones, y ahora hay que eliminarlas. La misma ley se aplica al nivel psíquico. Mientras sigáis ignorando la naturaleza de vuestros sentimientos, pensamientos, deseos, pasiones, instintos, y mientras los respiréis y os alimentéis de ellos sin saber si os reportarán un bien o un mal, no os sentiréis nunca en paz.
La paz es, pues, la consecuencia de un saber profundo sobre la naturaleza de los elementos que alimentan al hombre en todos los planos. Y junto a este saber, naturalmente, como acabo de deciros, se precisa una gran atención, una poderosa voluntad para no permitir jamás que se introduzcan elementos perturbadores. Si los Iniciados dan a la pureza una importancia tal, se debe a que han verificado desde hace mucho tiempo que la más pequeña impureza en su cuerpo físico, en sus sentimientos o en sus pensamientos, era suficiente para que perdieran la paz.
La paz, os lo acabo de decir, es el resultado de una armonía entre todos los elementos que constituyen el hombre: el espíritu, el alma, el intelecto, el corazón, la voluntad y el cuerpo físico. Y si es tan difícil de obtener, precisamente se debe a que estos elementos raramente se encuentran en armonía. Determinada persona tiene pensamientos lúcidos, sabios, pero he aquí que su corazón, en el que se ha filtrado un sentimiento inferior, le empuja a hacer locuras. O bien está animado de los mejores deseos, y es su voluntad la que está paralizada. ¿Cómo queréis que se sienta en paz en semejantes condiciones? La paz es la última cosa que puede obtener el hombre. Pero cuando, después de todo tipo de sufrimientos y de luchas, de fracasos y de victorias, consigue por fin que triunfe su naturaleza divina sobre todas las rebeliones e inquietudes de su naturaleza inferior, sólo entonces puede encontrar la paz. Antes, posiblemente podía llegar a vivir unos momentos maravillosos, pero ello no duraba mucho tiempo. Y por eso se oye a mucha gente decir: “He perdido mi paz...”
La paz, la verdadera paz, es imposible perderla. Pueden producirse perturbaciones alguna que otra vez, pero sólo se trata de movimientos superficiales: interiormente, profundamente, la paz esta ahí. Se parece al océano en el que la superficie siempre está agitada por las olas y la espuma, pero lejos de la superficie, en las profundidades, reina la paz. Cuando habéis conseguido introducir en vosotros la verdadera paz, los desórdenes que pueden producirse en el exterior no consiguen perturbaros, os sentís protegidos como en una fortaleza. Está dicho en el Salmo 91: “Porque Tú eres mi refugio, oh Eterno, Tú haces del Altísimo tu morada...” Esta elevada morada, es el Yo superior. Cuando llegáis a alcanzar este punto, la cima de vuestro ser, entonces conocéis la paz. Esta paz es una sensación divina, inexpresable. Pero antes de llegar a este estado, ¡cuántas victorias tenéis que conseguir sobre vuestras tendencias inferiores!
Por consiguiente, la paz proviene de una armonía, de una consonancia absoluta entre todos los factores y elementos que constituyen el ser humano. Pero aún añadiría lo siguiente: esa armonía no puede existir si no se han purificado todos esos elementos. Si no se avienen, se debe a que se han introducido en ellos impurezas. Cuando un hombre ha absorbido un alimento que no le conviene, no se siente bien, se vuelve irritable: pero si toma una purga, ¡todo mejora! Las impurezas destruyen la paz. Por lo tanto, para conseguir la paz, lo primero que hay que hacer es trabajar para purificarse, para eliminar todos los materiales que impiden el buen funcionamiento del intelecto, del corazón y de la voluntad. Un verdadero Iniciado ha comprendido sólo una cosa: que lo esencial es llegar a ser puro, puro como un lago en la montaña, puro como el cielo azul, puro como el cristal, puro como la luz del sol... Mediante esta pureza podrá obtener todo lo demás. Evidentemente no es tan fácil alcanzar la pureza, pero por lo menos hay que comprenderla, luego amarla y desearla con todas las fibras del propio ser y, finalmente, tratar de realizarla.
