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1. Kanji de Kempen

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Desde que recuerdo, el Nocturno en mi bemol de Chopin me estremece. Pienso en ello y llueve copiosamente en mi corazón. Debe ser algo que está dentro de mí, una impronta en las células de mi alma, transmitidas desde no sé dónde, ni hacia qué remoto o cercano lugar, presente como un sello de agua, un kanji personal. Seguramente es eso y no la obra musical en sí misma lo que me conmociona.

Tiene que ser así. Cuando logro escucharla en su totalidad, me pierdo en el camino y olvido la opresión original licuando mi emoción en algo difuso.

Solo retorno a la sensibilidad primigenia cuando los trinos, cuidadosamente ubicados en la partitura, me traen nuevamente a la realidad y todo vuelve a comenzar, como una rueda en mi bemol, como una pena errante que retorna ante su presencia, como la noria de la vida. Todo está ahí, en las notas iniciales. Basta escuchar el “si, sol…” y la angustia se apodera de mí, crece, me paraliza, me eleva y me abandona a la deriva en un océano de tristeza.

Es un secreto, uno de mis secretos.

Observo sus cabellos al viento y creo oír las notas del nocturno en el viento marino frío y salado. Los veo quebrar el paisaje gris de mar y tarde nublada, aunque no terminan de escaparse. En un punto se integran al amarillo, trazos que el otoño dibuja en la espartina, aún visible, antes de la pleamar. Las ondas suaves del mar sincronizan su movimiento con la cabellera al viento.

El velero se hamaca levemente con el viento en la aleta. Las olas, sutilmente más rápidas que el barco, mecen la embarcación. Acunan el momento atemporal sobre el lecho de agua, nodriza de mar. En el gris concentro la mirada. Intento mantener el rumbo correctamente, desenfocándome del amarillo. Sortear las trampas ondeantes y evitar vararme, en la espartina y en ella. Algo logra emocionarme, y ese debe ser un cifrado que no termino de dilucidar. Decido entonces refugiarme en otros secretos y vuelvo al horizonte en busca del viento.

Aspiro profundamente el aire frío y salado. Mis fosas nasales reciben con avidez el flujo intenso, tan puro que adquiere mayor densidad tornándose casi líquido. Me cuesta inspirar con energía pero percibo cómo el cosquilleo del viento del mar se mete en mis pulmones trasladándose hacia las terminales de mis venas, a la yema de mis dedos, a lugares conocidos que no logro recordar.

Ese es otro de mis secretos, el retorno a la permanencia cuando respiro la brisa del mar y percibo el canal que me une a la vida, aún en la tristeza, a la melancolía.

—No voy a poder, me conozco —le escucho decir, sin poder precisar si fue en ese instante o hace ya un rato.

—Vos entendés, creo que entendés —le digo tratando de sostener el vínculo impreciso.

—Sí.

—Si te molesta, me callo… Creo que te estoy molestando diciéndote estas cosas.

—No, no me molesta… —detiene sus palabras. Siempre hace eso, y se queda pensativa, a veces se traga su respuesta, otras las dice—. Para nada… sabés guardar tu lugar.

—¿Guardar mi lugar sería que no me abalanzo encima tuyo? —bromeo a medias.

—Claro.

—Nunca obligué a nadie a nada —trato de continuar con el tono chistoso.

—Estoy segura de eso.

Gira la cabeza y me mira detenidamente. Sus ojos parecen llorar —siempre lo parecen, aun cuando ríe—, esboza una semisonrisa. Sus cabellos ahora flotan en el viento hacia estribor, perpendiculares a las velas. Quiero acercarme y sé que no debo. Necesito imperativamente generar algo con este vínculo pero presiento que no hay solución. Convencerla sería apostar todo y vararme en ella, luego arrastrarla en mi zozobra y estropear lo que queda, también su vida. En el fondo de mi ser subyace la convicción de que no es así, pero no tiene mayor importancia. Creo que ella lo siente así, y eso la hace alejarme. Estoy seguro. Parece leer mis pensamientos y vuelve a orientar su mirada hacia el horizonte. No alcanza a darme totalmente la espalda, veo su nuca y parte del perfil. Como el viento que entra por la aleta al barco, enfoco mi visión hacia todo lo que puedo ver de su figura olvidando el gris, la espartina, el mar. Solo dejo el viento junto a ella, creo que ya son una misma cosa. Desciendo por su perfil observando la curva de su frente, su nariz, sus labios. A la altura del cuello mis deseos de abandonar la rueda del timón y perderme en sus besos resultan incontenibles. Vuelvo a inspirar profundamente, solo el viento del mar puede quitarme de ahí.

