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EL EXTRAÑO O (CASO) DE OSAMU DAZAI

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Prólogo de Ednodio Quintero

1. Tras los pasos de Hiro Ukeda.

A finales de octubre de 2006, recién llegado a Tokio, fui con mi amigo Ryukichi Terao hasta el tradicional barrio suburbano de Kichijôji. Allí, en un elegante café, conocí a Hiroyuki Ukeda, compañero de estudios de Ryukichi en Guadalajara. Hiro, especialista en Economía informal de los países en desarrollo, es hasta donde yo sé el único japonés que ha intentado convertirse en indio mexicano, para más señas: huichol. En algún momento de la animada conversación que sosteníamos nombré a Osamu Dazai, un escritor que siempre me había llamado la atención, debo reconocer que en parte a causa de su existencia extravagante que le había valido el sobrenombre de enfant terrible. Hiro saltó emocionado: ¡Dazai! ¡Dazai!, pues se trataba de su escritor predilecto. Yo había leído las dos únicas novelas de Dazai, El ocaso (Shayo) e Indigno de ser humano (Ningen Shikkaku), en la excelente traducción al español de Montse Watkins, y conocía el entusiasta y esclarecedor ensayo “El arte de Dazai Osamu” que le dedicara Donald Keene, de lejos el más destacado especialista en Literatura japonesa de Occidente y traductor de Dazai al inglés.

Enseguida nos levantamos, atravesamos el bonito parque de Inokashira y siguiendo los pasos de Hiro nos dirigimos casi en volandas hasta el lugar donde Dazai, ¡Dazai! ¡Dazai!, se había lanzado a un canal crecido del río Tama, atado a su amante, una viuda de guerra, un día brumoso y lluvioso de mediados de junio de 1948. Los cadáveres de ambos amantes, que habían cumplido un pacto de doble suicidio (en japonés conocido como shinju), muy frecuente en el Japón desde el siglo XVII, fueron encontrados seis días después, el 19 de junio, justo el día en que Dazai hubiera cumplido treinta y nueve años. Yo conocía la anécdota e incluso había fantaseado con la imagen de Osamu Dazai y su amante lanzándose a un río de aguas turbulentas desde un majestuoso puente como el que cruza el lago de Maracaibo. Y no pude disimular mi decepción ante aquel canal tan parecido a una acequia atravesado por un puentecito de Lilliput. Luego me informaría mejor y sabría que sesenta años atrás el canal del Tama poseía un caudal mucho mayor y que para la fecha del salto mortal de Dazai, en el mes que arrecian los monzones, rugía como un enfurecido dragón.

Como ocurre en algunas películas, o sin ir muy lejos en los avatares de la cotidianidad, siempre sucede lo inesperado. Así que después de visitar el sitio donde Dazai escenificara su acrobática zambullida emprendimos una larga marcha a pie que al cabo de una hora nos llevó hasta el lugar en el cual reposaban sus cenizas, que se encontraba por una de esas casualidades del destino, la segunda casualidad en un mismo día, ¡qué casualidad!, en un templo cercano, el Zenrin-ji, en el barrio de Mitaka. En Japón, los cementerios suelen estar al lado de algún templo budista y en ellos se guardan las cenizas y algunos huesos del difunto, pues la incineración, por tradición, no es total, y otro hueso o restos de las cenizas se reservan para el altar familiar. Ahí en el Zenrin-ji me aguardaba una nueva sorpresa. A escasos diez o doce metros de la tumba de Dazai estaba la tumba de otro gran escritor, un clásico de la Literatura Japonesa del siglo XX: Mori Ogai (1862-1922). Me extrañó que de los narradores japoneses que formaban mi top ten, dos reposaran en el mismo lugar, una posibilidad que la estadística habría negado y que seguramente J. L. Borges hubiera explicado con el axioma de un sabio de la China milenaria, inventado por él. La razón era más sencilla: Dazai, en su carta de despedida, había pedido que lo sepultaran lo más cerca posible de su admirado maestro Mori Ogai, a quien idolatraba con fervor.

