Читать книгу Modernidades, legitimidad y sentido en América Latina. Indagaciones sobre la obra de Gustavo Ortiz - Oscar Pacheco - Страница 8
ОглавлениеUNA “EXTRAÑA LUCIDEZ POLÍTICA”: MENDRUGOS DE FILOSOFÍA, POLÍTICA Y EPISTEMOLOGÍA EN EL PENSAMIENTO DE GUSTAVO ORTIZ
Carlos Asselborn (*)
A su memoria, con tristeza
Posiblemente a veces no veamos lo mismo, ni escuchemos las mismas voces, ni digamos las mismas palabras; es bueno que así sea. Posiblemente, también, eso se deba a la hora del día y al lugar donde nos encontramos. Algunos recién comienzan a andar y creen que hoy será mejor que ayer, y que antes de ayer; es bueno que así sea. Otros estamos al caer de la tarde, después de haber recorrido muchos caminos, y sabemos que detrás de un amanecer luminoso, puede acechar una tormenta. Sabemos, también, que en lugar del miedo por vendavales imprevisibles, debemos construir refugios sólidos, donde guarecernos, cuando las tormentas ocurran. Lo único que se nos prohíbe, a todos, es la ingenuidad (Ortiz, 2013: 318).1 (1)
1. Recuperar un abandono ¿en “Tiempos indigentes”?
En 1972 Gustavo Ortiz presentaba su tesis de licenciatura en Filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba: Supuestos de un pensar latinoamericano. La cultura nacional en el Martín Fierro. (2)El texto completo sigue aún inédito y solo su primera parte fue publicada 31 años después como un capítulo de su obra El vuelo del Búho (2003). (3) Hasta la fecha y por la información disponible, ha sido Horacio Cerutti, en Filosofía de la liberación latinoamericana (1983) uno de los pocos filósofos que ha hecho expresa referencia a dicho escrito. Cerutti afirma:
en un interesantísimo trabajo, lamentablemente inédito y seguramente ya no compartido en sus líneas centrales por el mismo autor, Gustavo Ortiz sintetizaba en 1972 todas las ambigüedades de que padecería la filosofía de la liberación. Sin embargo, conviene destacar la extraña lucidez política de Ortiz, que contrasta con las ingenuidades que luego cabría leer en muchos filósofos “liberadores” (Cerutti Guldberg, 2006: 295-296) (las cursivas son nuestras).
A continuación realiza un breve comentario de sus partes, rescata la “impecable redacción” y utiliza algunos de sus fragmentos para ilustrar la época y el “estado de ánimo con que se filosofaba en aquellos momentos en Argentina” (Cerutti Guldberg, 2006: 297) (las cursivas son nuestras). Al finalizar la reconstrucción, Cerutti sostiene que todas las corrientes internas de la filosofía de la liberación hubieran adherido a este análisis. Y solo aquí es cuando comenzaba un “proceso de diferenciación” donde la disputa ideológica hacía “su entrada por la puerta grande”. En ese momento no todos los gatos iban a ser pardos.
En la misma obra, en su bibliografía comentada, agrega: “el estudio de Ortiz es una muestra de las ambigüedades del discurso de la liberación que a poco iban a mostrarse como contradicción y lucha ideológica al interior mismo de la práctica filosófica…” (Ibíd., 509) (las cursivas son nuestras).
Nuestra intención es indagar sobre aquella “extraña lucidez política” puesta de relieve en su trabajo de licenciatura y rescatar ciertos tópicos relevantes para el debate contemporáneo latinoamericano. También nos animaremos, aunque tímidamente, a mostrar algunas de las transformaciones en su reflexión posterior. Todo parece indicar que, con el tiempo, Ortiz se aleja insistentemente de aquellas primeras afirmaciones en torno al pensamiento latinoamericano. Tal giro reclama, al menos, la pregunta por las causas y por el tenor del mismo: ¿abandono?, ¿reorientación?, ¿superación?, ¿complejización?, ¿influencias de otras corrientes filosóficas?, ¿otra geopolítica del pensar? y, además, ¿qué hay de los meandros histórico-existenciales de sus apuestas, convicciones, equívocos, ambigüedades y quiebres teórico-políticos…?, ¿qué pasó con lo afirmado en aquella reflexión primigenia? Entonces, ¿cómo adjetivar dicho giro? Aquellas reflexiones primigenias ¿serán algo más que mendrugos de filosofía, epistemología y política con que cierto filosofar crítico aun hoy sobrevive? (4)Y sus estudios posteriores ¿hasta qué punto suponían que la claridad epistemológica es la condición de posibilidad para praxis políticas correctas? Y al observar modestamente la siempre compleja realidad ¿alcanza con esta suposición?
En el homenaje realizado en noviembre de 2014 en la Universidad Católica de Córdoba, hubo dos comentarios luego de nuestra lectura de fragmentos extraídos de aquel trabajo. El primero señalaba que lo leído pertenecía “al Gustavo Ortiz anterior a su viaja a Alemania”. El segundo afirmaba que se trataba de su “etapa populista”. Las expresiones indican que en Alemania sucede un giro –¿crítico?, ¿autocrítico?– en su pensamiento y sus apuestas. Los comentarios indican que antes de su inmersión alemana, Ortiz estaba cercano a una determinada corriente política y su resultante pensamiento nacional-popular. Agregamos que todo ello ocurre antes del golpe de Estado de 1976. ¿Fue todo ello una etapa “superada”?, ¿es posible superar una “etapa”?, ¿se trató de una conversión epistemológica y política?, ¿supo en aquel entonces que “detrás de un amanecer luminoso, puede acechar una tormenta”?
Daremos cuenta en nuestra hipótesis que en su pensamiento sobreviene, de modo explícito, una profunda reorientación teórico-ideológica. “El orden del discurso” de sus estudios y textos posteriores lo ratifica de modo contundente. Ilustraremos esto cuando nos refiramos a un texto publicado en 1977, donde lanza su crítica a la teoría de la dependencia. Más aún, en 1983, en el contexto de la transición a la democracia en Argentina, Ortiz publica su tesis doctoral, defendida en 1979, cuyo tema es significativo para lo que venimos sosteniendo: Racionalidad y Filosofía de la ciencia. Una aproximación a la epistemología de Karl Popper. La epistemología pasa a ser ahora el interés central en sus reflexiones. Todavía recordamos las afirmaciones formuladas en sus clases, sobre la confusión teórico-epistemológica que llevó a la muerte a muchos militantes de la década del 70. Entendemos que el regreso de la democracia venía también, aunque no solo, de la mano del falibilismo popperiano y el consensualismo habermasiano, ¿triunfo o síntoma de la derrota? En esa, “su lectura del pasado”, suponemos que hay una fuerte impronta de la biografía y teoría de la racionalidad de Popper, quien relata:
…se desencadenó un tiroteo durante una manifestación de jóvenes socialistas no armados que, instigados por los comunistas, trataban de ayudar a escapar a algunos comunistas que estaban arrestados en la estación central de policía de Viena. Varios jóvenes obreros socialistas y comunistas fueron muertos. Yo estaba horrorizado y espantado de la brutalidad de la policía, pero también de mí mismo, porque sentía que, como marxista, compartía parte de la responsabilidad por la tragedia –en principio al menos– la teoría marxista demanda que la lucha de clases sea intensificada con vistas a acelerar la llegada del socialismo (Popper, 1977: 45).
