Читать книгу La piedra filosofal de los Evangelios a los tratados alquímicos - Omraam Mikhaël Aïvanhov - Страница 4
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SOBRE LA INTERPRETACIÓN DE LAS ESCRITURAS
1 - “La letra mata y el espíritu vivifica”
Cuando tengo que aclararos un punto importante de la vida espiritual, me apoyo muy a menudo en la Biblia, en los Evangelios sobre todo, lo habéis constatado. Pero, al hacerlo, me doy cuenta de que algunos están pensando: “¿Pero por qué da tanta importancia a lo que está escrito en estos pobres Evangelios? Se ha demostrado tantas veces que fueron amañados, falsificados, mutilados ¡y que incluso contienen contradicciones! ¿Cómo sigue basando su enseñanza en estos textos?” Pensar así es la prueba de que no me han comprendido bien. Yo no doy un valor absoluto a la letra de los Evangelios, pero me sirven de punto de partida para reencontrar las verdades eternas enseñadas por Jesús.
Os daré una imagen.
El cielo estrellado es una de las maravillas más grandes de la naturaleza. Pero hay diferentes maneras de mirar las estrellas. Podemos coger un mapa del cielo y un libro de astronomía que exponga en detalle todo lo que se sabe sobre los astros y los planetas: su nombre, las distancias que los separan, las diferentes materias que los componen, cómo nacen, viven y mueren, a qué leyes físicas obedece el sistema solar, etc. Ciertamente esto es muy útil y muy interesante para nuestra comprensión del universo, pero ¿qué aportará todo esto a nuestra alma y a nuestro espíritu?
He leído libros de astronomía, he escuchado a astrónomos presentar sus investigaciones y, a menudo, me he quedado muy impresionado. ¡Pero qué diferencia con las experiencias que pude hacer contemplando el cielo estrellado sin otra preocupación que la de fundirme en esta inmensidad! La paz, que poco a poco me invadía, me elevaba; mi único deseo era despegarme de la tierra, trasladarme muy lejos en el espacio para entrar en relación con las entidades espirituales cuyas manifestaciones físicas son los astros. En esas regiones dónde había sido proyectado, sentía que no había nada más importante que unirme al Espíritu cósmico, dejarme penetrar por él para llegar a la verdadera comprensión de las cosas, una comprensión que impregnaba todas mis células.1
A veces podemos sentirnos perdidos ante la inmensidad y el esplendor del cielo. Pero perderse en la contemplación del cielo no es el objetivo, hay que ir más allá. Porque el cielo estrellado es también un libro, un libro que no sólo se dirige a nuestro intelecto. El saber que nos da se imprime en nosotros y puede transformar nuestra vida. Éste es el verdadero saber: nos iluminamos con una luz que nos sobrepasa, y esta luz alimenta nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros actos.
Los astrónomos observan el cielo nocturno, pero la mayoría de ellos se limitan a su realidad material. No saben que existen inteligencias que pueblan estos cuerpos celestes y que trabajan sobre ellos; todo se resume en leyes mecánicas y, así, su alma y su espíritu no ganan gran cosa con este tipo de estudios. Se parecen a los alpinistas que escalan una cima con la única meta de hacer proezas deportivas, de estudiar la naturaleza de las rocas o las variaciones atmosféricas: se olvidan de mirar la montaña, de comulgar con su belleza, con su pureza, con su poder.
La contemplación del cielo estrellado, lo mismo que la ascensión de una cima, debería dar a los humanos la solución a todos sus problemas, porque les abre las puertas de su cielo interior. El que se acostumbra a mirar las estrellas con amor, meditando en la armonía cósmica, en estas luces que vienen desde tan lejos en el espacio y en el tiempo, recorre con el pensamiento las regiones espirituales que están también en él. Pues bien, sabedlo, así es como yo leo los Libros sagrados, y en particular la Biblia, como si me acercase a un cielo cuyos astros iluminan e impregnan toda mi vida.