El 19 de junio, fecha del aniversario de Osamu Dazai, llamada por sus fans Outo (Cereza) en honor a un cuento homónimo suyo, se congregan en el Zenrin-ji, alrededor de su tumba jóvenes venidos desde todos los lugares del Japón que cantan, fuman, beben y le ofrendan flores y algún canuto celebrando al grande e incomprendido escritor. Ese mismo día del año de gracia de 2007 intenté sumarme como un entrometido gaijin (que así llaman a los forasteros en Japón) a la fiesta en honor a Dazai. Por tratarse de un día entre semana Ryukichi y Hiro no pudieron acompañarme debido a sus obligaciones laborales, así que mapa en mano me lancé hasta el barrio de Mitaka, y como siempre sucede lo inesperado, a pesar de mis loables intenciones y mis habilidades de Teseo para orientarme en los más intrincados laberintos, no pude dar con el bendito templo de Zenrin-ji. En realidad llegué a uno que se le parecía, pero ni siquiera logré encontrar la puerta de entrada. Pienso que aquella tarde Osamu Dazai me jugó una mala pasada, con su humor negro propició mi extravío, yo no merecía participar en la celebración de su cumpleaños pues había venido a Tokio a dedicar un año entero al estudio de la obra de Junichiro Tanizaki, un autor muy diferente a él, ubicado en las antípodas de su visión de la vida y la literatura.

2. L’enfant terrible

Si alguien merece el calificativo de enfant terrible de las letras japonesas, ese es Osamu Dazai. Su vida, tal como la recuerdan los que lo conocieron o como él mismo la relata en sus escritos autobiográficos, estuvo signada por la vergüenza, la perplejidad, el tormento y la ansiedad. Siempre anduvo a contracorriente de las normas preestablecidas en el contrato social, lo que en una sociedad tan rígida y conservadora como la japonesa, regida por las ideas de Confucio, lo llevaron a convertirse en un marginado, en un auténtico paria, a pesar de su origen aristocrático. Fue Dazai una persona hipersensible, un mitómano al que afectaban en alto grado las opiniones de los demás. Parecía un personaje extraído de la novela de Joris Karl Huysmans, À rebours, y tenía algo de dandy decadente, un poco degenerado, al estilo de un joven Rimbaud o de un diletante Baudelaire. Padeció el drama de los genios prematuros, que no logran ser reconocidos por sus pares ni por sus contemporáneos, un fenómeno que no es exclusivo del arte, pues forma parte de la conducta sediciosa de los humanos.

Ozamu Dazai nace como Shûji Tsushima en Kanagi, al norte de Japón, en 1909, dentro de una aristocrática familia de terratenientes. Su padre fue además un político destacado, miembro del Parlamento. Por ser el penúltimo de una larga prole de once, la educación de Dazai fue descuidada y el contacto con sus padres lejano, creciendo con bastante libertad bajo la influencia a veces perniciosa de los numerosos criados que cumplían sus labores en el caserón familiar. De naturaleza tímida y retraída, se refugia en la lectura y en una especie de atributo histriónico que descubre en su interior, mediante el cual, actuando como un payaso, hace reír a mandíbula batiente a los demás. Pero en el fondo sus payasadas, como él mismo las califica, no son más que el escudo donde se oculta un espíritu atormentado y afligido que no encuentra su lugar en este mundo.

A pesar de su formación un tanto descuidada logra ingresar a la prestigiosa Universidad Imperial de Tokio, donde cursa estudios de Literatura Francesa durante cuatro años sin lograr obtener el título. Hay quienes afirman que no se presentó un solo día a clases. Desde muy joven lleva una vida desenfrenada. Se aficiona al alcohol y frecuenta los lugares de peor reputación en un intento, según él, de codearse con la gente del común, pues siempre sintió una especie de complejo de culpa por el hecho de haber nacido en el seno de una familia aristocrática. Por aquella época, finales de la década del veinte, las ideas marxistas estaban de moda, y Dazai llegó a participar en el recién creado Partido Comunista, aunque más tarde se burlaría de esa experiencia como si se hubiera tratado de una payasada más.

