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Hermenéutica de las historias bíblicas de hermanos

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LOS GEMELOS TIENEN MUCHO QUE DECIR

En todas las culturas encontramos relatos de relaciones fraternales conflictivas a la hora de la interpretación que hacen las diferentes sociedades de su propio origen y del establecimiento del orden cósmico y social. El tema de los gemelos o de los hermanos enemigos es el más frecuente en la mitología, repetitivo en su presentación y en su significado. Este siempre aparece en relación con la violencia fraticida; una violencia que siempre es fundacional de un nuevo orden. Así nos lo recuerda Clyde Kluckhohn en su libro a propósito de los hermanos Born in immediate sequence.1

La muerte de uno trae consigo la paz momentánea, la fundación de un nuevo orden social. No es, pues, la gemelitud o la fraternidad antagonista el punto de inflexión de los relatos, sino el intento de entender la violencia en las relaciones humanas y su papel en la creación del orden cósmico y social.

Los gemelos son impuros por la misma razón que el guerrero ebrio de sangre, el culpable de incesto o la mujer que menstrúa. Y es a la violencia a la que hay que referir todas las formas de impureza. Este hecho se nos escapa, pues no percibimos la asimilación primitiva entre la desaparición de las diferencias (con la muerte de uno) y la violencia, pero basta con examinar qué tipos de calamidades asocia el pensamiento primitivo a la presencia de los gemelos para convencerse de que esta asimilación es lógica. Los gemelos amenazan con provocar unas epidemias temibles, unas enfermedades misteriosas que provocan la esterilidad de las mujeres y de los animales… la discordia entre los prójimos, la fatal decadencia del ritual, la trasgresión de las prohibiciones sin que se pueda identificar al verdadero culpable, en otras palabras, la crisis sacrificial. Lo que se perfila detrás de los gemelos es el conjunto de lo sagrado maléfico, percibido como una fuerza a un tiempo multiforme y formidablemente desnuda (Girard, 1983, pp. 65-66).

Los ejemplos mitológicos, literarios e históricos son en su totalidad casos de conflictos sangrientos: Eteocles y Polinice, Rómulo y Remo, Caín y Abel, Ricardo Corazón de León y su hermano Juan Sin Tierra, etc. Y el desarrollo de su historia, aun en tan diferentes contextos y lugares, es tan semejante que demanda una reflexión más profunda, pero que quedaría más allá de nuestro objetivo en este trabajo.

Cuando Polinice se aleja de Tebas para dejar allí a su hermano, esperando reinar algún día a su vez, se lleva consigo el conflicto fraterno, como si se tratara de un atributo de su ser. Por donde vaya, su hermano se le aparecerá, se le opondrá, surgirá de cualquier modo, como Cadmos hace salir de la tierra guerreros armados de pies a cabeza sembrando dientes de dragón, dispuestos a pelearse entre sí hasta la muerte.

Cuando un oráculo había anunciado a Adrastro que sus dos hijas contraerían matrimonio con un león y un jabalí, dos animales diferentes por su apariencia exterior pero idénticos por su violencia, estaba presagiando el conflicto fraterno.

En Las suplicantes, de Eurípides, el rey cuenta cómo ha descubierto a sus dos yernos a su puerta, cierta noche, Polinice y Tideo, reducidos a la miseria. Ambos se disputaban ferozmente la posesión de un camastro. Al estar casados con dos hermanas ambos entran dentro de esa categoría fraticida, como Edipo y Creonte, o Dionisio y Penteo, primos rivales.

Una tierra o un reino, una mujer o un objeto, una primogenitura o una herencia injustamente repartida son las disculpas del conflicto.

Dos deseos que convergen sobre el mismo objeto se obstaculizan mutuamente. Cualquier mímesis referida al deseo desemboca automáticamente en el conflicto. Los hombres son siempre parcialmente ciegos a esta causa de la rivalidad. Lo mismo, lo semejante, evoca una idea de armonía en las relaciones humanas: tenemos los mismos gustos, nos gustan las mismas cosas, estamos hechos para entendernos. ¿Qué ocurrirá si tenemos realmente los mismos deseos? (Girard, 1983, p. 153).

