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Segunda parte Miércoles 30 de Octubre de 2018
ОглавлениеMi madre creía en dios, los ángeles y la muerte, pero solo amaba a sus plantas. Tenía en su pequeño jardín del patio de la casa, rosas, azaleas, jazmines, helechos y potus que se amontonaban en macetones enormes con formas de copa, rectángulos y círculos concéntricos, unas encima de las otras. Le gustaban los ángeles y tenía estatuas que coronaban los macetones, colgaban de los pilares o más pequeños se ocultaban entre las plantas. Cada noche, al volver del trabajo, regaba sus plantas, les quitaba las hojas secas y perseguía caracoles, bichos bolitas y hormigas. A los caracoles los juntaba en una bolsa, luego los ponía en una fuente de plástico azul llena de sal de mesa y sal gruesa. Allí depositaba los caracoles y se quedaba un buen rato mirando cómo se quemaban. Sentada en la mesa de la cocina su concentración era absoluta, podía pasar media hora, una hora o lo que hiciera falta, contemplando la agonía de sus moluscos invasores. El silencio en su derredor debía ser total, su oído atento pretendía identificar el chisporroteo, el crujido de la carne babosa quemándose con la sal. Yo no escuchaba nada pero ella se empeñaba en alcanzar la adecuada afinación auditiva que le permitiera alcanzar el pequeñísimo “tttttzzzzz” que según ella se desprendía de sus víctimas.
Solo cuando de los caracoles no quedaba sino la cascara vacía, los tiraba a la basura y se destinaba a una pasión más alta: las hormigas. Armaba un veneno con un polvo blanco que mezclaba con agua hasta alcanzar el espesor de la leche, lo metía en una botella con rociador y comenzaba su insecticidio generalizado. No se contentaba con el mero hecho de rociar las plantas. He ahí el error, decía mi madre. Rociar las plantas no era más que atacar el efecto, pero no la causa. Las hormigas podían esperar unas horas, unos días, hasta que el veneno se disolviera con el aire, la lluvia y el tiempo, para entonces volver a atacar a sus plantas. Su estrategia entonces era identificar el camino de las hormigas y seguirlo hasta encontrar el hormiguero. Así noche tras noche, con una linterna en la mano comenzaba su peregrinar siguiendo los caminos de las hormigas que se cruzaban, armaban redes y se extendían a lo largo y a lo ancho de un territorio barrial tan difuso como vasto. Mi madre había llegado a dibujar un mapa de aquellos caminos y lo había pegado en la pared de la cocina trazando una x sobre los hormigueros que ya había eliminado. Aquel mapa parecía el mapa ferroviario de todo el continente americano en una escala tan mínima que solo mi madre lo entendía. Nada le importaba si de aniquilar un hormiguero se trataba, podía saltar los cercos y las rejas de cualquier casa para meterse en jardines ajenos o escalar los muros de terrenos baldíos o fábricas abandonadas con tal de cumplir su fin y azotar hormigas. En más de una ocasión supe que había tenido ciertos problemas policiales cuando la detuvieron metida dentro del parque de la casa de un vecino. En la comisaría todo se arregló cuando el vecino decidió no hacer la denuncia correspondiente —conocía a mi madre del barrio y en definitiva lo único que estaba haciendo era salvarlo de las hormigas—. Lo cierto es que en su furor asesino, mi madre podía pasar horas persiguiendo hormigas, a veces volvía cuando el sol inventaba una nueva mañana y mi madre no del todo satisfecha dejaba el rociador en la alacena, se daba una ducha y se iba a trabajar sin dormir en toda la noche. Cuando me hablaba de sus aventuras nocturnas, solía nombrar las calles por donde había andado y siempre parecía romper su propio récord, incluso más de una vez tuvo que tomar trenes, colectivos y remises para volver a casa con el tiempo justo de darse una ducha y marcharse.
Su guerra finalmente tuvo éxito, sus plantas crecieron a resguardo de todo, y, aunque en la escala pequeñísima de nuestro patio, el jardín cobró dimensiones de una belleza oriental cuasi mitológica. Ninguna hormiga se atrevió a regresar y, con ello, su pasión aniquiladora y sus paseos nocturnos terminaron. En casa, durante algún tiempo respiramos otro aire. Mi madre había vuelto a reír como hacía mucho no la había visto y llegué a pensar que podíamos comenzar otra etapa en nuestras relaciones. Por eso me resultó extraño que aquella mañana de Octubre de 1988, intentara matarse tomando un cuarto de litro de su veneno para hormigas.
Para mí se trataba de una mañana como cualquier otra. Al despertar, la encontré poniéndole azúcar al tazón donde había vertido el veneno y mezclado con algunas cucharadas de café instantáneo. Me preguntó si quería desayunar, ofreciéndome un café con leche. “No me gusta el café con leche, café solo” —respondí—. Me preparó mi café negro y se sentó frente mío. Me miraba, me miraba y sonreía, tomaba un sorbo de su tazón y volvía a mirarme y sonreír. “Te quiero mucho, ¿sabés?” —fue lo único que me dijo antes de que me fuera al colegio dejándola terminar de tomar su veneno—. Cinco horas más tarde, al volver a casa, la encontré tirada en el piso de la cocina con una espuma blanca que le tapaba la boca y caía hacia un lado en un hilito denso que rozaba su cuello y formaba un charco junto a su cabeza.
