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Primera parte Martes 20 de Noviembre de 2018

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Hace unos meses, después de separarme de mi mujer, sin otro lugar donde ir a parar, tuve que volver a la casa de mi madre. Desde entonces me la paso encerrado en el cuarto que fue el de mi infancia. La habitación da hacia el patio del frente. En otros tiempos, ese patio era un vergel de plantas y flores, sonajeros de caña de bambú, mandalas pintados sobre láminas de aluminio, campanitas colgantes, figuras de yeso —ángeles, enanos, sapos, diminutos jardineros con carretillas— y círculos trenzados con hilos de colores que atrapaban nuestros sueños —o eso se suponía— antes de que se dispersaran por otras regiones del mundo. Desde que mi madre perdió su pasión botánica, las plantas y las flores murieron, el tiempo embadurnó con una capa de verdín las macetas y las estatuas, los mandalas se despintaron y los sueños se fueron por ahí sin que nada ni nadie los pudiera atrapar. La persiana de la habitación permanece rota, no puedo subirla ni bajarla, ha quedado trabada en el tapa-rollo y no estoy dispuesto a perder el tiempo arreglándola. La habitación no es muy amplia pero me alcanza para satisfacer mis necesidades: dormir, leer, escribir. Del lado izquierdo de la ventana se encuentra la cama, del otro lado un escritorio y una pequeña biblioteca.

Recuerdo el día que regresé a esta casa con mis pocas cosas a cuestas, entré a este mismo cuarto y lo encontré intacto, absolutamente idéntico a cómo lo había dejado hacía ya tantos años atrás. Abrí la puerta y quedé anonadado, se trataba del museo de mi propia infancia, un diorama de mi pasado. En las paredes todavía colgaban los posters que en mi adolescencia había pegado junto a un círculo negro y verde, con números que saltaban de diez en diez y servía de blanco para perder el tiempo jugando a los dardos, el cajón del escritorio resguardaba los viejos casettes que por entonces escuchaba —The Cure, Talking Head, U2, The Smiths, Depeche Mode, Specials—, y en la biblioteca todavía se encontraban los viejos libros de la colección Elige tu propia aventura que mi madre me compraba todos los meses, junto a algunos ejemplares ya desvencijados de Poe, Philip Dick y Herman Hesse. Seguramente mi madre habría guardado y cuidado lo que en aquella habitación persistía con la ilusión de que en algún momento mi vida terminara de pudrirse y regresara vencido a su lado como finalmente sucedió. En el placar la ropa planchada y doblada esperaba todavía por el que yo había sido y dejado de ser, pero que aquella ropa permaneciera así limpia y ordenada transformaba mi sospecha en un indicio claro del estado de melancolía en que mi madre había vivido durante tantos años esperando el derrumbe y con ello el regreso de su hijo. ¿Para qué tomarse el trabajo de lavar, planchar, doblar y guardar aquellas prendas que ya no me entraban sino porque todavía vivía en un tiempo ya muerto en el que ella misma se había dejado atrapar? El orden intacto de la habitación en la que había pasado mi infancia y adolescencia era el modo en que ella había encontrado para sobrevivir un tiempo más después de mi abandono, un gesto desesperado de defenderse de sí misma mientras esperaba mi retorno. Fue aquella obscena esperanza de mi madre la que me permitió comprender los vericuetos de la pérdida y el esfuerzo inútil de dar vueltas sobre mi propia existencia mental para sanarme de mi memoria atrofiada. Llevado a una escala universal, mi cerebro, como el de cualquier otro, no difería demasiado al de una mosca, ¿dónde persistían entonces los recuerdos sino en las cosas mismas? Allí se encontraba mi pasado; mis libros de entonces, mis cassettes, los posters, mi juego de dardos, mi ropa, mi cama, ellos mismos concentraban el pasado, eran la memoria que yo había perdido. Me di cuenta, o quise pensar, que la memoria entonces no es un rasgo humano sino una propiedad del mundo, el mundo es memoria, las cosas no son sino la encarnación del pasado, la contracción del tiempo ido. Me sentí liberado, pude allí respirar sereno y saberme inocente con respecto al que fui en este mismo lugar. No necesitaba entonces recuperar en mi memoria la imagen de quién había sido mi madre, ella estaba en los libros apretujados en la biblioteca, allí se resguardaba su espera amorosa ante la publicación mensual de cada nuevo ejemplar de la colección de Elige tu propia aventura, allí estaban las visitas de mi madre cuasi-analfabeta a las librerías buscando los cuentos de Poe, Dick y los otros; y en aquellos cassettes de Sumo, The Cure, The Specials, mis propias búsquedas, todavía el chico de trece años que juntaba las monedas para ir a la disquería y comprar no los originales porque no me alcanzaba la plata sino los cassettes vírgenes en los que grababa de la radio o de los que otros chicos le prestaban, y sobre todo, existía todavía en la ropa que mi madre aún mantenía planchada y doblada en los estantes del placar, prendas absurdas que ya no me entraban, camisas oscuras con vetas violetas y azuladas, pantalones nevados y agujereados, todas ellas contraían en su propia textura el tiempo del mundo, el tiempo del adolescente que yo había sido. Lo que comprendí entonces es que aquella habitación no tenía ningún presente, ella misma y todo lo que allí se encontraba ya eran el recuerdo de sí mismos. Esa idea me trajo algún alivio: el hecho de que mi pasado solo se presentara bajo la forma desgarrada del atisbo y la mera intuición no tenía nada que ver con los vericuetos de mi cerebro ni con las trampas que yo mismo pudiera inventarle a mi existencia mental, no, no había nada que buscar allí, simplemente porque el pasado no se inscribe en la memoria de los hombres sino en el espesor concreto de las cosas.

Lo cierto es que aquella vez había entrado a la habitación de mi infancia para buscar en los cajones del placar y el escritorio, algún certificado, algún papel, algo que acreditara mi existencia e identidad para tramitar mis documentos en el Registro de Personas del Ministerio del Interior. La separación con mi ex mujer había sido de todo menos pacífica. Mi certificado de nacimiento, el registro de conducir, las tarjetas de crédito, incluso mi DNI habían quedado en lo que había sido mi casa, por lo que entonces no solo era un indocumentado sino que no tenía forma de demostrarle al Estado que yo era el que decía ser. La situación conflictiva y la absoluta falta de comunicación con mi ex mujer me impedían reclamárselos, aun cuando me humillara a tocarle el timbre y comerme el orgullo y la poca dignidad que me quedaba en pos de hablar con esa mujer que me había robado todo lo que tenía —y cuando digo todo, digo absolutamente todo, digo la posibilidad de ver a mi hijo, digo mi casa, mi computadora, mis libros, mi ropa, mi auto, la plata que tenía ahorrada, y todos mis documentos—, aun cuando tuviera que dirigirle la palabra a esa ladrona y pedirle al menos mi DNI, sabía que se negaría a devolvérmelo solo para regodearse una vez más en el resentimiento hacia la vida en general y hacia mi persona en particular.

No encontré absolutamente nada que me sirviera para mostrarles a los señores funcionarios del Ministerio del Interior que yo había nacido, que existía y que por ende tenía algún derecho a ser reconocido como persona, con un nombre, un apellido y esas cosas, pero fue entonces que en el segundo cajón del armario encontré una bolsa negra atada con un cordel que guardaba un block de hojas A4. Las páginas amarillentas y desgajadas señalaban un tiempo que no podía definir pero que seguramente debían contarse en décadas. Las letras, las palabras, todas las oraciones, más que escritas o trazadas parecían estrelladas contra las hojas como si de hormigas aplastadas por una mano impiadosa se tratara. No tenían título, no llevaban el nombre del autor, o acaso soy yo el que ya no los recuerda —pero en eso mismo estaba toda su maravilla—.

Sentado junto al escritorio leí algo de aquellas hojas e identifiqué rápidamente una narración. Pensé que acaso se trataba de alguna de las novelas que yo había escrito cuando era chico y recién comenzaba a hundirme en el pantano putrefacto de mi literatura pensando todavía que se trataba de océanos límpidos por los que me adentraría sin más rumbo que el dejarme llevar por el viento y las corrientes. Enseguida registré que algo no funcionaba. Después de leer tres o cuatro páginas con la mayor atención posible, me di cuenta que olvidaba lo que estaba leyendo. Mis ojos se deslizaban por la superficie de las letras y las palabras pero no había nada que pudiera recordar. No solo hablo de párrafos o de oraciones sino que incluso las mismas palabras que acababa de leer parecían hacerse nada y arrojarse al precipicio del olvido.