No puede dejar de suscitarse el conflicto. Es difícil apreciar, para los hermanos, su simetría, su reciprocidad, la violencia intensa que se esconde tras la fraternidad, que podría evitarles el enfrentamiento, porque nunca ocupan la misma posición en el mismo momento. La reciprocidad es real, pero es la suma de momentos no recíprocos. Los antagonistas ocupan posiciones sucesivas en el tiempo, pero no simultáneamente. Van apareciendo las mismas cosas, los mismos sentimientos, en una ciclotimia alternante, pero la reciprocidad, la identidad de los hermanos, no puede observarse directamente, porque se ven separados por el papel que representan.

CAÍN Y ABEL

La historia de enfrentamientos entre hermanos tiene muchos paralelos en la Biblia (Pérez, 2014), en relación con la primogenitura o en relación con la estructuración del orden social. Ya desde Génesis 4:5 vemos como esas relaciones fraternales son una fuente interminable de conflictos violentos que reclaman una solución, pero tal vez haya una clara diferencia entre las parejas de gemelos mitológicos y Caín y Abel.

El primer ejemplo, Caín y Abel, es la historia mítica de un desencuentro primordial entre hermanos o tribus o clanes familiares: «Yahvéh miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro» (Gn 4:4b-5); se anticipa el tema de la bendición y el de la mirada-rostro. Y, si observamos atentamente el juego de simetrías con el lenguaje: «Miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación» (Gn 4:4-5), veremos que se extiende hasta Oseas (2:2): «Ella no es mi mujer ni yo soy su marido». Este juego lingüístico de simetrías nos está introduciendo en la reciprocidad mimética de toda relación fraternal. Con una mirada atenta descubriremos que en la Biblia hay giros y oposiciones de este tipo por doquier.

A Caín y Abel se los presenta como agricultor y pastor respectivamente, dos formas de vida social. En esta pugna, rivalidad simétrica hasta en el seno materno, que nos relata la tradición popular yavista, el término oblación se repite salvaguardando la especularidad hasta con el lenguaje, y es porque parece asumir como una cuestión de hecho probado que todo orden humano exige un sacrificio sangriento. La muerte de Abel inaugura un nuevo orden social; de hecho, se dice que Caín funda una ciudad en la tierra de Nod y es el antepasado epónimo de los quenitas. Sus descendientes dicen de él ser el fundador de la vida urbana: ganaderos, músicos, herreros, mujeres de vida alegre. La vida sedentaria que caracteriza a la descendencia de Caín fomenta el progreso material, el vicio y el alejamiento de Dios. Ser fundador de una ciudad no es un dato baladí del relato. Como en todos los grandes mitos fundacionales (Rómulo y Remo es el ejemplo más conocido, pero los hay por doquier), la ciudad aparece como resultado de un crimen entre gemelos, que, a la luz del pensamiento girardiano, resulta ser introductor de la diferenciación y, por tanto, de una jerarquía ordenada que facilita la convivencia pacífica momentánea y que da origen a los ritos y las fiestas conmemorativas. A la ciudad, Caín no la llama Roma, sino Enoc, como su hijo, que en hebreo significa dedicación, sin duda para relacionarlo con el ceremonial religioso —fiesta de la dedicación o patronal— que servía para fundar una ciudad. Pero es significativo que su condenación resida en vivir errante huyendo de su go’el ‘vengador de la sangre’. La sangre de la víctima inocente clama al cielo venganza; por eso se solía cubrir con tierra, como esperando ahogar su grito mudo ante el Dios que todo lo ve.2 La misma tierra que recibe esa sangre lo perseguirá y será su maldición. El homicida reconoce su crimen: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla» (el TM dice «mi culpa» —awon— y también los LXX, pero la palabra hebrea puede tener también el sentido de castigo por la culpa, lo cual encaja mejor con el pavor que siente). El castigo divino es el eco de la reciprocidad en el hombre. Este mide a Dios con criterios antropomórficos, pensando que su justicia consiste en tomar represalias, vengarse, castigar a los culpables. Por eso, llega a desear la muerte por el primero que llegue y quiere huir hacia la estepa, donde no hay protección familiar alguna (porque es costumbre del clan vengar la sangre derramada de sus víctimas). Pero Dios no quiere que la venganza se ejerza ciegamente, por eso lo estigmatiza con la señal de tau (T),3 que, según san Jerónimo, es «el temblor de su cuerpo y la agitación de su mente», pero lo que verdaderamente importa es que Dios no quiere que esa venganza se desate, se exaspere y se haga exponencial, sin control, y desaparezca el género humano. Esa cadena interminable de crímenes que corre el riesgo de desatarse viene anunciada por la fiereza del descendiente de Caín, Lámek, que amenaza con multiplicar los crímenes por siete, de manera perfecta —es decir, definitiva—, por una causa trivial: se confiesa capaz de matar a un joven por un cardenal o un simple rasguño (Biblia de Jerusalén y BAC, respectivamente), paradigma de la inocencia y del mimetismo más puro, por un quítame allá esas pajas, una mala mirada, un insulto, un gesto insignificante para un tercero espectador, tal vez arbitrario, pero no para los que se encuentran inmersos en el contagio mimético lleno de contenido. Lámek y su tribu, además, son tenidos por los cultivadores de la industria y de la producción material, inventores, forjadores del hierro y creadores de instrumentos de guerra. Su hijo, Tubalcaín (tal vez se trate del mismo Caín), en una especie de anacronismo, se muestra feroz y pronuncia la primera loa a la espada que se conoce en la escritura, restos de algún canto ritual:

Por una herida mataré a un hombre

y a un joven por un rasguño.

Si Caín sería vengado siete veces,

Lámek lo será setenta y siete (Gn 4:17-24).4

Dios se encargará de hacer justicia. Parte de ella es que el hombre no pueda andar a gusto y satisfecho después de cometer un crimen. Por eso, esa historia es la antesala de lo que anuncia la necesidad de reconciliación que ilustra Jacob. Tal vez incluso sea este pasaje el que inspire a Jesús a proponer una mímesis contraria a la que desencadena la violencia vengativa cuando propone la perfección eminente de la venganza siete veces, significada en el perdón ya neotestamentario (setenta veces siete), que anuncia una reconciliación infinita: 7777777… hasta setenta.

Es también de destacar que el sustituto de Abel se llame Set, de Sath ‘ha puesto’, ‘ha dado’. Y de Set nace Enós, que significa ‘el hombre, varón’, nombre que va ligado a la erección de un altar solemne para realizar sacrificios rituales.5 Un signo de que el efecto de la muerte de Abel quiere ser ritualizado por la repetición del sacrificio en un altar para obtener los mismos efectos que el crimen fraticida: fundar el orden social nuevo, la ciudad, aunque sea de un modo espurio y efímero.

Los dos órdenes alimentarios neolíticos, las dos ciudades eternas rivales, los dos hermanos gemelos no son un dato simplemente literario; el hagiógrafo yavista quiere decir algo con su insistencia.

Isaac también es preferido a Ismael (Gn 21:9); Raquel a Lía (Gn 29:16-30). Raquel-Lía: la primera significa en hebreo ‘oveja’, que se calla; Lía la de ojos llorosos, la cansada, la agobiada, la triste. A Raquel le toca morir antológicamente (sacrificarse) para que su hermana sea la primera en casarse (tal vez porque, como primogénita de la familia de Labán, le tocaría casarse con Esaú, Jacob paga su pecado teniendo que arrostrar el destino). También en los hijos de estas y en toda la Escritura6 se aprecia el mismo esquema.

El problema, desde Caín, no es la envidia, o la propia primogenitura, ni siquiera la irreflexión. Si lo que Dios quiere son corderos, podía haber cambiado cientos de lechugas por uno de ellos y haber hecho así un sacrificio agradable. El texto encierra un tema algo menos simple de lo que a primera vista la mente cómoda o mítica quisiera ver, o lo que a los antropólogos materialistas les gusta ver: está anticipando el sacrifico manso de Isaac y todos los sacrificios y su sentido hasta que sean revelados de la méconnaissance7 de una vez por todas en el único cordero manso definitivo, el Abel definitivo, el Isaac ejemplar, el Enos —el hombre—, en el último sacrificio que todavía podía estar regido por esa ignorancia nada inocente. Caín, como Barrabás, está ejemplificando el amor a la violencia, al egoísmo, al amor a sí mismo, a la necesidad de conservar su patrimonio conseguido con el duro esfuerzo de labrar la tierra; se deja llevar por el contagio mimético, por la exigente justicia humana retributiva. No ha entrado en la dinámica del don gratuito. Como Barrabás, cree en el poder equilibrador de la violencia.