Me siento paralizado, se lo he dicho y esto parece alegrarla, o al menos tranquilizarla.

Hay cierta formalidad en el diálogo. Luego silencio y más silencio. Viento.

Viento que se lleva mis pensamientos enredándolos en la espuma de las olas que pasan, introduciéndolos en los picos de las gaviotas cangrejeras que buscan en la restinga su alimento, volviendo a partir a través de sus graznidos, viajando hacia los pensamientos de un mundo sin oídos, sin movimiento en la luz violeta que intenta romper el gris al atardecer.

Viento que se la lleva a ella sin lograr que yo pueda alcanzarla, siendo capaz de tenerla de todas las formas posibles menos de la deseada, llevando a sus oídos el certero secreto de mis palabras no pronunciadas pero por ella conocidas.

Viento que se esparce en gotas horizontales, el agua que pretendo retener en mis manos y se escapa entre mis dedos y la lleva a ella poseedora del secreto. “Nadie jamás me conocerá como vos, lo sé. Por eso digo no.”

Viento que empuja el barco y el mar en un contrapunto que semeja estar a destiempo pero trae a mis oídos dos notas del nocturno, un trino que no es pájaro, una belleza que necesito, por eso se escapa.

Viento que se lleva mi vida al tiempo que trae los secretos no confesados de saber que esto es así y nada más, que es verdad inmodificable: es verdad y no razón.

Viento en todas partes.

Todo es viento.

Alguna vez me escuché decir que paso por la vida de los demás como el viento, y no fue un cumplido. Entonces me integro a él, decido formar parte de sus orígenes mismos, refugiarme en la propia nariz del buscador para evitar que me encuentre. Refugiarme de mí mismo en mis propias manos, que ahora se ocupan de maniobrar.

Siento los cabos deslizarse entre mis dedos. Tenso, cazo, hago firme. En un momento decido dejarle el timón, en espera de que traslade eso al resto de la situación.

—¿Manejaste algún auto?

—Sí, claro… Tengo carnet de conducir… —responde casi vulnerada por mi pregunta bastante estúpida.

—Okay. No lo decía porque dude sino para dejarte el timón.

—Una cosa es tener carnet, pero de ahí a timonear un barco… Nunca timoneé.

—Es lo mismo. Con viento en popa o con motor es igual que un auto. Vení detrás de la rueda —luego continúo bromeando—. No estuve muy astuto, creo que ese era el momento de hacerte venir y abrazarte tramposamente, como cuando se enseña guitarra o golf, o a pescar… “Vení, tontita…” —remato con voz de campo.

Ríe y se afirma a la rueda del timón. Desde un costado —creo que nunca lo hice tan alejado— le indico virar un poco a babor y a estribor para que tantee la sensibilidad al rumbo y le señalo la “cabeza de turco” donde se encuentra el centro de la rueda para alinearlo a crujía. Inmediatamente desaparezco en el interior de la cabina sin siquiera mirar una vez hacia ella.

Me concentro en las tareas previas al retorno al puerto. Cierro exclusas, adujo, limpio el mate, su taza de té. Cuando subo a cubierta la observo. Alcanzo a imaginar su presencia como un viento quieto, fijo en un lugar; un viento que no pasa. Siento en mi interior que ella siempre debió estar ahí, como una presencia que culmina un ergódico rompecabezas. Como alguien capaz de cerrar un punto de Gödel.

