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PRÓLOGO

Fátima Martínez Gutiérrez

“PEOPLE ON THE STREETS OF BOGOTA”


Eliécer, de 72 años, se desviste en la carrera 5ª de Bogotá, frente a mi casa. 18/07/2020 Crédito: Fátima Martínez

‘Habitar en la calle es como una muerte en vida’, comienzo con esta cita de La Calle para siempre (2020, p. 86) porque resume en pocas palabras en qué se convierte la habitanza de calle, especialmente, en ciudades como Bogotá, donde a quienes habitan en las calles se les denomina, además de indigentes, ‘ños’, ‘desechables’ o ‘gamines’. El 18 de julio de 2020, un sábado por la tarde, en medio de una cuarentena restrictiva implantada en Bogotá, después de cuatro meses de cuarentenas, esta era la imagen frente a mi ventana: un hombre mayor se vestía y se desvestía sentado en el suelo, como si nada pasara, no hacía falta tapabocas, ni ropa de bioseguridad, nada, una acera, junto a un árbol, en las paredes traseras de una universidad pública colombiana, sin ser observado, aparentemente por nadie, excepto por quien fotografiaba desde una terraza, a poca distancia.

Justo después de hacer la foto timbraron a mi casa. Un joven de La Perseverancia me decía ‘mamita, tengo hambre’. Al bajar, la escena del joven que me pedía comida y, un metro detrás, Eliécer, ya vestido, con tapabocas y un bastón, me alargaba una mano sin mediar palabra. ‘¿Cómo te llamas?’, le pregunté al hombre al que acababa de retratar. ‘Eliécer’, me respondió. ‘¿Y cuántos años tienes?’, le insistí, sin prestar atención a quien verdaderamente había llamado a mi casa, que después se llevaría un paquete de arroz, uno de lentejas y uno de quinua. Eliécer me respondió: ‘72’. ‘¿Y cuántos años llevas viviendo en la calle?’, fue mi última pregunta. Su respuesta: ‘Más de 40 años en la calle’. Entonces, recordé que a Eliécer ya le había fotografiado en la carrera 5ª, junto a las Torres del Parque, y que efectivamente, me había respondido igual, le reconocí al verle de cerca, pero él no me reconoció. En tiempos de cuarentenas y de pandemia, con tapabocas en la boca siempre, no es tan fácil ser reconocidos, y mucho menos, ser recordados. Lo que me llamó la atención fue la rapidez con la que Eliécer pasó de desvestirse, a vestirse, colocarse el tapabocas, y cruzar la calle hasta la puerta de mi casa, donde otro joven pedía algo de comida para su familia.

He titulado el prólogo bajo el nombre de People on the Streets of Bogota porque es el proyecto fotográfico que inicié desde que comenzamos en marzo la cuarentena en Bogotá, momento en el que empecé, junto a una amiga llamada Juliana, a realizar entrevistas y fotografías en el centro de Bogotá a numerosos habitantes de calle de la capital, la gran mayoría de nacionalidad colombiana. Mientras Juliana preparaba sus mercados para ofrecer pequeños almuerzos diarios a quienes habitan en la calle, yo me encargaba de hacer fotos y vídeos; de este modo, las dos (que somos periodistas) aprovechábamos la ocasión para entrevistar a quienes nos encontrábamos habitando en la calle, en cuarentena y sin más refugio que la calle. Esta experiencia se estaba produciendo al mismo tiempo que el libro La calle para siempre se estaba finalizando. Dicen que las casualidades no existen, lo cierto es que en febrero del año 2020 conozco, en la puerta de mi casa, a Óscar Alfonso y me invita a realizar este prólogo. No me lo pensé dos veces. Sin embargo, nunca imaginé lo que vendría después, las cuarentenas y el proyecto de fotos de habitantes de calle en medio de una increíble pandemia.

El habitante es definido en este libro como ‘la persona sin distinción de sexo, raza o edad, que hace de la calle su lugar de habitación, ya sea de forma permanente o transitoria y, que ha roto vínculos con su entorno familiar’ (2020, p. 22). La teoría y la investigación es proporcionada de manera exhaustiva por esta obra colectiva de título ‘La calle para siempre’; la reportería, las imágenes y la experiencia vivida en esta cuarentena, la proporciona quien escribe estas letras. De hecho, es la mejor manera para compatibilizar teoría y práctica, combinación ideal, de lado humano y del lado académico, la gran investigación de este libro frente a algunos ejemplos de las historias de vida que las hay por miles en Bogotá mediante el uso de imágenes. En este libro se subraya en varias ocasiones que son alrededor de 10 mil habitantes de calle, solo en Bogotá.

