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Prefacio

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En una de las entrevistas recogidas en Borges el palabrista, Esteban Peicovich le pregunta a un Borges ya anciano: «¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?». Borges responde: «Bueno, Macbeth, desde luego».(1) El conocido desprecio del escritor argentino por el expresidente anima sin duda esta curiosa ontología, pero la idea de que un personaje de ficción pueda ser más real que uno que existió en carne y hueso se relaciona, según Borges, con el hecho de que el destino de todo lo que existe, de lo histórico y de lo ficticio, es transformarse en recuerdo. Una vez igualados dos personajes por dicho destino, uno puede decidir quién le parece más real atendiendo a cuál proyecta una imagen más vivaz y ocupa, en consecuencia, un lugar más privilegiado en su memoria. Amén del elemento de provocación en la respuesta de Borges, de ella se desprende una serie de preguntas cuyas implicancias y ramificaciones irán delineando el argumento de este ensayo. Es evidente en qué sentido Juan Domingo Perón es, o fue, real, pero ¿de qué modo es real Macbeth? ¿Es posible que también su existencia se nos revele de modo evidente?

La discusión sobre el tipo de existencia que tiene la obra de arte, ya sea visual o verbal, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental. Durante más de dos mil años, los filósofos pusieron el énfasis preponderante en el grado de realidad de la obra, entendida fundamentalmente como imitación de la realidad, y sobre todo en relación con aquello que la obra imita, ya sea un cuerpo conmensurable o un paradigma inteligible, es decir, una idea que funciona como modelo. A partir de la Modernidad, y especialmente después de las revoluciones de la física en el siglo xx, la noción de diferencia ontológica (la idea de que hay entidades que existen más, o que son más reales que otras) ha sido relegada a la baulera de las antiguallas. Pero relegar no es eliminar y las ideas no se matan, como escribió Domingo Faustino Sarmiento en el epígrafe de Facundo (1845) citando equivocadamente a Fortoul. En más de un sentido, seguimos convencidos de que hay una gradación en la escala del ser. Seguimos siendo platónicos.

Platón creía que la idea de una mesa, es decir, la entidad inteligible e inmutable que sirve de modelo al carpintero, es más real y más verdadera que la mesa de madera que, a su vez, es más real que una representación pictórica de dicha mesa. Muchas personas aún creen que hay una dimensión de sí mismas (llámesela alma, espíritu, vibración, energía) que es más real que el cuerpo pues resiste los embates del tiempo y perdura después de la muerte. Y pocos negarían que su propio cuerpo es más real que el reflejo de él que se proyecta en un espejo, o que su propia imagen capturada en una fotografía o en un video. En consecuencia, pocos discutirían la noción de que la vida no es una película ni un cuento de hadas, como tantas veces se nos recuerda con reprobación a los «Pigmaliones» que nos perdemos con gusto en los mundos que crea el arte.

Si, a pesar de que somos perfectamente capaces de distinguir entre lo que llamamos realidad y lo que consideramos ficción, seguimos buscando y frecuentando con afán esos mundos artificiales es porque hay algo en ellos que ejerce una atracción impostergable y que en ocasiones nos absorbe con tal intensidad que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y en imán para nuestra fantasía. Este fenómeno que lejos de ser anómalo bien puede, felizmente, ser algo del orden de lo cotidiano, lleva a pensar que la idea de que existe una jerarquía de la existencia es del todo inconducente. En todo caso, a la vez que ese mundo artificial en el que volcamos temporalmente nuestra sensibilidad y nuestra afectividad se nos revela como una instancia legítima de la realidad digna del adjetivo «existente», entendemos de manera inmediata y sin necesidad de ninguna explicación que un personaje de ficción, una trama, una imagen no son reales del mismo modo ni en el mismo sentido en que son reales el sillón en el que nos sentamos a ver la película o el papel en el que está impresa la novela; son reales de otra manera. Comprendemos, entonces, aunque sea de manera intuitiva, que hay distintos modos del ser así como hay diferentes modos verbales —esferas de la realidad que se despliegan no en forma de una escala vertical y jerárquica, sino unas al lado de las otras, de manera desordenada, entrelazadas y amontonadas en un misterioso pulular—.

Ahora bien, si un cuerpo (un perro, una locomotora, Perón, etcétera) es real en tanto materia conmensurable y densa que ocupa espacio, ¿en qué sentido es real Macbeth, o la Madonna de Ognissanti, o Richard Sherman, el personaje que interpreta Tom Ewell en La tentación vive arriba (dir. Billy Wilder, 1955)? ¿Es acaso su mera materialidad (el papel, la madera, el celuloide) lo que le confiere existencia? ¿O hay algo que trasciende la materia y se nos presenta como existente en y por sí mismo?

En la obra de arte conviven (o, mejor dicho, pueden convivir), al menos dos modos de existencia: el material y otro que, a falta de un término más original, podemos llamar estético. Cualquiera que alguna vez haya experimentado este otro modo de existencia que tiene la obra de arte sabe también que no es algo que suceda invariablemente. Hay obras con las que nos pasa y hay obras que tan solo pasan. Incluso de aquellas con las que sí establecemos un vínculo, algunas nos absorben de principio a fin mientras que hay otras en las que entramos y salimos como a través de una puerta giratoria. A este acople que se produce entre nuestra sensibilidad y la dimensión estética de una obra lo voy a llamar compenetración.