El 19 de mayo de 1969, luego de una misa en la Iglesia del Pilar en la ciudad de Córdoba, Gustavo Ortiz junto al jesuita Milán Viscovich (5) y al dirigente sindical Ramón Contreras, entre otros, participa de una “marcha del silencio” en repudio por el asesinato de dos estudiantes. Se trataba de Juan José Cabral, asesinado el 15 de mayo en la ciudad de Corrientes y Adolfo Ramón Bello el 17 de mayo en Rosario, ambos jóvenes militantes universitarios, muertos en manos de la policía. La muerte de Cabral sucedió en lo que se conoce como el “Correntinazo”. Ello provocó luego el “Rosariazo”, donde muere Bello. La manifestación del 19 de mayo en la ciudad de Córdoba se dirigía hacia la actual Galería Cinerama, (6) pero fue duramente reprimida por la policía federal. (7) Allí estuvo Ortiz y este hecho forma parte de su biografía política e intelectual. Posteriormente, el 29 de mayo ocurrirá el conocido “Cordobazo”. Se trató de verdaderos “acontecimientos políticos” sucedidos bajo la dictadura militar del General Onganía. Y el 19 de junio de ese mismo año, junto a otros sacerdotes y laicos, firmará un comunicado en repudio a la represión y a las numerosas detenciones llevadas a cabo durante dicho acontecimiento. (8)No sabemos si “el acontecimiento” le ganó a la “adulta” capacidad y decisión de autonomía, pero su presencia en aquellos sucesos no puede borrarse con la lectura de sus textos posteriores.
Además de los giros, abandonos y reorientaciones en su reflexión sobre América Latina, su liberación y su filosofía, aquellas experiencias vitales quedarán marcadas a fuego. Porque algo de todo ello se desliza en sus textos. Es decir, su presencia corporal en aquellos acontecimientos subyace en sus textos, y no solo como autocrítica o negación. Sospechamos que hay algo de aquella pasión política que se incrusta, no intencionalmente, en sus reflexiones. La insistencia en poner el foco en América Latina, aunque alejado ya de los presupuestos primeros de la filosofía de la liberación y de la teoría de la dependencia, es un ejemplo de ello. O incluso la obstinación por la epistemología como posibilidad cierta de corregir, guiar o posibilitar praxis políticas maduras, “adultas”, porque ya no basta con la buena voluntad. Su lectura era categórica: muchos jóvenes militantes, con buenas y bellas intenciones, perdieron su vida producto de una racionalidad poco inteligente –“irremediablemente esquiva” (Ortiz, 2000: 79)–, lábil, endeble, presurosa e impaciente. (9) Presumimos que en su lectura de la historia primaba una visión trágica. Se trataba del fracaso de una generación donde ocurrió materialmente el desencuentro político y ético entre la buena voluntad y la lucidez práctica. ¿Cómo saber de ese desencuentro?, ¿de qué modo objetivarlo?, ¿lo justifican la época y sus pasiones? Porque algo de aquellas intuiciones primigenias parece resistir al olvido y la omisión. ¿A qué interlocutor lanzaba Ortiz sus guiños, tanto en los primeros como en sus últimos textos? ¿Se trató del mismo interlocutor? Pero además, ¿qué intérprete requerían sus textos?
La obra de Ortiz oscila entre el impacto de una sensibilidad epocal en su propia sensibilidad y su ulterior objetivación epistemológica, pretendidamente lúcida y racional. Aquí se concentraría el aspecto crítico de su pensamiento. Sus estudios de Popper y sus referencias a Habermas son significativos al respecto. Ilustran esta oscilación y “conmoción”. Bien pudo abandonar su reflexión en torno a América Latina y sus avatares políticos. Bien pudo quedarse solo con sus estudios sobre la filosofía de la ciencia. Pero aquella inquietud, entre la que se encuentra la preocupación manifiesta en su trabajo del año 1972, regresaba en sus textos, aunque ahora con mayor cálculo. Si esas experiencias vividas son la clara manifestación de la derrota o del fracaso político y teórico de un pensamiento liberacionista o emancipatorio, ¿por qué entonces volver sobre ellas?, ¿se necesitaba volver sobre ellas, ahora solo como crítica?, ¿por qué Gustavo Ortiz vuelve sobre aquella matriz teórica que tiene a América Latina, sus procesos histórico-políticos y sus ideologías como centro de su reflexión? Incluso podría discutirse esta “vuelta”. ¿Se trata de una vuelta, ahora enriquecida, desprovincializada, más madura? ¿O se trata, en definitiva, del prólogo de un abandono sin más? Preguntas cuyas respuestas habrá que buscarlas en la interpretación pormenorizada, no solo de sus textos, sino también en la delimitación histórico-política de sus lugares de enunciación: la Córdoba de los años sesenta –incluida la Iglesia del Pilar–,(10) el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín, la Fundación Bariloche, la Facultad de Filosofía de la Universidad de El Salvador, la Universidad de Río Cuarto, el ICALA (Fundación Intercambio Cultural Alemán–Latinoamericano), El Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba o la Universidad Católica de Córdoba. Sin embargo, como bien nos enseña la tradición latinoamericana de la historia de las ideas, las ideas de Ortiz no son solo aquellas producidas, reproducidas y sostenidas por él en la academia. Esas ideas están además vinculadas con la historia de las ideologías emancipatorias, en dialéctica constante con las ideologías de la dominación. La historia de las ideas de Ortiz es también la historia de los modos en cómo operó el fracaso político de ciertas determinaciones ideológicas emancipatorias. Y decimos determinaciones, dado que las ideologías emancipatorias y las ideologías de la dominación, se expresan determinándose en múltiples formalizaciones y en medio de las coyunturas histórico-políticas de los pueblos. El fracaso sería entonces fracaso de una determinación en tanto modo de comprender el conflicto histórico, sus grietas, sus sujetos o la ausencia misma de estos.
En definitiva, lo que queremos resaltar es casi una obviedad, aunque epistémica y metodológicamente es preciso no perder de vista si no se quiere recaer en ideologizaciones: los textos de Ortiz no se comprenderían en su amplitud y profundidad dejando de lado sus reflexiones primigenias, las cuales parece abandonar. Reflexiones cargadas de pasiones y creencias que configuraron la subjetividad epocal, luego, quizá, quebrada, derrotada o trágicamente fugada. Tal vez pueda afirmarse que, a pesar de nuestros reparos respecto a su pensamiento en torno a América Latina, Gustavo Ortiz compartió, junto a otros intelectuales latinoamericanos, esa astilla en la subjetividad que significa “pensar la derrota” de un proyecto histórico y de una subjetividad militante y de vanguardia. (11) Podrá discutirse la peculiaridad del texto, dado que es una monografía para aprobar un estudio de grado. Pero lo apreciamos porque el mismo Ortiz afirma “a pesar de las revisiones a las que fue sometido, [este texto] inicia una trayectoria en la que me he mantenido hasta el presente” (Ortiz, 2005: 37). (12) ¿Qué puede decirnos hoy aquel texto?, ¿qué puede decir respecto de la situación de los pueblos y estados latinoamericanos?, ¿qué puede decir acerca del eurocentrismo aun enquistado en la academia, en los medios de comunicación y en los formatos socio-culturales de nuestro país y del continente?, ¿qué puede decir acerca del rol político –consciente o inconsciente- de los intelectuales?
2. Gustavo Ortiz 1972: de Martin Heidegger a Martín Fierro
El texto está organizado en tres partes: i) La crisis de la filosofía contemporánea; ii) El problema de las mediaciones, de las ideologías y de las falsas interpretaciones de la historia nacional; y iii) La cultura nacional en el Martín Fierro.