La primera reacción fue la de simplificar las cosas señalando mi falta de concentración. Debía estar demasiado nervioso buscando algún improbable certificado de mi existencia, hundido en un pantanal de odio y desprecio hacia la mujer que me había robado todo y me hacía perder el tiempo con aquello. Intenté relajarme, buscar alguna concentración espiritual como para conectarme con aquel texto y comunicarme de algún modo con el chico que yo había sido cuando lo escribí —o al menos me gustaba pensar que lo había escrito—. Pero volví a intentarlo una y otra vez y por más atención que volcara en aquellas páginas no había una sola palabra que quedara no digo marcada sino al menos flotando en mi memoria. Era como si en verdad las hojas estuvieran en blanco y solo yo, cierto colapso mental del que ya no podía hacer caso omiso, inventara que allí había algo escrito.

Pero las palabras estaban, no podía atribuirme tal derrumbe psíquico como para identificar que no estaban en blanco. Solo se trataba de no poder recordar aquello mismo que estaba leyendo, e insisto, no solo las palabras que había leído dos o tres páginas atrás, no solo de qué hablaban las oraciones que acababa de leer, sino específicamente la misma palabra que estaba leyendo —comprendía de qué se trataba, sí, pero enseguida, de inmediato se deshacía como si nunca hubiera existido—.

Un rato después, cuando mi madre regresó de su trabajo, mientras cenábamos en la cocina de su casa, le comenté lo que me había sucedido. Le dije que no sabía si se trataba de un síntoma de mi debacle general o ciertamente aquellas hojas tenían la propiedad de ser olvidadas apenas uno abandonaba la lectura.

Mi madre dijo que debíamos hacer la experiencia y poner a prueba tanto la promesa de olvido que el libro enunciaba como nuestra capacidad de recordarlo. Nos propusimos leerlo durante aquella noche con la mayor atención de la que fuéramos capaces, sin embargo, apenas una media hora después de haberlo comenzado, por más esfuerzo que hiciéramos, no recordábamos nada, ninguna palabra, ninguna oración más o menos convocante, ninguna escena que pudiera justificar el recuerdo, pero tampoco, ni siquiera, la idea general del libro, de qué trataba, cómo se llamaban los personajes.

En un momento hicimos la prueba de buscar el nombre del protagonista. Abrimos el libro y después de un largo rato pasando página tras página, lo encontramos casi al mismo tiempo. Apenas volvimos a cerrarlo, mi madre dijo el nombre de Octavia Campos y yo el de Silvio Spector. Nos reímos sabiendo que estábamos inventando nombres al azar.

Intentamos con algo más simple: el título. Mi madre me pasó el fajo de páginas. Lo leí una y otra vez, cerré los ojos repitiéndolo mentalmente. Cuando abrí la boca, con alguna frase en la punta de la lengua, vino el abismo. Lo intenté otra vez y nada, no recordaba nada. A mi madre le pasó lo mismo. Aquello era imposible. El libro solo existía durante la lectura; pero cuando uno leía una oración invariablemente se olvidaba de la anterior. Acordamos que la escritura de aquel libro era verdaderamente la de un genio. No sabía cómo, cuál era el procedimiento específico, pero sea quien fuera el autor, había conquistado el arte del olvido más radical que jamás hubiese imaginado.

Mientras charlaba con mi madre, me acordé de un amigo que hacía mucho tiempo no veía. Después de haber pasado veinte años publicando hermosas novelas que superaban el nivel promedio de su generación pero que no habían circulado más que en ámbitos tan mínimos como herméticos, nos sorprendió a todos con una novela vulgar escrita bajo los estándares prediseñados de la llamada “fantasía gótica”, destinado, irremediablemente, a transformarse en un best seller. El libro fue publicado en el año 2015 y el fenómeno editorial que provocó es tan difícil de explicar como de recordar. Durante los meses de septiembre y octubre de ese mismo año, había vendido 3.000.000 de ejemplares ocupando el primer lugar de todas las listas de libros más vendidos en la historia de la literatura argentina. El problema de la novela, pero también su magia estética era que mi amigo se había impuesto como destino el de hacerlo desaparecer de la memoria de todos y con ello volverlo irrepetible. Lo había logrado con creces y ni siquiera tuvo que esperar el correr de los meses. El olvido se le había dado desde el primer momento en que los lectores deslizaron sus ojos por las letras impresas. Nadie jamás supo el título del libro ni el nombre de mi amigo. Ni yo recuerdo cómo se llamaba. Luego de los 3.000.000 de ejemplares vendidos simplemente desapareció. Nunca nadie supo nada ni de su paradero ni de su destino. Exiliado de todos, ya nadie recuerda su novela, ni siquiera que alguna vez ha existido.

Cuando se lo comenté, a mi madre se le ocurrió buscar en internet alguna información que nos ayudara a recordar. La dificultad más importante era escribir en el buscador el título y el nombre, pero zanjamos el obstáculo escribiendo: “Libros más vendidos en la historia de la literatura argentina”. Enseguida encontramos el nombre y el libro de mi amigo en cada una de las entradas. Era lo más simple del mundo, lo que durante tanto tiempo había olvidado lo tenía entonces repetido ciento de veces en la pantalla de la computadora, sin embargo, no hacíamos más que levantar la vista para olvidarlo de inmediato. Parecía que estábamos jugando pero no era así, simplemente no había posibilidad de retener ni el nombre ni el título.

A mi madre le pareció lógico, en todo caso, se le dio la ocurrencia de que en el contexto de la literatura argentina, un libro que ejercía el arte de ser olvidado debió haber sido un verdadero éxito editorial.

Aceptando la derrota, nos preguntamos ¿qué habrían escrito los suplementos literarios en su momento ante semejante fenómeno editorial y cómo habían hecho para escribir sobre algo destinado al olvido inmediato? Buscamos alguna nota del año 2015 y encontramos una biblioteca entera; diarios, revistas, blogs, papers académicos y otros formatos que intentaban darle nombre a lo innombrable. Leímos con mi madre aquellos comentarios entre carcajadas, azorados del riesgo con el que cada crítico se embargaba. Los elogios se repetían sin explicitar nunca qué era lo que estaban elogiando. Expertos en el arte de la elipsis, disimulaban con falsos arabescos el hecho de no haberlo leído o no recordarlo. Aunque acaso el libro en cuestión era tan malo que ni siquiera recordaban haberlo leído. Las interpretaciones se multiplicaban en una serie ininterrumpida de contradicciones, pero ni siquiera se trataba de interpretar algo: mientras un crítico señalaba cierto paisaje asiático en el que las acciones se desarrollaban, otro hablaba de la apuesta literaria de escribir una novela sosteniendo el encierro de un personaje durante treinta años en un altillo. Observamos que las reseñas y las críticas, más allá de la apuesta errática de definir de qué hablaba el libro, terminaban reduciéndose a la mera impresión subjetiva. Frases como “un viaje hacia el interior de lo que somos”, o “el libro nos condena a un registro microscópico de nuestras sensaciones, como si en verdad estuviéramos leyendo nuestro propio pensamiento”, “algo se rompe en el lector que se ve desnudo frente a sus propios fantasmas”, y otras infamias se repetían una tras otra. Señalé el esnobismo de los lectores consagrando un libro del que nadie recordaba nada, pero también nosotros dos estábamos dando vueltas en derredor de algo que no era más que una nada luminosa que se nos escapaba, dejándonos al borde de la afasia.

A partir de aquel mes de octubre de 2015 ya nadie escribió nada sobre el tema, al menos no encontramos ninguna otra entrada posterior a aquella fecha. Pensé en la paradoja rara que mi amigo se había propuesto: ganar el olvido parece fácil, la complejidad del caso es haberlo conquistado a través de la fama, la visibilidad y publicidad más obscena. Sin embargo, de un modo u otro, lo había logrado con la maestría con la que se hacen las cosas inexplicables.

