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La felicidad de la familia
ОглавлениеDecir que “los burócratas tienen la culpa” era lo mismo que escribir la frase: “puro, claro y alegre”. Eran unas palabras tan tontas y anticuadas que me hacían sentir como un perfecto idiota. No comprendía cuál era la esencia de esos especímenes que llamamos “burócratas”. No sabía, realmente, lo nocivos que podían ser, no podía captar a ciencia cierta sus matices. Las palabras estaban tan fuera de lugar que ni siquiera despertaban mi interés; indiferencia era lo más parecido a lo que sentía. Las quejas eran simples: los funcionarios son unos tipos arrogantes. En principio pensé que se trataba sólo de eso. Sin embargo, la gente común, esos que llamamos pueblo, suelen ser también tramposos, sucios e insaciables. Traidores, ociosos y oportunistas. Todo lo contrario a los burócratas, que se esfuerzan desde la infancia por estudiar para lograr escapar de los miserables destinos que les aguardan en sus lugares de origen. Memorizan como locos los seis códigos legales, son recatados y ahorrativos, y no les importa que los traten de tacaños. Veneran a sus antepasados muertos, limpian sus tumbas los días de los difuntos. Colocan sus diplomas universitarios, enmarcados con bordes dorados, en los aposentos de sus madres. Son generosos con sus progenitores, y a sus hermanos los tratan con cierta lejana solemnidad. Desconfían de sus amigos más íntimos. Aun cuando trabajen en alguna oficina gubernamental, no dan muestras de odio ni de amor hacia sus compañeros, no sonríen, y se rompen el lomo trabajando como desesperados. Son justos y rectos hasta la muerte. Representan el arquetipo perfecto del buen ciudadano, son magnánimos y espléndidos, no importa que de vez en cuando muestren su odiosa altanería… Comencé a sentir un poco de lástima por los pobres burócratas de este mundo.
Hace un tiempo, cuando me encontraba enfermo, al parecer sin remedio, y me pasaba casi todo el día acostado, decidí prestar atención a ese aparato que llaman radio. Hacía más de diez años que no teníamos un artefacto como ese en nuestra casa. Son aparatos estúpidamente fanfarrones, no tienen ninguna gracia ni muestran ingenio alguno, no inspiran ningún sentimiento de valor, son imprudentes y desvergonzados. Siempre había pensado que no eran más que unos objetos ruidosos de los cuales emanaba un molesto sonido: ga-ga. Durante los ataques aéreos abría la ventana y estiraba el cuello para escuchar la radio de la casa vecina, y de esa manera me enteraba de la presencia de aviones enemigos y de qué había sucedido con ellos. Me informaba de cosas como éstas y le decía a mi familia: “No hay problema”. Así lograba satisfacer nuestra necesidad de estar informados.
A decir verdad, ese aparato llamado radio era bastante caro. Si hubiera aparecido por ahí una persona generosa que nos lo hubiera regalado, seguro que lo habríamos aceptado, pero sin contar el sake, el tabaco y otras golosinas, para un tipo tacaño y ahorrativo en extremo como yo, adquirir una radio representaba un gasto excesivo. A pesar de lo que acabo de decir, el otoño pasado, después de tres días bebiendo fuera de casa, como solía suceder casi siempre, me entró de pronto un profundo temor de que hubiese sucedido algo malo en mi hogar durante mi ausencia y, ansioso y preocupado, regresé de prisa. Con el corazón en la boca, después de haber suspirado profundamente, abrí la puerta de mi casa y entré como si nada.
–¡Ya llegué, aquí estoy!
Quería anunciar de una forma diáfana y alegre mi llegada, pero como solía suceder mi voz resonó ronca y carrasposa.
–Mira, mi padre ha vuelto –dijo mi primogénita de siete años– ¿Dónde se habría metido?
También salió su madre con el niño pequeño en brazos.
Ante la pregunta de mi hija no se me ocurrió al instante una respuesta precisa.
