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Mitos bíblicos: ¿contradictio in terminis?
ОглавлениеEl mito es uno de los relatos más evocadores de la condición misteriosa del ser humano. La mitocrítica cultural propone una hermenéutica propia —estudio de las relaciones entre el auténtico relato mítico y los factores configuradores de la sociedad contemporánea—, encaminada a ampliar el conocimiento profundo del mundo actual, plural y desconcertante, a través de la recepción de los mitos en la literatura y las artes. Quizá el mito —donde se concentran in nuce nuestro pasado y nuestro futuro— contenga la clave interpretativa válida de la nueva conciencia individual y colectiva.
No hay, tal vez no puede haber, una definición universalmente válida del mito. Espectadores, lectores y críticos coinciden, a lo sumo, en la existencia de una mitología antigua, de otra medieval y de otra, en fin, moderna; pero apenas alcanzan un acuerdo unánime sobre lo que sea un mito. El mismo desacuerdo generalizado en torno a los elementos que interactúan con el mito (imagen, símbolo, motivo, tema, mitema, personaje, figura, tipo, forma, estructura) está en la base de las disensiones. A esta disconformidad generalizada se suman la ambigüedad, el impresionismo crítico e incluso los presupuestos ideológicos. En tales circunstancias, alcanzar un consenso sobre la definición del mito forma parte de las quimeras del investigador. El intento es, no obstante, ineludible.
Valga, a modo de hipótesis de trabajo, esta definición:
El mito es un relato de carácter funcional, simbólico y emotivo, compuesto de una serie de elementos —invariantes (reducibles a temas) y variantes (reducibles a motivos)— sometidos a crisis, de uno o varios acontecimientos extraordinarios con referente trascendente (personal o universal), carentes —en principio— de testimonio histórico, que remite siempre a una cosmogonía o a una escatología individuales o colectivas, pero siempre absolutas.
No es un relato cualquiera, sino un tipo particular de relato: con sus inconfundibles características, su singular estructura, su objeto específico y su referente absoluto. General, fría y programática, esta definición sale al paso de innumerables análisis autocalificados de mitocríticos en los que se echa en falta una fundamentación epistemológica, una coherencia hermenéutica y una voluntad heurística. También aspira a ser pragmática y generalizable. Pretende responder a la pregunta clave que todo investigador debe plantearse ante cualquier producción mitológica: ¿dónde está el mito?
¿Dónde, por ejemplo, en la Biblia?, ¿acaso la expresión mito bíblico no es oximorónica?, ¿no es una contradictio in terminis, piedra de escándalo para quienes asimilan la Biblia como texto sagrado, transmisor de una verdad intocable?
En primer lugar, se impone una serie de observaciones precisas sobre la relación entre mito y religión.
1.ª Ambos conviven de manera íntima, de modo semejante a como el mito comparte su ámbito con la literatura o las artes. En las disciplinas correspondientes, ni la mitocrítica ni la ciencia de la religión coinciden en el objeto, el método o el contenido. La mitocrítica solo se ocupa de mitos (de su referente cultural a quo o ad quem), utiliza protocolos identificativos y persigue una comprensión del mundo y del hombre mediante sus propios procedimientos.
2.ª Conviene remachar que sin religión no hay mito; podrá haber proyecciones deformantes, sublimatorias y viscerales (Barthes, Sontag, Haraway), pero no habrá mito. Religión, literatura, bellas artes, psicología, lógica o sociología son cimientos sobre los que se asienta el edificio mítico. Ahora bien, la contribución de cada una es dispar: prioritaria en religión, literatura y bellas artes, y secundaria en psicología, lógica y sociología; indispensables en mitocrítica, estas últimas se tornarían nocivas si sofocaran aquellas.
3.ª Salta a la vista que quizá no haya un ámbito humano tan sensible como el de la religión. Esta hipersensibilidad procede, a menudo, del valor sentimental que fieles y opositores confieren, erróneamente, a la religión. Toda religión deja de serlo apenas se reduce a mero sentimiento; es decir, a sentimentalismo. Y, ahí, la mitocrítica tiene vedada la palabra.