Pensé también en su destino personal. Por mi parte tenía cierta sospecha de haberlo conocido desde los tiempos en que éramos dos jóvenes arrogantes con la bandera de una vanguardia anacrónica en una mano y el infierno hecho un bollo de papel apretada en la otra. Ahora ni siquiera recordaba su nombre. Acaso la laguna mental respondía a mi estructural desidia con el mundo, sin embargo, no podía dejar de preguntarme si mi amigo no había alcanzado en su vida lo mismo que había logrado con su libro: sobrevivir en la memoria de todos pero en el modo singular del olvido radical.

Quizás al terminar su novela, todos lo habrían olvidado finalmente —no solo yo, sino también su esposa, sus hijos, sus hermanos, sus padres—. Sí, seguramente, al intentar acercarse a los suyos, habrían hecho el esfuerzo de recordar quién era ese hombre, pero se habrían topado con un obstáculo superior, el de recordar haberlo olvidado sin saber a ciencia cierta qué cosa habían olvidado. Ese sí sería un destino trágico, el de ser olvidado por todos, pero no reducido a la mera nada sino a la incertidumbre de no poder olvidar que hemos olvidado quién era.

Pero acaso, lo peor habría sido que mi innombrable amigo hubiera caído en su propia trampa, en todo caso, tocado por su propia magia. Le comenté a mi madre mis ideas y le parecieron certeras, acaso él mismo olvidó su libro, incluso, tal vez lo fue olvidando mientras lo escribía de tal modo que cada palabra escrita cancelaba la anterior. Su coraje entonces debió haber sido el de continuar a pesar de todo, seguir escribiendo mientras las yeguas del olvido lo perseguían por detrás, apostar cada vez a la siguiente palabra aun cuando el abismo mental de la afasia se abriera ante cada paso dado.

¿Habría olvidado él también su propio nombre?, ¿habría perdido las palabras al terminar de escribir todas las palabras?, ¿habría sido él quien olvidó todo, sus amigos, su pareja, sus hijos, su casa, el hecho de tener piernas y brazos y una lengua con la que al menos nombrar aquello que había perdido?

Hablo del libro de mi amigo porque el fardo de hojas escritas que había encontrado en una bolsa negra en el cajón del armario de mi cuarto, me lo hizo recordar. Pero también estoy hablando de mí mismo. Acaso la obsesión por querer entender cómo esas páginas lograban el olvido radical e inmediato de lo que estaba leyendo se debía a cierta simetría que aquello guardaba con mi vida. De algún modo, yo también había sido olvidado. La última vez que había tenido contacto con mi ex mujer fue cuando me acerqué a la que había sido mi casa para ver a mi hijo, al menos por un rato. Habían cambiado la cerradura del portón de la casa, por lo que ya no podía abrirlo con mi vieja llave. Toqué timbre y después de un rato salió aquella mujer. La escena resultó tan mínima como dolorosa. Su estrategia fue actuar como si nunca me hubiera visto, como si no nos conociéramos desde hacía ya unos treinta años. No me trató mal, no hubo ningún tipo de violencia física ni verbal de su parte, sin embargo acaso no hay peor violencia que la de hacer desaparecer a una persona. Al acercarse al portón dijo lo que cualquiera dice ante un desconocido, y yo, sosteniendo alguna dignidad, haciendo caso omiso a sus palabras, le dije que solo pretendía estar un rato con mi hijo. Aquella mujer afirmó no conocerme y por lo tanto no comprender qué era lo que le estaba diciendo. No era difícil, solo se trataba de que me dejara ver a mi hijo. Natacha insistió —no me conocía, no tenía idea de quién era yo, seguramente se trataba de un error de mi parte. No podía haber ningún error, era ella la que estaba jugando conmigo, actuando el show de una crueldad tan miserable como refinada—. Me puse nervioso, en mi boca mordí una y otra vez el nombre de Natacha. “Sí, me llamo Natacha pero no lo conozco, nunca lo vi en mi vida, menos aún puedo saber quién es su hijo”, me respondió.

Cansado del juego grité el nombre de Alejandro, esperando que me escuchara y saliera de la casa para verme después de tanto tiempo. Entonces ocurrió lo que todavía no puedo olvidar. Alejandro salió de la casa, dio un par de pasos en el jardín y se quedó parado mirando a su madre y a aquel desconocido del otro lado de las rejas y del mundo. Le dije “Alejandro, soy papá, vine a verte”. Alejandro no respondió. Le pregunté ¿qué le pasaba?, ¿por qué no saludaba a su padre? Natacha pasó su mano por encima del hombro del chico y lo hizo parar delante suyo. Vencido ante la indiferencia, le pregunté si se acordaba de mí. Primero movió la cabeza negándome, después escuché su voz, por última vez, diciendo con la misma frialdad y distancia, que no me conocía, que nunca me había visto. Me quedé en silencio mirando nada, mi vida deshaciéndose frente a mis ojos, el pasado licuándose como una mancha de aceite en un océano empetrolado, sus pasos atravesando el jardín en dirección a la casa, alejándose de mí, dándome la espalda.

El día después fui al Juzgado de Familia pretendiendo que me reconocieran el derecho de ver a mi hijo. Me pidieron los documentos que no tenía y me enviaron al Registro de Personas. Solicité allí mi Partida de Nacimiento para tramitar después el Documento de Identidad. Para mi sorpresa no existía en aquel Registro ninguna posibilidad de solicitar una Partida de Nacimiento sin un documento que abalara mi identidad. Me enviaron entonces al Ministerio del Interior. Ya era la tercera entidad que visitaba. “No nos sirve que nos diga su nombre o número de documento, sin el DNI o el acta de nacimiento no podemos hacer nada —dijo el funcionario que me atendió, luego de unas cuatro horas de espera—. Lo que en realidad usted tiene que solicitar es una Petición de Identidad —agregó—, para eso debe completar un formulario de solicitud y recién después evaluaremos la situación”. Con el formulario en la mano me retiré al hall donde había esperado hacía un rato. El papel llevaba como encabezado “PETICIÓN DE IDENTIDAD”. Debajo debía completar ciertos datos. Me pedían nombre, apellido, dirección y número de documento. Finalmente debía indicar si yo era el padre, la madre, abuelo, abuela, hijo, hija, cónyuge o representante legal de la persona por la que peticionaba. Un asterisco en el margen inferior de la hoja me informaba que solo se les entregaría copia de la certificación de identidad a las personas mencionadas más arriba, siempre y cuando presentaran documentación que las abalara. Evidentemente aquel papel no tenía ningún sentido. No necesitaba que alguien solicitara nada por mi identidad sino que me permitieran que yo mismo lo hiciera.

Me acerqué de nuevo al funcionario que me había atendido. Me dijo que debía sacar número. Le expliqué que hacía un rato había hablado con él y me había pedido llenar un formulario. “Se trata de otro trámite, para ello debe hacer primero la denuncia policial de la pérdida de sus documentos y luego regresar al Ministerio para sacar otro turno” —me respondió—. Volví a la mesa de entrada. Ya no había más turnos para ese día, debía entonces sacar otro para el siguiente mes.

Hice la denuncia policial. Un mes más tarde, con los papeles de la denuncia en mis manos, volví al Ministerio. Me atendió otro funcionario. Le expliqué lo que vengo contando, que todos mis documentos, incluyendo el DNI como la Partida de Nacimiento, habían sido robados y secuestrados por mi ex mujer. “No puedo salir a la calle, no puedo hacer el menor trámite, soy nadie, es como si hubiera dejado de existir” —agregué—. Acaso mis palabras movilizaron algo en el interior de aquel hombre que al menos se dispuso a hacerse cargo de mi problema. Volvió a tomar los datos que yo le dicté —nombre y apellido, número de documento, lugar y fecha de nacimiento— y se retiró de la oficina diciéndome que corroboraría la información en los archivos generales. Una hora después regresó solo para pedirme un poco más de paciencia. Supe entonces que las cosas no iban del todo bien. Dos horas más tarde me pidió que lo acompañara a la Oficina del Director de Archivos Generales. Nos atendió un hombre flaco, abstraído en un mundo de números, nombres y datos, que parecía hacer un esfuerzo enorme para no olvidarse de qué palabra seguía a la ya enunciada. Hablaba susurrando, muy lentamente, y su mirada parecía haberse demorado en algo que se encontraba por encima de mi cabeza. No me miraba, en todo caso apenas si entraba yo en la parte inferior de su campo visual. Tuve ganas de darme vuelta y ver qué era lo que detrás de mí convocaba la mirada de ese hombre, pero entonces, después de cierto rodeo, me explicó la complejidad de mi caso. Dijo que mi identidad era inexistente. Al menos en los archivos generales del Ministerio, no existía información sobre ninguna persona que con DNI 24.053.422 se llamara Andrés Jorsman. “Pero estoy sentado frente suyo, usted me está viendo, no soy nada, no estoy muerto ni desaparecido” —dije como si me estuviera defendiendo de un crimen que había olvidado—. “Sí, comprendo, pero que usted nos diga que está aquí presente y se llama Andrés Jorsman no significa nada, si no están los datos en el archivo general es porque el tal Andrés Jorsman ha dejado de existir”.