Jacob se disfraza con una piel de cordero para engañar a Isaac y aparecer como el velloso de su hermano. Pero no es un simple gesto lírico: Jacob será ese cordero manso cuando vuelva de Jarán y se prosterne ante su hermano, lo mismo que había experimentado su padre en el monte Moria, con las manos atadas —como dice el Talmud—, entonando un aquedah ‘átame’ (Tárgum Neofiti de Gn 22) que le impidiera resistirse al sacrificio.

Desde los hijos de las mujeres que se disputan al niño vivo ante Salomón (Girard, 1978), que tienen todas las características de la gemelitud sin ser gemelos, hasta la rivalidad de los hijos de Zebedeo con los demás discípulos, pasando por los hermanos que reclaman a Jesús la herencia, convirtiéndolo en juez de una justicia distributiva, o la parábola del hijo pródigo, nos encontramos con una idea de lo paradigmático que quiere ser este pasaje escriturario, en el que se busca un final distinto del común en la mitología: frente al asesinato fraticida, la reconciliación; frente al sacrificio violento como única salida, vengativo, reivindicador, justiciero, la mansedumbre, el sacrificio que inaugura Isaac alegóricamente y que realiza el Mesías voluntariamente. Como dice el cardenal Scola en su análisis de la era poscristiana que estamos inaugurando, solo el «evento pascual puede detener el ciclo interminable de la violencia». Solo seguir las huellas, el testimonio supremo de un martirio aceptado que, aunque no esté en nuestra voluntad, sino en la gracia, la posibilidad de hacerlo es la única posibilidad de escapar de este ciclo infernal. «El abandono definitivo de la lógica de la violencia que el evento pascual trae consigo también es la principal contribución que podemos ofrecer hoy, como cristianos» (Scola, 2018, p. 83).

No existe reconciliación en Caín. Abel no puede perdonar desde la muerte. Es YHWH el que lo representa y ejerce el perdón en nombre de la sangre de Abel concediéndole la protección, en lugar de la venganza, pero el género humano queda marcado para siempre por la violencia fraticida: «La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gn 4:10). Hay una esperanza, señala el cardenal Angelo Scola (2018, p. 82): «En este pasaje la palabra “sangre” está en plural (literalmente habría que traducir “la voz de las sangres de tu hermano grita a mi desde el suelo”), este detalle ofrecerá a la tradición exegética judía el punto de partida para afirmar que “cualquiera que destruye una vida humana es como si destruyes el mundo y, viceversa, quien salva una vida es como si salvase un mundo entero”». En este sentido, la tradición rabínica comenta que el final de la historia de los hijos de Adán es algo que compete a Dios, que parece reservarse la solución del drama humano iniciado en el pecado original y continuado en la interminable rivalidad entre hermanos de la que Caín y Abel son el paradigma.

JACOB Y ESAÚ

La historia de estos dos hermanos es calcada a la de Eteocles y Polinice y a la de tantos otros, pero, por encima de los matices diferenciadores dentro de la semejanza, la narración va pasando a primer plano una serie de diferencias fundamentales que convierten al relato en algo único y singular en la historia de las relaciones entre hermanos. En este relato veremos que la reconciliación es fundamental.

En Génesis 32:23-ss., nos hallamos ante un texto intrigante, cuando no misterioso, en el que un hombre tiene un encuentro místico con lo absolutamente Otro.

Jacob se llamaba el personaje que da protagonismo a esta historia. Hijo de Isaac y padre de José, patriarca de cuyo nombre procede Israel, nos habla de la importancia de este personaje enigmático.

Desde el primer momento, la historia se centra en la rivalidad entre dos hermanos, que además son gemelos. Tal como se relata en el pasaje de Génesis 25:19-27, la vida de Jacob cuelga inseparable de la de su hermano Esaú:

Isaac suplicó a Yahveh a favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «Siendo así, ¿para qué vivir?» y se fue a consultar a Yahveh. Yahveh le dijo:

«Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el hermano mayor servirá al pequeño». Cumpliéronse los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob» (Gn 25:21-26a).