–Anduve por ahí, de un lado a otro –dije–. ¿Ya habéis cenado todos?
Buscaba cómo escapar de las preguntas. Me despojé de mi gabán y cuando me dirigía hacia mi habitación oí el ruido de una radio. El aparato estaba colocado sobre la mesa que servía como escritorio.
–¿Has comprado esta cosa? –A causa de mis continuas escapadas me encontraba en una situación vulnerable, así que no me convenía mostrarme enojado.
–Esa radio es de Masako –respondió mi mujer.
–Es mía –confirmó mi hija, con semblante de triunfadora–. Fui con mi madre a Kichijoji y la compramos.
–Muy bien, muy bien por ti –dijo el padre con dulzura a su hija. Luego se giró y en voz baja le preguntó a la madre:
–¿Salió muy cara, verdad? ¿Cuánto te costó?
–Unos mil yenes –contestó la madre.
–Es cara, sí... ¿De dónde sacaste esa cantidad de dinero?
El padre gastaba su dinero en sake, cigarrillos y exquisiteces que consumía en los sitios donde bebía, pero su hogar era pobre: escaseaba la comida y en invierno se morían de frío. La madre llevaba en su cartera como mucho tres o cuatro billetes de cien yenes. Ésa era la apurada situación en que se encontraban, en otras palabras: vivían en la miseria.
–Ni siquiera hay dinero para que el jefe de la casa se tome unas copitas por la noche, y esa radio… es mucho dinero…
La madre se quedó paralizada ante las palabras de su marido. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Sin embargo, sonrió y con calma contó lo que había sucedido: “Mientras el padre estaba ausente, un individuo vino a pagarle los honorarios que le correspondían por el reciente trabajo que había aparecido en una revista. Aprovechando la ocasión, la madre se armó de valor y decidió ir hasta Kichijoji a comprar la radio, pues allí era donde la vendían más barata. La pobre Masako entrará a la escuela el próximo año y necesitaba una radio para iniciar su formación musical. Además ella misma, la madre, se pasaba horas y horas durante la noche aguardando al marido, y la radio le serviría de distracción. Ah, y también la acompañaría cuando remendara la ropa vieja”.
–¿Cenamos?
Así las cosas, en nuestra casa también teníamos una radio. Pero la situación no cambió para nada. Igual que antes, yo seguía con mis juergas, un día sí y otro también. Y en cuanto al bendito aparato, no me había detenido a escuchar su contenido. Incluso cuando trasmitían alguna de mis obras, me olvidaba de escucharla.
Digámoslo en pocas palabras: no abrigaba ninguna expectativa hacia la radio.
Sin embargo, hace unos días, mientras me reponía de un nuevo quebranto, escuché uno de esos programas de radio. Lo escuché desde el principio hasta el fin y me di cuenta de que también aquello era producto de la influencia norteamericana. La situación lúgubre que prevaleció durante la preguerra y la guerra había desaparecido. Era increíble, pero todo se había vuelto alegre y ruidoso: de pronto sonaban las campanas de una iglesia y enseguida se escuchaba el sonido de un koto. Ponían a cada rato discos de música extranjera, clásicos y populares. Se las ingeniaban para que los radioyentes no tuvieran siquiera un minuto de aburrimiento, no existía un mínimo intervalo entre los programas. Así pues, me quedé escuchando el aparato de marras, abstraído, sin pensar en nada, y sin darme cuenta llegó la noche. Ya era tarde y no había podido leer ni una página. A eso de las ocho o nueve de la noche escuché una cosa rara.
Se trataba de un programa novedoso que consistía en la realización de una grabación callejera en la cual funcionarios del gobierno y representantes del pueblo intercambiaban ideas acerca de problemas específicos. Ése era el objetivo de aquella emisión radiofónica.