La Biblia ha jugado un papel inmenso en la formación del espíritu humano. Ha sido leída y releída, ha sido traducida a todas las lenguas del mundo; se dice incluso que es el libro del que se han impreso el mayor número de ejemplares. Muchos de los que la poseen no la leen, o muy poco, pero la conservan como una especie de talismán; y muchos de los que la leen confiesan que no comprenden demasiado estos textos y que a veces se sienten desanimados.
Durante siglos, los cristianos han leído la Biblia, sencillamente, sin hacerse preguntas. En algunas casas no había otros libros. Incluso muchos aprendieron a leer con la Biblia e hicieron de ella su alimento cotidiano. Pero actualmente se diría que este texto se vuelve cada vez más ajeno a las mentalidades contemporáneas. ¡Cuántos, católicos, protestantes, ortodoxos, me han confiado que, a pesar de sus esfuerzos, esta lectura no les aporta gran cosa! Entonces, ¿qué comprendían los lectores de épocas antiguas que ya no comprenden los hombres y las mujeres de hoy?
Algunos dicen que se comprende la Biblia a fuerza de leerla y de releerla, y también que hay que prepararse para esta lectura con la oración y el ayuno... Otros aconsejan estudiar los escritos de los comentaristas. Estos consejos contienen sin duda algo de positivo, pero la verdadera respuesta no está ahí. E incluso, en muchos casos, los exégetas que se han puesto a estudiar la Biblia desde el punto de vista científico han disminuido su virtud. Su trabajo de análisis ha hecho aparecer, sobre todo, errores de copia, lagunas, contradicciones y, en vez de encontrar la inspiración y la luz, no han hecho sino acumular materiales para discusiones y controversias sin fin. Los métodos científicos son siempre útiles, desde luego, pero según los campos en que se apliquen, su eficacia es desigual, y los misterios del alma se les escapan, sólo sirven para estudiar una ínfima parte de la realidad.
Sin duda es interesante preguntarse en qué época fue escrita tal o cual parte del Antiguo o del Nuevo Testamento, si tuvo uno o varios autores, examinar su vocabulario y compararlo con el de las lenguas vecinas. Pero este enfoque que consiste en analizar, indagar, disecar, a menudo no deja detrás suyo más que polvo y ceniza. La comprensión de los Libros sagrados, cualesquiera que sean, los Vedas, el Zend-Avesta, el Corán, exige otra forma de disciplina.
La primera regla es ponerse en estado de receptividad, para dar a las imágenes, a las sensaciones suscitadas por la lectura, la posibilidad de llevar a cabo un trabajo sobre el subconsciente. De esta manera, cuanto más leáis la Biblia, más sentiréis que una claridad se instala dentro de vosotros. Si no, sólo conseguiréis alejaros del sentido. Acabaréis incluso adoptando una actitud de indiferencia y de escepticismo, como si todo eso no mereciese más que un poco de curiosidad. Diréis que siempre es interesante descubrir de lo que es capaz el cerebro humano, porque los que inventaron a Dios, el alma, el espíritu y los otros mundos, dieron buena prueba de originalidad e imaginación. Pero con semejante punto de vista no alimentaréis vuestra vida interior.
Todo lo que dicen los Libros sagrados es exacto, quizá no exacto según los criterios del intelecto, que se limita siempre a la letra de los textos, pero sí exacto para el alma y para el espíritu. Éste es el sentido de las palabras de san Pablo en la Segunda Epístola a los Corintios: “La letra mata y el espíritu vivifica...”
Las verdades expresadas en la Biblia fueron vividas por unos espíritus excepcionales. Para comprenderlas, hay que esforzarse siguiéndoles hasta las regiones a las que ellos mismos llegaron a elevarse, para entrar así en su visión de las cosas. ¿Acaso se saben interpretar mejor las parábolas de Jesús por haber estudiado la gramática de una lengua antigua, la historia de un pueblo, o la arqueología? No, para interpretar las parábolas de Jesús hace falta otra ciencia, la ciencia de los símbolos que sólo puede adquirirse con el ejercicio de las facultades del alma y del espíritu.