En segundo lugar, compete diferenciar religiones muertas y religiones vivas. Sobre aquellas, poco hay que decir: los dioses helénicos y sajones hoy carecen de fieles. Maticemos: ciertamente asistimos a un renacer de la creencia en divinidades nórdicas, revitalizadas a partir de retazos medievales transmitidos por sagas y monjes cristianos, sobre todo a nivel de consignación cultural; no hay, sin embargo, constancia histórica alguna de los sucesos narrados en los relatos nórdicos. Se trata del caso específico donde religión y mitología coexisten, de modo semejante a como ocurriera en tiempos de la mitología grecorromana.
Sobre las religiones vivas, se requieren dos observaciones, una epistemológica y otra metodológica.
La primera, suele decirse que cualquier investigador de cualquier ciencia debe andar como sobre ascuas al abordar las relaciones entre su objeto de estudio y la religión. No ha de ser así en nuestra disciplina: si religión y mitocrítica se ciñen a su ámbito y quehacer respectivos, ninguna debería sobrepasar la linde. La contención intelectual forma parte del rigor académico.
La segunda, de orden metodológico, versa sobre la enunciación formal de los mitos. Valga el ejemplo de los diversísimos relatos (egipcios, sumerios, griegos…) sobre los orígenes del mundo; todos ellos, hoy, son considerados míticos. ¿Cabría aplicar idéntica calificación a los judíos, cristianos y musulmanes? Sí y no. Aun siendo científica, la mitocrítica no es matemática. En puridad, sería preciso diferenciar, en cada caso y situación, el tipo de enunciado del contenido, la cualidad del narrador de la del narratario, las coordenadas espaciotemporales del acontecimiento de su interpretación, etc. La hermenéutica mitológica no es idéntica a la hermenéutica religiosa. Ahora bien, desde un punto de vista exclusivamente formal, todos esos textos son míticos; reflejo particular de las formas de nuestra vida, todo mito es formulado como fuente originaria de nuestra misma vida. Quiere esto decir que el relato considerado como mítico existe, primordialmente, en las formas discursivas dirigidas a circunstancias enunciativas y públicos precisos;1 premisa formal que en nada invalida —gracias a la hermenéutica de la mitocrítica cultural— la referencial trascendente —el contenido verídico, el mito como veridicción—. De lo contrario, caeríamos en el error, habitual pero lamentable, de orillar el mito hacia el terreno de la falsedad, en cuyo caso nos convertiríamos, con razón, en los destinatarios de la Mitopoética, de Tolkien.2 En el caso que nos concierne, el acto de la creación mitológica presupone la existencia de un sujeto, un material o una fuente y un objeto; tanto es así que sujeto, fuente y objeto componen el esquema triádico de toda formulación creativa.3
Estamos así en condiciones de abordar, con mayor solidez, la dimensión mítica de los relatos bíblicos. A continuación, abordaremos una serie de mitos, todos ellos extraídos del Antiguo Testamento y relativos a tres momentos fundamentales: el origen del mundo (en particular, de la especie humana), la caída del ser humano y la regeneración del mundo (y, con ella, la del ser humano).
EL ORIGEN DEL MUNDO
El relato de la creación resulta de la yuxtaposición de otros dos redactados con posterioridad a la ruina de los reinos de Israel y Judá por los asirios, probablemente al regreso de la cautividad en Babilonia (587-538 a. C.).4 El primero (Génesis I, 1-II, 4a) es de redacción cronológicamente posterior al segundo. Utiliza la palabra Elohim para referirse a Dios y ha sido redactado por escribas pertenecientes a la clase sacerdotal, de ahí que reciba el nombre de relato elohísta o sacerdotal. Tras la creación del cosmos, la vegetación y los animales, Dios acomete la del hombre:
26 Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra». 27 Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó (Gen 1:26-27).5
Tres notas de este pasaje caracterizan a Dios: 1) un Dios único; 2) un Dios creador; 3) un Dios señor de la naturaleza.
Otras tres caracterizan al hombre: 1) directamente creado por Dios; 2) creado a imagen de Dios; 3) comprehensivo de dos sexos, masculino y femenino.
Tras una experiencia política y existencial desgraciada (pérdida de la patria, prisión del rey, muerte de su descendencia, destrucción del templo e incendio de la ciudad), los hijos de Israel se interrogan sobre el significado de las contradicciones: la victoria de las divinidades y la prosperidad de los idólatras. Frente a la humillación del pueblo y la tentación del culto pagano, el texto puede leerse como una respuesta plausible por cuanto integra la historia presente de Israel en una visión más amplia de la historia: el poder creador de Dios. Sin duda, el texto hebreo se inspira en los relatos mesopotámicos de creación, como el Enûma Elish, escrito para justificar la supremacía de Marduk, dios de Babilonia, sobre los demás dioses del panteón babilónico; todo sea por preservar la creencia identitaria de la religión judía de la contaminación de las religiones vecinas en un momento crítico de su desarrollo.6 Frente al politeísmo circundante, el judaísmo propone la existencia de un único Dios, trascendente al mundo, que crea a su criatura y establece con ella estrechos lazos de amistad.