El primer dato que llama la atención es que los dos son fruto de una matriz estéril —punto de partida que está datado abundantemente en las mujeres importantes en la Biblia—8 que experimenta una acción sobrenatural: de ella brotan dos gemelos-mellizos que, desde ese seno, están abocados al conflicto. Lo que en un principio se presenta como un regalo, don divino, cuyo énfasis remarca que la vida es un regalo gratuito, inapropiable por parte del hombre, es inmediatamente fuente de un conflicto mimético: la envidia, la búsqueda de la propia identidad, irreconciliable con la presencia del otro. Ya en el vientre de su madre entran en competencia, pelean y se incordian mutuamente, recíprocamente, y la madre, previendo que va a ser una eterna fuente de rivalidad conflictiva, percibe el futuro como una maldición, por lo que confiesa que no merece la pena vivir y consulta a YHWH. La simetría es total, con la pequeña diferencia de que uno es el segundo en nacer, es el hermano del otro. Como cuando a un niño lo definen al presentarlo como «el hermano de otro», Jacob ya sabe que su identidad dependerá siempre de la de su hermano, el primero en ver la luz. Es por esto por lo que ya antes de salir del útero se agarra al primogénito por el talón y no lo quiere dejar salir para adelantarse a él: pertenece al ser del Otro tenerlo como doble de uno mismo.

Ya desde el primer capítulo del Génesis, Adán9 y Eva nos son presentados realmente como dos adanes o dos seres iguales: el uno sale del otro. Dios los crea uno detrás de otro, y los crea vis a vis, cara a cara, uno frente al otro, uno como reflejo de la imagen del otro, y ambos entonces reflejo de la imagen del que los ha creado. Hasta las palabras hebreas unidas forman la palabra YHWH.

En propia etimología de Jacob se encuentra velado este secreto con un juego de fonemas, como aqev ‘talón, calcañar’, que deriva del verbo aqav ‘talonear, suplantar’, y Ya-aqov ‘suplantador, zancadilleador, prevaricador, mentiroso’: «¿Quizá porque se llama Jacob me ha suplantado dos veces?», dice Esaú en Génesis 27:36. Algo que para nosotros puede no significar nada, para un semita tiene mucha importancia, porque el nombre representa una sustancia, una realidad esencial unida a ese nombre de forma inextricable como a la propia naturaleza de la persona que lo sustenta. Además, este calificativo perdura en la traducción profética que lleva a Jeremías a expresar la corrupción moral de Israel con la expresión «kal-ach.aqov ya.qov», que podría traducirse con una perífrasis verbal como «es esencial a la naturaleza del hermano engañar, jacobear» y que perdurará como imagen de lo negativo en Isaías 43:27. Como signo de lo importante que fue para la autopercepción de Israel, se puede ver Sal 41:10, 49:6; Os 12, 3-4, y Jn 1:47, donde hasta Jesús recurre a este significado refiriéndose a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño»; frase en la que israelita nos recuerda enfáticamente el nuevo nombre que recibirá Jacob después de la lucha que sostiene con ese ser misterioso en el vado de Yaboc.

EL CHIVO EXPIATORIO COMO CLAVE HERMENÉUTICA DE LAS RELACIONES FRATERNALES

El principio de esta teoría reside en la constatación de la triangularidad del deseo humano. Nuestro deseo no es espontáneo, ni directo, ni guiado por el objeto, sino de carácter triangular, sugerido por el modelo, con el cual no se puede dejar de entrar en conflicto. Después se descubre que, si el deseo siempre nos aboca al conflicto, a la rivalidad con aquellos que nos enseñan qué desear, la manera como conseguimos la paz o la reconciliación con nuestros deseos enfrentados es la expulsión, la búsqueda de una unanimidad colectiva contra una víctima. Podemos ver asesinatos fundacionales del orden social en todas las mitologías del planeta y observar el proceso con pelos y señales, porque todas dejan rastros de sangre inconfundibles. Un grupo humano entra en conflicto y hay una amenaza de caos total.

Misteriosamente, ocurre un movimiento espontáneo que une a todos contra alguna persona fácil de convertir en víctima, que no puede tomar venganza. A aquella persona se la sacrifica, e inmediata y milagrosamente se restaura la paz, por el momento. El grupo no puede darse cuenta de que es su propia violencia unánime la que le ha traído la paz, porque esto sería reconocer intuitivamente la inocencia de la víctima y que la forma de elegirla ha sido absolutamente arbitraria, además de reconocer que son todos unos asesinos. De modo que se atribuye la paz mágica a la víctima, a la que previamente se culpó del caos y de todos los problemas que su presencia causaba. Una vez expulsada, se le otorga el mérito de haber traído la paz.

La conclusión que saca esa comunidad es que esa víctima tiene algo de divina y se la sacraliza en su ambigüedad: primero, genera el desorden, transgrede todos los tabúes y normas culturales, y luego los restaura con su muerte. Esta es la explicación de la ambivalencia de lo sagrado que traía a mal traer a los antropólogos culturales de todos los tiempos.