Vuelvo a enfocarme en arriar velas y encender el motor. Entonces me cede el timón y esta vez es ella quien se introduce en el interior del barco, saliendo de mí. Llego a puerto solo en la cubierta. Mecánicamente tomo el bichero para recuperar los cabos de amarre en la planchada, amarro, luego nos vamos, pero ella, mi “ella”, queda en el velero.

Vienen días secos, confusos. Seguramente eso venía de antes y ahora reaparece, pero hay una peca en la arena de mi vida, algo microscópico, puntual y a la vez esparcido en mis sentimientos como el polvo de una constelación, que no quiero dejar ir. Me incomoda saber que esa diminuta intención de algo deambula por ahí como un fantasma pero no puedo hacer nada con ello.

Los días secos me llevan a tratar de llenar las horas con algo que, finalmente, parece nunca transcurrir. Busco un libro en la biblioteca, quiero releer “El amenazado” de Borges muchas veces. Retiro un libro del estante y verifico que no era en este en el cual se encontraba el poema. Al intentar retornarlo a su lugar hago caer el libro apilado a su lado. Las enseñanzas de don Juan. Sonrío. Quizás el mensaje es que debo convertirme nuevamente en el guerrero que fui y convocar a mis fuerzas interiores, como Castaneda enseñaba… Pasaron muchos años de todo eso y la sonrisa se me transforma en algo más. Me vienen ideas desordenadas a la cabeza, un galope de especies varias que compiten por llegar en primer lugar. “Si querés ganar una mujer imposible, apuntales a las amigas… es como apretar un granito.” Escucho en mi memoria mi propia voz haciendo comentarios estúpidos y mi sonrisa se congela en un rictus. A lo mejor podría decir, “Si estás buscando algo en un libro y no sabés qué, tomá el que se encuentra al lado del que buscás”. Por lo pronto, de esa línea de pensamiento solo salen dos conexiones. Viajar con espíritu guerrero y movilizar sus labios hacia mi boca; o recordar el concepto de “impecabilidad” utilizado por Castaneda y que en algún momento en el barco vino a mi mente. Vuelvo a colocar el libro en su lugar sin siquiera leer un renglón.

Escucho el viento norte en la ventana, esta vez feroz. “Nortazo”, pienso, se lleva todo durante un par de días. Observo el cielo. Indudablemente es un frente de esos que soplarán fuerte y parejo, más allá de lo deseable, aun para navegar.

Entonces vuelvo al velero, esta vez solo.

Me aferro a la idea del viento que se lleva todo, lucha en mí esa intención diminuta y persistente. Ahora la vislumbro entre las olas y las nubes. Se llama “ganas”. Sentí ganas. Ese día sentí ganas y creo que, aún dentro de mí, la cosquilla fantasmagórica que puja por hacerse presencia es eso. Ganas de algo, de alguien, en medio del páramo delimitado por un infinito “todo da igual”.

El viento trae ahora a mis oídos viejos recuerdos. Amado Nervo, al que leí cuando ella no existía, y ella leyó cuando yo lo había olvidado.

Ha muchos años que busco el yermo,

ha muchos años que vivo triste,

ha muchos años que estoy enfermo,

¡y es por el libro que tú escribiste!

¡Oh Kempis, antes de leerte amaba

la luz, las vegas, el mar Océano;

mas tú dijiste que todo acaba,

que todo muere, que todo es vano!

El viento castiga, a veces como la vida cuando las ganas tienen sabor a utopía, a aquello que subsiste donde no existe. Besos no correspondidos, secretos que no encuentran oídos, palabras que mueren sin haber conocido su propio sonido, viento que no encuentra un mar sobre el cual soplar.

Viento que se lleve mis ganas aún sin desearlo, o las deje furiosas, atrapadas en mi interior. Una existencia de anhelo.

Suelto amarras, izo una vela pequeña y me entrego a la ferocidad del “nortazo” en el viento y en las olas.

Que sea navegar o el fin de todo.

Navego.

Los años del mar

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