Tenía entonces trece años recién cumplidos y una madre que se creía hormiga, una hormiga suicida que odiaba a sus congéneres, soñaba genocidios y se prometía aniquilar el mundo-hormiga, todo hormiguero que estuviera dando vueltas, toda hormiga que pasara cerca de su existencia, incluso si se trataba de ella misma. No lo logró, su hijo no tenía ningún problema con las hormigas, ya fuera que se tratara de hormigas negras, hormigas coloradas, hormigas obsesionadas con morder un poco de carne humana, ni siquiera tenía problemas con hormigas gigantes como mi madre que desayunaban su propio veneno en pos de la auto-aniquilación de la especie. No era mío aquel legado, no importaban las picaduras, no me importaba que se comieran las plantas y arruinaran los jardines, que se metieran en las casas y socavaran los cimientos, ningún problema con las hormigas, lo que yo quería era a mi madre pero mi madre se creía hormiga y estaba dispuesta a todo contra las hormigas. Salí corriendo de la casa, golpeé la puerta del vecino más próximo, le expliqué que había tenido un problema con mi madre y necesitaba que nos llevara a un hospital. Cargamos el cuerpo denso de mi madre en el asiento trasero de un Falcon y pronto ya estábamos en la guardia del Hospital Municipal de San Justo, en la esquina de la plaza. La internaron en el tercer piso del lugar para hacerle un lavado de estómago, confiando en que el veneno no se había esparcido por los torrentes sanguíneos.
Mientras tanto yo esperaba afuera de la sala de internación, en un pasillo que tenía un ventanal por donde podía mirar el ir y venir de la gente que atravesaba la plaza, perdiéndose entre los árboles y volviendo a aparecer entre las sendas allí trazadas. Desde aquella altura tenía una visión panorámica y me permitía ver el cuadro general como en miniatura. Todos los días yo mismo atravesaba aquella plaza para ir a la escuela y a veces incluso me juntaba con algunos compañeros debajo del árbol más cercano a la estatua que ocupaba el centro. Del otro lado de la plaza, cruzando la calle Arieta, podía ver la catedral y detrás de la catedral los ventanales de los dos últimos pisos del colegio al que mi madre me enviaba —el Parroquial San Justo—. Pertenecía al arzobispado y el edificio formaba un continuo con la catedral, la casa de Caritas y el edificio administrativo de la arquidiócesis, ocupando así la mitad de la manzana. A mi izquierda estaba la municipalidad, pero desde donde me encontraba no podía verlo. A mi derecha en cambio podía observar los tres bancos que se extendían desde la esquina hasta casi llegar la mitad de cuadra, la comisaría al lado y luego el otro colegio del arzobispado, el Santa Rosa de Lima. Desde aquella ventana podía observar en ese momento a los chicos y las chicas vestidos con el uniforme que yo mismo tenía puesto. Un pantalón pinzado de color gris, zapatos negros, camisa celeste clara, una corbata azul oscuro, y en invierno un pulóver escote en v y un blazer también azul. Las chicas lo mismo, pero en vez de pantalones pinzados, las obligaban a usar unas polleritas tableadas.
No sé cuánto tiempo pasé al borde del ventanal viendo el cuadro general, pero pensé entonces en los ojos de todos aquellos que como yo, otros días, contemplaron desde allí la misma escena mientras esperaban que sus madres suicidas no se murieran en la sala de internación del tercer piso. No sé qué habrían pensado todos esos otros en el mismo lugar en el que yo estaba, pero me imaginaba cruzando la plaza siempre a la misma hora, siempre por los mismos senderos ya fijados y me parecía que aquella visión de hombrecitos diminutos bien podría haber representado a los ojos de mi madre el de la boca de un hormiguero gigantesco en el que las hormigas humanas pululaban dando vueltas sin sentido o sin más sentido que el de repetir siempre los mismos rituales, y pensé también que si en ese momento mi madre no se estuviera muriendo del otro lado de la pared que nos separaba, —si hubiera tenido los medios necesarios para poder hacerlo— se hubiese dado la tarea de una aniquilación generalizada de todas aquellas hormiguitas humanas, pensando siempre en las causas más que en los efectos, concentrándose entonces su ataque genocida en los tantos hormigueros que allí se levantaban —los bancos, la municipalidad, la comisaría, el colegio Santa Rosa, la catedral, la casa de Caritas, el edificio administrativo de la arquidiócesis y el edificio del Parroquial San justo—, sin importar si entre aquellas hormiguitas se encontraba su hijo.