El proceso de deterioro de Dazai se acelera convirtiéndose en un intento claro de autodestrucción. Es significativo que al inicio de su segunda y última novela, Indigno de ser humano (Ningen shikkaku, 1948), de indudable naturaleza autobiográfica y publicada unos pocos meses antes de su muerte, nos recibiera con esta frase, que destila el nihilismo más desesperanzador: “Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano”. Más allá de los conflictos familiares, en especial de la pésima relación que sostuvo con su recio e inflexible padre, que lo desheredó al enterarse del escandaloso affaire de su hijo con una geisha de bajo rango, la naturaleza de la conducta iconoclasta de nuestro autor es a mi entender de carácter metafísico. Dazai siempre se planteaba, como más tarde lo expondría brillantemente el filósofo Emil Cioran, un asunto fundamental: el inconveniente de haber nacido.

El suicidio está presente como un tema recurrente en sus escritos y en su propia existencia desdichada. Es posible que la muerte voluntaria de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), que causó un impacto fulminante en el joven Dazai, de apenas dieciocho años, que lo veneraba como a un dios redivivo, haya producido en su mente un deseo inconsciente de imitación. Amén de su enfermiza vocación suicida, Dazai comparte con el genial Akutagawa la predilección por las formas breves, ya que apenas escribió un par de novelas de mediana extensión y cerca de doscientos relatos. Al igual que su modelo, en sus narraciones predomina cierto regusto por los temas oscuros, aquellos que revelan las miserias y vilezas de los humanos, y en lo que respecta a los escritos autobiográficos, que constituyen la inmensa mayoría, un tono opaco, objetivo y frío, distante, desconsolador. No creo estar haciendo un descubrimiento espectacular al sugerir una lectura en paralelo de Indigno de ser humano de Dazai y Los engranajes (1927) de Akutagawa, ambas obras escritas con la intensidad y la furia de dos seres que poseen la conciencia y la lucidez que les permite reconocer que están en el corredor de la muerte.

Antes de su apoteosis final en el recrecido canal del río Tama, Dazai había sumado tres o cuatro intentos de suicidio. El primero, siendo muy joven, en compañía de una chica a la que apenas conocía pero tan desesperada como él. Se arrojaron al mar embravecido por los lados de Kamakura, la infeliz chica murió y a Dazai lo rescataron unos pescadores. Más tarde, en diversas ocasiones, confesaría que había olvidado el nombre de la suicida –los biógrafos de Dazai averiguaron que se trataba de una joven humilde llamada Shimeko Tanabe. Poco después contrajo matrimonio con Hatsuyo Oyama, la geisha con la que había sostenido una furtiva relación que dio motivo a que el padre de Dazai lo hubiera desheredado. En esta nueva etapa de su vida tampoco obtuvo ningún tipo de sosiego, pues su situación financiera era cada vez más apurada, sólo contando de vez en cuando con la ayuda de uno de sus hermanos. Continuaba bebiendo como un poseso e incluso recurrió al uso de drogas fuertes, se resentía su salud y en una oportunidad tuvo que ser internado de gravedad en un hospital. Mientras sufría como un endemoniado, en particular por el síndrome de abstinencia, su esposa lo traicionó con su mejor amigo. Al salir del hospital y enterarse del adulterio, Dazai le propuso a su mujer que se suicidaran juntos, ésta aceptó, pero la dosis de somníferos que tomaron no fue suficiente, y así el asunto acabó en una intoxicación y en sana separación.

En 1940 Osamu Dazai se casa con Michiko Ishihara, una maestra de secundaria que le había presentado su amigo el escritor Masuji Ibuse. Muy pronto la pareja abandona Tokio huyendo de los estragos de la guerra y se instalan en la tranquila y pacífica ciudad de Mitaki. Durante aquellos años, que se prolongan hasta comienzos de 1945, Dazai logra escribir algunas de sus mejores obras como ¡Corre, Melos! (Hashire Merosu, 1940), uno de los varios relatos inspirados (o ambientados) en la literatura occidental. Y lo que es sin duda más importante, Dazai encuentra por primera vez en su convulsionada existencia el ambiente necesario para disfrutar de la vida familiar. Pero aquel breve idilio no estaba destinado a durar.

