Читать книгу El cerebro y el arte moderno - Osvaldo Fustinoni - Страница 9

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El cerebro y el arte moderno es un texto de enorme originalidad para el mundo de la historiografía artística, aun cuando existan antecedentes importantes, mencionados en la propia bibliografía del volumen (es el caso de Semir Zeki), desde las obras de Ernst Gombrich (1959, 1982) y Nelson Goodman (1968) hasta las más avanzadas y controvertidas (por los historiadores del arte) que acometió Michael Baxandall, cuando procuró introducir explícitamente los avances de la neurobiología en los estudios estéticos (Baxandall, 1994, 1995). Tampoco sería posible olvidar que la vexata quaestio de la perspectiva ha permitido discutir el tema de las relaciones entre realidad material y procesos visuales desde los tiempos de Poudra (1864) y Helmholtz (1867, muy bien citado este por Fustinoni) y se ha extendido durante todo el siglo XX merced a los trabajos de Panofsky (1927), el mismo Gombrich (1959, The Ambiguities of the Third Dimension), Parronchi (1964), Pirenne (1970), John White (1972), Edgerton (1975), Hubert Damisch (1987), Martin Kemp (1990) y los congresos celebrados sobre el tema en 1977 (resultados que publicó Marisa Dalai Emiliani, 1980) y 1997 (trabajos editados por Lyle Massey, 2003). Vale decir que hace ya casi dos siglos que hemos cobrado conciencia de los problemas que se presentan con claridad y maestría en este libro de Fustinoni. Y existe incluso un gran texto acerca de la relación entre la neurobiología y la historiografía del arte desde Platón hasta Zeki, uno de los últimos autores considerados por nuestro propio autor: el bello volumen de John Onians, Neuroarthistory (2007), de manera que tenemos un nombre claro y bien compuesto, difícilmente traducible al castellano, “neurohistoria del arte”, para denominar el campo científico y la constelación de trabajos cuya estrella austral sería nuestro El cerebro y el arte moderno. Debo confesar, precisamente, que este libro de Osvaldo Fustinoni me ha permitido regresar a las páginas de Baxandall, retaceadas en un momento de obnubilación, y apreciar no solo su riqueza, sino su pertinencia a la hora de explicar representaciones y significados de la sombra en la pintura del Siglo de las Luces.

Más que una reiteración del temario o un índice comentado de la obra de Fustinoni, que él mismo hace en la introducción del texto, prefiero dirigirme a mis colegas historiadores del arte para llamarles la atención sobre los pasajes en los que deberían detenerse, a mi juicio, y tomar buenas notas con el fin de apreciar mejor los análisis estéticos de las piezas del arte occidental de los siglos XIX y XX, que nuestro autor despliega con la habilidad del buen connoisseur. Habría que animarse también a usar estas variables en otras obras y productos artísticos de las artes contemporáneas, entre el happening, la performance, el arte conceptual y la instalación.

El punto de partida, primero fisicoquímico y luego neurobiológico, de convergencias arte-ciencia parece haber sido el corpus de Chevreul, más que nada sus dos textos: Sobre la ley del contraste simultáneo de los colores, de 1839, y Complemento a los estudios sobre la visión de los colores, de 1879. El primero de ellos quizás fue conocido (aunque nunca mencionado) por Charles Baudelaire, cosa que deducimos de cuanto se desprende de los comentarios del poeta al Salon de 1846. Bastante antes, ya el inglés Thomas Young había dilucidado la diferencia radical entre las mezclas material y óptica de los colores. El tema del saber acerca de las características de la mezcla óptica de colores-luz por parte de los impresionistas a partir de Monet y Pissarro no ha dejado de ser un locus communis para los historiadores. Se precipitan entonces en el libro una cantidad de conceptos de neurobiología, claramente expuestos, que debemos hacer el esfuerzo de diagramar y estudiar a partir del desenvolvimiento de una secuencia celular. En primer lugar, las células fotorreceptoras de la retina constituyen el inicio de la vía óptica en el sistema nervioso central. Es fundamental tener en cuenta la división de esas fotorreceptoras en conos y bastones, sensibles a los colores los primeros debido a su contenido de fotopsinas, muy numerosas en la zona de la fóvea de la retina, sensibles a la intensidad de la luz los segundos, es decir, a la cantidad de fotones que absorben (la distinción de estas células retinianas fue un descubrimiento muy reciente, ocurrido en 1959). Los conos se subdividen según su reactividad al rojo cuando sus fotopsinas son eritropsinas (el 66% del total de los conos), según su reactividad al verde, debido al hecho de que sus fotopsinas son cloropsinas (un 33%) y, por último, los conos evolutivamente más antiguos, sensibles al azul por la prevalencia de la cianopsina entre sus componentes (1%). Nuestras mentes histórico-artísticas, algo embebidas en las fantasías cromáticas, no han de renunciar a imaginar los mundos azulados que verían nuestros antepasados, los afropitecos del Mioceno, ni a pensar en los paisajes sin azules y con prevalencia de rojos aún a orillas del mar que contemplarán nuestros descendientes dentro de millones de años. Es fundamental la noción de luminancia de un color, esto es, de la luminosidad que le es propia y que está ligada a su longitud de onda, no a su altura o intensidad, como podría sugerirnos el vocablo. Los amarillos y los verdes de la naturaleza suelen ser los de mayor luminancia y por esa sensación de plenitud luminosa que desencadenan en nosotros entendemos mejor el empleo que Turner hizo de aquella gama. Pero, claro, no olvidemos los bastones de la retina que reaccionan por la cantidad de fotones recibidos y no necesitan sino muy bajas luminancias para reaccionar.