El segundo relato (Génesis II, 4b II, 25) es conocido como yavista debido al nombre aplicado a Dios: Yahveh Elohim ‘Señor Dios’. Da mayor relieve a la formación del hombre, que precede aquí a la del resto de las criaturas. Dios modela el cuerpo del hombre del polvo del suelo o de la tierra ( hā-’ă-d-ā-māh, ‘tierra’, de ahí Adán), de modo semejante a como lo haría un artesano con una figurilla de arcilla:
4 El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos, 5 no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. […] 7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.
Dios crea de manera directa y trascendente (sin partición ni emanación) a ese hombre, que pasa a ser viviente ( la-ne-p-esˇ); es decir, un ser animado por el soplo vital divino. Creación de la materia, pero sobre todo del espíritu, hecho de la nada (significado de la expresión «insufló […] aliento de vida»), tanto para el hombre como para la mujer (si bien este relato yavista presenta el cuerpo de la mujer como procedente de una costilla —del flanco— del hombre). Esta insuflación, de importancia capital, encuentra correspondencias poéticas en otros relatos.7 En todos ellos se diviniza, por metonimia, el hálito: surgido de Dios, posee una virtud capaz de animar formalmente la hechura divina; esto es, transmitir al ser humano una semejanza con su creador. La proposición mitológica es evidente.
LA CAÍDA DEL SER HUMANO
Procedamos ahora con otro relato judío: la caída del hombre. Cuentan los textos mesopotámicos, y con ellos el Génesis, que el ser humano tenía la felicidad y la inmortalidad al alcance de la mano, pero perdió ambas:
Plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. […] Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2:8-17).
Sigue la creación de la mujer,8 la encomienda de poner nombre a todos los animales (poseerlos y cuidarlos) y la mutua atracción de Adán y Eva, desnudos pero no avergonzados. Al poco, sobreviene la tentación:
La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?». Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte». Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores (Gen 3:1-7).
A esta consecuencia inmediata, se añaden las maldiciones divinas:
Entonces Yahveh Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo». […] A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos». […] Al hombre le dijo: «[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gen 3:14-19).
A diferencia de otro tipo de relatos (histórico, científico, gnómico, etc.), el Génesis articula el fenómeno en un tiempo y un espacio dispares de los de la historia y la geografía definidas de modo crítico. Así, cuando la Biblia cuenta el exilio de Adán y Eva, en ningún momento precisa el tiempo de la expulsión. ¿Cuándo comen ambos del fruto prohibido? La precisión «día sexto» (Gen 1:31) es retórica; este cómputo remite a un momento impreciso, al menos para la mente humana: en el principio, en la creación de los cielos y la tierra. Simple y llanamente, no hay parangón entre el tiempo del relato y el tiempo de la caída. Otro tanto cabe decir de la localización: solo sabemos que Dios colocó al hombre en «un jardín en Edén, al oriente» (Gen 2:8); ausencia absoluta de coordenadas. Esta ausencia de restricción de tiempo y espacio se extiende a la especie: afecta a toda la humanidad globalmente considerada.
Tampoco nos ubican más las coordenadas relativas al pecado de Caín: tras el asesinato de Abel, «se estableció en el país de Nod, al oriente del Edén» (Gen 4:16), lugar altamente simbólico, pues Nod (Nâd) significa ‘errante’. Steinbeck replica esta simbología en Al este del Edén (1952): Salinas Walley y las primeras décadas del siglo xx designan, en última instancia, la facultad humana de elegir el bien sobre el mal, como resume la palabra hebrea timshel, que concluye la novela.9
La razón de esta ausencia de referentes mínimos, según nuestra historia y geografía críticas, radica en la dimensión mítica del relato. Aquí, más que en otro lugar, se observa la diferencia con la dimensión estrictamente religiosa. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está arraigado en su prehistoria teológica, y esta prehistoria se da como revelada; es decir, imposible de inducción ni deducción, tanto a partir del genio analítico como del genio poético.10 Sin embargo —y en este punto convergen de nuevo religión, literatura y mito—, existe una singular concordancia entre la revelación y la experiencia individual en orden al fundamento constitutivo de la existencia humana: en circunstancias mentales sanas, cualquier ser humano se percata (por su experiencia existencial, y no por epiqueya) de su condición de criatura caída.