Estaba solo —ese era mi destino, acaso mi epitafio exculpatorio— a cargo de una madre suicida. Cuando el doctor se acercó al pasillo buscando a los familiares de aquella mujer, me preguntó por algún adulto que se hiciera cargo. No le importó nada mi explicación, lo único que pretendía era que le consiguiera un mayor de edad que le firmara los papeles de internación y al que le pudiera informar de su estado de salud. No sabía qué hacer. No tenía abuelos ni tíos ni ningún familiar que diera vueltas alrededor de la burbuja íntima en la que mi madre me había encerrado. Hasta no hacía mucho tiempo atrás mi padre había llevado una doble vida: dormía en casa con nosotros, sí, pero sabíamos que pagaba los costos de otra casa en la que mantenía a su amante. Su vida debía ser por entonces muy compleja, yendo de una casa a la otra, atendiendo a mi madre —su histeria, sus reproches, su espíritu autodestructivo— y a la vez las necesidades y exigencias de su amante, pero lo cierto es que aquella situación había transformado la convivencia en un verdadero infierno y no tanto porque mi padre llevara una doble vida sino por el hecho de negarla. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta. Mi madre tenía un negocio de regalos a media cuadra de la plaza sobre la calle Arieta, y a eso de las doce del mediodía y luego a las cinco de la tarde, nos parábamos en la puerta del negocio para verlo pasar con el auto, día tras día, llevando y trayendo a la otra. Cada noche mi madre se lo recriminaba, no sin dejar de hacer referencia a que el auto lo había comprado para que al menos trabajara como remisero y no para pasear a su “puta” —decía mi madre regodeándose en la palabra puta que le estallaba en la boca como esas golosinas con una cobertura de caramelo que rápidamente se deshacen en el paladar y liberan un polvo ácido que pica, burbujea y repiquetea en el lomo de la lengua—. Pero mi padre era capaz de sostener hasta la muerte que la pared blanca que teníamos delante de los ojos era evidentemente roja y entonces simplemente la trataba de loca, empeñado en negarlo todo, una y otra vez. Es que mi padre no podía consigo mismo, la compulsión en la mentira —esa y otras muchas más— definía su existencia, determinaba cada paso a dar, cada palabra pronunciada, cada mirada de soslayo, y si no mediaba una por más pequeña que fuera, una mentira con la que sacara algún beneficio aunque no sea más que la mera complacencia narcisista —y casi todas eran relativas a su complacencia narcisista cuasi masturbatoria—, nada para él tenía sentido. Hablaba con mi madre, conmigo o con quien fuera, solo porque veía la oportunidad de una mentira que le diera sentido al hecho de haber abierto la boca, frecuentaba bares y compinches ligados a la rosca de la política municipal y a la juerga financiera —mesas de dinero ocultas en diferentes ratoneras de la zona— solo y únicamente para satisfacer su compulsión a hacer creer lo que no era y pretender no ser lo que en el fondo era. Le costó a mi madre un año entero echarlo de la casa, no sin insultos de por medio, no sin ciertos empujones y manotazos dados contra su cara. Y sin embargo, las cosas no acabaron allí. Finalmente se fue a vivir con la otra, sí, pero le dejó a mi madre ciertos cheques sin fondo y el pago de una deuda que tenía como garantía la hipoteca de la casa. Mi madre cerró la regalería que había llevado adelante durante veinte años de su vida, vendió el fondo de comercio para pagar los cheques y levantar la hipoteca. Desde entonces mi madre se dedicó a limpiar casas ajenas, entre ellas las de algunos de mis compañeros de colegio; primero fue la casa de uno que se llamaba Leonardo Eldritch y que tenía un restaurant famoso y antiquísimo en la esquina de la plaza, otro de apellido Oblak cuyos padres eran dueños de una maderera que fabricaba puertas y ventanas con distintas sucursales en todo el país, y por último en la casa de Sebastián Palmer, hijo del dueño de algunas concesionarias de autos, y, fundamentalmente, novio de Natacha, la chica a la que —cabe decirlo— terminé amando como solo se puede amar a los trece años cuando el mundo no es mundo sino una magia.
Lo cierto es que cuando el doctor del Hospital me exigió que lo pusiera en contacto con algún adulto que se hiciera cargo de la situación, pensé en mi padre. Se me ocurrió que después de tantos meses sin vernos más que a la distancia y sin hablarnos en lo más mínimo, podía ayudarme. No tenía que haber ido a aquella casa, no tenía que haberme humillado pidiéndole el más mínimo favor, pero lo hice enceguecido, acorralado por el miedo de cualquier chico de trece años enfrentado a la posibilidad de que la madre se le muriera y no tener a nadie cerca.
Sabía dónde vivía porque alguna vez lo había perseguido buscando, no sé, reencontrarme con él, escuchar al menos una palabra que explicara por qué me había olvidado, pero al final desistí. Esta vez fue diferente. Toqué el timbre y me atendió su amante. Por encima de su hombro se me daba el cuadro recortado del lugar donde mi padre había hecho la vida paralela que durante tanto tiempo había llevado. Así, entre el marco de la puerta y el hombro de la mujer vi el comedor de aquella casa y en las paredes un aparador y por encima de este una foto ampliada de mi padre y aquella mujer sosteniendo un bebé recién nacido entre los brazos que en ese momento imaginé como mi pequeño e ignorado medio hermano.