No podemos comprender los textos sagrados mientras no lleguemos a vibrar en la misma longitud de onda que sus autores: su lengua, su verdadera lengua, sigue siéndonos extraña. Hay que sentir lo que ellos sintieron, vivir lo que ellos vivieron, es decir, elevarse hasta su nivel de conciencia; y entonces, verdaderamente, ¡la luz brota!2
Pero este nivel de conciencia elevado sólo puede ser alcanzado si mejoramos nuestra manera de vivir, si nos mostramos más atentos, más respetuosos con las leyes del mundo espiritual. ¡Cuántos creen que podrán proyectarse a los planos superiores sin cambiar nada en sus hábitos de vida y de pensamiento! Pues no, por mucho que se entreguen a elucubraciones de todo tipo, se quedarán en “la letra” y no comprenderán.
Los patriarcas, los profetas, que eran Iniciados, pudieron elevarse hasta el mundo divino gracias a una disciplina de vida. Esta disciplina de vida es la que nosotros debemos adoptar para subir, en pos de ellos, hasta ese lugar en el que tuvieron revelaciones, no hay otros métodos. Así que, si queréis leer la Biblia, empezad por preguntaros lo que debéis mejorar en vuestra existencia, y no os inquietéis si no lo comprendéis todo inmediatamente. ¡Hay tantos textos difíciles! El Génesis, por ejemplo, o el Apocalipsis... Pero leed sin turbaros, y tratad de elevaros con el pensamiento rogando al Espíritu santo para que venga a iluminaros.
En varias ocasiones os he leído, en el Evangelio de san Juan, el pasaje que se llama la Oración sacerdotal: “Padre, ¡ha llegado la hora! Glorifica a tu hijo, para que tu hijo te glorifique, puesto que Tú le has dado poder sobre toda carne, para que conceda la vida eterna a todos aquellos que Tú le has dado...”
Lo que dice este texto quizá no sea comprensible en el sentido intelectual del término; pero, puesto que viene del alma y del espíritu de Cristo, es a nuestra alma y a nuestro espíritu a los que se dirige, y sobre ellos ejerce su poder; y, una vez que estas palabras han alcanzado nuestra alma y nuestro espíritu, todo nuestro ser, hasta nuestro cuerpo físico, siente sus vibraciones. “He hecho conocer tu nombre a los hombres que Tú me has dado del medio del mundo. Eran tuyos y Tú me los has dado; y han guardado tu palabra... Les he dado la gloria que Tú me has dado para que sean uno, como nosotros somos uno – yo en ellos y Tú en mí – para que sean perfectamente uno y que el mundo conozca que Tú me has enviado y que Tú les has amado como Tú me has amado. Padre, quiero que allí donde estoy, aquellos que Tú me has dado estén también conmigo, para que vean mi gloria, la gloria que Tú me has dado, porque Tú me has amado antes de la fundación del mundo...”
Sí, estas vibraciones que vienen del mundo del alma y del espíritu son sentidas por todo nuestro ser, y algo que dormitaba en nosotros se despierta y se pone en movimiento. Los textos bíblicos, cuyo estilo critican a menudo ciertos eruditos, son comparables a corrientes de fuerzas que tienen el poder de despertar las almas, de colmarlas, de curarlas. La Oración sacerdotal es uno de los textos más auténticos, más verídicos, más profundos que podamos leer. ¡Y peor para aquellos que se limitan a hacer un análisis critico!