Hay que dar tres pasos para establecer la paz: en primer lugar, prohibir todos los comportamientos que llevaron al conflicto grupal (prohibición de todas las conductas imitativas que puedan llevar al enfrentamiento); después, repetir la expulsión original que trajo la reconciliación momentánea mediante un rito —imitación controlada de la violencia histórica original—, que termina con el sacrificio de alguna víctima, en un principio humana, luego animal, luego con cualquier representación festiva o deportiva, y, por último, el relato mediante mitos y leyendas que cuentan la historia de cómo el pueblo fue visitado por los dioses, fundados como grupo, contado desde la perspectiva de los perseguidores.

Todo este sistema de producir y sostener los significados de las cosas mediante ritos y mitos por todo el planeta depende de un solo elemento indispensable: la ceguera de parte de los participantes con respecto a lo que verdaderamente están haciendo al matar a la víctima; es decir, creer en la culpa de la víctima. Este elemento sostiene toda la cultura humana. Si no fuera así, no habría forma de resolver el conflicto humano y las sociedades se destruirían.

¿Cómo desvelar la mentira en la que se basa toda cultura humana? Solamente alguien con una perspectiva diferente, que venga al grupo y le señale su ceguera, puede hacerlo. En nuestra historia humana solo una visión contracorriente se empeña en mantener, genuinamente, la inocencia de la víctima: la Revelación judeocristiana.

Comparemos la historia de Rómulo y Remo (fundación de Roma) con la de Caín y Abel (fundación bíblica de la humanidad). Aquellos dos hermanos gemelos luchan por quién será el fundador de Roma en una competición que determine quién será el primero en ver una señal del cielo. Vio Remo unos pájaros, y Rómulo muchos más; continuó la pelea y uno murió a manos a del otro. A Remo se le atribuyó la culpa de impiedad hacia los dioses, y por eso Rómulo quedó justificado.

En el Génesis, vemos que también existe ese tipo de hermanos y que la historia se repite. La cultura surge del asesinato. Pero luego, aun teniendo la misma estructura, hay una diferencia trascendental en la interpretación. Dios le dice a Caín: «¿Dónde está tu hermano? Su sangre me clama desde el suelo» (Gn 4:9-10). Es decir, el asesinato no es más que un sórdido crimen, injustificable, y Dios se pone del lado de la víctima, y no ayuda a mitificar el autoengaño de Caín.

La Biblia no se diferencia de otros relatos mitológicos más que en lo esencial: el proceso de descubrimiento de la víctima y la subversión de la historia, que hasta ahora siempre había sido contada por los perseguidores. Esta es la esencia de la Revelación.

Es verdad que el judaísmo nunca termina de desvelar la inocencia de la víctima —aunque haya grandes y maravillosas anticipaciones— y comulga, por momentos, con un Dios guerrero; es decir, sometido a la percepción ciega de la violencia como solución del conflicto humano.

El Nuevo Testamento presenta exactamente el mismo esquema: tiempo de crisis, intento de salvar la situación por la expulsión unánime de la víctima y linchamiento legitimado de la víctima, pero todo ello narrado desde la óptica inversa. Se dice explícitamente que la víctima es inocente, que fue la envidia mimética la que desencadenó el mecanismo, que se cumplió la profecía de que sería odiada sin causa y que sería contada entre los transgresores sin razón. Pero, a diferencia de otras víctimas, su linchamiento no consigue producir los antiguos efectos, como esperaban sus verdugos, con su magnífico lema: «Conviene que un solo hombre muera por todos y no que toda la nación perezca» (Jn 11:50). Es más, ni siquiera la víctima fue sacralizada por los perseguidores, como sucede universalmente. En este caso la víctima defiende su inocencia y, sin ambigüedades, predice el mecanismo social por el que sería llevada al matadero, desvelando la mentira primordial en la que creen todas las comunidades homicidas de que sus chivos expiatorios son culpables y que, por tanto, merecen la muerte.

Las historias de Isaac, Jacob, José, Job o la del Siervo de YHWH (Is 53) son anticipaciones fidelísimas de este corolario evangélico.