La vía óptica prosigue a través de neuronas bipolares que, por sus sinapsis, se conectan con los conos y bastones, por un lado, y con las neuronas ganglionares, por el otro, cuyos axones las unen al nervio óptico. Pero, en el horizonte de las ganglionares, que pueden ser centradas o descentradas, se produce un fenómeno crucial de la visión y, en consecuencia, de la representación de lo visto: la estimulación invertida entre las unas y las otras produce un fenómeno clave de estimulación-inhibición entre la captación del centro de lo observado y la captación de su entorno, lo que implica que la vía óptica se torna sensible a los cambios abruptos de color y luminancia, y marca la predilección de nuestra sensibilidad por los contrastes. Es por ello que percibimos contornos que asimilamos a líneas entre las cosas.

Toda esta información transmitida y acogida en diferentes zonas del cerebro se concentra en el tálamo, de donde se transmite a la corteza visual en los lóbulos occipital y temporal del cerebro merced a los axones de la denominada “radiación óptica”, especialmente a los “parches visuales”, que se encuentran diseminados en la corteza temporal inferior. Los parches remiten los estímulos portadores de las informaciones a la corteza frontal, el hipotálamo y la amígdala, donde se desarrolla el fenómeno del completamiento de formas y reconocimiento facial, fin de un proceso fundamental que ocasiona la acción del sujeto sensible y ya cognoscente hacia el mundo exterior. A la cadena de estímulos ascendentes desde la vía óptica hacia el cerebro, el bottom up, le sigue de inmediato una sucesión de estímulos descendentes hacia el sistema motor del sujeto (el top down), desde el sector simpático o adrenérgico del cerebro, que comprende el hipotálamo, la amígdala y el llamado nucleus accumbens. Asimismo, junto al completamiento del reconocimiento facial, las respuestas de las “neuronas en espejo” producen la altísima y compleja empatía del sujeto hacia otros sujetos y situaciones del mundo externo, que induce, a su vez, las acciones de un inconsciente creativo, diferente del inconsciente traumático descubierto por Sigmund Freud.

La exposición que acabo de resumir no la hace Fustinoni con la continuidad opresiva que he utilizado a pesar mío. Por el contrario, Osvaldo la dividió en dos grandes bloques, insertos cada cual en la primera parte de su libro “Ver, pensar, abstraer” y en la segunda “La mente y la conducta”, además de ciertos regresos lagunares a la neurofisiología, para refrescarnos sus nociones a los legos o para explicar mejor las articulaciones de la ciencia con los propósitos y los resultados obtenidos por los artistas en sus creaciones. De manera que el modo particular de su exposición debería indicarnos nuestros propios métodos cada vez que nuestros análisis histórico-estéticos nos impongan la necesidad de resolver los problemas de percepción, comprensión y cognición sensible del mundo que la teoría y la práctica de las artes nos imponen. Por ello he de referirme a partir de ahora a los lazos que nuestro autor encuentra entre las existencias biológicas de los artistas y de nosotros, contempladores de sus obras, con una mejor intelección de lo que la perennidad de esos objetos altamente significantes y extraordinariamente construidos nos transmiten (empleo el término “extraordinario” no en un sentido laudatorio, sino para marcar lo fuera de todo orden previo y previsible en que suele desenvolverse la producción artística de los últimos dos siglos en Occidente).