Así nacen las historias de Fáber, de 33 años, de Cali, denominado ‘el muelas’, que afirma llevar más de 26 años habitando en las calles, después de una experiencia traumática con su padrastro, que le pegaba a su madre. Un día, Fáber decidió irse y no volver más a pisar su casa, o la historia de Andrés, un joven de unos 30 años, de Santa Marta, a quien su amor por las drogas le cambió la vida para siempre, y prefiere la vida en las calles y vivir sin normas convencionales que rijan sus comportamientos diarios. Tanto Fáber como Andrés, después de cuatro meses de encuentros en las calles conmigo, me llaman por mi nombre y me tratan con mucho respeto. Como se lee en esta obra, ‘miedo, hambre y frío crónicos son tres experiencias extremas que enfrentan los habitantes de calle al pernoctar a la intemperie’ (2020, p. 151). Y así es, muchas veces sobrellevados por el consumo de drogas para soportar esta especie de ‘muerte en vida’.


Fáber y su novia.

Lo cierto es que son muchos habitantes de calle que no recuerdan la edad que tienen, la droga ha borrado la memoria de su propia historia, drogas como el basuco, ‘la base sucia de cocaína’, a la venta barata en las calles del centro de Bogotá, son una de las drogas más populares, especialmente entre los más jóvenes, que consumen junto con otras drogas como la marihuana.

Un rasgo inquietante que puede leerse en el primer capítulo de este libro es que la mayoría de los adultos mayores, en un 70%, son hombres. Los habitantes de calle de mayor edad, entrevistados en la carrera séptima, aseguran que ya no consumen drogas. ‘La memoria se borra con las drogas’, puede leerse en el capítulo IV de esa obra (2020, p. 149). Los habitantes de calle, tomados por las drogas, son una de las características del centro de la capital en Colombia, epicentro de un país en conflicto que atrae a desplazados de todo el país y, desde hace tres años, a miles de inmigrantes venezolanos de bajos estratos, sin recursos para sobrevivir, quienes, de un lado, padecen la xenofobia en Colombia, y por otro, generan inseguridad y miedo entre los colombianos tras el incremento de homicidios y de robos en la capital. La Candelaria, Los Mártires y el barrio Santa Fe, que equivaldría al centro histórico de la ciudad, aquel que habría que cuidar y cultivar culturalmente, después del cierre del Cartucho y del Bronx (2016), han pasado a transformarse en áreas peligrosas y de un alto índice de mendicidad, donde los robos, entre otros actos criminales, son muy habituales. La carrera séptima, que tendría que ser una de las calles más hermosas de Bogotá, ha pasado a convertirse en lugar de tránsito para miles de habitantes de calle y de vendedores informales que sobreviven como buenamente pueden. De ahí, el desplazamiento de los estratos sociales más altos y acomodados en la ciudad hacia el norte, donde no se observa la cruda realidad de miles de habitantes de calle cada día pidiendo.

El nivel de pobreza y de desigualdad se hace patente en el casco histórico de Bogotá, que durante la cuarentena se ha llenado de policías en motos para controlar áreas que están completamente habitadas por seres humanos que han aprendido a hacer de la calle su estilo de vida; una gran mayoría con enfermedades mentales sin tratar o agravadas por el consumo de alcohol y de drogas. Sin embargo, también se encuentran casos de personas de gran vulnerabilidad, como son los niños huérfanos de padres desaparecidos o víctimas del conflicto, mujeres indígenas que piden para salir adelante en la carrera séptima o, incluso, mujeres desplazadas por el conflicto armado en Colombia que no tienen verdaderamente hacia dónde ir. Ahora, a estas historias se les suman muchas historias de mujeres venezolanas, madres, cabeza de familia, que llegaron a Colombia en busca de una vida mejor, y que terminan en barrios como el Santa Fe o La Candelaria, sin saber muy bien qué hacer después, algunas dadas a la prostitución para sobrevivir, especialmente, cuando una cuarentena ha paralizado durante meses casi por completo la economía informal y, en lugar de dar trabajo, lo que ha provocado, han sido miles de despidos de personas que se sostenían gracias a los bares, a los restaurantes, a los locales y a los hostales del centro histórico de la ciudad, muchos hoy con letreros de ‘se vende’ o ‘se arrienda’, como ha sucedido con el restaurante La Romana de la avenida Jiménez (calle 13).

‘Los países que registran los mayores problemas sociales son los que sufren mayor desigualdad’, se afirma en el capítulo IV de La calle para siempre, dedicado al aporicidio y a la limpieza social. Ahora bien, ¿cómo se va a transformar el Centro Histórico de Bogotá después de cinco o seis meses de cuarentena, con un agravado incremento de pobreza y desigualdad? Les invito a prestar especial atención a las páginas que leerán en este libro, donde no solo se habla de la habitanza de calle en Bogotá, sino también en ciudades como Nueva York, Ciudad de México, São Paulo, Caracas y Buenos Aires. Acompañemos de historias e imágenes esta investigación, del mismo modo, que hemos de dotar de humanidad esta realidad en Colombia.

¡La calle para siempre!

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