Poco antes del final de la guerra en 1945, Dazai regresa a Tokio y comienza una fulgurante carrera como escritor pues se le considera como uno de los mejores representantes de la nueva literatura, la que dará cuenta de las violentas transformaciones que se están produciendo en la sociedad japonesa como consecuencia de la derrota en la conflagración bélica. Una de las primeras obras que publica ese mismo año es Otogizôshi (cuyo título ha sido traducido de diferentes maneras al español: Cuentos de cabecera o Cuentos de hadas), conformado por varios relatos de la tradición folclórica de Japón adaptados por Dazai para ser leídos a su hija pequeña en el refugio antiaéreo donde se resguardaban durante los terribles bombardeos que arrasaban la ciudad de Tokio.

La creciente fama de Dazai no impide, sin embargo, el desorden de su vida afectiva, su propensión a la polémica y la vuelta a sus costumbres de bohemio, lo que va acelerando su deterioro físico y mental. Desde los comienzos de su carrera de escritor su relación con sus colegas escritores fue en la mayoría de los casos pésima. Es conocido el caso de su participación en las dos primeras ediciones del Premio Akutagawa, creado en 1935 como homenaje al grandísimo escritor, maestro de las formas breves, venerado por Dazai. Este premio pretendía estimular la obra de los narradores noveles, y Dazai, que tenía un alto concepto de sí mismo no vaciló en enviar uno de sus relatos al concurso. Al no obtener el premio, que en esa oportunidad se le adjudicó a Tatsuzo Ishikawa, insistió en la siguiente edición, enviando de paso una patética carta a dos de los jurados (Yasunari Kawabata y Haruo Sato) en la cual les suplicaba que le adjudicaran el premio. Por supuesto, los jurados no atendieron la descarada petición del joven autor. Más tarde, ante una crítica de Kawabata a un relato de Dazai, publicada en la revista Bungeishunju: “… en la vida personal del autor sobrevuela una nube desagradable, un odio que evita que su talento logre aflorar”, éste le responde con una larga, confusa y disparatada misiva en la cual ironiza respecto a la existencia sosegada de Kawabata: “Criar un pajarillo y contemplar la danza, ¿es eso llevar una buena vida?”. Curiosamente, los reproches a la obra de Osamu Dazai se extendieron hasta mucho después de su trágica muerte. Yukio Mishima en Las vacaciones de un novelista (1955), una especie de diario de aquel año, dedica una dura diatriba contra Dazai, de la cual citamos esta graciosa frase: “Un novelista que intenta suicidarse con su amante debería tener una apariencia un poco más seria”. No obstante, estas y muchas otras críticas, algunas relacionadas más bien con la compleja personalidad de nuestro autor, su obra ha perdurado en el tiempo y se sigue leyendo con interés y emoción hasta nuestros días.

3. El novelista

Más allá de su fama de maldito, el lugar que ocupa Dazai en el reducido y exclusivo panteón de los narradores clásicos de Japón en el convulsionado siglo XX lo tiene muy bien ganado. Si redujéramos esta somera lectura a sus dos únicas novelas: El ocaso (Shayo, 1947) e Indigno de ser humano (Ningen Shikkaku, 1948), debemos admitir que ambas merecen el calificativo de obras maestras. Veamos por qué.

El ocaso:

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial con la derrota de Japón, una familia de clase alta de Tokio se ve en la necesidad de vender su lujosa residencia para trasladarse al campo, donde vivirán en una modesta casa de estilo chino. Kazuko, la protagonista-narradora, una mujer moderna, activa y avispada, de veintinueve años, divorciada, y su madre viuda, arrasada por la tristeza, aguardan en aquel lugar ciertamente idílico la llegada de Naoji, el hijo, perdido en las islas del sur de Japón durante el conflicto bélico. Cuando al fin el hijo aparece, débil y destruido por el alcohol y las drogas, Kazuko comenta: “Después llegó Naoji, del sur del Pacífico, y comenzó nuestro infierno”.