2.1 De la filosofía a la política: pensar desde Latinoamérica es pensar “desde la opresión”
Según nuestra lectura, el texto completo incomoda. Incomoda a sus textos posteriores y sus hermeneutas. Pero el texto está allí. Se trata de un fragmento esperando encontrar su lugar en el concierto de escritos, de intérpretes e interpretaciones. Y esa espera expresa, en el mejor de los casos, un olvido. La espera de un texto para ser revisitado es cifra también de una disputa política que aún sigue abierta. Disputa por el texto, por el autor y por su historia efectual. (13)
El comienzo de su monografía parte de una afirmación contundente: la crisis de la filosofía contemporánea… europea. La crisis se expresa golpeando la imagen clásica del filósofo, especialmente del metafísico, cual anciano venerable “paralizado por una esclerosis aguda” y a quien la vida se le escapa; “sus cosas ya no interesan”. ¿Qué ven los ojos de ese anciano tieso? “Habitante de un mundo luminoso y transparente, sus ojos, hoy cansados, solo perciben una realidad opaca y deslucida. Un silencio casi religioso lo rodea. Es el reposo del guerrero. El gigante descansa ¿O ha muerto quizás?” (Ortiz, 1972: 4). (14) La metáfora es contundente. Hay dudas sobre el gigante, su cansancio parece rozar con la muerte. Una determinada filosofía y un determinado sujeto que hace filosofía parecen estar sumidos en una crisis terminal. Este es el diagnóstico de Ortiz, respecto a la filosofía contemporánea europea, en 1972.
Llama la atención su advertencia: es un error suponer que la crisis se resolverá solo por la vía de “una disputa metodológica o discusión epistemológica” (Ortiz, 1972: 6). Y llama la atención por su posterior giro “epistemológico”. Para este Ortiz, el núcleo que produce la crisis tiene que ver también con el sistema hegeliano y su correspondiente filosofía de la historia. Así, “la Filosofía que está en crisis es en concreto la filosofía europea” (Ortiz, 1972: 7). Y la historia de esta crisis supone revisar, vía Heidegger, la historia del ser. Se repasa entonces el análisis heideggeriano en torno al olvido del ser en Occidente cuya máxima expresión será la consumación de la técnica y la correspondiente reducción de la realidad a su lógica del emplazamiento (Ortiz, 1972: 9). Rescata, por cierto, la actitud de Heidegger para enfrentar la crisis. El ser, cual misterio, “trasciende la racionalidad científica, crítica o analítica y que en su misma trascendencia, la constituye y legitima” (Ortiz, 1972: 11). Sin embargo Heidegger “ha pensado la historia del ser, la historia de Occidente, desde el ser y desde Occidente, como europeo y desde Alemania” (Ortiz, 1972: 12). La lectura de Ortiz acuerda con la crítica a la modernidad por parte de Heidegger, ya que en ella se expresa con mayor fuerza el olvido del ser: “La esencia de la técnica es peligro de oscurecimiento del ser; vivimos ‘tiempos indigentes’” (Ortiz, 1972: 13) (las cursivas son nuestras).
Pero hay algo no pensado por el pensar heideggeriano, más preocupado por el destino de Europa. La historia de dominación de América Latina es lo no pensado por Heidegger dada su incapacidad para salirse del mundo técnico europeo:
Latinoamérica no es Europa. Pero si América Latina no es Europa ¿qué es? América Latina no es… todavía. Es el futuro. Su pasado en efecto, no le pertenece, su pasado es Europa. El presente es crisis y juicio y genera su porvenir. Y solo si América es, Europa tiene futuro. De ahí nuestra crítica a Heidegger. Heidegger pregunta desde Europa y de Europa; desde esta perspectiva, no tiene ni puede tener respuesta. Europa está amortiguada; su seno es ya estéril e infecundo. Y sorprende que Heidegger no lo haya percibido (Ortiz, 2013: 16-17).
Visto de este modo, la historia de América Latina es la historia de la dominación total. Sus raíces: la expansión del hombre europeo a partir de su voluntad de dominio, producto de una determinada comprensión del ser. “El ser de Europa es el no-ser de América” (Ortiz, 1972: 17). Por ello la historia de dominación de América es la expresión de la negación del fundamento de la modernidad. Ortiz, en una publicación de 2013, criticará este juicio sobre la modernidad europea, por reduccionista, es decir, por no dar cuenta de las múltiples modernidades que se dieron en Europa y que posteriormente se desplegaron en América Latina. Para esta versión contemporánea, la modernidad que llega a América Latina es “heterogénea, asimétrica y diacrónica” (Ortiz, 2013: 30) y no solo produjo atropellos y desmesuras –como denuncia Ortiz en 1972– sino que también trajo valores como “la capacidad crítica, la libertad, la responsabilidad moral, la búsqueda de la verdad y la afirmación de los derechos humanos…” para luego rematar que las responsabilidades de estar sumergidos en una minoría de edad son compartidas (Ortiz, 1972: 31).
El Heidegger del Ortiz de 1972 olvida un hecho fundamental: “no comprende de que la europeidad se ha constituido ‘a costa’ de sus colonias, ontológica e históricamente; que la im-posición del ser europeo ha impedido a América pronunciar su logos” (Ortiz, 1972: 18). Y este hecho, es decir, la dominación y el imperialismo, tiene su justificación metafísica en la filosofía de Hegel. Pero no solo Hegel: “También la filosofía de Heidegger en su intento de superar la Modernidad, es imperialista por su ‘asepsia’, porque continúa siendo europea” (Ortiz, 1972: 20). O más aun, el mismo Heidegger:
…en su pasividad (porque lo es), su pensar es imperialista por acriticidad del imperialismo, es político por su apoliticidad fundamental. Esta resignación (porque lo es) frente al orden existente, convierte a la filosofía de Heidegger en filosofía burguesa (Ortiz, 1972: 21).
En efecto, no se trata de reducir la filosofía a política, ya que “el ser trasciende el pensar”, pero el pensar posee “implicaciones políticas”, ejemplo de ello es la filosofía europea:
…el pensar filosófico europeo desde Descartes hasta nuestros días, al no criticar los supuestos de la modernidad, o al criticarlos sin llegar a superarlos (marxismo), alimentó y nutrió al imperialismo, fruto maduro de la metafísica de la voluntad de poder…Heidegger interpretó la modernidad desde la modernidad misma, sin darse cuenta que la modernidad solo puede interpretarse y superarse acabadamente desde el Tercer Mundo, que al ser objeto de su dominación, constituyó su posibilidad de existir… (Ortiz, 1972: 22).
Parece que la autenticidad, novedad y radicalidad de la crítica no pueden provenir de la misma matriz teórica e ideológica que la produce. Viene irremediablemente de un lugar geopolítico que la trasciende, de un no-lugar o de un más allá que muestra lo negado por la filosofía europea.
Otro tópico, tratado con pasión por Ortiz, estará centrado en la “tarea del pensar latinoamericano”. Aquí lanzará sus críticas a la imitación y repetición. La “fidelidad a nosotros, a la historia latinoamericana” supone superar dicho obstáculo epistemológico. (15) Nos sigue llamando la atención el estilo provocador de Ortiz, lejano de sus reflexivos y amainados análisis posteriores. En aquel texto interpretaba que el “filósofo argentino” ya nada tiene para decir al presente:
Hace un tiempo demasiado largo que vivimos con los pies en América y el corazón y la cabeza en Europa. El filósofo argentino es un extranjero muchas veces en su patria… Embelesado por los clásicos, discurre técnica, larga y sutilmente. Conoce las costumbres y el medioambiente de la Grecia antigua, o de la Alemania del siglo XVIII; y XIX; con éxito incursiona en la exégesis de textos Aristotélicos y Hegelianos… y olvida que Aristóteles es griego y Hegel alemán, profundamente; que ambos son expresión de la cultura y la vida de sus pueblos… Se lamenta de la marginalidad social de la filosofía pero encuentro consuelo en el auditorio selecto de una minoría ‘ilustrada’. Explica que la soledad y la incomprensión son parte de la vocación filosófica; se refugia en las secretas moradas de la más pura ‘contemplación’ y termina diluyéndose en vaporosas abstracciones que autotitula metafísicas (Ortiz, 1972: 23) (las palabras en cursivas aparecen subrayadas en el original).