No tenía sentido enfadarme ni continuar aquella charla que nos prometía el absurdo y el sinsentido. Solo insistí preguntando qué pasos tenía que seguir para recobrar mi identidad. “Es posible que sus datos no se encuentren en el archivo debido a un error. Es lo que por el momento se me ocurre —dijo el funcionario—. Solo cuando una persona fallece, los datos del archivo de identidades son derivados a la oficina de Decesos. Si debiéramos guardar aquí los datos de las personas fallecidas, los archivos no entrarían en el edificio”. Las palabras de aquel hombre me tranquilizaron, acaso solo se trataba de un error, el equívoco de alguien que en determinada oportunidad sacó los documentos de mi identidad del archivo y los envió a la Oficina de Decesos. “Pero aquí los errores son poco frecuentes, menos aun cuando se trata de un caso de defunción, jamás nos equivocamos ni podemos equivocarnos al respecto” —dijo el otro, solo para diluir mi entusiasmo—. “¿Y entonces qué hago, cómo sigo el trámite?” —les pregunté—. “Hasta acá podemos ayudarlo, más que esto no podemos hacer. Poniéndome en su lugar le sugiero que contrate un abogado e inicie la demanda legal, en la Oficina de Decesos no van querer siquiera escucharlo. En el fondo, tienen razón, un muerto no puede pedir los documentos de su propio deceso, y si estoy en lo correcto y sus papeles fueron derivados a la Oficina de Decesos, usted está formalmente muerto. Y eso sería tener suerte, al menos sería algo, porque es posible también que usted ni siquiera haya existido”.

—Natacha, soy yo, Andrés, necesito que hablemos, por favor —dije cuando esa misma noche llamé por teléfono a mi ex mujer, con la idea de rogarle, que me escuche, ponerme de rodillas si fuera necesario, solo para que me devolviera mis documentos.

—¿Qué Andrés?

—Andrés, Natacha, soy yo. Quería que habláramos más tranquilos los dos.

—No recuerdo ningún Andrés.

—¿Vas a seguir con ese juego? Ya somos grandes, tenemos un hijo; al menos por Alejandro, sentémonos un rato a hablar como dos personas que alguna vez se quisieron.

—¿Usted es el hombre que hace unos días vino a mi casa? No nos moleste más, no sé lo que quiere con nosotros.

—Solo quería hablar con vos.

—No tengo nada de qué hablar.

—Sí tenemos que hablar, está Alejandro de por medio.

—No vuelva a nombrar a mi hijo.

—Es también mi hijo y quiero verlo. Hace meses que ni siquiera me dejás hablar con él.

—Ya le dije que no tengo idea de quién es usted, nunca lo vi en mi vida ni tengo ganas de verlo.

—Pero Natacha, escuchame, necesito que me escuches.

—No quiero escuchar nada, no me llame más, ni se le ocurra volver a aparecer por mi casa, la próxima vez llamo a la policía —dijo enfurecida y cortó.

Para el Estado había dejado de existir, acaso nunca había existido, mi identidad se había reducido a la nada misma o en el mejor de los casos a un mero equívoco. Mi ex mujer jugaba a no recodar quién era, quién había sido en su vida. ¿Estaba jugando conmigo montando aquel teatro de la humillación, el truco fácil con el que me había hecho desaparecer, o de verdad no me reconocía?, ¿podía jugar de ese modo y arrastrar a mi propio hijo a semejante bajeza, o ciertamente, ni siquiera mi hijo reconocía quién había sido su padre? Entiendo que no eran más que los primeros pasos hacia una desaparición generalizada y que aún no tenía claro hasta dónde podía avanzar el proceso de anulación y olvido, pero por alguna razón, en ese momento, acaso sospeché lo que vendría. De pronto tuve miedo de sufrir el mismo destino que mi amigo el innombrable y su libro best seller: desaparecer de la memoria de los hombres hasta desaparecer de mí mismo.

Durante esos días, mi madre cumplía años. Salí de compras para regalarle algo. Tomé un colectivo al centro de comercial de San Justo. Caminé algunas cuadras, mirando vidrieras sin encontrar nada que me llamara la atención. Me decidí a visitar un Shopping que habían abierto hacía poco en un predio que quedaba a solo unas cuadras, donde antes se levantaba la fábrica textil donde mi madre había sabido trabajar durante años hasta su cierre por quiebra y que todos habían conocido como la “Textil Oeste”. El esplendor artificial del interior de aquella mole de plástico y cemento contrastaba con la miseria general que reviste el paisaje cotidiano de ese pozo en el mundo que es La Matanza. Apenas unos pasos dados en su interior ya sentía la lengua pastosa y embadurnada con las moléculas tóxicas del desodorante de ambiente que contaminaba el aire y acaso pretendía borrar el olor fétido de los que veníamos de afuera y se nos ocurría ingresar en aquella burbuja ficcional. Para mi sorpresa encontré la librería de una de las mega-empresas multinacionales. Al menos, entre tanta bazofia descartable amontonada en las vidrieras bajo luces dicroicas rojas, azules y violetas, existía también ese artefacto extraño, refractario, incongruente con el lugar, con San Justo y con La Matanza entera, llamado libro. Mientras en los pasillos los cuerpos se torturaban mutuamente en una asfixia compartida de la que pretendían escapar a los empujones y a los codazos, la librería estaba vacía. Recorrí los pasillos divididos por los estantes. La miseria simbólica que se acumulaba en aquellos anaqueles formaban un continuo con la degradación del afuera. En uno de los recodos encontré la sección de Literatura Argentina. Los libros estaban divididos por editoriales. Allí dentro, solo me quedaba sobrevivir en el regodeo de mi propio narcisismo. Encontré la editorial que venía publicando mis libros desde hacía unos años. Se trataba de tres dignos estantes en los que relucían los lomos negros y la letra dorada. Hacía solo unos meses, esa misma editorial acababa de publicar mi último libro con el que, al menos, por lo que me habían dicho en la editorial y la recepción crítica en suplementos literarios, lectores anónimos, páginas web y listas de ventas de las librerías destinadas al mercado de lo que solían llamar “literatura independiente”, me había hecho ilusiones de haber alcanzado cierto reconocimiento. Lo cierto es que estaban todos los libros de la editorial, pero ninguno de los míos, no solo los anteriores, tampoco estaba el último que había publicado y que debía estar circulando por todos lados. Me acerqué al mostrador, le pregunté a la chica que me atendió por el libro en cuestión. Lo buscó en la computadora, no lo encontró. Me pidió un poco de paciencia para verificar si se encontraba en alguna de las otras sucursales y así poder conseguírmelo. La búsqueda resultó infructuosa. Sí tenían los libros de la editorial que le había mencionado, y en general nunca faltaban en stock porque los renovaban mensualmente, por lo que a la chica le pareció extraño que mi libro ni siquiera apareciera en sus archivos como faltante. La curiosidad la llevó a preguntarme si conocía otros libros del autor. Mencioné al menos cinco títulos de todos los que había escrito. Tampoco figuraban en los listados de la computadora. Realizó la búsqueda ya no por título sino por el nombre del autor. Me pidió que se lo deletreara. No había ningún autor que se llamara Andrés Jorsman. Sobrevivir en el fango del narcisismo es también aprender a alimentarse del narcisismo y comérselo. Un poco idiota, con el peso del hastío de mí mismo, ya estaba decidido a marcharme cuando a la chica se le ocurrió buscar mi nombre y el título de los libros en los buscadores de internet. Giró la pantalla de la computadora para mostrarme lo que hacía. Me preguntó si el nombre del autor y el título del libro estaban bien escritos. Apretó la tecla enter y la lista de direcciones web se desplegó en la página. Revisamos uno por uno. Ella misma los iba leyendo en voz alta. Andrés Jorsman no existía, sus libros tampoco. Pero dónde habían quedado las entrevistas para distintos diarios, el documental donde aparecía contando mis pareceres y anécdotas sobre cierto autor ya fallecido, las lecturas públicas en diferentes eventos, aquellos infructuosos poemas que sin embargo tanto habían circulado, los fragmentos de mis novelas que las revistas digitales de toda América hispano-parlante solían publicar, dónde los dos o tres premios que había recibido, ¿y aquellos ensayos sobre Levrero, Dick, Cartarescu y tantos otros que había publicado en la página de la Biblioteca Nacional? La mirada de la empleada intentando identificar el síntoma, acaso, la estructura metálica de un cyborg o la masa gelatinosa de un alien oculto bajo la superficie de látex que simulaba la piel de un cuerpo humano, me sacó del absorto.