Pues bien, los resultados novísimos que los tosca­nos de mediados del siglo XIX obtuvieron del uso de la macchia extensa se vinculan no solo con la teoría de Chevreul sobre los contrastes cromáticos simultáneos, sino con el fenómeno de la supresión o antagonismo centro-entorno que genera la estimulación invertida de las neuronas ganglionares centradas y descentradas. Lo notable es que esos macchiaioli quizá conocieran las ideas y los experimentos de Chevreul, gracias a la aproximación entre su movimiento y el cientificismo de los positivistas, que tan bien explicó Carlo del Bravo (Del Bravo, 1985), pero nada podían saber ellos acerca de las neuronas ganglionares, pues ni los histólogos del siglo XIX lo sabían. De modo que debemos concluir que los pintores se percataron empíricamente de los caracteres y mecanismos del ojo que escruta superficies y colores, hasta ser capaces de volcar tal experiencia en el procedimiento de la representación. Más tarde, en torno al impresionismo explícito de Monet y Renoir, cosas tan frecuentadas como la yuxtaposición de toques de colores puros diferentes las comprendemos mejor a partir de la idea de adición de la luminancia en este caso, contra la sustracción de la luminancia que provoca la mezcla de pigmentos en la paleta; lo mismo ocurre al saber que los impresionistas tendieron a utilizar colores de igual luminancia (“valor” la llamaban ellos) y de allí procedía la prohibición implícita del uso del negro que Manet nunca obedeció, arrebatado por los ejemplos supremos de empleo del negro que realizaron sus maestros del siglo XVII: Velázquez y Frans Hals. También la uniformidad de la luminancia sirve para explicarnos los efectos de movimiento que los impresionistas llevaron a un summum al representar los pequeños oleajes del agua (la houle). Con el programa de Seurat, regresa Chevreul y entendemos que la adyacencia de puntos o toques diminutos de color puro se diferencia claramente de la yuxtaposición de los toques dados con el canto del pincel. La pintura de van Gogh, si bien incluida en el primer capítulo, se encadena con el segundo al preguntarse acerca del problema de las originalidades radicales de su sistema de visión-representación y sus vínculos con patologías neurocerebrales posibles, congénitas como el trastorno disfórico interictal o adquiridas por la ingesta de la tuyona del ajenjo.

Es en el capítulo II en el que se desarrolla la espinosa y muchas veces desviante cuestión de los lazos entre las artes y las patologías neuropsíquicas, antiguo problema que ya Marsilio Ficino y sus seguidores neoplatónicos presentaron en términos de la influencia de Saturno en las mentes de los seres humanos abiertos al conocimiento de la ciencia y al cultivo del arte, presa frecuente del más negro de los estados del ánimo, la melancolía (el “sol negro”, como la llamaría más tarde Gérard de Nerval). Las formas de la histeria, los métodos de la hipnosis, los fenómenos de la sugestión, la “desagregación” descripta por el norteamericano William James a finales del siglo XIX se manifestaron más que en otras épocas de la historia de las artes. Charcot, Freud, Otto Weininger, Krafft-Ebing y sus abordajes de la sexualidad humana son nombres que atravesaron tanto la práctica cuanto la hermenéutica de la producción estética. Y así se suceden las biografías neuropáticas de Munch, de los pintores del movimiento Die Brücke, de los artistas del movimiento vienés en el giro entre los siglos XIX y XX (tan bien estudiado por Carl Schorske, 1980), que desenvolvió los temas de lo femenino como poder y amenaza en Klimt, de las ambivalencias de la pubertad y el autoerotismo en Kokoschka y Egon Schiele.

El segundo núcleo de la neurobiología, tratado por Fustinoni y coronado por la bella idea del “inconsciente creativo”, se vuelca a una nueva lectura del movimiento Dadá, de los artistas del movimiento surrealista, de los “singulares” como el Aduanero Rousseau y Marc Chagall, hasta terminar en los automatismos bosquianos de Miró y el diagnóstico de las paradojas perceptivas y semióticas de Magritte sobre la base de las ambigüedades y el equívoco, prefiguraciones de la habitación y de la silla de Ames, cuyos experimentos ya había acercado Gombrich al estudio de las ilusiones en su gran obra Arte e ilusión (1959). Claro que el libro de nuestro argentino debía culminar y lo hace en el experimento que protagonizaron las artes plásticas de Occidente para reinventar la imagen, con lo que pusieron en juego, a conciencia, facultades perceptivas y cerebrales que la divulgación científica había puesto al alcance de un amplio público cultivado en el que figuraban los artistas. Tal como Linda Dalrymple Henderson ha demostrado, nociones básicas de la física relativista y las bastante más complejas de las geometrías no euclidianas estuvieron en el centro de mu­chos debates teóricos de las estéticas cubista, futurista y suprematista o en sus intentos de representar el espacio hiperdimensional (Dalrymple Henderson, 1983). Mondrian aprovecharía el principio del antagonismo centro-entorno que rige las relaciones entre las neuronas ganglionares centradas y las descentradas para lograr ese imposible mecánico, pero ilusorio y fuertemente convincente de la percepción de un movimiento en los patrones geométricos del Broadway Boogie-Woogie. Lo cinético fue la variable independiente y dominante de la fórmula para la escultura de Naum Gabo y el arte cinético de Calder o Tinguely, nombres a los que Fustinoni agrega el de Julio Le Parc, personaje que también nos remite al op-art y a una obra maestra de la neuroarthistory, el artículo “La neurología del arte cinético”, que Semir Zeki publicó junto a Matthew Lamb en la revista Brain en 1994.