La metafísica parece ser el ejemplo más prístino de una filosofía alejada de la realidad. Por nuestra parte agregamos que ese alejamiento es la condición de posibilidad de su inutilidad y pretendida pureza, siempre impotente. Sus reflexiones son “vaporosas abstracciones” o, como más adelante afirma, “sus disquisiciones ‘metafísicas’ serán… irremediablemente soliloquios y monólogos: la indiferencia es, al fin, el salario del que no ‘dice nada’; una mirada lastimosa, la respuesta para el que habla solo” (Ibíd.).
Ortiz repara en que estas afirmaciones pueden sonar a poco serias, agresivas, desmesuradas o poco objetivas, pero arremete:
…¿qué significa la seriedad del intelectual? ¿Está dada solo por un riguroso aparato crítico y abundante citas en la lengua original? La única seriedad que queremos y buscamos porque no tenemos es la del compromiso con el hombre latinoamericano, con su ser y con su verdad (Ortiz, 1972: 23).
Sorprende. Sorprende cuando afirma que “la objetividad surge del conflicto” y que el intelectual deberá acompañar “la marcha de la ‘patria grande’, interpretando y explicitando la conciencia, todavía ‘embrionaria’, de sus hermanos” (Ortiz, 1972: 24). Interpretar y explicitar la conciencia se entiende, en el contexto, como tareas ineludibles de un proceso de concientización que tiene como horizonte la transformación de la realidad. Y más que “filosofía constituida”, Ortiz prefiere hablar de pensar, esto es, un “saber reflexivo que se vuelve para tematizar dialécticamente la ‘praxis’, que es primera y radicalmente histórica” (Ortiz, 1972: 24). Décadas más tarde explicitará sus argumentos para distanciarse de este modo de entender el “pensar latinoamericano”. Sus ulteriores estudios, relacionados con los problemas del conocimiento y la epistemología de las ciencias sociales, manifiestan el carácter autocrítico de su giro. Tal giro fue “una reacción al voluntarismo predominante en la militancia política de la época”. El posterior Ortiz confiesa que experimentó “una fatiga y vaciamiento conceptual de la discusión sobre el tema que creí advertir a poco de planteada la cuestión, en los 60 y en los 70” (Ortiz, 2003: 14, n.9). De ahora en más su preocupación estaría concentrada en el problema de la validez y del estatuto cognoscitivo de la filosofía latinoamericana. (16) Sin embargo, el estilo ácido y desafiante del texto que analizamos no se mitigó con el giro lingüístico-pragmático. Desaparece sí de su escritura, ahora más medida y calculada. Pero en conversaciones distendidas, aquel estilo reaparecía para arremeter ahora contra las simplificaciones idealistas de décadas pasadas. De ahora en más el entendimiento y los reparos epistemológicos debían poner frenos a los deseos desmesurados de la gente de buena voluntad.
Pero volvamos al primer Ortiz y su pregunta sobre lo que significa pensar desde Latinoamérica:
Pensar la historia latinoamericana, hoy, es pensar lo político, que constituye su fibra y su nervio. Pensar desde Latinoamérica, hoy, es pensar desde la opresión. El único pensar posible es, pues, el pensar político y liberador. Porque es el pensar verdadero (Ortiz, 1972: 24) (las palabras en cursivas aparecen subrayadas en el original). (17)
Se entenderá por qué la praxis solo podrá ser praxis política. Y dicha praxis no es “el activismo disolvente y embotante, ni la ideologización patológica, fenómeno harto frecuente en el intelectual pequeño burgués”; por ello deberá evitarse el “positivismo político y el cientificismo de gabinete” …no hay praxis pura. (Ortiz, 1972: 25). No estamos acostumbrados a este tipo de lenguaje en Ortiz, pero lo que se afirma son palabras del mismo y único Ortiz. Y más aún, en lo que sigue parece descollar su traza populista:
Lo importante es que el filósofo se identifique con el pueblo y su proyecto de liberación. Un proyecto que, vivido por el pueblo, el intelectual deberá explicitar racionalmente. A ese proyecto lo denominaremos, provisoriamente, ideología, y lo definimos como el “conjunto de ideas que influyen o bien pretenden influir, sobre la realidad global de una nación o región en un momento histórico determinado” para producir un cambio revolucionario (Ortiz, 1972: 25). (18)
El voluntarismo liberacionista se expresa aquí con toda claridad y fuerza. Y el voluntarismo, las más de las veces, conduce al desencanto. Aunque rescatamos de aquellas afirmaciones algo un tanto olvidado en el presente: la intencionalidad política que posee toda filosofía y todo filosofar. Decimos olvidado porque, en ciertas circunstancias, existe una negación a pensar las consecuencias políticas de la reflexión y transmisión de diversas filosofías. De modo que en este caso, el olvido es negación y ya no puede diferenciarse con claridad la ideologización de la ingenuidad.
Más adelante describirá lo que significa hacer crítica de las ideologías para impedir su, diríamos, fetichización. Señala que en la ideología revolucionaria existen tres componentes: el filosófico, el sociológico y el epistemológico. Tal descripción es absolutamente deudora del texto de Eggers Lan, ya citado en la nota anterior, para quien el problema epistemológico, y dentro de este, el metodológico, en el contexto del Tercer Mundo, es el problema ideológico fundamental (Eggers Lan, 1969: 16).(19)
Por último se refiere al tema de la cultura nacional y latinoamericana, especialmente la cuestión de la cultura nacional en el Martín Fierro, en tanto obra donde se patentiza “el mundo”, hablando en términos heideggerianos. Vale aclarar que en la publicación del año 2003 Ortiz agrega varios párrafos que en el original de 1972 aparecen en la tercera parte. Estos se explayan sobre el concepto de cultura en tanto ethos, referido al sentido y a los valores que se expresan en símbolos y mitos. Por ello su referencia al núcleo ético-mítico ricoeuriano (Ortiz, 1972: 107-108).
Hasta aquí, Ortiz parece saldar cuentas con la metafísica y con el eurocentrismo hegeliano y heideggeriano. Pero su crítica parte del mismo análisis que Heidegger hace del ser y su olvido en la modernidad. Como suele afirmarse, con Heidegger; esto es marca de época. Pero más allá de Heidegger; esto es la marca de algunos filósofos de la liberación. (20)
2.2 La interpretación de la “historia nacional” y el problema de las mediaciones ideológicas
2.2. a. Las mediaciones ideológicas
Este es el eje de la segunda parte de su trabajo. Se trata de una crítica al método utilizado por escuelas “histórico-sociológicas” que, al sujetarse a la mera descripción desde una visión fragmentada, terminan justificando el orden establecido. La crítica también recae sobre las visiones universalistas y abstractas “falsa universalidad nacida en los países metropolitanos”; y sobre las variantes que recaen en un “empirismo ciego”. Queda de manifiesto lo afirmado anteriormente: el problema del método “científico” es un problema ideológico. No hay referencias explícitas a tal o cual teoría, pero suponemos que Ortiz está pensando en la interpretación hegeliana de la historia y en el positivismo. Ambos ocultan la realidad:
…aparecen como instrumentos de dominio, al quedarse en la sola descripción o canonización del hecho histórico y del fenómeno social. Aislándolos de su contexto económico-político, los transforman en ‘esqueletos’ a-históricos; y al imponer categorías de análisis legítimas tal vez en los países dominadores, pero ineficaces en los dominados, se convierten en ideologías encubridoras de la realidad (Ortiz, 1972: 31). (21)
Se exige entonces asumir un análisis histórico y sociológico estructural donde se dé cuenta de la división y las relaciones entre centro-periferia. La interpretación asume aquí, rápidamente, los postulados de la teoría de la dependencia y la crítica al imperialismo: “La estrategia imperialista se efectiviza sutilmente, creando una falsa conciencia en los pueblos sometidos. El imperialismo domina al ‘hombre concreto’, pero ensalza la defensa del ‘hombre abstracto’” (Ortiz, 1972: 32). Está presente también el tema de la autoconciencia histórica de “los pueblos dominados” que se descubren sujetos históricos en la “lucha”. Lo que conceptualmente sea el pueblo debe dilucidárselo a partir del propio proceso histórico cuyo único criterio es “el de la dominación”. Con este criterio hay que explorar el pasado. Ortiz aclara que estas afirmaciones son deudoras de las “Cátedras Nacionales” que se llevaron a cabo en la carrera de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Como sabemos, su tendencia era peronista, tercermundista y dependentista. (22) Su órgano de difusión fue la Revista Antropología del Tercer Mundo. Entre sus referentes se encontraban Gonzalo Cárdenas, Justino O’Farrell, Roberto Carri, Pablo Franco, Alcira Argumedo, Guillermo Gutiérrez y Horacio González entre otros. Aparecen citados además pensadores nacionales, a saber: José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Milcíades Peña y José María Rosa. El enfrentamiento intelectual, ya estudiado por Cerutti, entre peronismo y marxismo está presente en la conceptualización y estilo de Ortiz.