Salí de la librería con la sensación de haberme desvanecido en el aire, haber ganado la levedad necesaria como para, sutil, volverme invisible para todos. Sin embargo en la puerta del shopping, algo, cierta mirada, o acaso la sospecha de cierta mirada, me devolvió entonces el espesor duro del ente, el peso específico del saco de carne y huesos que cargaba conmigo. Se trataba de dos policías que charlaban en la puerta del lugar apostados contra uno de los lados. Me detuve antes de cruzar la puerta. Pensé de inmediato qué podía a ocurrir si a aquellos dos se les ocurría pedirme los documentos. Imaginé el largo periplo de mi condena, ¿cómo demostrar mi identidad en la cárcel cuando ni siquiera libre y con la posibilidad de acercarme a las oficinas estatales podía conseguir un mísero papel en el que constara mi existencia? ¿Exageraba? No, no exageraba nada, el fascismo más o menos soterrado, la vigilancia y la persecución constante estaban a la orden del día y las cárceles del país llenas de inmigrantes indocumentados esperando la gracia de, al menos, ser devueltos al país de origen. En mi caso no habría siquiera país de origen al que poder regresar.

Retrocedí de inmediato. No iba a correr el riesgo de que en el cerebro mínimo de aquellos monos infradotados travestidos en uniformes azules se conectaran las dos neuronas que constituían todo su sistema encefálico y prescribieran la orden de pedirme los documentos. Regresé por los pasillos amuchados, sentía los latidos de mi corazón rimbombante en el pecho y la respiración se me volvía pesada. Enfilé en dirección a los baños. Un guardia de seguridad se apostaba en la entrada. Esquivé su mirada, cambiando de dirección y volviéndome a perder entre la gente. Caminé un buen rato en círculos, dando toda la vuelta una y otra vez por la estructura de anillos de aquella arquitectura. Simplemente escapaba y sin embargo no tenía certezas de qué estaba escapando. Descansé de mí mismo y de la masa carnal que se deslizaba por los pasillos y de la que apenas sobresalían algunas cabecitas para de inmediato volver a hundirse, metiéndome nuevamente en la librería de la que yo mismo me había echado. Me hice el distraído, haciendo como que observaba los libros husmeando entre los anaqueles, hasta que la empleada que antes me había atendido me preguntó si estaba buscando algún otro autor raro. Le respondí que estaba buscando la salida del shopping. Ella miró hacia atrás, en dirección al mostrador y los depósitos. Me miró de nuevo y dijo con alguna sorna que en la librería no existía ningún pasadizo secreto que me llevara a ningún lado. “Me refiero a si existe otra salida que no sea la de la izquierda”, dije señalando una dirección un poco vaga. La chica, que ya me había tomado como un pobre delirante, me explicó cómo llegar a la otra puerta de salida. Allí se encontraban otros dos policías. No tenía modo de escapar a la posibilidad de que me detuvieran y me pidieran los documentos. Nunca había tenido semejante sensación de estar en falta, pero lo que faltaba era yo mismo, al menos, a los ojos de los otros. Me sentí ausente, irreconocible, reducido a nada, sin embargo esa nada, la ausencia misma en la que me estaba convirtiendo, tenía una densidad, un peso, como si mi desaparición concentrara la paradoja de la más pura visibilidad. Parado a unos metros de la puerta y los policías, me volvía visible por el hecho mismo de haber desaparecido. Supe entonces del atolladero conceptual de eso que llaman “el cuerpo inmaterial del fantasma” y aquello se me volvió desesperación. Si para ellos —los dos policías, el Estado en general— yo no era más que un fantasma, ¿qué capacidad extraña les permitía ver aquello que por definición debía permanecer invisible? Como un fantasma, así, me destiné a cruzar el umbral, a paso seguro, la mirada fija en ningún lado, el cráneo en perfecto equilibrio prometiéndome a mí mismo no girar hacia los lados. Di unos pasos sobre la vereda, ya había pasado la línea en la que me podían interceptar. El ruido de los autos y el murmullo general se concentraban en mis oídos en un espiral del que esperaba emerger todavía la voz de aquellos policías llamándome. ¿Dijeron algo?, ¿me pidieron que me detuviera? Es posible, no lo sé, solo recuerdo cierta tensión eléctrica recorriéndome los huesos y la carrera indómita que entonces emprendí cruzando la avenida, esquivando los autos que frenaron de golpe e hicieron sonar sus bocinas. Llegué a la otra vereda y no me detuve, seguí corriendo ahora en paralelo a los autos y apenas llegué a la esquina giré hacia mi derecha y seguí corriendo por la calle lateral, y corrí dos o tres cuadras más y solo cuando me pareció que ya no había miradas en derredor ni nadie que se cruzara por mi camino, aminoré la marcha y me dispuse a respirar.

Ya no salí de la casa de mi madre, tampoco le compré ningún regalo para su cumpleaños. Preferí este encierro a aquel otro que el Estado me tenía prometido. Eran las seis de la tarde, todavía estaba a tiempo de llamar a la editorial. Me atendió la chica de recepción. Dije mi nombre, pedí hablar con Martín Maigua. Laura me respondió que Martín estaba ocupado y no podía atender el llamado. Sabía que Martín, como todos los otros editores que había conocido en mi vida, tenía esos arrebatos de diva de televisión con los que solía engalanarse y hacerse desear, rechazando encuentros, posponiendo entrevistas, negándose a recibir llamados. “Laura, es urgente, decile a Martín que deje de dar vueltas y me responda, sé que está por ahí, en su oficina o al lado tuyo”, dije con la soltura que me permitía conocerla a ella y a Martín desde hacía tanto tiempo.

—Señor, le estoy diciendo que Martín Maigua no se encuentra en las oficinas —escuché la voz acerada y distante de Laura.

—Está bien, entiendo, te pregunto a vos entonces, quería saber si los libros de la editorial estaban circulando por las librerías de Yeny.

—Sí, señor, los libros de la editorial se encuentran en todas las librerías.

—¿Sabés si pasó algo con el último de los míos?

—No recuerdo, ¿a qué libro se refiere?

Un largo camino de Hormigas. Así se llama.

—No tengo idea, nunca publicamos nada que se llamara de ese modo.

—¿Me pasás con Martín?

—Ya le dije que Martín no se encuentra.

—Laura, ¿sabés quién soy, no?

—No, señor, no tengo idea. ¿Cómo dijo que se llama?

—Soy Andrés Jorsman.

—No me acuerdo, señor, creo que no nos conocemos.

—Nos conocemos desde hace unos diez años. Nos vimos más de mil veces, ¿cómo no te acordás de mí?

—No sé, no me acuerdo.

—Pero soy Andrés Jorsman, publiqué más de diez libros con la editorial.

—Ah, ¿sí?, ¿más de diez libros?

—Sí, Las pasiones alegres, Mi pequeña guerra inútil, El sistema del error...

—Sí, sí, entiendo, pero de verdad no lo recuerdo.

—Bueno, acordate, no está bueno jugar así con nadie.

—Le voy a tener que cortar.

—No, no me cortés. Pasame con Martín.

—Es que usted no entiende. No conozco a ningún Andrés Jorsman, nunca publicamos los libros de los que usted habla.

Laura hizo silencio, seguramente habría tapado el micrófono del teléfono con la mano, sin embargo, escuché de fondo la voz de Martín que le pedía el tubo. Al instante escuché su voz en el aparato.