Las personas se expresaban como si estuvieran molestas y atacaban sin piedad a los burócratas que, mientras soportaban la andanada de insultos, se reían de una manera extraña y un tanto desvergonzada. En realidad, los unos y los otros se enzarzaban en una serie de diálogos inanes e infantiles. (Decían, por ejemplo, que estaban en medio de una muy importante investigación. O bien que para reconstruir Japón hacía falta el esfuerzo mancomunado de pueblo y gobierno. Esa, decían, era la conducta correcta a seguir, ya que ahora vivíamos en un régimen democrático y nos enfrentábamos a una situación extrema y delicada. En consecuencia los distinguidos funcionarios del gobierno exigían de todos la más ferviente colaboración. Y así podían continuar perorando por largo rato). Hubiera dado lo mismo afirmar que aquellos infelices burócratas no habían dicho nada desde el comienzo hasta el fin. La gente del pueblo acabó por enojarse y reaccionó con ataques incisivos contra los funcionarios. Éstos a su vez exageraron sus sonrisas extrañas y malévolas, salpicadas de grotescas carcajadas, y repetían como una asquerosa letanía sus propuestas vacías. Alguien del pueblo, finalmente, se echó a llorar demandando la atención de un funcionario.
Mientras escuchaba aquella algarabía desde mi lecho de enfermo, no pude evitar indignarme. Si yo estuviera en aquel lugar y me pidieran mi opinión, gritaría a viva voz:
–En lo que a mí respecta, no pienso pagar impuestos. Estoy hasta el cuello de deudas. Bebo sake. Y fumo. Esos productos son gravados con impuestos muy altos, y por eso mis deudas no cesan de crecer. Y por si fuera poco, me paso el día de un lado a otro pidiendo dinero prestado, así que no estoy en disposición de pagar impuestos. Además, soy débil y enfermizo, me endeudo para conseguir comida, inyecciones y medicamentos. Y ahora estoy pasando por una muy dura situación en mi trabajo. Sufro por mi empleo, no como ustedes, parásitos, que tienen su sustento asegurado. Sólo pienso en trabajar y creo que me estoy volviendo loco. ¡El sake y el tabaco, así como los manjares que tanto me gustan, son un lujo en el Japón de hoy en día! Y si me dicen que renuncie a ellos, dejará de haber un artista de primera en este país. Eso es lo único que puedo asegurarles, y no crean que con esta cháchara trato de intimidarlos. Desde hace un rato ustedes están hablando de asuntos solemnes, que si el gobierno, que si el Estado, bla, bla, bla, puras tonterías, pues pienso que ese gobierno o ese Estado, que nos está llevando a la ruina, debería desaparecer de una vez por todas. Y nadie va a lamentar su pérdida. Los únicos afectados serán ustedes. Ya que les van a apretar muy duro el cuello. Arrojarán a la basura no sé cuántas decenas de años. Y a sus esposas y a sus hijos no les quedará más remedio que llorar y llorar. No obstante, hace tiempo que hacemos llorar a nuestras esposas e hijos por culpa de nuestros trabajos. Y conste que no lo estamos haciendo con mala intención, pues a causa del trabajo excesivo no nos queda un minuto de tiempo para atenderlos. Pero, ¿qué significa esa actitud? ¿Nos están diciendo que nos las arreglemos, con esas sonrisas estúpidas pintadas en sus rostros? No jodan. ¿Nos quieren poner la soga al cuello? Oigan, son ustedes unos auténticos desgraciados. ¡Dejen de esbozar esas sonrisas malévolas en sus caras lavadas! ¡Lárguense de una maldita vez! ¿No ven el asco que me dan? Yo no soy miembro de ninguna facción política, ni de derecha ni de izquierda, ni del Partido Socialista, ni siquiera del Partido Comunista. ¡Soy un artista! Métanselo en sus cabecitas. Lo que más detesto es que me tomen por tonto de esa manera tan descarada. Desde el inicio ustedes se han hecho a la idea de que no soy más que un idiota. Se llenan la boca diciendo estupideces sin sentido, creyendo que con palabras huecas pueden calmar a la gente. ¿De verdad creen que los pueden convencer? ¡Digan por lo menos una sola palabra que realmente refleje sus sentimientos! Lo que sienten en realidad…
De mi boca seguían saliendo aquellas palabras soeces y exageradas, brotaban como un manantial de lodo sin que hubiera manera de detenerlas. Yo tenía conciencia de que no eran palabras bonitas y sabía que no suelo ser así, pero la rabia acumulada en mi pecho me había hecho explotar y al final sentía que de mis ojos enrojecidos brotaban gruesas lágrimas.