Dicen que para muestra basta un botón. Dazai se vale de este drama, representado en la decadencia y destrucción de una familia, para ilustrar no sólo el ocaso de una clase social venida a menos por los avatares de la guerra, sino también la crisis que sacudía los estamentos de la sociedad japonesa en general. Los recursos que utiliza el autor para sostener su narración, dotándola de una formidable carga simbólica y conceptual, son de una sorprendente modernidad, heredada de los modelos occidentales que Dazai conocía a la perfección. Sin embargo, los temas y motivos son del todo japoneses, ya que nos ofrecen como en una nítida radiografía los conflictos derivados de unas normas y modales rígidos, los moldes mentales de una sociedad que se niega a cambiar. Y, por supuesto, están presentes las referencias a las supersticiones y creencias populares derivadas de una antiquísima tradición, encarnadas en este caso en la figura de la serpiente que se convierte en un leimotiv.

El lenguaje de Dazai en El ocaso es preciso, a ratos precioso, sostenido por un aliento poético que a menudo lo hace vibrar, más cerca del frenesí de un Dostoviesky que del entusiasmo de un reposado y germanizado Mori Ogai. Al final, en un giro dramático admirable, cada quien encuentra el destino que se merece: la madre, consumida por la melancolía y la tristeza, muere después de una lenta y serena agonía; el hijo acaba suicidándose; y Kazuko, la mujer decidida y tenaz, logra su sueño más preciado: tener un hijo, no importa que el padre, un artista decadente de quien creía estar enamorada, apenas estuviera con ella una sola noche. Un final ciertamente esperanzador, lo que quizá demuestre que en el fondo del espíritu rebelde y nihilista de Osamu Dazai había lugar para los sentimientos positivos, como la piedad.

Indigno de ser humano

Al terminar de leer esta breve, densa y extraordinaria novela me quedó la impresión, digamos que cinematográfica, de haber contemplado la imagen en blanco y negro de un Lautréamont de mirada triste y ojos rasgados, vagando por los suburbios de una decadente ciudad de Tokio.

Escrita en primera persona, y valiéndose de unos recursos narrativos más bien tenues, como si pretendiera ocultarse, sólo para salvar las apariencias, detrás de un antifaz transparente, Dazai nos ofrece un autorretrato crudo y revelador. Y como se suele decir, no deja títere con cabeza, incluyendo la suya, por supuesto, y arremete contra la institución familiar. Ya lo había reiterado de forma irónica en un relato de ese mismo año, “La felicidad de la familia” (“Katei no kofuko”): “La felicidad de la familia es la raíz de todo mal”. Muy temprano descubre la hipocresía, la doble moral y la mezquindad de los seres humanos. Los criados de la casa paterna son sus guías en el lado oculto de la existencia, iniciándolo en la sexualidad cuando apenas era un niño. Luego en Tokio, mientras intenta ganarse la vida como dibujante de comics, se sumerge en un laberinto de juergas, alcohol, morfina, relaciones con mujeres de cualquier tipo y condición, a las que explota descaradamente sin importarle para nada verse convertido en un mantenido. ¿El retrato del artista adolescente? No, pues ni siquiera recurre al expediente del arte para justificar la autodestrucción. Él mismo se define como cínico, desconfía de sus amigos, se burla de “El lenguado”, un abogado de caricatura que representa el único vínculo con su familia, se endeuda constantemente, seduce a una farmaceuta lisiada para obtener la morfina que le produce cierto alivio…

4. El cuentista

En mi primer viaje a Japón tuve la suerte de hacer muy buenas amistades. A mi regreso en el otoño nuclear de 2011 retomé y profundicé algunas. Como consecuencia de un monográfico sobre Literatura japonesa que preparé para la revista Coroto de la Universidad del Paso en USA, recurrí a la ayuda de mi amigo Isami Romero Hoshino, en su condición de bilingüe español-japonés, quien tradujo para ese número un cuento de Osamu Dazai. A partir de entonces hemos formado un equipo que tiene a Dazai entre sus prioridades, pues Isami Romero Hoshino, al igual que Hiroyuki Ukeda, es además de admirador un gran conocedor y estudioso de la obra de nuestro autor. Recuerdo que en una de nuestras sesiones de trabajo, allá en el mítico café Segafredo de Shibuya, Isami desplegó delante de mí un legajo de unas treinta páginas con el índice crítico de todos y cada uno de los casi doscientos cuentos de Osamu Dazai, y en base a ese importante documento confeccionado con la dedicación clásica de un chilango-nipón hemos venido elaborando algunos proyectos de traducción, el primero de los cuales se concreta, gracias al apoyo entusiasta de la editorial Candaya, en esta antología que hemos llamado La felicidad de la familia, un título irónico como se verá, que corresponde a un cuento homónimo.