—Qué bueno, Martín, poder hablar con vos. Esa chica, Laura, no sé qué le pasa.

—No le pasa nada. Dígame de nuevo su nombre.

—Andrés Jorsman.

—Bueno, Andrés Jorsman, a ver si te queda claro, no te conocemos, ¿entendés?, no sabemos quién sos, no tenemos idea qué libros publicaste ni con qué editorial lo hiciste, con nosotros seguro que no.

—Pero, Martín, soy Andrés, tomate un segundo para acordarte, no puede ser que te hayas olvidado, hace tres meses nomás publicaste mi último libro.

—Escuchá bien lo que te digo, no nos gusta perder el tiempo, si tenés algo para publicar no es este el camino, simplemente no nos interesa, no nos interesa saber de vos, ni de lo que escribís ni de ninguna otra cosa, solo te pido que no llamés más.

Cuando colgué el teléfono, abrí la computadora. Lo primero que me llamó la atención es que se había borrado el historial de todas mis búsquedas. No recordaba haberlo hecho y sin embargo de algún modo era lo que esperaba. Escribí mi nombre en el buscador de internet, solo como un modo de corroborar lo que ya había visto junto a la empleada de la librería en la computadora del lugar. Desde luego, no encontré nada que remitiera a mi existencia. Escribí entonces los títulos de mis libros. Tampoco encontré nada. Alguna vez había leído que internet no tenía memoria porque no era capaz de seleccionar por sí sola sus propias búsquedas, no era entonces más que el infinito archivo del olvido —los datos, los informes, las imágenes, los nombres, existían entonces allí no para ser recordados sino para ser olvidados. Pensé que acaso uno no escribe sino para asumir por anticipado el olvido que la muerte y el tiempo nos tiene prometido, sin embargo, enfrentarme al paisaje de la devastación no era algo que pudiera sostener sin más. Podía yo desaparecer del mundo, ser olvidado por todos y transformarme en nadie no movía el péndulo de mi existencia ni me importaba en lo más mínimo; pero me había abrazado a la ilusión de la literatura, a la idea demencial de que alguna ocurrencia, alguna línea, alguna palabra resguardaran mi vida de la hecatombe del olvido. De pronto, los veinte años que había dedicado a escribir mis doce libros habían desaparecido del mundo o ni siquiera habían ocurrido. Tal como le había pasado a mi amigo el innombrable con su novela best seller, mi literatura se había evaporado, pero ni siquiera había llegado a vender ni el uno por ciento de lo que el otro ni se me había dado la gracia de que me pagaran la plata suficiente como para darme el lujo de olvidarme de mí mismo.

No solo hablo de desaparecer de la memoria de los lectores, sino que lo que había desaparecido era la existencia concreta del libro físico. Entiendo que se trataba de un fetiche, una vulgaridad del pensamiento, pero busqué mis libros, algún ejemplar perdido en la biblioteca de la casa de mi madre y al no encontrar ninguno, algo en mi interior se quebró para siempre. Pensé en llamar a Natacha para preguntarle si existía algún ejemplar en la que había sido mi casa, pero no tenía sentido, ella no quería hablar conmigo, ni siquiera me permitía ver a mi hijo, menos aún le importaría el tema de mis libritos. Terminé llamando a Héctor, un amigo que había leído todos mis libros y los guardaba en un estante de su biblioteca. Había escrito un libro muy bello de tono autobiográfico en el que el personaje a los doce años mataba a su padre, vivía luego un largo peregrinaje nómade en la intemperie de la ciudad aprendiendo el trabajo de mula de cierto dealer, adentrándose en los espirales psicodélicos en los que se perdía fumando sus porquerías, ensayando modalidades de la degradación en los baños de la estación de Flores. Cada vez que lo visitaba, me detenía antes de marcharme frente aquellos anaqueles en busca de algún libro que no hubiera leído para pedírselo prestado, entonces, invariablemente, me encontraba con el lomo de mis propios libros allí retozando unos sobre otros. Recordaba perfectamente su número de teléfono. Lo llame sin esperanza alguna. No reconoció mi nombre ni mi voz. Estuve tentado a explicarle lo que me estaba pasando. Decidí hacerme pasar por otro. Le dije que tenía un amigo que había desaparecido hacia un tiempo.

—Nadie sabe nada de él —le dije—, me contacté con la policía, llamé a distintos hospitales y no obtuve la menor información al respecto. En su departamento encontré una agenda —mentí— con los nombres y los números de teléfono de sus contactos y conocidos. Allí encontré el tuyo, por eso te estoy llamando —agregué —. Mi amigo y acaso también el tuyo, se llama Andrés Jorsman, ¿te acordás de él?, ¿lo viste en los últimos tiempos?

El recuerdo de nuestras mutuas visitas se me vinieron encima, las noches que nos encontrábamos para leernos nuestras cosas, criticar los libros que no habíamos leído, contarnos las películas que no habíamos visto, dejar pasar las horas que medíamos por cada vaso y cada botella de ron y de whisky que nos tomábamos dejando sus cadáveres de pie sobre la mesa hasta que la mañana nos encontrara desfalleciendo y el viento frío de esas horas nos hiciera recordar que uno o el otro debía volver a alguna parte.

—No, la verdad es que no conozco a ningún Andrés Jorsman —dijo Héctor.

—Okey, entiendo, te molesto con una última cuestión. La persona que estoy buscando es escritor, ¿sabés?, tiene un par de libros publicados por la editorial Somalía. Te va resultar raro lo que te voy a pedir, pero ¿podrías buscar en tu biblioteca si tenés algún libro de mi amigo?

Le di mi teléfono y a la media hora me llamó. Me dijo que estuvo buscando los libros del tal Andrés Jorsman pero no había encontrado nada. Agregó que le parecía raro no haber escuchado nunca de aquel escritor ni recordar algún título de sus libros. Por curiosidad nomás, buscó el nombre de Andrés Jorsman en internet, le llamó la atención que no existiera ningún dato sobre la persona ni sobre sus libros.

—Ni siquiera aparecen en la editorial Somalía que me dijiste —sentenció mi amigo o aquel que había sido mi amigo.