Sin embargo, en mi casa soy un león y fuera de ella un inocente y tímido gatito. Nada sé de temas económicos, y puedo afirmar que no entiendo ni pizca del asunto de los impuestos. Si por casualidad hubiera estado en aquella grabación callejera, seguro que habría actuado con timidez y me habría sometido a la opinión de los funcionarios.
–No me diga. ¿Así es? Disculpe usted.
Probablemente, el resultado hubiera sido una cosa sin emoción. De todas formas, debo decir que no me había agradado nada la estúpida sonrisa que aparecía como esculpida en los rostros de aquellos funcionarios de mierda. Se me antojaba como la prueba fehaciente de que no tenían la más mínima idea de lo que estaban diciendo. O quizá era la prueba de que ocultaban muy bien lo que querían decir. En fin, que estaban diciendo una sarta de disparates. Si esas réplicas de funcionarios idiotas y risueños eran la realidad de la burocracia, algo debía andar muy mal. Nos ven como si fuéramos unos macacos. Se están burlando de nosotros con descaro. Mientras escuchaba la radio, me dio un ataque de furia, me dominó tanto la rabia que por un momento sentí el impulso de prender fuego a las casas de los malditos funcionarios.
–Oye, apaga esa radio.
No podía aguantar más las carcajadas tontas de los funcionarios. Yo no pagaré impuestos. Mientras esos pillos continúen mofándose de nosotros, no pienso hacerlo. No me importa si me llevan preso. No lo haré mientras sigan simulando que actúan a favor de la ley. Estaba como loco, me habían sacado de quicio. La rabia no me daba tregua, y de nuevo se me saltaron las lágrimas.
A pesar de mi indignada reacción, quiero que sepan que no tengo ningún interés en la política. No me quiero hacer el tonto. No va con mi forma de ser. Simplemente, me parece un fastidio. Mi visión del mundo apunta siempre hacia el “hogar” de los humanos.
Esa noche me tomé el tranquilizante que me había recetado mi médico unos días antes. Cuando me calmé un poco, decidí dejar de pensar en la actual situación política y económica de Japón. Y me dediqué a imaginar cómo sería la forma de vida de esos distinguidos funcionarios gubernamentales.
Esas risas tontas no son necesariamente objetos de burla que pretendan despreciar a la gente. No, no se trataba de eso. Eran risas para preservar su propia integridad y su posición social. Con ellas se protegían y eludían los severos ataques de sus enemigos. Es decir, eran risas camufladas.
Y, mientras me quedaba dormido, aquella fantasía comenzó a desarrollarse de la siguiente manera:
Después del debate callejero, el funcionario se sintió tranquilo y se secó el sudor. Más tarde, con el rostro un tanto congestionado, decidió regresar a su despacho.
–¿Cómo ha ido todo?
Uno de sus subordinados le había lanzado la pregunta, y él le mostró una sonrisa forzada.
–Mira, ya estoy harto– respondió.
Otro de sus subordinados, que había estado en el lugar del debate, intervino con ánimo de adularlo.
–No, no. ¿Por qué dice eso? Usted logró dar una respuesta certera y apropiada en medio de aquel caos.
–La palabra ‘respuesta’ (taito) en ideogramas chinos significa también ‘espada’ o ‘sospechosa’ –dijo con una sonrisa sesgada, aunque por dentro pensaba que no era para tanto, que el episodio no había sido tan molesto.