En el transcurso de la última cena que hizo con sus discípulos, Jesús les dijo: “Ahora, me voy hacia Aquél que me ha enviado. Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis llevarlas ahora. Cuando el Consolador haya venido, el Espíritu de Verdad, él os conducirá en toda la verdad...”3 Con estas palabras Jesús atraía la atención de sus discípulos hacia el papel esencial del espíritu. Sí, el espíritu, ¡no la letra! Así que, impregnaos de la palabra evangélica meditándola, exaltando su esencia en vosotros mismos, conectándoos con las entidades celestiales. El día en que lleguéis a experimentar estas grandes verdades como realidades vivas y activas dentro de vosotros, todo vuestro ser interior será purificado por ellas, iluminado, regenerado.
2 - La palabra de Dios
Ninguna interpretación correcta de la Biblia es posible sin la luz de la Ciencia iniciática. Nos acercamos a esta Ciencia con el estudio, claro, con la lectura, con la enseñanza que recibimos de un sabio, de un Maestro. Pero lo esencial se adquiere gracias a una disciplina basada en el desarrollo de nuestros órganos espirituales, porque, al desarrollar estos órganos, adquirimos la facultad de proyectarnos a otras regiones del espacio para hacer investigaciones en ellas.4
Son estas experiencias las que menciona san Juan en el Apocalipsis, así como san Pablo en su Segunda Epístola a los Corintios. San Juan escribe: “Yo, Juan... fui arrebatado en espíritu, y oí detrás de mí una voz fuerte como el sonido de una trompeta que decía: Lo que ves, escríbelo en un libro...” Y san Pablo: “Conozco a un hombre en Cristo que fue, hace catorce años, arrebatado hasta el tercer cielo (si lo fue en su cuerpo, no lo sé, si lo fue fuera de su cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe). Y sé que este hombre (si fue en su cuerpo o sin su cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe) fue llevado al paraíso y oyó palabras inefables que no le son permitidas a un hombre expresar...”
Sólo semejantes experiencias pueden darnos acceso a la realidad del mundo divino. Los libros que tratemos de leer nos harán entrever un resplandor, una orientación, pero eso es insuficiente, hay que poder ir después a instruirse a otra parte, a vivir algo en otra parte. Este viaje a otra parte, que los místicos llaman éxtasis, es una proyección del ser fuera de su cuerpo. Yo también, para conocer lo que conozco ahora tuve que pasar por estas experiencias; no lo encontré en los libros. En los libros, encontré menciones, confirmaciones, justificaciones, pero los descubrimientos mismos los hice yo, lejos, muy lejos de mi cuerpo. ¿Y por qué es necesario proyectarse así a los mundos superiores? Porque solamente desde arriba se tiene una percepción exacta de las cosas. Desde abajo, sólo se puede ver una realidad dispersa, troceada. Y mientras no percibamos un orden, una estructura, es decir, las conexiones que unen a todos los elementos, a todos los niveles de la creación, no podemos interpretar correctamente unos textos que han sido inspirados por la visión de la unidad divina. Los Libros sagrados son la transposición de experiencias que los seres hicieron en el mundo de arriba, un mundo que no es el que perciben nuestros cinco sentidos. Para comprender, pues, a estos seres, para conocer su pensamiento, hay que ir también a buscar arriba para ver lo que vieron y sentir lo que sintieron.5 ¿Pero dónde están aquellos que se lanzan a esta ascensión con la firme resolución de alcanzar la cima? Trabajan durante unos días, después, decepcionados por no haber obtenido rápidamente resultados, renuncian: se contentan con estudiar en los libros de algunos religiosos, filósofos, o científicos. Esto es más fácil, claro, pero sólo en apariencia, porque las respuestas que en ellos encuentran ¡son a menudo tan contradictorias!
Tomemos solamente las obras filosóficas. ¡Cuántos filósofos fabrican sistemas que sólo expresan su propia visión del mundo! Esta visión, necesariamente limitada, refleja sus insuficiencias espirituales, psíquicas, intelectuales, ¡y hasta físicas! Sin hablar de aquellos que buscando cultivar la originalidad, se esfuerzan por presentar teorías nuevas. Y entonces, ¡tantos filósofos, tantas filosofías! La verdad es que sólo existe un único sistema de explicación del universo, quiero decir un único sistema que explique adecuadamente lo que son el Creador, la creación y las criaturas, y cada uno debe esforzarse en reencontrar sus fundamentos. Que luego exprese los resultados de sus investigaciones según su temperamento propio, según su carácter, según su sensibilidad, o también podemos decir con “su voz”, es algo normal.