Ricœur ve en el episodio bíblico de la primera caída una ilustración analógica de la alienación humana: sin espacio ni tiempo determinados, «la alienación suscita una historia fantástica, el exilio del Edén, que, como historia ocurrida in illo tempore, es un mito» explicativo de una realidad.11 El relato mítico de la caída humana es un símbolo del desencuentro del hombre consigo mismo y con Dios. El relato del primer pecado y de la consiguiente expulsión articula personajes, lugares, tiempos y episodios tan simbólicos como reales, aunque no precisos y constatables, como los anunciados por los meteorólogos de televisión.
Es de sobra conocida la propuesta estructural de Lévi-Strauss a propósito de la distinción saussureana entre lengua (propia del tiempo reversible) y habla (propia del tiempo irreversible). Aplicada a la temporalidad del acontecimiento mítico, sostiene el antropólogo, permite descubrir una estructura permanente referida simultáneamente al pasado, al presente y al futuro; una estructura no solo histórica y ahistórica (relativa al habla y a la lengua), sino perteneciente a un tercer nivel temporal que combina ambos y presenta, de manera simultánea, «el carácter propio de un objeto absoluto» (Lévi-Strauss, 1973, p. 240).
Ciertamente, esta teoría estructuralista y existencialista no puede desentrañar el sentido último de los mentados pasajes bíblicos; su método solo permite la plasmación de combinaciones de elementos míticos fundamentales o, cuando más, el escéptico preludio de una búsqueda infructuosa: «Si los mitos tienen un sentido…».12 No obstante esta imposibilidad, la teoría del antropólogo arroja una luz sobre la temporalidad del relato mítico. La narración de ese objeto absoluto —tercer nivel del mito respecto a la lengua y al habla, a los respectivos tiempos reversible e irreversible— evoca un tiempo absoluto. La razón científica que abomina del lugar vacío (privado de materia) es la misma que abomina del tiempo incondicionado (privado de movimiento). Tan importante es resaltar que el relato mítico incluye un lugar y un tiempo imposibles de circunscribir (el sexto día, al oriente del Edén) como asentar que el tiempo del acontecimiento mítico es absoluto. No remite a un pasado, a un presente o a un futuro relativos, sino a una cosmogonía o a una escatología absolutas, incondicionadas e independientes de nuestras coordenadas limitadas; es decir, a un illo tempore que implica un curioso nunc: un semper que explica, en sentido mítico, la esencia última del ser humano.
LA REGENERACIÓN DEL MUNDO
El último relato hebraico que veremos aquí versa sobre la regeneración del mundo. Mediante una afirmación categórica («El fin del mundo ya ha tenido lugar»), uno de los grandes historiadores de las religiones refleja con acierto el mundo imaginario de los pueblos primitivos, para quienes el nacimiento y la muerte universales son incesantes (Eliade, 1963, p. 74).13 Esas sociedades no conciben el transcurso de la vida y las épocas de manera autónoma, ligado a un tiempo profano, continuo, como el nuestro, sino regulado según un modelo transhistórico por una serie de arquetipos que dan todo su valor metafísico a la existencia humana.14 Desde esta perspectiva presocrática, todo término ad quem es solo aparente, como lo es cualquier valor que se quiera dar a los objetos del mundo exterior: todos dependen fundamentalmente de su participación en una realidad trascendente. Una piedra vulgar puede, en virtud de su forma simbólica o de su origen (celeste o marino), adquirir un carácter sagrado (un aerolito, una perla). Otro tanto cabe decir de los actos humanos. La nutrición o el matrimonio no son meras operaciones fisiológicas, sino que reproducen un acto primordial, repiten un ejemplo mítico: la comunión con la naturaleza o con otro ser humano. Hablando en propiedad, «el hombre arcaico no conoce ningún acto que no haya sido previamente hecho y vivido por otro, otro que no era un hombre»;15 es decir, por alguien con el que establece una comunión transhistórica y, en cierto modo, sagrada.