–No es nada gracioso –agregó–. De hecho, la estructura de mi cerebro es distinta a la naturaleza de tales interrogantes. ¿Acaso han olvidado que somos un gran ejército de…
El subordinado se dio cuenta de que lo había adulado demasiado e intentó cambiar de tema:
–¿Cuándo van a transmitir la grabación de hoy, señor?
–No lo sé.
Él lo sabe, pero le conviene decir que no, para que no lo vean como una persona complaciente. Puso entonces una cara seria, como si ya se hubiera olvidado de los sucesos de hoy. Luego dio inicio a sus labores habituales con un dejo de pereza.
–No importa, estaré a la espera de la transmisión.
De nuevo, el subordinado lo había adulado, esta vez en voz baja. Pero era mentira que esperara la transmisión del programa con ansiedad. De hecho, la noche de la emisión saldría a tomarse unos tragos de pésima calidad en un bar de mala muerte, y mientras estuvieran trasmitiendo el programa del debate callejero, él estaría vomitando.
El único que aguardaba con verdadera emoción el programa de radio era el mismo funcionario que había participado en la grabación. Y también su familia, por supuesto.
Finalmente, llegó la noche de la transmisión. Ese día, el funcionario volvería a su casa una hora antes de lo acostumbrado. Y media hora antes del inicio de la emisión del programa, todos los miembros de la familia se reunirían alrededor de la radio sin poder disimular su nerviosismo.
–En unos instantes, a través de esa caja, van a escuchar la voz de su padre –informa la esposa del funcionario, con la hijita más pequeña en sus brazos.
El niño, que estudia primero de secundaria, espera tranquilo y sereno, sentado en el suelo con las manos en las rodillas, el comienzo de la transmisión. Es un chico en verdad hermoso y su rendimiento en la escuela es más que notable. Admira a su padre con todo su corazón.
Inicio de la transmisión.
El padre comenzó a fumar como si nada. Sin embargo, apagó de inmediato el cigarrillo. No se había dado cuenta de que estaba apagado y le dio de nuevo otra calada, luego lo dejó como abandonado entre sus dedos. La reproducción de su intervención lo satisface más de lo esperado. No había ningún error, seguro que tendría una gran aceptación entre sus superiores. Había resultado todo un éxito. Además, se estaba transmitiendo a lo largo y ancho de Japón. Observó los rostros de los miembros de su familia. En todos brillaba el orgullo y la satisfacción.
La felicidad de la familia. La paz del hogar.
Era la máxima gloria de la vida.
No se trataba de una ironía ni de nada parecido. Estábamos ante una escena a todas luces hermosa, pero aguarden un momento:
El proceso de mi fantasía se había detenido momentáneamente. Un extraño pensamiento se había infiltrado en mi cerebro. La felicidad de la familia. ¿Acaso no es eso lo que todos deseamos? No estoy bromeando. La felicidad de la familia es el máximo objetivo de nuestras vidas y lograrlo sería el mayor goce que podemos imaginar. Probablemente, sea ésta nuestra última victoria.
Sin embargo, aquel maldito me había hecho enojar, incluso llegué a llorar.
La fantasía que había imaginado mientras dormía experimentó un cambio abrupto.
De pronto surgió en mi mente el tema para un nuevo relato. En éste ya no aparece aquel funcionario. Desde el principio, su existencia había sido el producto de mi imaginación mientras me hallaba enfermo.
… Es un hogar completamente feliz y en paz. El nombre completo del protagonista es, digamos, Shuji Tsushima. En realidad ése es mi nombre verdadero, el que aparece en mi acta de nacimiento. Si utilizo un nombre ficticio, existe la posibilidad de que coincida con el de alguna persona y no me gustaría causarle a alguien este tipo de molestia, sería embarazoso para mí que sucediese una confusión semejante, así que para evitar males mayores utilizaré mi propio nombre.