Esa noche no pude dormir. Los recuerdos se desmoronaban desde la punta de la montaña del pasado y formaban una avalancha que me había pasado por encima, haciendo rodar cuesta abajo hacia ningún lado. Me dolía el cuerpo, era como si mi memoria me hubiera agarrado a las trompadas para dejarme todo roto, magullado, quebrado. El terror de olvidarme de mí mismo como lo habían hecho todos los demás, me empujaba a salir de cacería por los bosques de la memoria, pero los recuerdos eran animales que como ráfagas corrían entre los árboles, escapaban y me dejaban atrás, paralizado, contemplando su fuga. Me levanté de la cama para darme una ducha y sacarme de encima ese vértigo que se había transformado en una masa gelatinosa que me embadurnada, una costra de mugre que me envolvía por completo. Bajo el agua fuerte de la ducha, me pareció despertarme y encontrar algún orden en la hecatombe de recuerdos de la que acababa de salir. Entre todos, había uno que se había quedado demorado en las trampas de mi cerebro. Aquello debió haber ocurrido hacía ya más de treinta años atrás. No tenía más de siete u ocho años y debía ser el cumpleaños de alguno de mis familiares. Mis primos jugaban en el patio trasero de la casa, mientras estaba yo encerrado en el cobertizo del fondo haciéndole algo malo, muy malo, a mi prima que debía tener un año menos que yo. No importa lo que estábamos haciendo o yo le estaba haciendo a mi prima, no viene al caso, lo cierto es que bastó el ruido de una puerta abriéndose, la voz de uno de mis tíos resonando en el patio preguntando por mi prima y por mí para llenarme de terror, ese tipo de terror que paraliza y desnuda la existencia dejándola expuesta y servida para su aniquilación merecida. Fue tal el miedo que sentí que solo atiné a saltar por una ventanita trasera del cobertizo y pasar por encima del alambrado del fondo de la casa de mi abuela que lindaba con un terreno baldío. Crucé las malezas y me trepé por el muro de la otra casa, atravesé un jardín y luego otra vez el muro para dar finalmente con la calle. Entonces corrí hacia las vías del tren que se encontraban a unas tres cuadras de allí. Anduve bordeando las vías hasta que me topé con ciertos galpones abandonados que debieron haber sido utilizados por la empresa ferroviaria. Por dentro, el galpón no debía ser demasiado grande pero a los ojos de aquel chico de siete u ocho años aquello debía ser inmenso. Como un relámpago oscuro aparecen las máquinas enormes, el chatarrerío amontonado en uno de los rincones, y los ventanales rectangulares en lo más alto del lugar. Todo olía a aceite y a animal muerto. Me acurruqué detrás de unos tachos cilíndricos y allí me quedé escondido durante cierto tiempo que acaso no habrán sido más que unas horas pero que en la memoria se expanden abarcando días y noches. Una claridad luminosa había cortado la oscuridad densa del lugar cuando abrieron la puerta y yo miré y mis ojos se achinizaron enceguecidos. Dijeron mi nombre, dieron unos pasos en el interior y no tardé en darme cuenta que eran dos de mis tíos que me habían ido a buscar. Me llevaron de vuelta a la casa de mi abuela, allí me esperaban mis padres, pero mis padres no parecían mis padres, en todo caso, actuaban como si yo no fuera su hijo. Pensaba entonces en lo que había pasado con mi prima, esperaba el peor de los castigos, pero no dijeron nada acerca de lo ocurrido, nadie había hecho mención a lo que yo entonces creí el motivo por el que me habían buscado. Ninguna palabra acerca de nada, no solo en relación a lo ocurrido con mi prima, sino que no me hablaban, no me miraban ni parecían haberse enterado que yo estaba allí esperando el castigo debido. Y claro está, el castigo era ese mismo, desconocerme, hacer como si me hubieran olvidado. Le dije algo a mi mamá buscando comprender qué estaba sucediendo pero mi madre actuó como si no me escuchara. Le pregunté a mi padre qué estaba ocurriendo y mi padre se limitó a decirme que no me conocía, no me acuerdo de vos, no sé ni cómo te llamás —esas fueron sus palabras—. Insistí una y otra vez, le dije “papá, soy yo, no jueguen así conmigo”, pero mi padre no parecía estar jugando, simplemente no recordaba que existiera y que fuera su hijo. Mi abuela estaba sentada en un sillón, alejada unos pasos. Me acerqué a ella como un perro faldero que buscara cobijo bajo aquella pollera acampanada y gigante que ella siempre usaba. “No te metas ahí abajo, no sé quién sos ni qué hacés acá” —dijo mi abuela apenas me agaché buscando el recoveco entre sus piernas por donde levantarle la pollera y alcanzar mi refugio—. Por la ventana vi a mis primos que seguían jugando en el fondo de la casa. Estaban sentados en ronda y uno de ellos caminaba en derredor tocando la cabeza de uno y otro mientras cantaba una canción que repetía siempre la misma secuencia “pato, peto, pito, poto, puto”. Salí afuera, me senté en la ronda, me miraron como si de un extraño se tratara y fue entonces, apenas unos segundos después, que todos se levantaron y entraron a la casa dejándome solo. Los vi detrás de la ventana, hablaban con mis tías y me señalaban estirando sus brazos. Acaso se trataba de un juego que mis padres habían acordado con el resto de mis familiares para que yo comprendiera lo que había hecho, sin embargo, aquel juego no tenía ninguna gracia ni nada de pedagógico. Cuando entré a la casa, mis padres habían salido a la vereda y subían al auto. Me estaban dejando abandonado, al menos eso es lo que seguramente querían hacerme sentir. El auto arrancó y desesperado los corrí unos metros. Al llegar a la esquina mi padre frenó y me acerqué a la ventanilla. “¿Por qué nos perseguís, no tenes casa vos?” —dijo mi padre—. “No lo trates así, pobre criatura, capaz que no tiene madre” —dijo mi madre y enseguida me preguntó—, ¿tenés mamá?, ¿dónde vivís?”. No supe qué contestar, solo se me dio por llorar como nunca antes lo había hecho, gimoteando con una fuerza orgánica que contraía los músculos de mi diafragma y no me dejaba decir la más mínima palabra. “Dejalo subir —agregó mi madre— ¿no ves que no tiene dónde dormir?, capaz que se quedó sin padres, dejalo venir con nosotros, ¿no lo vas dejar así tirado en la calle, no?”. Esa noche me fui a dormir pensando que mis padres efectivamente se habían olvidado de quién era su hijo como si el escarmiento que me habían impuesto —ese mismo, el de hacerme desaparecer de sus recuerdos— no hubiese sido una decisión tomada por ellos, sino un castigo de los dioses que habían borrado de la memoria de mis padres el pasado que nos unía. Ellos también debían sufrir el haberme olvidado, acaso tenían algún registro de ese olvido, entendiendo que habían olvidado algo sin saber qué era eso que habían olvidado. Al otro día, al despertarme, mi madre me preguntó si recordaba dónde quedaba la casa de mi supuesta madre, dijo que debíamos llamar a la policía para que se encargara de devolverme con los míos. Esperó a que yo le respondiera algo, pero nada podía responder, por lo que mi madre entonces me preguntó si al menos me acordaba a qué colegio iba. Me limité a levantar el brazo señalando una dirección más o menos difusa y al rato me subieron al auto y me dejaron parado delante de la puerta de la escuela. Entonces ocurrió lo que ni siquiera ahora después de tanto tiempo puedo explicarme. En el colegio no me conocía nadie, mis amigos más cercanos estaban reunidos en una punta del patio esperando que llamaran a formar filas para entrar en las aulas y cuando me acerqué a ellos para saludarlos simplemente me miraron como si fuera un alienígena recién llegado al planeta Tierra y ni siquiera se dieron por aludidos. Al aula entré último, el pupitre donde siempre me sentaba junto a mi amigo Sebastián estaba ocupado por otro. Me senté solo al final de la fila. La maestra leyó el listado de los presentes llevando la mirada hacia delante cada vez que enunciaba un nombre y un apellido. Los compañeros levantaron el brazo cada vez que fueron nombrados. Esperé mi turno, pero cuando terminó a los apellidos que empezaban con J no pronunció el mío, saltó directamente al nombre de un tal Lamela Mariano haciendo caso omiso de mi existencia. En el recreo me acerqué de nuevo al grupo de mis amigos. El rechazo llevaba consigo la violencia y la crueldad de la que a los ocho años los chicos son capaces. Insistí una y otra vez, les pregunté por qué me hacían eso, por qué me dejaban de lado como si no me conocieran, qué les había hecho para que me trataran de esa forma. Simplemente me contestaron que no me conocían. “¿Pero no se acuerdan de mí?, ¿no saben quién soy?”. “Ya te dijimos, no nos conocemos, no sabemos quién sos y tampoco nos importa”. Terminé la primaria sin volver a tener ningún contacto con ninguno de mis compañeros empecinados en repetir aquello de que no se acordaban de mí. A mis tíos, a mis abuelos, a mi prima, no los volví a ver nunca más, seguramente ellos también se habían olvidado de mi persona. Incluso, fue en aquella época que mi padre se fue de nuestra casa abandonándonos para siempre, sin dirigirme nunca más la palabra ni siquiera para saludarme, aun cuando lo hubiera cruzado mil veces más para que mil veces me negara mirando para otro lado, sin recordar que yo todavía era su hijo.

Solo ahora entiendo que aquello era una pre-figuración de lo que después vendría hacia a mí con la fuerza de las cosas que se imponen como un destino. Cuando terminé de ducharme, encontré a mi madre desayunando junto a la mesa de la cocina. Me pregunté si en mi condena incluso mi madre me había olvidado. Me senté enfrente suyo y el hecho de que ella me preguntara si quería tomar café y entendiera mi presencia como lo más natural del mundo, me dieron cierta tranquilidad. Al menos, mi madre me recordaba y al menos mi madre todavía no había sido afectada por ese virus inexplicable que parecía dispuesto a carcomer los tejidos cerebrales de todos los que me conocían, con el único fin de hacerles olvidar mi existencia. Mi madre registró de inmediato el estado de desolación en el que me encontraba. Me preguntó si acaso era el tema de mis documentos lo que me preocupaba. Después hablamos de Alejandro, de la necesidad de buscar un abogado y presentar una demanda para volverlo a ver. También hablamos de Natacha: mi madre dijo que no podía entender cómo había llegado a ese punto —por qué tanto odio, por qué tanto resentimiento, hasta el extremo de negarme la posibilidad de ver a mi hijo—. La recordaba con afecto, le parecía que siempre se había portado tan amable con ella y conmigo que no podía entender qué había cambiado en el medio como para de pronto tener ese tipo de actitudes. Me preguntó qué le había hecho para generar tanto odio, y la verdad es que para mí mismo se había vuelto inexplicable.