Una exigencia: la “autoconciencia del pueblo” necesita de mediaciones que la expliciten. Estas mediaciones son los múltiples contenidos y formas por las cuales los pueblos “realizan, conciben o interpretan la trama de relaciones mutuas que los vinculan” (Ortiz, 1972: 33) y las ideologías vehiculan dichos contenidos. De lo dicho podríamos interpretar que las ideologías formatean los contenidos de las mediaciones con que los pueblos se autoconciben. De allí las “desviaciones” y las disputas por la interpretación “verdadera”, por quiénes interpretan y con qué metodología la llevan a cabo.
Por esta razón Ortiz distingue dos ideologías en las que se pone en juego la interpretación de la propia historia:
i) La mediación proveniente del “imperialismo capitalista liberal” en la que gravitan el desarrollismo tecnócrata, el populismo reformista y el militarismo. El liberalismo no es más que un “reflejo residual y raquítico de la evolución liberal europea” (Ibíd., 35). Tuvo presencia en la oligarquía terrateniente. Su espíritu penetra de forma “impersonal”, cautiva a la clase media y su paternalismo gana la adhesión de la “peonada”. “Domina la ‘Sociedad Rural’”. Aseguran el puritanismo racial educando a sus hijos en colegios aristocráticos. Escribió su propia historia como si fuera la historia nacional “idealizando la oligarquía agrícola-ganadera”, “la oligarquía argentina es pues, contradictoria: “progresista” y profundamente conservadora, acepta el cambio solo para poder conservar”, incluso ha creado su propia ética, produce sus propios héroes, “desfigura los caudillos populares”. Para Ortiz la historiografía liberal y el liberalismo argentino ya están quebrados (en 1972):
los primeros síntomas de su decadencia se percibieron en el gobierno de Irigoyen, se agudizaron durante la época peronista, parecieron superados después del 55. Desde entonces, la agresividad y la virulencia solo son los últimos estertores de una lenta agonía (Ortiz, 1972: 38).
Además de esta expresión, se encuentra el “nacionalismo burgués” cuyo único aporte a la formación de la conciencia nacional fueron sus estudios de historia, desmitificando a las oligarquías. El nacionalismo de derecha, dirá Ortiz, confundirá a Marx con la izquierda argentina. Por todo ello tampoco caló hondo en “el pueblo”: “Si bien ha contribuido a desenmascarar la historia y los mitos de la clase ganadera, el nacionalismo argentino se reúne con el liberalismo y las izquierdas al ignorar al pueblo” (Ortiz, 1972: 39).
ii) La ideología marxista. Aquí Ortiz analiza genéticamente el proceso de dicha tradición en el que no faltan las referencias al unipersonalismo de Stalin y la cuestión de la “contradicción fundamental” en Mao Tse Tung. Las críticas al pensamiento marxista se dirigen a su imposibilidad para asumir el punto de vista de los países coloniales, su economicismo, la ambigüedad de la tensión entre naturaleza e historia, la no distinción entre religión y fe y la deficiente herencia racionalista hegeliana. Todo ello influye de modo negativo en los intelectuales marxistas latinoamericanos. Ortiz arremeterá una crítica sin concesiones a los marxismos latinoamericanos con argumentos nacional-populares:
con frecuencia, el marxismo latinoamericano hace la revolución “en la cabeza”, retrotrayéndose al más barato idealismo. Y es entonces cuando el marxismo se convierte en ideología encubridora. Mucho más si los presuntos marxistas no han leído a Marx sino a los comunistas soviéticos… (Ortiz, 1972: 42).
Por esta razón las izquierdas terminan coincidiendo con el liberalismo y el nacionalismo burgués, “se asocian en el mismo desprecio por lo popular”. El anti-intelectualismo popular y por qué no basista, se inmiscuye cuando afirma:
pero el socialismo olvidó que una política revolucionaria es tal si se asienta en el “proletariado” como eje fundamental. Pretender vertebrar el proceso revolucionario en la lucidez y clarividencia de los pequeños grupos que han devorado las obras de Marx, es ignorar que el único sujeto de la revolución es el pueblo… La revolución no se hace “en las cabezas”; la revolución la hacen las concretas fuerzas populares. Lo demás es paternalismo político, alienación ideológica, desubicación histórica (Ortiz, 1972: 43).
Haciendo uso de los aportes de Hernández Arregui agrega:
tanto el partido socialista como el Partido Comunista jamás lograron penetrar en el pueblo. Sí en la pequeña burguesía, en la clase media, en los universitarios y en los intelectuales “esclarecidos”. Mezcla “chaguada” de marxismo y liberalismo, la “izquierda” argentina “ama a la humanidad en los libros, pero rechaza en la intimidad de su conciencia al obrero sufriente, que es la sustancia de esa humanidad”, (23) la pulpa de la historia dilacerada por el foco divergente de las ideologías… Pero el pueblo posee un instinto, un olfato. Conoce a los que lo interpretan; acepta a quienes legitiman su liderazgo en las fábricas y en las calles. Y hay que convencerse: solo cuando el intelectual y el dirigente político se despojen de sus condicionamientos de clase, pasando por el duro aprendizaje de la lucha popular, podrán iluminar y orientar el proceso revolucionario (Ortiz, 1972: 43) (las cursivas son nuestras).
El olfato del pueblo se opone a los críticos letrados, que siempre son pocos porque su higiene intelectual es radical. El sentir le gana al pensar. Para Ortiz, la verdadera interpretación de la historia del pueblo exige una conversión. Suponemos que su visión está embadurnada con una teología de la historia de cuño cristiano. El condicionamiento de clase es el pecado original que se supera en la praxis, ahora llamada lucha popular. El intelectual y el político se redimen en esa lucha histórica.
La formación de la conciencia nacional supone incorporar estudios históricos. Y la historia es el primer interés que tienen los pueblos cuando quieren liberarse. (24) Pareciera que la disputa por el origen es condición de posibilidad para la liberación. En la lucha “se gesta la conciencia nacional”. Para Ortiz los aportes de FORJA, luego retomados por el peronismo, son saltos cualitativos en dicha conciencia: “Dudamos que Europa y sus pensadores puedan alumbrar semejante instrumental de análisis” (Ortiz, 1972: 45). Se deduce que toda interpretación revolucionaria lo será si logra interpretar la conciencia del pueblo en el seno del pueblo mismo:
cualquier intento de comprensión histórica solo es posible a partir de ese “lugar originario”: el movimiento y la praxis del pueblo. La tarea consiste en auscultar dónde está el pueblo, cómo se mueve, cómo actúa y en su acción, se autoproyecta… Por rechazar o ignorar lo antes dicho, la historiografía liberal enmascaró la historia del país; la literatura de izquierda se diluyó en teorizaciones abstractas; el nacionalismo católico se aproximó parcialmente en un esfuerzo revisionista, pero sin captar el núcleo, que es el pueblo (Ortiz, 1972: 47).