Un cantante que debe interpretar una partitura sólo puede hacerlo con su propia voz, y expresa a través de ella todo lo que él mismo es en profundidad; pero debe respetar la partitura, no tiene derecho a cantar otras notas que las que están escritas. De la misma manera, un filósofo no tiene derecho a cantar otras palabras que aquéllas que están inscritas en el gran libro de la vida, solamente tiene derecho a cantarlas con su propia garganta. Esto es lo que yo me esfuerzo en hacer, desde que descubrí la luz de la Ciencia iniciática. Ahora que he encontrado la única filosofía, la única ciencia, la única religión verdaderas – y las tres no hacen más que una – procuro conformarme a ellas sin preguntarme si eso corresponde a mis gustos o a mis tendencias.
Claro que ciertos libros ricos, profundos, pueden ponernos en la vía, pero el verdadero conocimiento, el que se vuelve en nosotros carne y hueso, sólo se adquiere verdaderamente si llegamos a elevarnos hasta el mundo divino, allí donde se encuentra el origen de todas las cosas. Los grandes fundadores de religión recibieron su inspiración de arriba. Según la tradición, fueron los arcángeles quienes les instruyeron; así, Metatrón habría instruido a Moisés, el arcángel Gabriel a Mahoma, etc. Lo que es otra manera de decir que el verdadero conocimiento viene de arriba y que es arriba dónde hay que ir a buscarlo. A todos aquellos que son capaces de elevarse hasta las regiones superiores de la conciencia les son reveladas las mismas verdades; las formas, las expresiones son diferentes, pero los principios son los mismos.
Creéis que sólo existen bibliotecas en la tierra: la vuestra, la de vuestros allegados, o bien las bibliotecas públicas a las que podéis ir a leer o a pedir prestados libros. Pues no, sabed que existen otras bibliotecas, con otros libros que también podéis consultar. Y estos libros, son todas las grabaciones conservadas en el universo y en el ser humano, porque todo, hasta el más mínimo acontecimiento, hasta la mínima palabra, sí, todo se graba.
¡Cuántas veces os he explicado que los fenómenos del mundo físico pueden ilustramos sobre las realidades de los mundos psíquico y espiritual! Escucháis la radio, miráis la televisión: estas emisiones han sido, a menudo, previamente grabadas, o bien lo son en el momento de su emisión. Así, cada cadena de radio y de televisión posee sus archivos que pueden ser consultados en todo momento y revelar lo que ha sido realmente dicho o mostrado.
Al llegar a poner a punto aparatos capaces de grabar imágenes y sonidos, los humanos han dado pruebas de un gran ingenio. Pero la naturaleza, también ella hace grabaciones ¡desde el origen del universo! Y si estas grabaciones son posibles, es porque la materia no es inerte e insensible. La materia es sensible, y no sólo es sensible, sino que está dotada de memoria: todos los acontecimientos que se producen dejan huellas en las capas profundas de la materia; nada sucede que no sea grabado, y nada desaparece. Es el ser humano el que todavía no ha desarrollado los medios de leer o de oír estas grabaciones.
Sí, el ser humano no se conoce, no tiene ni idea de los medios que el Creador ha puesto a su disposición. Y no sabe tampoco que representa un microcosmos, reflejo del macrocosmos, del universo, y por tanto, que él mismo es depositario de toda la memoria cósmica. En esta sustancia tan sutil, imponderable, que forma parte de la quintaesencia de su ser, hay sitio para el universo entero. Porque, dada la estructura de la materia, la infinita diversidad de los fenómenos que se producen puede reducirse a un punto infinitesimal.