Tomemos el caso del diluvio. Todos los cataclismos cósmicos cuentan la destrucción del mundo y la aniquilación de la especie humana, salvo unos pocos supervivientes: fin de una humanidad y aparición de otra. Tras esta escatología, una tierra virgen surge, símbolo de una cosmogonía, que conduce a otra escatología, y así sucesivamente. Este conocimiento del transcurrir universal se perdería sin una representación: los rituales del nuevo año en la civilización semita establecen libaciones que simbolizan la venida de la lluvia vivificadora y, sobre todo, la recreación del mundo. Pero cuidemos de no limitarnos a una interpretación material. Estas ceremonias sobrepasan con creces un sentido meramente físico; simbolizan otro metafísico y cósmico: el diluvio significa el fin de un mundo marcado por el mal, la victoria sobre el enemigo marino —encarnación del caos— y el surgimiento de un nuevo mundo.16 La lección es patente: el diluvio realza la omnipotencia divina y la debilidad humana.
Qué duda cabe, el relato bíblico del diluvio contiene aspectos desemejantes respecto a otros relatos orientales y precolombinos. No solamente en las derivadas morales (en el relato del Génesis, el hombre acepta la prohibición divina del asesinato),17 sino también en las representaciones imaginarias del tiempo. La versión judía solo es cíclica en apariencia; en realidad, propone un desarrollo diacrónico. Al salir del arca, Noé construye un altar y ofrece un sacrificio a Yavé. Apenas Dios aspira el aroma de los holocaustos, dice en su corazón: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre» (Gen 8:21). A la bendición de Noé y sus hijos, a la prohibición de alimentarse con sangre de animales y derramar sangre humana, sucede la Alianza entre Dios y Noé, sellada mediante el arcoíris, símbolo y señal de que «no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne» (Gen 9:15). El nuevo mundo, ahora reorganizado, parece destinado a perdurar.
La razón de estas diferencias con otras versiones diluvianas estriba en el carácter monoteísta de la religión judía y, consiguientemente, en una de sus invenciones estelares, la creación, expuesta sin género de dudas desde el primer versículo: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gen 1:1). Aquí la cosmogonía surge de la nada, concepto incomprensible para la mayoría de las religiones del entorno judío. De manera consecuente, esta cosmogonía determinada por un principio absoluto exige una escatología también determinada por un término absoluto, tras la cual no haya más que lo que hubo en el principio: Dios (de lo contrario, este dios no sería Dios).
Parece oportuno esbozar unas indicaciones breves sobre este mito bíblico y una película de reciente éxito: Noé (Noah, D. Aronofsky, 2014; escribiremos Noah para el personaje). La cinta recrea uno de los mitos principales de muchas religiones: el diluvio; esto es, una inmensa descarga de agua enviada por los dioses (1.er mitema) en respuesta a un desorden moral humano (2.º mitema), con fines punitivos (3.er mitema). La mayoría de los diluvios incluyen el anuncio o amenaza divina (4.º mitema) y la respuesta humana, consistente en la fabricación de una nave que asegure la vida de un héroe, sus familiares y una parte de la vida sobre la tierra para escapar a la destrucción divina (5.º mitema). Encontramos relatos míticos en la babilónica Epopeya de Gilgamesh (relato de Uta-napišti o Ziusudra para los sumerios y Atrahasis para los acadios), en el hindú Śatapatha brāhman.a (relato de Manu), en el libro del Génesis de la Torá escrita (relato de Noé) y en el Timeo de Platón.18
La cinta de Aronofsky conjuga con tiento y talento efectos especiales, mensajes ecologistas y escenas emotivas que aplica, según las necesidades fílmicas, a personajes de procedencias hebraicas heteróclitas (libros canónicos, apócrifos, tradiciones…). Dios, ángeles caídos, semitas y cainitas se ayudan o se confrontan mientras asisten a las tres fases principales del mundo: la antigua, la catastrófica y la actual. Es llamativo cómo los mitemas del diluvio aparecen duplicados: diferentes escenas los representan, por un lado, mediante relatos, recuerdos, sueños; por otro, mediante el desarrollo argumental de la película. Así, junto con el fuego, dentro del arca, asistimos al relato de los relatos, en el que Noah cuenta a su mujer, Naamá,19 sus tres hijos e Illa el origen del mundo (cosmogonía, aquí tomada del Génesis I), que enlaza directamente con el pecado original y la pérdida de la inocencia humana.20 El consiguiente desorden que esta infracción acarrea sobre la tierra permite presagiar el diluvio inminente: «Va a destruir el mundo»,21 desvela Noah a su mujer. Una entrañable escena, en la que Noah enseña a su hijo Ham —que acaba de arrancar una flor por mero placer de tenerla en sus manos— el uso sostenido y el respeto de la tierra, pone de relieve la misión de esta familia antes y después de diluvio.22 En fin, una prolepsis (el sueño premonitorio de Noah) anuncia la amenaza imparable del diluvio universal. De este modo, los cinco mitemas diluvianos aparecen, de modo discursivo verbal, en diversos momentos de la película con la función de anunciar o explicar el diluvio en sí, fuste del mito de Noé, que el espectador ve en discurso narrativo no verbal. Un discurso es reduplicación del otro.