Ni el liberalismo ni el marxismo parecen interpretar al pueblo “desde el pueblo mismo”. Para Ortiz, ¿lo será el peronismo y su revisionismo histórico? Por las fuentes utilizadas la respuesta parece ser afirmativa aunque no lo expresa taxativamente.
2.2. b. Hermenéutica histórica revisionista
Luego de estas consideraciones Ortiz pone manos a la obra. Ahora viene la reconstrucción histórica que parte del lugar ocupado por España en el proceso de transformación que supone el paso del feudalismo al “orden burgués capitalista”. Pasa revista al descubrimiento, la decadencia de España, la revolución cultural del Renacimiento y la imposibilidad de España de desplegar con decisión un capitalismo industrial. Sin embargo, todo ello es comprender la historia latinoamericana solo desde “una perspectiva europea” (Ortiz, 1972: 56). Habrá que dilucidar cuál fue la “contradicción principal en los países dependientes”. Se criticará la interpretación del etapismo marxista que afirma la necesidad de contar con un proletariado fuerte –inexistente en las colonias periféricas– como condición de posibilidad para la revolución. Si bien no es tratado explícitamente, la hermenéutica de Ortiz sobre el pasado histórico se asienta sobre la suposición de un conflicto entre diversas filosofías de la historia. Para nuestra lectura, la interpretación del tiempo y la necesidad de controlarlo supone proyectos ideológico-políticos con pretensión de asir la historia, de hacerla o, al menos, intervenirla. En fin, supone restarle importancia a los dispositivos que maniobran sobre la subjetividad. En aquellas lecturas el peso del sujeto-pueblo está sobredimensionado. Dicho de otra forma: el sujeto era el pueblo, no la historia. Suponer lo contrario era dejar el camino allanado para el “azar” y la “incertidumbre” que, las más de las veces, fueron mejor aprovechados por las burguesías y oligarquías.
La filosofía de la historia marxista tropieza bruscamente con la historia latinoamericana. (25) Esto parece afirmar Ortiz. Y ese tropiezo es también “desubicación histórica” o ideológica. Por eso señala las limitaciones del análisis marxista para un contexto dependiente periférico. Hay en Marx una imposibilidad para pensar la historia desde un contexto dependiente. ¿Por qué? Porque la plusvalía no es solo una carga de los proletarios de los “países centrales”; porque la revolución socialista no supone siempre un proletariado poderoso y un proceso de profunda industrialización; porque en los países dependientes la lucha principal es contra el imperialismo; porque en este contexto la noción de clase está determinada por lo político, antes que lo económico; por ello afirma:
Los teóricos de Izquierda que repiten en bloque a C. Marx, fracasan pues en el análisis de la historia latinoamericana. Sin desembarazarse de la óptica europea, universalizan el esquema marxista, agravado por un economicismo innato. Para nosotros, por el contrario, la contradicción principal de los países latinoamericanos es el de metrópolis-colonias y se sintetiza en la categoría de “dependencia” (Ortiz, 1972: 63).
Así expone su interpretación de la historia nacional; como la lucha entre “las minorías nativas representantes del capitalismo internacional” y “el pueblo”. Qué sea “el pueblo” hay que rastrearlo en la historia y supone responder a la pregunta por “el ser nacional”. Esta noción, afirma, “es rechazada instintivamente” por el “liberalismo conservador” y por la “izquierda extranjerizante”. La tercera posición que se supone en la distinción ortiziana huele a peronismo y cristianismo, un matrimonio complejo y que más de las veces fue caldo de cultivo para profundas ambigüedades políticas. Tampoco se salva el nacionalismo burgués que entiende al ser nacional con “brumoso contenido metafísico” de carácter reaccionario.
El ser nacional se expresa en la cultura nacional y su sujeto, afirma Ortiz, es el grupo de “hombres que lucharon por afirmarse en el ser-nación”; por eso su definición de cultura nacional: “expresión de la conciencia nacional, antiimperialista y antioligárquica, que son las dos concreciones unitariamente dadas del despojo y la dependencia” (Ortiz, 1972: 64-65). Y decir cultura nacional es decir cultura latinoamericana.
A partir de estos aprestos, Ortiz emprende la tarea de escudriñar en la historia la formación de ese “ser nacional” que supone:
retroceder a España y al hecho de la conquista, calar en las culturas indígenas y en el período hispano, vadear el más cercano de la caída del Imperio Español en América con el ascenso del dominio Anglosajón hasta llegar a 1872 año en que José Hernández compuso el Martín Fierro (Ortiz, 1972: 65).
Para ello tratará de la “fusión del espíritu español y del espíritu indígena”, allí culmina afirmando:
simbólico y a la vez poético es todo el sistema mental del aborigen. Frente a la lógica, el realismo y el sentido antropocéntrico de la cultura de occidente, el indio erige su mundo de afinidades misteriosas. Son precisamente esos símbolos cuyas claves se han roto para nosotros y cuyas sutilezas religiosas solo podrán interpretar pequeños grupos de iniciados (Ortiz, 1972: 74).
Las tesis indianistas y/o indigenistas seguramente señalarían a estas expresiones como producto del racismo enquistado en el pensamiento progresista/reformista que pretende lucidez crítica. Las “claves” se han roto. Habría una imposibilidad de llegar al núcleo profundo de los “símbolos” y las “sutilizas religiosas” ¿Imposibilidad? ¿Miopía? ¿Tal vez desinterés epistemológico?
Ortiz prosigue con su interpretación de la historia americana; ahora en los siglos XVII y XVIII y la formación de la conciencia política criolla que abonará los “brotes revolucionarios”. Apoyándose en los estudios del ensayista Mariano Picón Salas (26) interpreta la historia americana como el progreso de una conciencia entendida también como un despertar mestizo. Si bien es producto de una dialéctica histórica, lo mestizo se entendería como síntesis superadora donde confluye un “destino común hispanoamericano”. Esta lectura devela un presupuesto integracionista de lo indio, una sensibilidad blanca productora de negaciones por medio de la mestización nacional-popular. (27)
Su interpretación de la historia Argentina viene de la mano de las lecturas de Ciro Lafont, Rodolfo Puiggrós, Milcíades Peña, José Hernández Arregui, José María Rosa entre los más destacados y citados. No puede faltar en el análisis el tratamiento de la antinomia cultura popular - cultura ilustrada. El análisis, como hemos visto anteriormente, se asienta en la perspectiva dependentista. Ortiz habla de “nuevas determinaciones” en el concepto de “dependencia estructural”. La ambigüedad reside en las categorías desarrollo-subdesarrollo en tanto “versiones coloniales del neocapitalismo” (Ortiz, 1972: 92). Se recurre a los estudios de André Gunder Frank y sus tesis sobre la dependencia estructural de América latina: a) el subdesarrollo latinoamericano es consecuencia del desarrollo capitalista; b) los países periféricos alcanzan mayor desarrollo industrial capitalista clásico “cuando y allí donde sus lazos con las metrópolis son más débiles” (Ortiz, 1972: 93). Semejante reconstrucción tiene por objeto determinar quién es el sujeto de la cultura nacional y de la nacionalidad. De modo que “una cultura nacional solo puede ser forjada por aquellos que lucharon por un desarrollo autónomo y por un proyecto nacional” (Ortiz, 1972: 94). Para este análisis, la contradicción principal será imperio-nación. Y aclara: el imperialismo es un hecho fundamentalmente político previo al proceso económico social. Como tal, el imperialismo contó con la anuencia de Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca. La historia del imperialismo es una historia trágica:
contaría el exterminio del pueblo y la economía paraguaya, la aniquilación del gaucho y la montonera, la consolidación de la oligarquía terrateniente con la expulsión del indio, el fraude electoral, la entrega de nuestra economía (ferrocarriles–inversiones británicas que bajo Juárez Celman alcanzaban 154.000.000 de libras), las corrientes inmigratorias frente a una raza criolla vencida, el enriquecimiento de Buenos Aires y el empobrecimiento del interior; la ocupación militar del país; y como característica permanente, el vaciamiento de nuestra cultura y la irrupción de las corrientes europeas (Ortiz, 1972: 98).