Los acontecimientos más lejanos del cosmos, las conmociones de los mundos desaparecidos, las noticias del mundo entero llegan hasta nosotros a unos aparatos que las graban. Evidentemente, estas informaciones permanecen en nuestro subconsciente, es raro que lleguen a la conciencia. Podemos decir que sucede como con las ondas de radio. La existencia de los aparatos de radio prueba que una masa de informaciones circula a través del espacio; estas ondas escapan a nuestra conciencia, pero unos aparatos especiales permiten captarlas.
En este mismo momento, un número incalculable de ondas surcan el espacio, viniendo de todas las partes de la tierra, pero también de los otros planetas y de las constelaciones. Estas ondas se cruzan, se enmarañan sin destruirse mutuamente, y cada una de ellas puede ser captada por un aparato que esté regulado con su frecuencia. Nosotros mismos somos atravesados por estas ondas, pero no las sentimos. ¡Afortunadamente! Porque si nuestro cerebro se pusiese a grabar todo lo que sucede en el universo, aunque no fuese más que un instante, ¡sería insoportable!
Otro ejemplo: el director de una biblioteca que diariamente recibe, no sólo libros, sino periódicos, revistas de toda clase, no se dedica a leerlo todo: pronto se agotaría psíquicamente y no le bastarían las veinticuatro horas del día. Son, pues, los empleados responsables de las diferentes secciones los que se encargan de clasificarlos y, si tiene necesidad de consultar un documento, pide que se lo traigan. Como el bibliotecario, nosotros somos también los depositarios de todas las informaciones que ya han aparecido o que están apareciendo. Cuando deseamos reflexionar sobre ciertos temas para profundizarlos, podemos pedir que nos suministren tal o cual documento.
Cuando os expliqué la parábola del Administrador infiel,6 os mostré que, debido a las aparentes contradicciones que contiene, este texto no puede revelar su sentido si nos contentamos con trabajar como hacen los exégetas. Pero, si nos elevamos hasta la biblioteca cósmica, podremos completar las lagunas que comporta el texto del Evangelio. Es allá arriba donde todos los discípulos de la Escuela divina pueden tratar de leer este gran Libro del que Jesús había extraído su saber. Solamente que esta biblioteca no está abierta a todos, como las bibliotecas de la tierra; está guardada por unas entidades muy poderosas que sólo permiten su acceso a aquellos que se han preparado durante mucho tiempo, y no es fácil subir hasta allí.
Pero también es verdad que existe una biblioteca a la que podemos acceder cada día, porque se encuentra dentro de nosotros. Diréis: “Pero entonces, ¿por qué no vamos más a menudo a consultarla?” Para daros una imagen, os diré que los libros que contiene están escritos en caracteres tan minúsculos que hay que aumentarlos con ayuda de una gran lupa; y, como los humanos no poseen esta lupa que permitiría aumentar los caracteres, renuncian a leerlos. Debéis empezar, pues, por adquirir la lupa que os permitirá leer todos los documentos de vuestra biblioteca interior. Sí, la única dificultad es la dimensión de las imágenes. Cada petición dirigida a esta biblioteca es satisfecha: cualquiera que sea la pregunta formulada, recibís una respuesta, pero, como los clichés que os son entregados son minúsculos, creéis no haber recibido nada.
Si el universo entero se encuentra representado en el hombre, ¿cuántas miles de veces ha tenido que ser reducido?... Es, pues, normal que no podamos ver las imágenes, ni sobre todo descifrarlas sin una instalación apropiada que comprenda una lupa así como un aparato de proyección. Quizá hayáis tenido en las manos la banda de un film: habréis visto, entonces, qué pequeñas y borrosas son las imágenes; por transparencia, podemos distinguir apenas ciertas formas. Pero, una vez proyectadas en una pantalla, estas imágenes aumentadas se vuelven claras y precisas.