De aquel arrebato fisgón, me sacó la mujer que al verme allí parado sin decir palabra solo atinó a informarme que mi padre no estaba y que si estuviera difícilmente querría hablar conmigo. Le expliqué que me veía en una situación de urgencia y era necesario que hablara con él. La mujer volvió a negar que estuviera en la casa, pero fue entonces que por encima de su hombro vi a mi padre bajando las escaleras de aquel comedor con el bebé que había visto en la foto. No supe si mi padre me vio, pero lo cierto es que bajó las escaleras con mi medio hermano en brazos y solo atinó a esconderse detrás de la pared, junto a la puerta.
En ese momento recordé las veces que en mi casa había recibido los llamados telefónicos de una voz oscura y difusa que se limitaba a contarme que mi padre tenía un hijo con otra mujer. Desde luego, nunca había hablado de aquellos llamados y menos aún con mi madre —con quien no tenía ningún sentido hablar de nada que no fuere hacerle olvidar su destino auto-destructivo—, pero tampoco había hablado de ello con mi padre, y en verdad nunca supe por qué no le di lugar, no sé, acaso a defenderse, explicarse o lo que fuere. Seguramente nunca le mencioné aquellos llamados telefónicos sabiendo que no haría otra cosa más que darle la oportunidad de regocijarse otra vez en la mentira, pero la respuesta más inmediata y certera que se me ocurre es que mi silencio se debía a la vergüenza, la infinita vergüenza de ser hijo de aquel hombre.
Y sin embargo, estaba yo delante de la puerta de su casa bajo la mirada odiosa de su amante, reducido a un ente miserable, mendigando la ayuda del ser que más despreciaba y supe entonces que el sabor de la humillación tiene el gusto desabrido de leche cuajada y de las larvas asomando entreveradas en la pelusa verde de un guiso podrido. Le dije que no importaba y que, en todo caso, le informara a mi padre que lo había ido a ver porque mi madre se estaba muriendo en el Hospital Municipal y no tenía a nadie, ningún adulto que firmara la orden de la internación. La mujer cerró la puerta de modo más o menos violento y yo me quedé pensando si mi padre escondido detrás de la pared me había escuchado. Entonces ocurrió que mi padre volvió a abrir la puerta y su imagen enorme se hizo delante mío. Si se hubiera mantenido oculto hubiera resultado más digno, pero mi padre abrió la puerta con mi medio hermano entre los brazos y se limitó a decirme que no entendía qué estaba haciendo allí, por qué había preguntado por él cuando en verdad no me conocía, nunca había tenido un hijo que no fuera el bebé que tenía a upa, por lo tanto tampoco conocía a mi madre y poco le importaba si estaba internada, si todavía tenía ganas de seguir respirando o ya había tomado la decisión de morirse.
Me invitó a que me marchara y no volviera nunca más a molestarlo. Regresé caminando en dirección al Hospital bajo una noche radiante en la que al resplandor de la luna y las estrellas explotando les resultaba indiferente mi existencia, mi madre muriéndose, mi deambular buscando alguna ayuda. Pregunté en la mesa de entrada y me respondieron que mi madre todavía continuaba internada en el tercer piso del lugar, y con la misma indiferencia que la noche y las estrellas me informaron que seguían esperando que alguien se presentara al lugar para firmar los papeles de su internación. Al pretender subir al tercer piso, el personal de seguridad del Hospital me detuvo. Me dijeron que aquella no eran horas de visitas y me invitaron a marcharme.
Esa noche volví a dormir a mi casa. Las pesadillas eran por entonces de lo más corriente y de algún modo mi segunda vida. Apoyaba la cabeza en la almohada sabiendo lo que vendría, me preparaba para el caso no haciéndome ilusiones de que esa vez no tendría pesadillas sino solo a recibirlas sabiendo que sería capaz, otra vez, de salir ileso de lo que mi propio cerebro me tendría preparado. Se trataban en general de pesadillas recurrentes de sobrevivencia. La más insistente era la de morir ahogado en el mar. Desde el comienzo del sueño me encontraba dando manotazos entre las olas, pidiendo auxilio. Pronto la promesa de ahogarme se cumplía y toda el agua del mar se metía en mi boca y me inflaba los pulmones. Entonces, de repente, el mar se secaba y yo me encontraba tirado en el fondo de una meseta interminable. Miraba alrededor y solo el desierto. Pero aquella noche, la noche en que mi madre moría en una ceremonia tan íntima como solitaria, mi sueño se fue complejizando y alcanzó una forma que por entonces me resultaba una novedad. Ya me había ahogado, ya había bebido toda el agua del mar que me mataba y me encontraba tumbado sobre la meseta del desierto en derredor pero entonces ocurrió una cosa extrañísima. Me daba cuenta que la meseta estéril de aquel desierto se movía, era un temblor mínimo, imperceptible, apenas el bosquejo de un latido que todo lo abarcaba. El movimiento se fue acentuando, pero no era un movimiento sino un