Cuando se producen desórdenes en vuestro cuerpo físico, en vuestro corazón o en vuestro pensamiento, sabed que habéis absorbido elementos impuros, e “impuros” puede significar sencillamente: extraños. Las impurezas son materiales indeseables porque son extraños al organismo humano. Esos materiales quizás no sean impuros en sí mismos, pero se les considera impuros porque su presencia en el organismo provoca perturbaciones. Por consiguiente son nocivos, y hay que desprenderse de ellos. Si os sentís enfermos o atormentados, se debe a que habéis permitido que una impureza se introduzca en vosotros bajo la forma de un pensamiento, de un sentimiento o de cualquier otra cosa.
Cada impureza, tanto en el plano mental como en el astral o en el físico, aporta molestias; y cuando digo “molestias” me refiero a un mal menor, porque las impurezas también pueden producir el envenenamiento, la intoxicación e incluso la muerte. Por lo tanto, hay que purificarse en todos los planos, en el plano físico mediante baños, purgas, enemas, ayuno, etc., y en el plano psíquico mediante la oración, la meditación y otros ejercicios espirituales. Sólo de esta manera conseguiréis la verdadera paz.4
Sólo cuando el hombre esté lo suficientemente atento cómo para conservar su reino intacto, este reino que representa él mismo, obtendrá una paz estable y duradera. Y, ¿qué será esta paz? Una felicidad indescriptible, una sinfonía ininterrumpida, un estado de conciencia sublime en el que todas las células se bañan en un océano de luz, nadan en las aguas vivas y se alimentan de ambrosía... Entonces vive en una armonía tal que todo el Cielo se refleja en él, empieza a ver todos los esplendores que antes no había visto porque estaba demasiado turbado, demasiado agitado y su mirada interna, e incluso externa, no podía fijarse sobre las cosas para verlas. Sólo la paz permite ver y comprender la existencia de las realidades sutiles, por eso los Iniciados, que han logrado saborear la verdadera paz, descubren las maravillas del universo.
La mayor parte de los seres humanos sólo buscan lo pasajero, lo ilusorio, y ello les produce decepciones y tristezas. Pero les es difícil comprenderlo. Para comprenderlo, hay que sufrir, decepcionarse... Verdaderamente hay que tocar fondo, estar desesperado para comprender que lo que se deseaba no aportaba ni la paz, ni la plenitud, ni la gloria, ni el poder, ni nada. Pero es imposible explicarlo a aquellos que todavía son demasiado jóvenes. Hay que ser mayor, muy mayor interna o externamente, para interesarse únicamente en las riquezas eternas. El que es joven todavía sigue jugando con las muñecas, los soldados de plomo y los castillos de arena; su edad no le permite preocuparse por cosas más serias, pero cuando madurará, lo abandonará todo para conseguir grandiosas realizaciones y entonces conocerá la paz.
La paz únicamente se instala cuando todas las células empiezan a vibrar al unísono con una idea sublime y desinteresada. Por eso llevan razón los sabios cuando dicen que no podéis conocer la paz si no introducís en vuestras células, en todo vuestro ser, pensamientos de amor, es decir, la misericordia, la generosidad, el perdón, la abnegación. Vosotros no podéis, porque sólo esos pensamientos aportan la paz. Cuando tenéis, por ejemplo, algo que reprochar a vuestro vecino sin podérselo perdonar y os rompéis la cabeza para encontrar el sistema de vengaros... o cuando habéis prestado dinero a alguien y pensáis continuamente que debe devolvéroslo, entonces no es posible tener paz, esos pensamientos son demasiado personales, demasiado egoístas. Y aunque estéis tranquilos durante algunos momentos, durante algunas horas, todavía no habéis alcanzado la paz, sólo se trata de un poco de reposo, una calma momentánea (esa paz, pueden alcanzarla incluso los malos), y luego, de nuevo os sentís envueltos por vuestras angustias y vuestros tormentos.
La verdadera paz es un estado espiritual que no se puede perder una vez alcanzado. Cuando tenéis el deseo de cumplir la voluntad de Dios, es decir, de llegar a ser un bienhechor de la humanidad, de amar a todos los hombres, de servirles, de perdonarles, esta idea hace vibrar al unísono todas las partículas de vuestro ser, y entonces, podéis saborear la paz. Esta paz, una vez obtenida, os seguirá por todas partes: la sentisteis ayer, y hoy está también ahí... y mañana, desde este momento en que os despertáis, os espera de nuevo. Os extrañáis al comprobar que no necesitáis hacer esfuerzo alguno para reencontrarla.