El mito principal de este personaje bíblico convive con otros mitos en una película preñada de símbolos diabólicos, cósmicos y edénicos. Así, el relato de la tentación del diablo a Adán y Eva, previo a la caída original, está focalizado sobre la serpiente, símbolo de Satanás, gráficamente repetido en los sueños de Noah. Pero la serpiente, enrollada sobre sí misma, también simboliza el uróboros; esto es, el eterno retorno, o el final de un ciclo y el origen de otro. En dos escenas, Lamec y su hijo, Noah, se enrollan una camisa de serpiente en torno al brazo: símbolo del relato general, centrado en el final de un mundo y el comienzo de otro. Este mito encuentra su eco perfecto en la conversación entre Noah e Illa, cuando el ataque de Tubalcaín y sus hombres parece ya inevitable.23 Otro tanto cabe decir del paraíso terrenal, representado en el sueño de Noah por dos luces antropomórficas (Adán y Eva), en medio de un valle verde y hermoso, junto a un árbol (el árbol prohibido). En la cinta, también el Edén converge hacia esta simbología: apenas planta Noah la semilla que su abuelo Matusalén le entregara —procedente de aquel mítico jardín—, cuando, al día siguiente, surge y crece el bosque; esto es, la madera necesaria para construir el arca y salvar el mundo: el paraíso terrenal, antaño desaparecido, puede resurgir de nuevo. Y, junto con la caída de los primeros padres, la de los ángeles —confusamente evocada en el Antiguo y el Nuevo Testamento, y ampliamente desarrollada en el apócrifo Los secretos de Enoc, donde aparecen identificados con los vigilantes—.24 Su redención, también objeto de desarrollos apócrifos, aparece gráficamente representada en el modo como, tras morir en combate defendiendo el arca y a la familia de Noé, suben catapultados hacia el cielo. Los símbolos refieren, sin palabras, una realidad mucho mayor, un relato mítico sobre los dos mundos: el de acá y el de allá.
¿Qué puede concluir la mitocrítica de estos tres relatos?
En primer lugar, la manifestación de un ansia irreprimible. El ser humano quiere saber cuál es la relación entre el orden cósmico y su propia vida. En este retorno imaginario a sus inicios, el hombre accede —siempre entre velos— al limen de su plenitud originaria. Aspirado por una fuerza vertiginosa, sale del tiempo perecedero y entra en un tiempo estanco, absoluto. No es empresa fácil, ni siquiera dable para todos: la indagación sobre este tiempo primordial —cósmico, teogónico, antropogónico— exige romper previamente con las frustraciones del tiempo relativo y las coerciones del espacio físico, entrar en un tiempo y un lugar nuevos, clausurados para quien permanece alienado en las coordenadas espaciotemporales de la cotidianeidad.
En segundo lugar, la exposición no histórica de los comienzos, una especie de registro en negativo de unos acontecimientos primordiales; grabación que, a simple vista, parece ilegible y difícilmente asimilable (ocurre como con el making of de las películas, siempre desconcertante pero revelador de los entresijos y vericuetos conducentes a la obra de arte). Los relatos míticos traducen, según modos particulares de comprensión, los arcanos del universo y de nosotros mismos. Pero no confundamos misterio con falacia. Que este tipo de relatos no siga pautas ni criterios empíricos no lo priva de verdad, de una parte de la verdad, en nada inferior a la experimental. Estamos en otro orden de cosas, en un desvelamiento enigmático del cosmos y de nosotros mismos: tal es el auténtico oxímoron de los mitos bíblicos.
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1 Vid. Calame, C., 2015, p. 123.