conjunto infinito de micro oscilaciones que daban como resultado la vibración indefinida de toda la meseta. Fue entonces que la tierra se resquebrajó por todas partes y recién entonces registré que el desierto estaba compuesto por hormigas ocupando cada milímetro del espacio y que me sostenían por encima de ellas en su vaivén. La vibración del conjunto fue tomando la forma de un oleaje y de pronto estaba de nuevo ahogándome en las olas del mar pero de un mar compuesto por infinitas hormigas que se levantaban unos dos metros por encima de mí y rompían contra mi cuerpo. Nadaba entre hormigas o al menos eso es lo que intentaba hacer, hasta que los golpes del oleaje me hicieron perder todo equilibrio y de la posición horizontal que llevaba me vi forzado a una postura vertical como si estuviera de pie pedaleando en una bicicleta invisible. Daba manotazos y patadas buscando sostenerme en la superficie, pero era como si la fuerza del conjunto de todas aquellas hormigas me empujara hacia el fondo. Ya no podía hacer nada contra aquello, había perdido estabilidad y descendía sin posibilidad de retorno. Ahora todo alrededor eran hormigas, por debajo, por encima, a los costados, solo una masa compacta y rojiza de hormigas. Intenté no desesperarme, contener el aire y no respirar, pero en el límite de mi propia asfixia abrí la boca y la marejada de hormigas se metió por mi garganta y llenó mis pulmones. Estaba aturdido, pero sentía claramente cómo mi cuerpo se desgajaba desde dentro y la carne se desprendía de mis huesos. Estaba siendo comido por aquellas hormigas. Pero la sensación exacta era otra. Las hormigas me habitaban, me comían por dentro y de mi cuerpo no quedaba nada que no fueran restos orgánicos, pero si todavía podía escucharme a mí mismo hablar de la sensación de ser habitado y comido por hormigas era porque yo mismo era el conjunto de aquellas hormigas. Entonces el mar regresó, el océano volvió a hacerse alrededor, pero esta vez no era azul ni tenía el color rojizo de mis hormigas, sino el color blanco intenso del veneno que mi madre preparaba mezclando cierto polvo con agua hasta adquirir la densidad y la tonalidad de la leche. Era yo entonces una hormiga entre infinitas hormigas, compuesto por las hormigas que le daban forma al conjunto disperso de mi existencia, pero esa existencia se ahogaba ahora en el mar del veneno blanco de mi madre. La desesperación ya no era solo mía sino la de la especie. Todas las hormigas habidas y por haber en el mundo moríamos bajo el oleaje lechoso del veneno materno y en aquella agonía mis hormigas hermanas crujían por dentro y ese crujido era un modo en que nuestro organismo aprendía a gemir y con ello hacerse voz, pretender la palabra, y éramos así infinitas voces diciendo lo que la palabra que nos era negada debía haber dicho: madre, ¿por qué nos matás, por qué esta asfixia, por qué ahogarnos en el veneno de tu leche?
Digámoslo de entrada: visto desde fuera y a la distancia, objetivamente, mi mundo, el mundo en el que vivía, aquel por el cual las cosas debían tener algún sentido, las palabras significar y el vértigo del caos encontrar algún orden, ese mundo estaba enfermo, pero desde entonces el enfermo empezaba a ser yo. Mi mundo se había roto desde hacía mucho, pero la Voz de la que desde ahora voy a hablar ya estaba en mí desde antes, ya siempre con esa entonación dura y metálica que no me dejaba más opción que vivir para resistirla. No puedo definir cuando empecé a escucharla, acaso me acompañó desde siempre, desde el primer momento en que nací o me encontré en las palabras y las palabras ya estaban desdobladas y cada una siempre significaba otra y en cada bifurcación la misma voz mental en la que yo vivía se partía y se hacía dos. Lo raro es que mi voz mental, la que siempre creí como propia, seguía el desarrollo evolutivo del que entonces era, es decir, la voz aflautada del chico que jugaba a juntar los pedacitos del universo diminuto y todo roto en el que vivía, en cambio, la voz del Otro, esa que había nacido desde siempre conmigo ya era enteramente la voz de un hombre, una voz ahuecada, gutural, tajeada por la sevillana del tiempo, venida con los ecos del fondo del infierno. Por entonces no era más que una sospecha, pero el hecho de escuchar una Voz dentro mío, una voz que no era la mía sino la de un hombre adulto que hablaba con la seguridad y la definición de un imperativo, hacía que en verdad no tuviera miedo de la Voz sino a lo que me tenía prometido; terror de que en algún momento el dueño de esa voz, la persona que se ocultaba tras el velo de las palabras intrusas en mi cerebro, se hiciera ver con la certeza de aquel que se quema en el momento en que arde incendiado. Así vivía aplazando el momento en que la Voz se hiciera alucinación, y entonces cuando el ruido mental llegaba al aturdimiento, todas mis fuerzas, toda mi atención se concentraban en impedir que los sonidos mentales ganaran el espesor de una imagen.