Siempre he pensado que un prólogo debería servir de aliciente para la lectura, y pienso además que la mayoría de las veces resulta prescindible. En tal sentido, el lector posee la potestad de saltárselo, o como es mi costumbre dejarlo para el final, y así nos ahorramos la posibilidad de que nos agüen la fiesta con una serie de irritantes spoilers. Sin ánimo de privar al lector del placer de descubrir por sí mismo los atributos de este grupo de relatos, intentaré a partir de las líneas que siguen exponer mi particular visión de los cuentos de Osamu Dazai seleccionados para esta primera antología, relacionándolos en lo posible con la desaforada vida del autor, esperando que mi lectura contribuya a un mejor conocimiento de la literatura japonesa entre los hispano hablantes. Procederé entonces siguiendo el orden del índice.

"La felicidad de la familia” (“Katei no Kôfuko”).

Escrito en 1948, el mismo año de la prematura desaparición del autor, con evidentes elementos autobiográficos centrados en temas cotidianos como la adquisición de una radio y las frecuentes borracheras del cabeza de familia, este relato, ubicado en los inicios de la postguerra, es en esencia una crítica melancólica y un tanto grotesca a la burocracia. La crítica, como sucede a lo largo de la obra de Dazai, no excluye la autocrítica, por momentos amarga y dolorosa. Tal vez como una premonición del destino que aguarda al narrador, la pobre mujer que aparece en la última página del relato solicitando con urgencia un documento de identidad, que por una traba netamente arbitraria y burocrática le es negado, acaba suicidándose al arrojarse en el canal del río Tama. Como ya lo advertimos, el título del cuento resulta de lo más irónico pues concluye con esta frase lapidaria: “De acuerdo con todo lo anterior, la felicidad de la familia es el origen de todo mal”.

“Promesa cumplida” (“Mangan”) .

En su brevedad, estamos frente a un relato magistral que deja ver el profundo conocimiento de los sentimientos humanos por parte del autor. La mujer de un doctor, amigo del narrador (Dazai), descrita por el marido como la personificación de la maldad, revela un oculto aspecto de su personalidad: la compasión.

“Hablemos de mujeres” (“Mesu ni tsuite”) .

Elaborado de forma muy dinámica en torno a un fluido y extenso diálogo sostenido entre el protagonista, un alter ego de Dazai, y un amigo suyo, este relato con ciertos tintes misóginos –que en el contexto de la vida y obra de nuestro autor se pueden englobar dentro de su proverbial misantropía– da cuenta de un episodio de doble suicidio en el cual la mujer muere y el hombre sobrevive. Aunque en el relato los hechos suceden en un hotel, es evidente el paralelismo con la propia experiencia del autor en su frustrado intento de suicidio en 1929 (el relato está fechado en 1936), y es aquí donde confiesa por primera vez que olvidó el nombre de su compañera muerta.

“El profesor Ôson y la ceremonia del té” (“Fushin’nan”).

Entre las diversas facetas de la compleja personalidad de Os amu Dazai nos encontramos con una especie de histrionismo cercano a lo caricaturesco, como lo señalamos más arriba cuando nos referimos al personaje que aparece en Indigno de ser humano conocido como “El lenguado”. El profesor Ôson es protagonista de un trío de relatos, y en éste que ofrecemos a los lectores su autor se vale de la estrafalaria naturaleza del profesor para desmitificar uno de los ritos más rancios, exquisitos y tradicionales de la cultura japonesa como lo es la ceremonia del té. Valiéndose de los recursos de la sátira, Dazai inventa unos personajes de un realismo cercano al cómic, como el dúo de estudiantes pusilánimes que acompañan al protagonista-narrador a la grotesca demostración de la ceremonia del té puesta en escena por el profesor Ôson. Mientras se desarrollaba la vulgar pantomima pensé en La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole, por aquella original idea de Borges de que un autor crea a sus precursores.