Mi madre insistió con que debía contactarme con un abogado y pedir al Juzgado un régimen de visitas para ver a Alejandro. Le expliqué la situación con mis documentos. Habían quedado en la casa de Natacha, al parecer ya no tenía modo de recuperarlos y sin ellos tampoco tenía posibilidad de iniciar ningún trámite. Le recordé todo mi deambular por los pasillos y las oficinas del Registro de personas, el Juzgado de Familia y el Ministerio del Interior. Entonces recordó a la hija de una vieja amiga que trabajaba en el sistema judicial como psicóloga asistencial en la Defensoría de la Familia y las Personas. No tenía la menor esperanza de que una psicóloga por más contactos que tuviera en algún juzgado, me pudiera ayudar en algo. Pero mi madre de inmediato tomó el teléfono y la llamó. Habló con ella de vaguedades, y luego le explicó por qué la llamaba. Le contó un poco mi situación, la pérdida de los documentos, la necesidad de volver a ver a mi hijo. Al rato me pasó el tubo para hablar con ella. Se llamaba Marión Milstein. El solo hecho de escuchar la cadencia de su voz dulce y susurrante me devolvió alguna tranquilidad. Quise imaginar la boca roja, la carne de sus labios apoyados contra el tubo del teléfono, sus ojos negros perdidos en algún ventanal de la oficina desde la que me hablaba, su cola apoyada sobre el escritorio, la falda negra de su trajecito de Chanel levantada por encima de sus rodillas dejando ver el esplendor de sus muslos. En los pliegues de su voz estaban escondidas aquellas imágenes y más. Lo cierto es que escuché a Marión y Marión me escuchó y de pronto, no sé, fue como si me sintiera finalmente cobijado, abrazado por alguien que comprendía la desazón del olvido. Me dijo que debíamos encontrarnos cuanto antes. Le expliqué el terror que sentía ante la mera posibilidad de salir a la calle y ser detenido por algún policía al que se le ocurriera preguntar por mis documentos. Quedamos en que al día siguiente, vendría a la casa de mi madre para entrevistarse conmigo y analizar qué podíamos hacer por mí.

Atrapado en lo que mi imaginación había descubierto en los pliegues de la voz de mi psicóloga, siguiendo su recomendación de no renunciar a buscar en la casa de mi madre algún documento o algún papel relativo a mi identidad, me destiné ese día a abrir todos los armarios, dar vuelta los cajones habidos y por haber en aquella casa hasta encontrar lo que fuere, cualquier cosa que complaciera a mi psicóloga prometedora. No encontré nada de eso, pero entonces en el armario de la habitación donde había pasado mi infancia, entre viejas prendas y revistas descoloridas, hallé la bolsa negra atada con una cuerdita que sujetaba las puntas, y en su interior el block de hojas A4 escritas a mano: el libro que desde el principio vengo hablando y que desde ahora en más, por comodidad llamaré El Libro del Buen Olvido. Saqué las hojas de la bolsa y las apoyé sobre el escritorio. Ya estaba cansado de tanta búsqueda infructuosa y decidí darme unos minutos hojeando aquel libro mientras fumaba un cigarrillo y juntaba fuerzas para seguir después. Desde entonces me la pasé leyendo hora tras hora, una y otra vez, volviendo siempre sobre la misma página, la misma oración, y desde luego también retornando a cada palabra que una vez leída se hacía nada. No tardé en comprender la magia extraña que ejercía sobre mí forzándome a olvidar no solo lo que acababa de leer sino incluso aquello mismo que estaba leyendo. Me obsesioné con aquel libro, quería recordar los nombres, al menos algún nombre que pudiera sobrevivir a su muerte inmediata. Me veo llorando y riendo, me veo perdido en un bosque incendiado, me veo mirando atrás la devastación total, pero a la vez empujado hacia delante para seguir leyendo y comprender la conjunción misteriosa de la fascinación y el olvido.

No puedo darle palabras a lo que entonces leí, a lo que todavía estoy releyendo como si en verdad lo descubriera por primera vez. Ese de algún modo era el asombro mayor, el de pasar por la experiencia de un estremecimiento que no encontraba enunciación y que me empujaba a volver a recrearlo una y otra vez, y sin embargo…, sin embargo, apenas terminaba de leerlo por completo, o bien apenas terminaba de leer una página o un mero enunciado, no dejaba de preguntarme qué era lo que había leído, por qué no podía recordarlo. La sensación específica con la que me encontraba apenas levantaba la vista de sus hojas era la de no haber leído nada, incluso la certeza de que en verdad las casi doscientas páginas que lo conformaban estaban en blanco, tan vacías como un pozo lleno de nada. ¿Están en blanco las páginas de ese fajo de hojas que resplandecen todavía sobre el escritorio de mi cuarto?, ¿soy yo el que va escribiendo mentalmente aquello que en las páginas no existe, no está, ya siempre se ha esfumado? No lo sé, entiendo que tampoco es importante. Acaso esa es la magia del libro, el hecho de que no esté escrito y que desde el fondo de sus páginas en blanco cada cual lea lo que simplemente existe para él y para nadie más.

Lo cierto es que entonces se me ocurrió una estrategia que funcionara como antídoto. Me senté junto al escritorio, frente a mi notebook y me dispuse a transcribir palabra por palabra lo que leía. Puse las hojas delante mío, encima de mis antebrazos. De esta forma, mientras iba leyendo, mis dedos apretaban las teclas de la computadora. Intentaba no levantar los ojos de las páginas del original para no perder la lectura y volver a olvidar lo leído. Apostaba que mis dedos no equivocaran las letras del teclado, en todo caso, no me quedaba otra opción más que dejarlos solos en su constante repiqueteo, moviéndose autónomos como animalitos histéricos. Con esa estrategia mi comprensión del texto había avanzado, al menos así iba quedando registro escrito de lo que mi memoria olvidaba apenas terminaba de leer cada palabra. Lo cierto es que mientras transcribía en la computadora lo que simultáneamente leía y olvidaba, me encontré divagando con mis propias ensoñaciones. A veces sucede que uno se pierde en ideas e imágenes que cruzan por la mente como un río manso y fluido hasta que de repente se da cuenta lo que ha estado pensando o recordando; entonces comprende que en verdad nunca ha estado pensando nada sino que siempre ha llegado tarde a lo que estaba ocurriendo en el fondo de nuestro ser sin que hubiésemos estado ahí. De algún modo eso es lo que me pasó mientras leía y transcribía estas páginas, simplemente me encontré recordando cierta escena de hacía ya unos treinta años atrás cuando mi madre había intentado suicidarse dejándome solo en el mundo sin nadie que pudiera hacerse cargo de mí.

Cuando tomé registro de aquel recuerdo, me di cuenta que había dejado de leer, al menos de prestar atención a la lectura. Entonces observé la pantalla de la computadora y encontré que había dejado de copiar las páginas que estaba leyendo y en cambio había escrito lo que estaba recordando. Aquel recuerdo del frustrado suicidio de mi madre era toda una novedad para mí, lo había olvidado con tal disciplina y rigor que en verdad me sorprendió que pudiera existir en mí. Acaso estaba estimulado por lo que leía y olvidaba, no lo sé, pero ese recuerdo me resultó tan inesperado que dudé si no lo estaba inventando, sino era en todo caso la imagen misma de lo que había leído en estas páginas. La dificultad entonces era separar el recuerdo de la lectura. Quizás lo que olvidaba mientras leía lo transformaba en un recuerdo propio, como si la narración del libro se borrara para transformarse en mi memoria. ¿Era mío aquel recuerdo, o era lo que en verdad estaba leyendo?, en todo caso, ¿cómo era posible que aquellas palabras se transformaran en mis recuerdos?, por ejemplo, este mismo que aquí debajo transcribo —si es que aquí debajo hay alguna oración o alguna palabra que sobreviva al olvido y haga de mi trabajo una verdadera transcripción—.

El libro del buen olvido

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