Ese era todo mi miedo, que la Voz tuviera un cuerpo y que ese cuerpo apareciera delante mío en un aquí y ahora determinado. Entonces cerraba los ojos, apretaba fuerte los párpados y me tapaba la cara con las manos. Podía ocurrir en cualquier lado, pero solía pasarme en la escuela o al menos las veces que me sucedió en la escuela lo recuerdo más que cualquier otra porque entonces debía responder a la demanda de los compañeros de curso pero sobre todo a la de los profesores que me preguntaban qué me pasaba y ante el silencio inhóspito y mi indiferencia estricta no sabían qué hacer conmigo. Los eventos en que mi voz se desdoblaba y aparecía la Voz del Otro más tarde o más temprano se apagaban y entonces todos se contentaban con mi burda explicación de ciertas jaquecas que sufría cada tanto.
Sin embargo el terror de que aquella Voz mental encarnara y se hiciera alucinación visual, finalmente ocurrió tal como lo esperaba. Fue en la casa de mi madre, la misma noche en que había regresado del Hospital donde mi madre había quedado internada por un intento de suicidio tomándose un cuarto de litro del veneno destinado a sus hormigas enemigas. La habitación en la que yo dormía era mínima, apenas un cuadrado de tres metros de cada lado, tapizado por una alfombra verde pero tan sucia que se acercaba a la tonalidad del beige y los marrones, mi cama resistía contra una pared, mientras que un escritorio y una biblioteca me esperaban en la otra. En los lados opuestos, un armario de una parte y el ventanal que daba al patio por el otro. Todavía no era verano pero recuerdo de aquella noche de la que vengo hablando, el calor insoportable, el aire espeso y gomoso pegándose a mi piel y el ruido del ventilador de techo. Desperté entonces con las voces de todas mis hormigas hermanas en mi cerebro y la visión de aquel Hombre de espalda, sentado junto al escritorio; pensé, desde luego, que se trataba de una continuación de mis pesadillas, que no había despertado del todo, sino que seguía soñando y en aquel sueño despertaba y me encontraba con aquel Hombre sentado de espalda en mi propia habitación.
Giró su rostro hacia mí, ¿qué dijo?, ¿cuáles fueron sus palabras?, no lo sé, en todo caso, su voz se confundía con las voces, los sonidos y ruidos que mis océanos mentales de aguas azules, hormigas rojizas y leche blanca y envenenada, no dejaban de agitar dentro mío. Lo cierto es que se puso de pie con un susto evidente en el rostro surcado de pliegues arrugados. Sus brazos dieron vuelta por detrás de la espalda, sus manos se aferraron al respaldo de la silla y las piernas dejaron que el peso de su cuerpo cayera hacia atrás como si estuviera sentado en el aire. Su voz fue cobrando definición y de pronto supe que esa misma era la Voz que me había acompañado desde siempre, persiguiéndome a donde fuere, obligándome a cerrar fuerte los ojos y taparme con las manos la cara sin importar si me encontraba en el colegio rodeado de compañeros o del profesor de turno, solo a la espera de la adecuada concentración que fuere también un modo de resistencia, una forma de hacerla callar en mí.
Enseguida me di cuenta que todos mis miedos de que la Voz se hiciera alucinación y se diera un cuerpo en el que encarnar no tenía sentido, finalmente me encontraba frente al hombre de la Voz y no tenía de qué temer. Acaso era él el que se mostraba asustado de verme en aquella habitación y era su temor lo que me daba aquella serenidad. “No sé por qué siento que te estaba esperando”, dijo como si en verdad fuera yo la alucinación, el aparecido, el fantasma que se hacía presente en su habitación y no en la mía. “Nunca pensé que los recuerdos podían hacerme tanto daño, ¿sabés?, ojalá pudiera verte con los ojos con lo que vos me mirás, pero ya es tarde para mí, ya ni me acuerdo de cómo es eso de mirar y que el mundo me regale algún asombro”. Miré alrededor y todo me resultó extraño, aquella habitación seguía siendo mi dormitorio, la misma disposición de la cama contra la pared, la ventana con la persiana baja a mi espalda, el placar a mi izquierda, pero resultaba como si entre el momento en que me había acostado a dormir y este otro en que despertaba hubieran pasado treinta años. El empapelado de la pared se mostraba amarillento y se había despegado en las puntas, el ventilador de techo que tanto ruido hacía para molestar mis sueños ya no estaba en la pieza, de la alfombra sucia solo quedaba una lámina de felpa que poco tenía de alfombra. Los posters pegados en las paredes —uno con la foto de los seis integrantes de Sumo, otro con la tapa de un disco de Charly García— estaban rotos y avejentados, y entre ellos el círculo verde y negro con líneas concéntricas y números saltando de decenas del diez al cien que servía como blanco para el juego de dardos ya no servía ni para decoración. Más allá de esto, solo las huellas de un tiempo que no era mío, cierta modalidad difusa y casi amable de la extinción y el desastre.