“La estudiante” (“Joseito”).

En este relato, el más extenso de la selección, Dazai muestra sus consumadas dotes de narrador. Mediante el monólogo o soliloquio de una estudiante, el autor logra incursionar en la psiquis de lo femenino con frescura y sentido crítico, interpretando cabalmente las preocupaciones de una adolescente japonesa de la época (1939). La protagonista –a quien podríamos sin demasiado esfuerzo ubicar como un alter ego de nuestro autor, un Dazai con falda, mas no con kimono, pues el conflicto entre lo tradicional y lo moderno (es decir lo occidental) está patente en la narración– se muestra como una chica “moderna” ocupada de asuntos mundanos como la moda o el corte de cabello, pero al mismo tiempo reflexiona acerca de los avatares de su entorno familiar, su madre viuda, su hermana ausente y casada, el añorado padre muerto, un amigo ciego, al tiempo que se observa a sí misma, su joven cuerpo en la plenitud de su crecimiento, sus sueños, anhelos y pensamientos: “El poder del instinto es una fuerza que no podemos modificar con nuestra voluntad.” El relato fluye como un río de imágenes que no cesan de rozar nuestra sensibilidad y en ningún momento la narración decae ni se hace tediosa, de tal manera que la lectura resulta por demás grata, devoramos aquellos episodios de lo cotidiano de un solo tirón.

Me llamó la atención la alusión directa a la novela de Joseph Kessel, Belle de jour, convertida treinta años después por Luis Buñuel en el extraordinario y sensual film del mismo nombre. Pienso que al incluir la novela de Kessel como una de las lecturas de la perspicaz y curiosa colegiala, Dazai nos está haciendo algo más que un guiño acerca de su decidida vocación por la modernidad.

"La mujer de Villon” (“Viyon no tsuma”).

Al igual que en el relato anterior, Dazai otorga la voz a un personaje femenino, en este caso una desdichada joven, “ama de casa”, madre de un bebé un tanto idiota, que malvive con un individuo de la peor calaña. El ambiente de marginalidad y desamparo que se describe desde las primeras líneas se corresponde casi como un calco a la propia existencia del autor, disfrazando de alguna manera el estilo adoptado por Dazai para sus narraciones, el así llamado Watakushi Shôsetsu o Literatura del yo. Escrito en 1947, un año antes de su muerte, por la época del mayor deterioro de su voluntad de vivir y curiosamente cuando su escritura alcanza un punto cercano a la perfección, este relato es representativo del mejor Dazai. El estilo de la narración es claro y directo, las descripciones son precisas y nos producen la sensación de estar viendo un film impresionista en blanco y negro, con el agregado de una serie de diálogos magistrales.

“Villon” alude, claro está, al poeta francés del siglo XV, “pariente” espiritual de Dazai. La mujer del relato ante la precariedad de su existencia decide emplearse en un bar restaurante de mala muerte donde encuentra cierto equilibrio emocional: “En un mundo como aquel donde una dama refinada tenía que recurrir a ese tipo de tretas para sobrevivir, no era posible que nosotros pudiéramos permanecer sin algún lado oscuro”. Al final, el amante, un auténtico retrato de Dazai, le pregunta a su mujer: “Fíjate, Sacchan, aquí han escrito que soy un bruto, un animal indigno de ser humano”. Y ésta le responde, cerrando el relato con una propuesta digna del existencialismo: “Puedes ser un bruto o un animal. Eso no tiene ninguna importancia. De momento nos basta con estar vivos”. Reforzando nuestras ideas acerca del carácter autobiográfico de la escritura de Osamu Dazai, encontramos en la frase anterior (“…indigno de ser humano)” el anuncio del título de su novela postrera.

“El profesor Ôson y la salamandra” (“Ôson Sensei Genkoroku”).