Os falta, pues, el aparato de proyección que permite tener unas imágenes de buenas dimensiones. “Pero ¿dónde encontrarlo?”, preguntaréis. En la conciencia.7 Mientras que el aparato de toma de vistas se encuentra en el subconsciente, en donde todo se graba automáticamente. Pero, para adquirir este aparato de proyección gracias al cual podréis descifrar los documentos de vuestra biblioteca personal, son necesarios un saber iniciático y una disciplina. Únicamente este saber iniciático y esta disciplina os darán los medios de desarrollar en vuestra conciencia los elementos que os permitirán interpretar las respuestas recibidas.
Encontraréis extraño quizá que os presente esta cuestión del conocimiento y de la interpretación de los textos sagrados mencionando la radio y el cine. Pero éstas son las explicaciones más claras que pueda claros. Y, como ya os he mostrado varias veces, los progresos de las ciencias y de las técnicas, lejos de combatir la religión y la espiritualidad, nos dan, al contrario, los medios de comprender mejor los principios en los que éstas están basadas. Por eso, si la Biblia y todos los Libros sagrados desapareciesen, podríamos restablecerlos, porque estos libros tienen su origen en el único verdadero libro, el Libro de la vida, es decir, el universo y el ser humano mismo, que son los depositarios de la palabra de Dios.
La palabra divina que transmiten los textos sagrados no es, evidentemente, una palabra en el sentido habitual de este término. Piensen lo que piensen algunos, Dios no se ha dirigido nunca a un ser humano, en un lenguaje humano, para revelarse a él o para darle instrucciones. Es el ser humano el que llega a leer, a escuchar la palabra de Dios en la naturaleza y en sí mismo. Porque el Verbo divino, la luz original, forma la sustancia de todo lo que existe. Pero no se ha comprendido todavía lo que significa el tercer versículo del Génesis: “Dios dijo: ¡Hágase la luz!”, ni el primer versículo del Evangelio de san Juan que le hace eco: “Al principio era el Verbo...”8 De esta palabra divina, de este Verbo divino, la palabra humana no es más que una expresión muy lejana y muy debilitada. Y, al emplear los mismos términos para designarlas, se generan muchas confusiones.
Se dice que Dios habló a los Iniciados, a los hierofantes, a los profetas. En realidad, Dios habló y continúa hablando a través de toda la creación y en el corazón del hombre mismo. Es, pues, inexacto decir que habló solamente a uno u otro: sería más justo decir que ciertos seres le oyeron mejor que otros. Y habría que añadir también que lo que oyeron y relataron estaba necesariamente determinado por la situación, los problemas y las mentalidades de su tiempo. Con respecto a los grandes principios, todos dijeron lo mismo, pero, cuando entramos en el detalle, nos damos clara cuenta de que prescripciones que eran sin duda aceptables y hasta quizá necesarias hace algunos siglos, porque respondían a ciertas necesidades y representaban entonces un verdadero progreso, no pueden ser aceptadas hoy.
Todos los Libros sagrados son incompletos o imperfectos, y a menudo ni siquiera sabemos por quién ni en qué condiciones fueron escritos y transmitidos. Y, además, ¡cuántos seres excepcionales, sabios, místicos, poetas, supieron, también ellos, oír y leer la palabra divina! Muchos no escribieron o, si escribieron, se perdieron sus obras. O, si no se perdieron, la tradición no los presenta como Libros sagrados, cuando contienen ellos también revelaciones esenciales sobre el mundo del alma y del espíritu, así como sobre sus habitantes.
Ha llegado el momento en que los creyentes de todas las religiones dejen de enfrentarse blandiendo sus Libros sagrados como únicos depositarios de la palabra de Dios, porque esto es falso; sí, falso y ridículo. La verdadera fe no gana nada con estas querellas. La forma en que las religiones presentaron al Señor fue sin duda buena para una época en la que la gran mayoría de los humanos no estaban muy desarrollados mentalmente. Ahora que su capacidad de comprensión se ha afinado, ¿por qué seguir contándoles que fue Dios mismo quien habló a los profetas y que los textos llamados sagrados sólo contienen verdades eternas?