“Estás tan confundido como yo —dijo aquel hombre—. Pero estamos en casa, esta todavía es la casa de tu mamá, este sigue siendo tu cuarto”, dijo nervioso, atropellándose como si no pudiera manejar el temor de enfrentarse conmigo. Se dio vuelta hacia la biblioteca, sacó algunos libros añejos, con las hojas derruidas a punto de hacerse polvo. “Todavía guardo algunas cosas tuyas como recuerdo”, agregó cediéndome uno de aquellos libros. La tapa era de cuero azul y acolchonada, con letras plateadas y que prontamente reconocí como el de los cuentos de Poe que hacía solo unos meses había terminado de leer, otro que era una antología de relatos de ciencia ficción entre los que recordaba uno de Philip Dick —La hormiga eléctrica— y lo recordaba porque hacía solo una semana lo había leído, y por último, entre los que aquel hombre me pasó, había dos de la colección Elige tu propia aventura, uno de ellos se titulaba La caverna del tiempo y el otro Viaje al fondo del mar. Abrí este último y resultaba una reliquia arqueológica, las páginas desgajadas y sueltas, la tapa sucia y enmohecida. Al verme interesado en aquel libro, el otro me señaló la colección que todavía guardaba en aquella pequeña biblioteca. Pasé mi mano derecha por el lomo de aquellos libros y la danza microscópica de mugre se levantó con el roce mínimo de la yema de mis dedos. Mi madre me había regalado esos libros, uno por mes desde hacía unos tres años y los había comprado como nuevos, incluso, ese mismo que todavía tenía en mi mano izquierda —La caverna del tiempo— me lo había regalado hacía no más de dos meses atrás. Ahora se mostraba vencido, cansado de los años, retozando su siesta otoñal a la espera de que sus letras se fueran borrando. El otro me distrajo de aquellos libros cuando sacó del cajón del escritorio la caja donde yo guardaba mis cassettes. “No sé por qué todavía los conservo, ni siquiera tengo un grabador, pero ya estaban acá cuando volví a vivir en esta casa, hace unos meses nomás. Me había separado de mi esposa —continuó— y no tenía lugar donde caer parado. Cuando terminé de acomodar mis cosas, me sorprendió que mamá todavía guardara nuestros recuerdos. Había dejado nuestra habitación intacta, igual a como la recordaba cuando tenía tu edad. Quizás esperaba que regresemos y por eso mantenía nuestro cuarto sin tocar nada. Acaso tenía razón y nunca debimos irnos”.
Con la caja de cassettes en las manos, me llamaron la atención los otros libros que dormían en la biblioteca. Entonces me contó que eran los libros que él había escrito y penosamente publicado. Tomó uno que, según dijo, llevaba el título de Las pasiones alegres y me lo acercó. Lo ojeé como si de un objeto aún no identificado, y por lo tanto sin concepto con el que domesticarlo, se tratara: el asombro mayor era que aquellas páginas estaban en blanco; ni una palabra, ni un nombre, ni siquiera el título. No dije nada, el temor ante lo que estaba sucediendo comenzaba a paralizarme. Enseguida, de los anaqueles me alcanzó otros tres. Dijo los nombres, recitándolos como si los estuviera masticando, acaso buscando algún sabor perdido: “El enemigo interior”, “La música del mundo” y por último “Una mística del olvido y el error”. Cuando me los pasó tampoco encontré nada escrito, ni los títulos que había recitado ni la menor palabra. Seguía yo cavando mi agujero en el silencio, buscaba una cueva íntima que me sirviera de refugio, pero quería comprender también de qué se trataba, qué ponía en juego, nuestro encuentro. “Son nuestros libros, somos escritores, ¿sabés?, aunque vaya uno a saber qué significa eso. Pero no perdamos el tiempo, dejemos estas cosas que no valen nada. Ya está amaneciendo y tengo mucho más para mostrarte”. Me quitó los libros de entre las manos y mientras los acomodaba de nuevo en la biblioteca, tomé unas hojas amarillentas que se encontraban sobre el escritorio. Le pregunté si estaba escribiendo algo. Era la primera vez que le hacía saber que yo también tenía una voz. “Nada, no estoy escribiendo nada, ahora solo me dedico a leer, esto mismo es lo que estaba leyendo cuando vos apareciste” —me respondió poniendo el block de hojas entre mis manos—. Miré el conjunto, pasé una página y luego otra. Buscaba comprender lo que se me escapaba. “No sé cómo podes leer esto, las páginas están en blanco, no hay ni una sola palabra escrita”, espeté como si en verdad lo estuviera retando. “¿En blanco?”, preguntó sin poder darme ninguna explicación. Tartamudeó, intentó alguna explicación. Me contó lo que le había estado pasando mientras leía aquellas hojas, cómo todo lo que allí estaba escrito se iba borrando oración tras oración, hundiéndose en un olvido tan radical que ni siquiera era capaz de recordar de qué trataba, qué personajes aparecían, qué palabra había acabado de leer. Agregó después que ese libro, sin embargo, lo había conectado con una dimensión de su vida que creía perdida para siempre: el recuerdo de nuestra madre suicida, la ausencia de nuestro padre, incluso el encuentro —este mismo—, cuando yo tenía trece años con el hombre que yo sería treinta años después.