En este segundo episodio de las bizarras aventuras del ridículo profesor, éste se obsesiona por una salamandra que contempla en un acuario y a partir de ese momento crucial da inicio a una serie de exhaustivas investigaciones basadas en los principios de la ciencia, que lo llevan a límites asombrosos y que revelan su falsa erudición. Visto como una especie de comedia ligera, el relato constituye una burla de los métodos científicos así como un divertido cuestionamiento de las tradiciones más arraigadas del folclore de su país. En general, el trío de cuentos dedicados al profesor Ôson, escritos durante la guerra, conformado por el par que incluimos en esta antología y por el inédito “Tormenta de flores” (“Hana fubuki), se pueden leer como divertimentos, suerte de antídotos a las angustias y penalidades de aquellos tiempos.

“Toka-ton-ton”.

Como sobreviviente de la guerra, aun cuando no desempeñó ninguna actividad de relevancia, Dazai conocía numerosas anécdotas acerca de los padecimientos post traumáticos de los soldados que regresaban de los frentes de batalla. En este caso se trata de un soldado que sufre en ciertas circunstancias de ilusiones auditivas que se traducen en un leve martilleo dentro de su cerebro. Curiosamente estas dolencias comenzaron el día de la rendición de Japón y por algún extraño efecto colateral las mismas apartaron al soldado del militarismo y de cualquier idea nacionalista, lo convirtieron en un ser reducido a lo meramente existencial, sin grandes ideales, que a pesar de su pereza y apatía busca un lugar en el mundo. Dazai utiliza en este relato el recurso epistolar, y al igual que en la mayoría de sus últimos textos expresa su visión desencantada de la existencia.

5. El nacimiento de un mito

Tal vez sin proponérselo, Osamu Dazai en Indigno de ser humano nos ofreció un magistral retrato del perdedor, una figura arquetípica que por razones que desconozco ha fascinado desde hace siglos a los japoneses. Quizá eso explique que más allá de los méritos estrictamente literarios de esta novela, celebrada por el eminente japonólogo Donald Keene, su traductor al inglés, se siga leyendo como un objeto de culto, en particular entre los jóvenes marginados de una sociedad super urbanizada y ultra sofisticada, que dentro de sus dudas y contradicciones se muestra reacia a los cambios estructurales que reclama la modernidad. Esta genial y ácida novela ha sido traducida a los principales idiomas, y en Japón hace ya bastante tiempo que sobrepasó la cifra de los diez millones de ejemplares vendidos, sólo superada por Kokoro, la novela clásica de Natsume Soseki.

Desde los años sesenta, el incipiente reconocimiento a Osamu Dazai entre los jóvenes se ha convertido en un auténtico culto, representando Dazai no la figura de un santón laico sino la de un ídolo del rock como Jim Morrison. La popularidad de Dazai lo ha llevado a entronizarse entre los nuevos medios como el manga y el animé, inspirando entre otras la serie Bungo Stray Dogs en la que el protagonista es un apasionado del suicidio. Varios de sus cuentos así como su novela bandera Indigno de ser humano han sido adaptados al cine y también a versiones de manga, un género típicamente japonés en extremo popular. Y como ya lo contamos al comienzo, el 19 de junio, fecha del aniversario de Osamu Dazai, su tumba en el Zenrin-ji es visitada por centenares de sus seguidores. Es posible que Dazai sonría desde el lugar donde se encuentre y que acepte aquel multitudinario homenaje con cierta alegría. Es posible que en mi próximo viaje a Tokio, la ciudad de mis amores, me acerque de nuevo al cementerio del Zenrin-ji y le lleve a Dazai como ofrenda esta traducción de sus cuentos en la que Isami Romero Hoshino y este gaijin hemos puesto todas las ganas y mucho corazón. ¿Sonreirá el adusto y mordaz escritor amado por las mujeres e incomprendido por sus pares? Quizá el tigre no era tan fiero como lo pintaban, pues en su célebre novela la última palabra se le concede a una posadera que mantuvo durante bastante tiempo a un ocioso Yochan, el alter ego de Dazai, y dice así: “El Yochan que conocí era muy dulce e ingenioso (…) era como un ángel, un muchacho excelente”. Amén.

Mérida, 2 de julio de 2016.

La felicidad de la familia

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