2.2. c. La dependencia cultural y sus expresiones
Lo vimos anteriormente: más que el problema de la división de clases sociales y ante la imposibilidad de contar con el sujeto proletario, encargado de llevar a cabo la redención revolucionaria, se asume al “pueblo” como protagonista de la historia. Pero hay algo que impide que este pueblo pueda ser: su dependencia cultural. Aquí las afirmaciones de Ortiz contrastan con los guiños hechos a Heidegger en la primera parte de su escrito y con su interpretación posterior de América Latina. La cultura latinoamericana padece de europeísmo. Se entenderá entonces cuál será la función del intelectual latinoamericano. Veamos cómo esta interpretación se patentiza en aquel estilo de Ortiz, pocas veces conocido. La cita es larga, pero la transcribimos ya que no conocimos personalmente a ese Ortiz:
La infiltración cultural es quizá, el modo más sutil de dominación. Europa universalizó las creaciones de su espíritu, imponiéndolas como paradigmas a toda la humanidad. Sus categorías y conceptos, símbolos e intuiciones parecen agotar la creatividad del hombre. Su pensamiento se ha hecho “mundo” y sin reconocer límites ni fronteras, ha horadado las culturas y civilizaciones más dispares.
Existe una concepción “europea” del hombre, de la historia, de la razón, del arte y la filosofía, del progreso y la civilización, en fin, de la totalidad del saber. Quienes no los poseen y realicen, son nada. No tienen historia, ni ente, ni filosofía.
El filósofo elabora una filosofía de esa cultura europea. Porque la disyuntiva de ser o no ser salvaje, se reduce a la de ser o no ser europeo. Los grandes principios del viejo mundo tienen la misión de rescatar de las tinieblas a las zonas marginales del planeta. Pareciera que la realización de la cultura europea, es la realización de la humanidad.
Pero de pronto nos damos cuenta que es precisamente poseyéndolas cuando “no somos”. Somos “Europa” y en una suerte de enajenación total, vivimos una existencia ‘extrañada’. Creyendo conocernos, nos ignoramos, nos perdemos como “conciencia veraz”.
La cultura y la filosofía en América Latina han sido, en muchas ocasiones, esta imagen ilusoria, esta representación mistificada de la realidad. Se han construido como pensamiento imitado, como una transferencia superficial y episódica de ideas y principios, de contenidos teóricos motivados por los proyectos existenciales de otros hombres, por actitudes ante el mundo que no pueden repetirse o compartirse en razón de diferencias históricas abismales.
Un pensamiento auténtico tiene que operar como herramienta crítica, buscando desenmascarar las ideologías que encubren nuestra historia. Sería algo así como un autoanálisis de nuestra conciencia colectiva. Pero simultáneamente a esta tarea “destructiva”, es imprescindible descubrir los grupos humanos y los movimientos populares que permanentemente en forma activa o pasiva, resistieron la alienación cultural. Y en la práctica histórica, crearon una cultura que los expresara.
Esta es la responsabilidad del intelectual latinoamericano. Por lo tanto, la responsabilidad del filósofo: desmontar, desentrañar los valores y contenidos de nuestra cultura desde el proceso histórico real, donde juegan un papel fundamental los elementos económico-políticos. Pero no es solo una tarea hermenéutica, de interpretación. El pensar auténticamente latinoamericano será verdadero si es sub-versivo, revolucionario, si contribuye a gestar un proyecto liberador (Ortiz, 1972: 98-100).
Citando a Salazar Bondy, (28) Ortiz entiende la función de la filosofía como aquel saber que esclarece la conciencia y abre la posibilidad de pensar nuevos horizontes históricos. Subyacen aquí las metáforas de una filosofía como guía, elucidadora del futuro, cuasi profética y con fuerte lenguaje clínico, interpretación criticada por Cerutti. (29) Sin embargo, Ortiz señala que el verdadero filosofar latinoamericano es un filosofar “para” la liberación, es decir, “si contribuye a gestar un proyecto liberador”. No se problematiza aquí si esta filosofía es “de” o “para” la liberación” ni tampoco se señala cómo se gestará dicho proceso. Pero es claro que el trabajo del intelectual reside en operar sobre la conciencia social de los pueblos, develando aquellos contenidos que impiden desplegar su potencialidad. ¿Voluntarismo?, ¿optimismo histórico ingenuo?, ¿qué pasó luego con este modo de entender el trabajo intelectual, la producción de teoría y la tensión entre epistemología y política?, ¿qué tuvo que haber pasado para alejarse de aquellas pretéritas convicciones? Porque en este texto el discurso lleva el peso de las convicciones; no son las “presunciones” a las que Ortiz acostumbra a expresar en sus textos posteriores. De ahora en más, el lenguaje y estilo provocador, la convicción sobre la necesidad de des-europeizar el pensamiento, la impronta subversiva del pensamiento, la necesidad de explicitar el proceso de dependencia, serán huecos significativos en la nueva “argamasa” categorial. Algo pasó. Leyendo sus últimos textos desde este primer texto, parece que el derrumbe fue total, y de los escombros hubo poco para recuperar y re-utilizar. Quedó solo la geografía, el terreno, quedó solo América Latina, con sus mismas imperfecciones de antaño y quedaron también las preguntas; no ya los diagnósticos. Ahora contaría con otros materiales conceptuales y epistemológicos con los cuales volver a construir un hogar más seguro, ¿más tranquilo?,… quizá.
La segunda parte de su trabajo culmina con referencias a las expresiones de la dependencia cultural: el predominio político de Estados Unidos luego de la primera guerra mundial, la escolástica española, el romanticismo, el positivismo que coincidirá con la “irrupción del capitalismo financiero”.
Señala también el desprecio por lo criollo, aunque lo indio no parece tener el mismo lugar analítico en su lectura de la historia, cercana al revisionismo de José María Rosa y Jorge Abelardo Ramos. Parece que hay que “volver al pueblo” porque hay algo allí incontaminado. En ese pueblo de Ortiz la lucha de clases está supeditada al análisis de la dependencia. A diferencia de las minorías, el alma del pueblo permanece incontaminada:
en el pueblo pues, el europeísmo cultural encuentra su refutación. La cultura popular no está en Europa; tampoco la historia. Está en las masas nativas. Y si Europa o los Estados Unidos han conseguido asentar su dominación política y económica y también cultural sobre las minorías ilustradas, no han podido penetrar en el alma del pueblo latinoamericano, en el subsuelo histórico…Ese pueblo analfabeto, pero de cultura europea, permanece incontaminado. Y por eso, es libre en su pobreza, no sometido ni alienado; sabio, con la sabiduría de la experiencia y de la vida. Al intelectual no le queda sino despojarse de sus categorías, todas adquiridas en Europa. Y sumergirse en la historia de su pueblo. Que no es una historia color de rosa. Está hecha de luchas y muertes, porque es la historia de un pueblo dominado (Ortiz, 1972: 106).
Está claro, el texto supone la existencia de una modernidad capitalista, imperialista, colonialista, eurocéntrica que se desplegó en la historia de los pueblos latinoamericanos. Aunque esta modernidad no logró horadar a las mayorías populares. Expresión de esta incontaminación lo será el poema “Martín Fierro”. Tal concepción contrastará con las ulteriores interpretaciones sobre “las múltiples modernidades” en América Latina.