En todas ellas descubrimos cómo la Biblia descorre el velo de ignorancia que oculta la violencia que funda todos los órdenes sociales humanos y cómo ese proceso tiene que ver con la conversión de las víctimas potenciales en personas. Las sociedades primitivas no les dan rostro a las víctimas que sacrifican para poder perpetuarlas en los ritos, que se repiten periódicamente con distintas figuras buscando conseguir los efectos catárticos que produjeron la primera vez. Los mitos relatan lo que los ritos celebran y reproducen, aquello que en la historia debió de suceder desde la fundación del mundo. Esas víctimas de recambio que trajeron la paz por la sangre de los sacrificios son desposeídas por la Biblia de sus virtudes catárticas, catalizadoras de la violencia originaria: tienen rostro, son personas, inocentes. Son víctimas elegidas arbitrariamente por la loca propensión de los seres humanos a creer que su violencia es legítima y que es ella la que trae la paz, la partera de una sociedad sin violencia. No pueden tener rostro porque, en el rostro, el sacrificador reconoce los rasgos de la fraternidad, y eso le denuncia que lo que está haciendo es un crimen, la inauguración de una violencia sin fin que no le respetará ni a él mismo si lo sacrificado es de su misma condición.

BIBLIOGRAFÍA

Alison, J. (1999). El retorno de Abel. Barcelona: Herder.

Girard, R. (1983). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.

— (1987). Los misterios de nuestro mundo. Salamanca: Sígueme.

Jiménez, E. (2010). «Abot de Rabi Natan», XXXI, 1. En Le ali della Torah. Commenti rabbinici al Decalogo. Nápoles: Chirico.

Kluckhohn, C. (1960). «Recurrent Themes in Myth and Mythmaking». En Myth and Mythmaking. Nueva York: Henry A. Murray.

Marion, J-L. (1986). Prolegómenos a la caridad. Madrid: Caparrós.

Pérez, D. (2014). Caín, Abel y la sangre de los justos; Gn 4,1-16 y su recepción en la iglesia primitiva. Pamplona: Eunsa.

Scola, A. (2018). ¿Postcristianismo? Madrid: Encuentro.

1 Cástor y Pólux, Helena y Clitemnestra (griegos); Hunahpú e Ixbalenqué o Hunab (mayas); Iyaticú y Nautsiti y Quetzalcoatl y Xolot (aztecas); Ioskena y Tawiskarón (navajos); Ares y Eris; Asvins o Mellizos Divinos en los vedas; Purusha y Prajapati; Balder y Hodur (escandinavos); León ‘Ngo y Kalumba (africanos), etc. La lista es interminable.

2 Job 16, 18; Is 26, 21; Ex 24, 7-8.

3 Emiliano Jiménez (2010) comenta que este pasaje es citado positivamente en el Corán 5:32. Como una prescripción divina revelada a los hijos de Israel, la imposición de la tau (Gn 4:15) es un intento de «frenar el ciclo infernal de la venganza», como nos dice Girard.

4 Citamos la traducción de la BAC porque respeta mejor la rima y la estructura de estribillo que la de la Biblia de Jerusalén. Es sin duda un trozo lírico, compuesto según la métrica hebraica: un tríptico en el que los miembros de cada verso están en paralelismo sinónimo. Es un canto a la guerra, a la fuerza bruta que expresa el conocimiento humano sobre la virtud de crecimiento exponencial de la violencia una vez desatada.

5 Gn 12:9, 13:4, 26, 25, 33:20.

6 1 Sm 16:12; 1 R 2:15.

7 Girard entiende por méconnaissance esa forma del pensamiento humano que tiende a ocultarse a sí mismo lo que le escandaliza reconocer: el origen criminal de toda cultura humana. Sé, pero no quiero hacerme el entendido.

8 La tradición judía recalca que los tres patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob) y las cuatro madres de Israel (Sara, Rebeca, Raquel y Lía) eran estériles. Talmud, b.Yev 64a; En el mismo sentido Targum Neofiti de Gn 30,22: «Entonces se acordó Dios de Raquel, la oyó y abrió su seno».

9 «Mientras estuvo solo se llamó Adán, por la tierra (adamat) de donde fue tomado. Pero desde que le formó la ayuda de la mujer se le llamó varón (.y^s) y ella varona (‘^sh). Al llevar dos letras del nombre divino (YH) envolviendo sus nombres, son nombres que expresan la fuerza de Dios en la pareja» Pérez, M. (1984). Los capítulos de Rabbí Eliezer. Valencia: Biblioteca Midhrásica, pp. 116-117.

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