Lo último que me queda por decir es, en realidad, una cita de la dedicatoria del libro de John Onians, que podría ser perfectamente la del volumen de Osvaldo Fustinoni: “Para los historiadores del arte del futuro que tengan también el coraje de ser neuro-historiadores del arte”.

Nota bene: querría agregar dos observaciones referidas a los extremos temporales de la historia de los vínculos entre las artes de la representación y los fenómenos neurobiológicos de las percepciones que determinan y condicionan lo representado. La primera de ellas se refiere a un estudioso de la naturaleza, en el siglo XVI, un individuo que se nombraba y consideraba un “mago” practicante de la filosofía natural: Giambattista della Porta, autor del tratado De la magia natural o sobre los milagros de las cosas naturales, veinte libros escritos en latín y publicados en Nápoles entre 1558 y 1589. Giambattista distinguió desde el comienzo de su obra dos tipos de magia, la “nefasta”, inspirada por el diablo, y la “natural”, que se identifica con el saber universal de los filósofos y grandes investigadores del mundo. El tipo de magos que corresponde a esa ciencia universal son los “ministros de la Naturaleza”, esto es, sus adoradores y servidores (Della Porta, 1589). No ha de asombrarnos que, entre los primeros campos fundantes del conocimiento, aquel “ministro” o “mago” benéfico y prolífico que fue Della Porta haya colocado la óptica, un saber que él definió con las siguientes palabras: “Que el mago reciba instrucción sobre la facultad de la Óptica. Para que conozca de qué modo pueden engañarse los ojos, se producen visiones en las aguas, en los espejos deformados de distintas maneras, los cuales suelen producir imágenes suspendidas en el aire, y también sepa cómo pueden verse con claridad las cosas que suceden lejos, así como lanzar fuego muy lejos, pues de tales arcanos la mayor parte de la Magia depende” (Della Porta, 1589). No estaba demasiado lejos del valor que hoy asignamos a la neurobiología aplicada a una comprensión integral del fenómeno de la visión y de sus lazos con el conocimiento del mundo.

La segunda acotación concierne a Mariano Sardón, un artista argentino nacido en 1968. En los años sesenta, el psicofísico ruso Alfred Yarbus registró los movimientos oculares de rastreo (eye-tracking) que se producen al mirar distintos rostros (Yarbus, 1967). En los noventa, Nodine y Locher retomaron el tema con obras de arte (Nodine, 1993). Sardón ha estudiado física en la Universidad de Buenos Aires y trabaja en colaboración con el neurocientífico Mariano Sigman. Con un posicionador ocular, ambos registran el recorrido de la mirada sobre una cara e integran progresivamente los puntos de lo percibido mediante una filmación en cámara lenta. Al cabo de un cierto tiempo, detienen los dispositivos y consideran qué zonas de la cara observa­da han quedado definidas en mayor o menor grado, vale decir, cuáles son los derroteros que siguió nuestra mirada. Según cuál sea el tiempo total del registro, el resultado de la imagen exhibe regiones mucho más transitadas y definidas en cuanto a forma y color que otras. Los ojos del otro observado, las comisuras de sus labios, las curvas de las narinas, algunos puntos de los pómulos, suelen ser las partes del rostro que se componen y se completan primero, lo que nos indica los centros de atención de los mecanismos neurológicos de reconocimiento facial. Se producen de tal suerte distintos retratos de una persona, determinados por las duraciones de los itinerarios de la mirada, donde se descubren los gestos y sus transformaciones, que definen los estados de ánimo, las expectativas de los sujetos retratados, las pasiones que los habitan. Los instrumentos de la neurociencia producen así resultados estéticos, siempre desconcertantes a pesar de ser reconocibles, que se emparentan y, al mismo tiempo, desvelan una dinámica nueva, capaz de competir violentamente con las muchas desplegadas por los artistas del pasado en el frecuentadísimo género del retrato humano.

Buenos Aires, 27 de enero de 2021.

José Emilio Burucúa

Academia Nacional de Bellas Artes

El cerebro y el arte moderno

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