2.3 El “Martín Fierro” como conciencia socio-cultural de los oprimidos
La “cultura nacional” entendida como autoconciencia histórica, supone un ethos, un modo de habitar referido a un sentido, expresado y objetivado en obras, símbolos, mitos y estructuras. El “Martín Fierro” sería la expresión de un logos que ha sido silenciado. Según su lectura, el “pensar latinoamericano” debe tematizar la praxis histórica “de los pueblos en contra de la dominación”. Pensar la historia es pensar también sus modos de expresar el ethos y su porvenir:
la historia de América, vista desde Europa, es una historia de dominación; vista desde América misma, es una historia de liberación. La liberación de América podría ser absoluta novedad: arrastraría consigo la liberación de Europa. América se liberaría si se niega a inaugurar una nueva relación de dominio; si reconoce como término de una posible relación, no lo ‘otro’ sino ‘el otro’. Ese sería su futuro, su por-venir… Mientras tanto, el pensar presente de América recoge la praxis histórica dialéctica y es él también dialéctico. El pensar piensa desde la opresión y desde la resistencia, desde la muerte y desde el no-ser. Piensa desde el pueblo (Ortiz, 1972: 108-109) (las palabras en cursivas aparecen subrayadas en el original).
El último Ortiz reaccionaría con ceño fruncido ante esta afirmación… ¿pensar “desde el pueblo”? Ambigüedad ya señalada por la crítica ceruttiana y por el mismo Ortiz años después. Decir pueblo era decir cultura; por eso la crítica se lanza contra las ideologías que reducen lo cultural a lo político. Al despreciar la veta cultural, los movimientos “revolucionarios” terminan justificando un “desarrollismo apéndice del sistema impugnado” (Ortiz, 1972: 109). Lo que está en la mira de Ortiz son los desvaríos de ideologías europeizantes. ¿Es posible pensar en un Ortiz populista? Veamos la siguiente afirmación:
los “despistes” de los intelectuales liberales o marxistas se deben en parte a que siempre habitaron un mundo cultural que no era el de las masas latinoamericanas. La única vía de acceso a la interpretación auténtica de nuestra cultura es la identificación previa con su sujeto portador: el pueblo. Y solo el pueblo es el tribunal que juzga acerca de la autenticidad de una obra cultural. Cuando se siente viviendo en ella, la acepta y la hace suya (Ortiz, 1972: 110) (las palabras en cursivas aparecen subrayadas en el original).
Por eso El Martín Fierro es también una actitud del pueblo frente a la civilización europea, “monumento imperecedero de la cultura popular” (Ortiz, 1972: 111). Son claras las influencias de la interpretación del grupo congregado en la Revista Antropología del Tercer Mundo, especialmente de Guillermo Gutiérrez. (30)
Justificada la necesidad del estudio de la cultura, Ortiz se refiere a la interpretación liberal del poema. Para nuestro autor, dicha lectura lo deforma al reducirlo a su estructura literaria o directamente lo defenestra comparándolo con la regla europea. Allí están Mitre, Borges, Martínez Estrada… “el bloqueo mental le impide a nuestros pensadores sospechar siquiera la existencia de una cultura nativa” (Ortiz, 1972: 112).
A continuación ubica al autor en su tiempo, tomando la interpretación de Luis Alberto Rodríguez en su Vida Política del Federal José Hernández. El enfrentamiento entre los herederos del unitarismo y los “populistas” “Chupandines”, la represión por parte de Mitre, el “guerrero que ‘nunca sabía qué hacer en el campo de batalla’”, la traición de Urquiza, son momentos ineludibles para una correcta interpretación. Ortiz describe el periodismo militante de Hernández, quien en 1863 pregunta desde el diario El Argentino de Paraná “¿no se puede ser liberal sin matar?”.
Del autor y su época se pasa ahora a ubicar el marco histórico-social de la obra. Ortiz critica las interpretaciones del poema que olvidan el contexto social del autor y la obra. Este olvido en realidad oculta intereses de clase. Por eso las interpretaciones terminan creando mundos fantásticos, oníricos o metafísicos (Ortiz, 1972: 120). Para reconstruir dicho marco se hace uso de variantes dependentistas: existe una contradicción “fundamental y estructural”, imperio-nación, expresada también en la antinomia “oligarquía portuaria-interior del país”. De modo que a nivel político, se trata de la antinomia “unitarios-federales”; económicamente opera la oposición entre librecambio o desarrollo nacional autónomo y culturalmente se trata de la contradicción entre civilización o barbarie (Ortiz, 1972: 121).
No se olvida pasar revista a los estudios sobre el poema gaucho; las hay serias y meritorias (Leuman, Lugones, Martínez Estrada, Borges, Astrada, entre otros), “algunas verdaderamente insulsas, apenas entusiastas; el resto, lamentables” (Ortiz, 1972: 121). Lugones se equivoca al afirmar que el “gaucho se fue”. No se fue, lo echaron. Astrada, a pesar de su metafísica europea, “muestra entre otras cosas que es posible ser filósofo en serio y pensar y ayudar a formar la conciencia histórica argentina” (Ortiz, 1972: 123). La interpretación de Julio Mafud “no alcanza a superar el nivel de la mediocridad” (Ortiz, 1972: 123).
Luego de este largo derrotero Ortiz nos anoticia de su intención: interpretar al Martin Fierro “desde la óptica del pueblo” porque “el pueblo es el único sujeto de la cultura nacional”. Y el pueblo para interpretar tiene una categoría excluyente: la dominación. Ese es el lugar donde irrumpe “el ser latinoamericano”; “ese es el modo de ser, de habitar su mundo el hombre latinoamericano: la opresión” (Ortiz, 1972: 124). Siguiendo otra vez a Heidegger y a Hölderlin afirmará que “el poeta se anticipa al pensador”.
Lejos de las interpretaciones románticas y melancólicas, Ortiz propone una lectura donde prima la acción. Lo hace señalando las categorías de esta lectura popular del poema: la dicha, la pena, el despojo, la violencia, los condenados, el ethos de la libertad, la palabra y la protesta social. Aquí su interpretación “tropieza” con el indio: “En el payador, la palabra se hace canto, vehicula sentimientos y estados anímicos. Sobre todo, sirve para la comunicación. A diferencia del indio que lanza alaridos y gruñe (sonidos), el ‘cristiano’ posee el don de la palabra” (Ortiz, 1972: 134). La prisión, la resistencia, el desprecio de los poderosos son también analizados a partir del poema. Categorías que describen las vicisitudes del gaucho, que siempre es pobre y que para Ortiz es el pueblo. El indio parece ser lo totalmente otro, “[e]l indio y su mundo respiran amenaza y hostilidad: es el mundo de la naturaleza indomada” (Ortiz, 1972: 141). No entra como sujeto portador de una supuesta cultura nacional. Compartiendo con el gaucho el ethos de la dominación, Ortiz no lo incluye en su lectura “desde el pueblo”. Respecto al viejo Vizcacha afirma:
rodeado de perros, viviendo en una cueva, mugriento, almacenando chucherías, comiendo vacas ajenas, Vizcacha y su filosofía del “no te metás” representa la numerosa clase media argentina…La oligarquía y los imperialismos la han nombrado tutora, educadora y protectora del pueblo… Vizcacha y la pequeña burguesía, víctimas los dos, aman más la vida que la libertad (Ortiz, 1972: 140).
El gaucho es aquel que se resiste a la dominación con su espíritu indomable y un abismo media respecto a los “puebleros”: “son dos mundos, dos lenguajes. Y aunque estos digan entenderlos, pronuncien arengas, protesten solidaridad y …escriban sobre el Martín Fierro” (Ortiz, 1972: 142).
El trabajo culmina con una sentencia del poema que repica sobre los intelectuales despistados y alejados del pueblo:
De los males que sufrimos
hablan mucho los puebleros
pero hacen como los teros
para esconder sus niditos:
en un lao pegan los gritos
y en otro tienen los huevos
(citado en Ortiz, 1972: 143).