El lugar donde trabaja Tsushima puede estar en cualquier lado. Basta que sea un distinguido funcionario público. Como acabo de hacer mención al acta de nacimiento, vamos a suponer que nuestro personaje es el encargado de las actas en una oficina municipal. Podría ocuparse de cualquier otra cosa, en realidad eso no importa. Ahora que ya tenemos listo el tema, una vez que definamos dónde trabaja Tsushima, podemos ir armando la trama.
Shuji Tsushima trabajaba en una oficina municipal en algún lugar de Tokio. Era el encargado de las actas de nacimiento. Su edad: treinta años. Sonreía siempre. No era apuesto, pero parecía sano, como quien dice, tenía buena pinta. La anciana encargada de repartir las raciones de comida en la oficina había dicho que por el solo hecho de hablar con el señor Tsushima se le olvidaban todos sus sufrimientos. Tsushima se había casado a los veinticuatro años. A su primogénita, que tiene seis años, le sigue un niño de tres. Son cinco los miembros de su familia: los dos niños, su esposa, su anciana madre y él. Y lo más importante, su hogar era feliz. Hasta el momento, en lo que se refiere a su trabajo en la oficina, no había cometido ningún error y se le consideraba un funcionario ejemplar. También era un modelo de esposo y un amantísimo hijo. Y, por supuesto, un excelente padre. No bebía sake y tampoco fumaba. Simplemente no le gustaba hacerlo. Su esposa había vendido todas sus pertenencias en el mercado negro para comprar las cosas que alegraran a su suegra y a sus hijos. No eran tacaños. Tanto él como su mujer se esforzaban por hacer del hogar un lugar divertido. La familia, originalmente, tenía su domicilio legal en el distrito rural de Kitatama, pero como su difunto padre había sido director de varias escuelas secundarias femeninas, habían cambiado de casa continuamente. Al cabo de tres años de estar trabajando como director de una escuela secundaria en Sendai, el padre enfermó y falleció. Tsushima comprendió que su anciana madre quería volver a su tierra natal, y así, después de liquidar las pertenencias dejadas por su padre, compró en un lugar de Musashino una casa nueva que combinaba estilos japoneses y occidentales. Tenía cuatro aposentos de ocho, seis, cuatro y medio, y tres tatamis respectivamente. Gracias a la ayuda de unos parientes, Tsushima logró encontrar trabajo en una oficina de la ciudad de Mitaka. Por suerte, se libraron de los incendios y desgracias de la guerra, los dos niños engordaron como bolas y la relación entre su anciana madre y su esposa era buena. Él se levantaba al amanecer, se lavaba la cara con agua fresca y se sentía tan bien que, girándose en dirección al sol, aplaudía dos veces con las palmas abiertas, haciendo una reverencia en señal de agradecimiento. Cada vez que pensaba en las sonrientes caras de los miembros de su familia, se prometía seguir haciendo lo que fuera para mantenerlos felices. Para él no representaba ningún esfuerzo llevar la compra del mercado, trabajar en la huerta, cargar agua, cortar leña, leerle cuentos a sus hijos, hacer de caballito para el más pequeño, o jugar con los cubos de madera. Era bueno jugando con ellos, y mientras lo hacía tenía la sensación de que en su hogar siempre soplaban vientos de primavera. En el jardín, más o menos extenso, se cultivaban con esmero las hortalizas, pero su dueño no lo hacía solamente por un fin utilitario, ya que las plantas estaban bien cuidadas durante las cuatro estaciones del año. En el gallinero, ubicado en una esquina de la casa, cada vez que las gallinas de Livorno cacareaban anunciando que habían puesto un huevo, se escuchaban gritos de júbilo. Sin duda alguna, el suyo era un hogar feliz.