Que quede, pues, bien claro. Todos los Libros sagrados no son todavía sino migajas, copias incompletas e imperfectas del único Libro verdaderamente escrito por Dios: el universo, con el ser humano creado a imagen del universo. Algunos clamarán contra el sacrilegio, la herejía. Bien, que griten todo lo que quieran. Yo sé que el Cielo me escucha y me aprueba. Sólo los ignorantes pueden estar indignados, porque no saben cómo ha pensado el Creador el universo y el hombre.
Aún habiendo sido inspirados por el Cielo – y es cierto que fueron inspirados por el Cielo – los Libros sagrados no contienen únicamente verdades irrefutables y definitivas. Además, sabemos muy bien que las redacciones con las que los conocemos hoy pasaron por toda clase de peripecias. Por ejemplo, los cinco libros del Pentateuco, atribuidos a Moisés, fueron en realidad fijados en su forma definitiva varios siglos después de él, bajo la autoridad de Esdrás. Incluso para el Antiguo Testamento, los judíos, los católicos, los protestantes y los ortodoxos no aceptan el mismo número de libros. En cuanto a los Evangelios, es evidente que los cuatro cortos opúsculos que se repiten más o menos no pueden representar la totalidad de la enseñanza de Jesús.
¡Habría tantas cosas que decir sobre la redacción y la difusión de los Libros sagrados! Pero yo no soy historiador, y no me interesa entrar en estos detalles. Sé lo que sé, y eso me basta. ¿Y qué es lo que yo sé? Que aunque los Libros sagrados no son ni definitivos ni completos, tal como son, si aprendemos cómo leerlos, nos muestran el camino hacia Dios. Nunca un verdadero Iniciado presentará un Libro sagrado como el libro absoluto, ni siquiera la Biblia, aunque muchos la consideren como el Libro por excelencia, puesto que la palabra “biblia” significa libro. En todos los Libros sagrados hay algo que rectificar, que quitar o que añadir.
Aquél que llega a elevarse hasta la comprensión de las obras de Dios, puede redescubrir la quintaesencia de todos los Libros sagrados, porque las verdades que contienen están inscritas en la vida del universo y en su propia vida. Dios mismo es inaccesible, insondable, más allá de todo entendimiento, pero ha puesto en nosotros y en el universo que ha creado todos los elementos que nos permiten acercarnos a Él y descifrar algunos de sus mensajes. El primero de estos mensajes es la luz, puesto que gracias a la luz se manifestó al principio del mundo, cuando dijo: “¡Hágase la luz!” Así que, si queremos oír a Dios “hablarnos”, debemos buscar la luz, porque a través de la luz Él se dirige a todas las criaturas.9
1 La vía del silencio, Colección Izvor n° 229, cap. XIII: “Las revelaciones del cielo estrellado”.
2 “Y me mostró un río de agua de vida”, Parte VIII, cap. 3: “La ascensión de las montañas espirituales”.
3 La verdad, fruto de la sabiduría y del amor, Col. Izvor n° 234, cap. VII: “El rayo azul de la verdad”.
4 Centros y cuerpos sutiles, Col. Izvor n° 219.
5 Vida y trabajo en la Escuela divina, Obras completas, t. 30, cap. III: “El trabajo en la Escuela divina”, parte V.
6 “Sois dioses”, Parte II, cap. 2: “Nadie puede servir a dos amos”.
7 “Y me mostró un río de agua de la vida”, Parte VI, cap. I: “La pantalla de la conciencia”.
8 “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”, Parte II: “En la tierra como en el cielo”, 1 y 2.
9 La luz, espíritu vivo, Col. Izvor n° 212, cap. V: “El trabajo con la luz”.