Acaso mi silencio lo obligó a retroceder y cambiar de tema. Entonces se dio vuelta y abrió el segundo cajón del escritorio. Allí encontró una foto ampliada y pegada en una plancha de madera terciada. La foto debía medir unos quinces centímetros de alto por unos cuarenta de ancho. Se trataba de un grupo de adolescentes amuchados mostrándose para el fotógrafo. Era la postal clásica de los estudiantes que viajan a Bariloche y se sacaban la foto de egresados delante del Hotel Llao Llao y el lago Nahuel Huapi recortado en un extremo. Rápidamente identifiqué mi propia imagen, la imagen del que yo mismo sería un poco más tarde. “Este debo ser yo” dije, acaso preguntándoselo al Otro. Llevaba un camperón de nylon rojo, una bufanda blanca y un gorro del mismo color. Seguía tan flaco como lo estaba entonces. “Este es el que fuimos, pero también el que vas a ser”, me respondió. Lo escuché mientras continuaba concentrado en la foto siguiendo con el dedo índice cada uno de los rostros que allí aparecían. “Ya no reconozco a nadie”, murmuró. Mi dedo se detuvo en uno, dije que se trataba de Leonardo Eldritch y le pasé el cuadro pretendiendo que lo recordara. Ante sus dificultades, yo mismo fui adivinando quienes eran los otros. Identifiqué a Sebastián Palmer, a Gabriel Taverner y a unos cuantos más. El asombro de cómo se verían mis compañeros en un futuro más o menos cercano, cuando llegaran a quinto año y viajaran a Bariloche, no perdía su magia. Por su parte, el otro se limitaba a observar mis movimientos, el dedo índice yendo y viniendo sobre cada rostro identificado. Como había reconocido a todos los compañeros pero a las chicas las había pasado por alto, me preguntó si podía adivinar el nombre de alguna de ellas. Me tomé unos segundos, dudé, no me hablaba con casi ninguna. Dije alguno al azar. Fue entonces que el Otro me señaló una compañera en especial. “Es Natacha”, dijo anticipándome. “¿No sabés quién es Natacha?”. “Sí, una chica de la escuela”, respondí sin demasiado interés. “Es la mujer con la que te vas a casar y vas a tener un hijo”, predijo y de inmediato me dio una bolsa que tenía apretada entre sus manos. Me la pasó como si se tratara de una ofrenda religiosa, la abrí y encontré algunas cartas y un montón de fotos más. Me tomé unos instantes pasando las fotos hasta detenerme en una. Había sido tomada en una de las esquinas de la plaza, estábamos Natacha y yo abrazados, sentados delante de los canteros de flores amarillas y violetas y naranjas, bajo el pedestal y los pies de una estatua. Encontré otras fotos, siempre Natacha y yo posando ante la cámara con la misma cara de circunstancia. De las fotos pasé a las improbables cartas. Los sobres se habían deteriorado hasta el punto de deshacerse en pequeñísimas partículas apenas mis dedos las tomaron por las puntas, pero los papeles conservaban alguna dignidad dejando iluminar una letra repleta de arabescos recargados, pliegues de un trazo barroco, en la que cada mayúscula se daba el tiempo necesario para dar vueltas sobre sí misma, dibujar círculos, corazoncitos y espirales, y cada punto y aparte se representaba con soles, estrellas y unicornios multicolores que habían perdido esplendor. Cartas entonces que hablaban de nada pero esa nada era una totalidad ante la que las mismas palabras se ponían de rodillas, rogaban, llamaban hasta que finalmente desfallecían impotentes y caían rendidas sin decir más que su propia imposibilidad, en una cursilería tan naif como desesperada. Todas me nombraban como un centro irredento y a mi nombre le crecían flores y lo atravesaban ríos cristalinos y piedras con formas de bastas ciudades levantadas detrás de océanos inclementes, y todas llevaban la firma del ansia voraz que soñaba los paisajes de su propia inanición: Natacha.
Fue entonces que escuchamos los golpes contra la puerta y una voz arrastrada por un viento desbocado. El Otro se sobresaltó, una fuerza eléctrica pareció recorrer su osamenta. Reaccionó como si estuviera escondiendo en la habitación el botín de un barco pirata, la maleta con los dólares del robo del siglo, acaso solo su propio desastre mental, el temor ante el estallido psicótico que travestido en el encuentro amoroso con su propio pasado no podía omitir el hecho de tener cuarenta y pico de años y estar hablando con el chico que él mismo había sido hacía veinticinco, treinta años atrás.
Apenas si entreabrió la puerta, dejando ver la mitad de su cara, el ojo izquierdo, su hombro. No vi quién estaba del otro lado. El Otro respondió rápido, molesto por la interrupción, dijo que ya terminaba con sus cosas, sin dejar en claro de qué se trataban “sus cosas” y cerró la puerta como si con ello cancelara toda conexión con el mundo externo, corriera la roca que aislara su cueva de los demonios de la noche, los predadores de la estepa. Se paró delante mío, sin saber qué hacer, se frotó los ojos, se pasó las manos por la cara como si la estuviera refregando con agua fría o lava hirviendo —eso fue todo, me miró una vez más comprobando, al parecer, que yo continuara en aquel cuarto, abrió la puerta y desapareció como si nunca hubiera estado allí—.