Hacía unos días que uno de sus compañeros lo había obligado a comprar dos billetes de lotería. Uno salió premiado con mil yenes, pero como él siempre había sido una persona tranquila, no se excitó ni gritó, y tampoco se lo contó a ninguno de los miembros de su familia ni a sus compañeros de trabajo. Algunos días después, aprovechando que tenía que ir al banco por un asunto pendiente, cobró el premio en efectivo. Como no era tacaño, gastó el dinero para la felicidad de su familia. Era tan buena persona... En su casa había una radio estropeada desde hacía varios años que al parecer no tenía reparación. Durante ese tiempo el aparato había permanecido sobre una mesa como un adorno inútil. Su anciana madre y su esposa se quejaban a menudo de la presencia de aquel trasto. Se acordó entonces de este asunto, y al salir del banco se encaminó de inmediato hacia la tienda donde vendían radios y, sin vacilar ni un instante y sin remordimiento alguno, compró un aparato nuevo. Ordenó que se lo enviaran a su casa, regresó a la oficina como si no hubiera pasado nada y comenzó su trabajo.
Sin embargo, en su interior bullía de emoción. Imaginaba la sorpresa de su madre y la alegría de su esposa cuando les llegara el aparato. Y se sentía dichoso al pensar que su primogénita, que ya estaba grandecita, cantaría por primera vez escuchando la radio. Se alegraba al vislumbrar la cara inocente y los ojos abiertos de par en par de su hijo pequeño. Y escuchaba con anticipación las carcajadas de felicidad de la familia entera. Al volver a casa les contaría el secreto de la lotería. De nuevo sonrisas y muestras de contento. Ah, quería que llegara ya la hora del regreso. Quería bañarse con la luz de felicidad de su hogar. Sin embargo, el día, hoy, había sido estúpidamente largo.
Por fin. Era la hora del regreso. Comenzó a ordenar los papeles dispersos sobre la mesa.
En ese momento, jadeando de cansancio, llegó una pobre mujer a solicitar un acta de nacimiento. Se asomó delante de la ventanilla.
–Por favor, señor...
–Lo siento, ya hemos cerrado.
Tsushima había respondido con una sonrisa, mostrando aquel gesto que “libraba a cualquiera del cansancio”. Acabó de ordenar el escritorio y buscó su maletín con intención de retirarse.
–Por favor, señor.
–Fíjese en el reloj, el reloj.
Tsushima dijo esto de muy buen humor. Y empujó hacia afuera los impresos donde la mujer solicitaba el acta de nacimiento.
–Por favor, señor, se lo suplico.
–Vuelva mañana ¿Sí? Mañana.
El tono de voz de Tsushima era amable.
–Tiene que ser para hoy, si no me meteré en un lío.
Ya Tsushima había desaparecido.
...Debe de haber sido una verdadera tragedia el parto de aquella pobre mujer. Seguro que son muchas las historias que se pueden contar al respecto. Sin embargo, nadie sabrá por qué se quitó la vida, eso ni yo mismo (Dazai) lo sé. A la medianoche de aquel infausto día la mujer se lanzó al canal del río Tama. En una esquina perdida del periódico salió la noticia. No se conocía su identidad y tampoco su edad. Tsushima no tenía ninguna responsabilidad en aquel hecho. Regresó a casa a la hora que tenía que regresar. A decir verdad, ni siquiera se acordaba de la pobre mujer. Y, como siempre, continuó rompiéndose el lomo trabajando y sonriendo por la felicidad de su hogar.
(Este cuento se me ocurrió mientras estaba enfermo y no podía dormir, pero ahora que lo pienso mejor, el protagonista, Shuji Tsushima, no tiene que ser necesariamente un funcionario. Podría ser un empleado de banco o un médico. No obstante, lo que me hizo imaginar esta historia fueron las risas tontas de los funcionarios del gobierno que escuché por la radio. ¿Cuál sería la causa de semejantes idioteces? ¿Será la “maldad burocrática” su origen? ¿O la idiotez será la esencia misma de la “burocracia”? Al tratar de analizar el asunto, me he topado con un concepto deprimente: el egoísmo del hogar. Y he llegado, finalmente, a una terrible conclusión: la felicidad de la familia es el origen de todo mal.)
(Título original: “Katei no Kôfuko”, 1948)