2 «A quien dijo que los mitos eran mentiras y, por lo tanto, sin valor alguno, aunque sean “susurrados a través de plata”» («To one who said that myths were lies and therefore worthless, even though “breathed through silver”»), 2001, p. 85. El destinatario de Tolkien (Filómito, Philomythus ‘el amante de los mitos’) es C. S. Lewis (Misómito, Misomythus ‘el que odia los mitos’).
3 Vid. Meletinski, E. M., 2001, pp. 155 y 186.
4 Vid. Reinach, S., 1905-1912, II, p. 388.
5 Para una explicación cristiana y contemporánea de este pasaje, vid. Juan Pablo II, 2000.
6 Vid. Bressolette, M., 2005, p. 21.
7 Así, el R.gveda o Himno del conocimiento considera el hálito del Uno como entidad primordial. Vid. «R.gveda Sam.hitā», 10, 129, 2b, en T. Aufrecht, 1877, II, p. 430. Sintomáticamente, Scriabin hace otro tanto en su «Acto preliminar» cuando atribuye a esta respiración divina la creación universal: «En este hálito, en este estallido, en este resplandor de fulgor, en su soplo ardiente, todo el poema de la génesis del mundo». Skrjabin, A. N., 1919, pp. 120-247. Vid. Molina, F., 2018, pp. 77-79. Es prácticamente seguro que el compositor ruso desconocía el texto hindú.
8 Antes de la creación de Eva —clarifica Frye basándose en la antigua tradición textual de Oriente Próximo—, la simbología masculina y femenina correspondía, respectivamente, a Adán y a la Madre Naturaleza, esta última parangonada, a su vez, tanto con el seno originario como con la tumba terminal. La primacía de la diosa tierra prebíblica habría sido transferida, en el relato bíblico, a un simbólico Padre Dios varón asociado con los cielos. Vid. Frye, N., 1992, pp. 191 y 206.
9 Cal (Caleb) se creyó, erróneamente, rechazado por Adam, su padre, y su ira acarreó la muerte de su hermano, Aron. Ante el padre moribundo, Lee ruega a Adam que mire y bendiga a su hijo Cal; de lo contrario, este quedará irremisiblemente «marcado por la culpa». Adam entreabre los ojos y llena dolorosamente de aire sus pulmones: «Expelió el aire y sus labios se arquearon para modular aquel suspiro. La palabra que susurró pareció quedar flotando en el aire: —¡Timshel!» («He expelled the air and his lips combed the rushing sigh. His whispered word seemed to hang in the air. “Timshel!”»). Steinbeck, 1952, p. 666; 2002, p. 684. Steinbeck extrae la expresión de la enigmática pregunta de Yavé a Caín: «¿No es cierto que si obras bien podrás alzar tu rostro?» (Gen 2:16). Timshel ‘podrás’, en inglés thou mayest, evoca, en esta forma interrogativa, tanto el poder como el no poder; esto es, la libertad de elección.
10 Además, en el pensamiento cristiano, hay una continuidad entre los estados originario (o de naturaleza íntegra), histórico (o de naturaleza caída) y definitivo (o de naturaleza gloriosa del que gozarán los justos, y de naturaleza condenada o alejada de Dios que sufrirán los injustos al final de los tiempos); el estado de naturaleza penitente o purgante es solo temporal.
11 «La même aliénation se suscite une histoire fantastique, l’exil de l’Éden, qui en tant qu’histoire arrivée «in illo tempore» est mythe». Ricœur, P., 2009, p. 221. A un intelectual de la talla de Ricœur se le puede pasar por alto la desafortunada utilización, en este caso, del atributo fantastique.
12 Para el estructuralista, el texto solo interesa en la medida en que es lenguaje, sistema susceptible de exposición según fórmulas concisas, matemáticas incluso; para el investigador de literatura, en cambio, el texto configura un sentido susceptible de comprensión, contiene un significado: su centro «es de naturaleza contentiva». Friedrich, H., 1973, p. 183.
13 Eliade, M. «La Fin du Monde a déjà eu lieu», 1963, p. 74. Este pensamiento mítico también se da, según los casos, en el registro estrictamente religioso. Tras la ascensión de Cristo, dos ángeles preguntan a sus discípulos, boquiabiertos: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, ese mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hch 1:11). No en vano leemos en el Apocalipsis (1:8) que ese mismo personaje es «el que era y el que va a venir», origen y término absoluto, «el Alfa y la Omega». El Cristo de la parusía o segunda venida es el mismo que el de la primera, aunque vendrá de otra manera. No así las religiones judía y musulmana, aún expectantes de modo absoluto.