Antes, para calmaros debíais concentraros durante mucho tiempo, rezar, cantar o incluso tomar algunos tranquilizantes; ahora ya no es necesario, la paz está ahí, en vosotros.
Por consiguiente trabajad durante mucho tiempo esta idea de amar, de hacer el bien, de perdonarlo todo... hasta que llegue a ser tan poderosa que impregne todas vuestras células, las cuales empezarán a vibrar al unísono con ella. A partir de entonces la paz ya no os abandonará, y aunque posteriormente os turben determinados acontecimientos, mirando en vosotros mismos descubriréis que la paz aún está ahí, a pesar de todo. Porque no es como antes, una tranquilidad, una calma prefabricada, impuesta, que no dura más que el tiempo que empleáis en esforzaros por mantenerla... Es un estado que, por decirlo de alguna manera, forma parte de vosotros.
¿Habéis visto las fieras? Mientras el domador está con ellas dan la impresión de entenderse, pero cuando se va, se echan unas encima de las otras para despedazarse. Observad los niños en una clase: mientras el profesor está en ella, están tranquilamente en su sitio, pero cuando sale, se mueven, gritan, alborotan. Lo mismo les sucede a las células del organismo: mientras hagáis esfuerzos por dominarlas, aceptarán mantenerse relativamente tranquilas, pero desde el momento en que os ausentéis, es decir, que tengáis la cabeza en otra parte, los trastornos empezarán de nuevo. Por lo tanto hay que ocuparse de ellas, lavarlas, alimentarlas, educarlas como si fuesen vuestros hijos, vuestros alumnos. Sí, y cuando hayáis conseguido instruirlas, cuando sepan hacer su trabajo perfectamente sin discutir ni rebelarse, entonces habrá llegado la paz.
En cualquier caso, no os imaginéis que cambiando de apartamento, de amigos, de oficio, de libros, de país, de religión... o de mujer, tendréis paz. La paz no depende de esos cambios. Algo de tranquilidad, un respiro, sí, pero poco tiempo después, allá donde estéis, os asaltarán otros tormentos, porque no habréis comprendido que la paz depende solamente de un cambio en la forma de pensar, de sentir y de obrar. Hacedlo y veréis que aunque sigáis en el mismo sitio, con las mismas dificultades, tendréis paz. Porque la paz no depende exclusivamente de las condiciones externas, la paz viene de dentro y brota, os invade a pesar de las turbulencias y temblores del mundo entero. Es como un río que viene de lo alto. Y cuando poseéis esta paz, sois capaces de derramarla, de esparcirla como algo real, vivo; hacéis un trabajo sobre el mundo entero aportando esa paz a los demás.
¡Cuánta gente dice actualmente que trabaja por la paz en el mundo! Pero en realidad no hacen nada para que esta paz se instale verdaderamente. Sólo son palabras... Crean asociaciones en favor de la paz, pero lo hacen sólo para exhibirse, para invitarse entre sí, para recibir condecoraciones; su vida no es una vida para la paz. Nunca se les ocurrió pensar que, ante todo, las células de su cuerpo, todas las partículas de su ser físico y psíquico deberían vivir según las leyes de la paz y de la armonía, a fin de emanar esta paz para la cual, según parece, pretenden trabajar. Mientras sigan escribiendo sobre la paz y se reúnan para hablar de la paz, continúan alimentando la guerra en ellos, porque, en realidad, están prestos a luchar por una u otra cosa. Entonces, ¿qué paz pueden aportar? El hombre debe instaurar la paz primeramente en sí mismo, en sus actos, en sus sentimientos, en sus pensamientos. Sólo entonces trabaja verdaderamente para la paz.
1 La vida psíquica: elementos y estructuras, Col. Izvor n° 222, cap. I: “Conócete a ti mismo”, cap. II: “El cuadro sinóptico”, y cap. III: “Varias almas y varios cuerpos”.
2 Naturaleza humana y naturaleza divina, Col. Izvor n° 213, cap. II: “La naturaleza inferior, reflejo invertido de la naturaleza superior”.
3 Armonía y salud, Col. Izvor n° 225.
4 Los misterios de Iesod, Obras completas, t. 7.