14 Vid. Eliade, M., 1969, pp. 9-10.
15 «L’homme archaïque ne connaît pas d’acte qui n’ait été pas posé et vécu antérieurement par un autre, un autre qui n’était pas un homme». Ibid., p. 15.
16 Vid. Eliade, M., 1963, pp. 74-81.
17 Vid. Antolini-Dumas, T., 2016, p. 669.
18 La arqueología y la paleografía han demostrado ampliamente que, al menos, un diluvio ocurrió realmente en el Próximo Oriente en torno al tercer milenio a. C. No hay duda, tampoco, de que el texto acadio precedió e inspiró el babilónico. Aún no se ha concluido científicamente la identidad entre el diluvio relatado por los textos acadio, sumerio y babilónico y el diluvio relatado por el texto hebreo, ciertamente posterior. Vid. Young, D. A., 1995, pp. 226-243.
19 Se trata de la hermana de Tubalcaín, procedente de Gen 4:22, que la compilación midrásica Génesis Rabba 23:3 identifica como la mujer de Noé.
20 «Dejadme contaros una historia. […] Al principio, no había nada, nada, excepto el silencio de una oscuridad infinita, pero el Creador sopló sobre la faz del vacío, susurrando “Hágase la luz”, y la luz se hizo, y eso era bueno. El primer día…» («Let me tell you a story. […] In the beginning, there was nothing, nothing but the silence of an infinite darkness, but the breath of the Creator fluttered against the face of the void, whispering, “Let there be light”, and light was, ad it was good. The first day…».
21 «He’s going to destroy the world».
22 «¿Ves esas flores, cómo están enraizadas en la tierra? Así deben estar. Tienen un sentido, germinan y florecen. El viento toma sus semillas y crecen más flores. Solo recogemos lo que podemos utilizar y necesitamos. ¿Me entiendes?» («You see those other flowers? How they’re attached to the ground? That’s where they should be. They have a purpose, they sprout, and they bloom. The wind takes their seeds and more flowers grow. We only collect what we can use and what we need. Do you understand?»).
23 «[Illa:] ¿Crees que esos hombres van a atacarnos? / [Noé:] Cuando llegue la lluvia. / [Illa:] ¿Cómo crees que será? / [Noé:] Me lo he imaginado, he visto mucha muerte; no creo que haya palabras. / [Illa:] El fin de todo. / [Noé:] El comienzo. El comienzo de todo» («[Illa:] Do you think those men are going to attack us? / [Noah:] When the rain comes. / [Illa:] What do you think it’ll be like? / [Noah:] I’ve imagined it. Seeing that much death, I’m not sure there are words. / [Illa:] The end of everything. / [Noah:] The beginning. The beginning of everything»).
24 «Entonces […] vi una cantidad innumerable de guerreros llamados grigori. Su aspecto era como de hombres, si bien su estatura era mayor que la de los grandes gigantes; su faz era triste y el silencio de sus labios era perpetuo. […] Entonces dije a los varones que me acompañaban: —¿Por qué están tan tristes y [tienen] sus rostros compungidos y su boca taciturna […]? [A lo que] me respondieron los dos varones: —Estos son los grigori que apostataron del Señor —doscientas miríadas en total— juntamente con su caudillo Satanael, y los que siguieron sus huellas y se encuentran ahora aherrojados y sumergidos en una espesa niebla en el segundo cielo». Libro de los secretos de Enoch, VII, 1-8, 2009, IV, pp. 168-169. Este libro también es conocido como II Enoch. Grigori es un grecismo (ἐγρήγοροι) que significa ‘los vigilantes’. Acertadamente, aparecen con semblante triste en la cinta: «Vigilábamos a Adán y Eva, vimos su fragilidad y su amor, y cuando vimos su caída, los compadecimos. Entonces no éramos de piedra, sino de luz. No debíamos haber intervenido, pero decidimos intentarlo y ayudar a la humanidad, y cuando desobedecimos, el Creador nos castigó» («We watched over Adam and Eve, saw their frailty and their love, and then we saw their fall, and we pitied them. We were not stone then, but light. It was not our place to interfere. Yet we chose to try, and help mankind, and when we disobeyed, the Creator he punished us»).