La compenetración es un fenómeno revelador en el que se nos manifiesta esa otra realidad de la obra de arte, aquella que trasciende la materia. Pero ¿qué sucede exactamente cuando nos compenetramos con una ficción? ¿Cuál es el mecanismo por el que nos acoplamos al mundo que propone la obra y volcamos en él nuestra afectividad? ¿Qué elementos son necesarios para que se produzca la compenetración? ¿En qué consiste exactamente ese estado? ¿Es un escape del mundo «real», o se trata de una manera distinta de relacionarnos con él? En síntesis, ¿por qué nos creemos los cuentos?

A pesar de que (o, quizá, precisamente porque) es algo que experimentamos a menudo, a diario incluso, los pormenores de la compenetración pueden resultar huidizos. De ellos me ocuparé en el primer capítulo. Los capítulos segundo, tercero y cuarto darán cuenta de la construcción de evidencia, uno de los elementos que hacen que una obra facilite la compenetración; y lo harán a partir de tres ejemplos concretos: un concepto de Marco Tulio Cicerón, un cuento de Julio Cortázar y una película de Quentin Tarantino.

La estética como disciplina filosófica se ocupó tradicionalmente del concepto de imitación y participación, de lo bello y de lo sublime, de lo sagrado y de lo profano. Voy a intentar mantenerme al margen de estas cuestiones y centrarme en un aspecto mucho más elemental, la capacidad que tiene el arte de producir efectos en el espectador. Es posible trazar una línea divisoria entre el arte que produce efectos en nosotros (intensos o moderados) y el arte ante el cual permanecemos inmutables. Pero ¿cuándo es efectiva una obra de arte? Indudablemente, la efectividad de una obra se funda primero en la experiencia individual. No puede ser de otra manera. La estética (del griego aísthesis, «percepción sensorial») es, a fin de cuentas, el estudio de las sensaciones, y las sensaciones están indisolublemente ligadas al cuerpo, que es una entidad individual, privada, idiosincrática, determinada por una cierta historia y confinada en una anatomía específica. Tomando esto como premisa, ¿qué es lo que hace que una obra de arte produzca un efecto, ya sea fascinación, repulsión, interés, tristeza, asco, excitación sexual? Lo mismo que hace que el mundo exterior, el de las cosas y las personas, tenga efecto: su condición de evidente, su total vivacidad, su avasallante cualidad de existente. Esta evidencia de sí misma y de su incuestionable realidad es lo que se manifiesta en la obra cuando nos compenetramos con ella.

El uso del concepto de evidencia como categoría estética es un intento de desarticular, o al menos de poner entre paréntesis, una de las mayores obsesiones de la tradición occidental: el realismo. La idea de que una obra artística es bella, o efectiva, cuando imita fielmente algo que la trasciende es endémica en Occidente. El acto de imitación puede tener como modelo el mundo exterior (en esos casos, se llamaría, más bien, naturalismo), un paradigma inteligible, la imaginación o el repositorio del inconsciente del artista, obras de arte precedentes, plataformas ideológicas, políticas o religiosas, etcétera. El denominador común es que, consciente o inconscientemente, se establece una jerarquía, al atribuírsele más realidad al modelo que a la copia. La copia existe gracias al mundo, a causa de él y para reflejarlo y reproducirlo. Su existencia es, por ende, secundaria; parasitaria, incluso.

Hablar de «verosimilitud» ayuda a dirigir la atención hacia el universo interno que la obra inaugura. En el mundo de Rompiendo las olas (dir. Lars von Trier, 1996), por ejemplo, es verosímil que suenen campanas que cuelgan en el cielo, así como es inverosímil que el dandi relamido Waldo Lydecker intente asesinar a Laura en la novela homónima de Vera Caspary (1943). Sin embargo, la etimología misma del término tiene un lastre realista demasiado pesado. Algo verosímil «parece verdadero». Cuando produce su efecto, la obra de arte es verdadera. Volviendo a Pigmalión, a través de su historia la mitología griega nos recuerda que el artista empieza copiando la realidad hasta que llega un momento en que la obra se impone en y por sí misma en el mundo, reclama su lugar y un nuevo parámetro de verdad. Esto se debe a que el arte no figura, sino que transfigura. Toma elementos del mundo y los transforma en algo que es al mismo tiempo radicalmente diferente y perfectamente similar, pues comparte con ese mundo del que surge una característica fundamental: la evidencia. Esta se manifiesta en la relación entre la obra y el espectador como el efecto primordial a partir del que se producen todos los efectos sucesivos (sensoriales, emocionales, intelectuales).(2)

Al reconocerle a la obra la capacidad de producir el efecto de verdad y realidad, la noción de evidencia permite entender el efecto estético en sus propios términos; y lo hace sin necesidad de aislar la dimensión estética del mundo cotidiano. De hecho, la conexión de la obra con el mundo, que se gestiona a través del espectador, juega un papel crucial en la producción del efecto de evidencia. La evidencia de la obra es también evidencia de que ella no está supeditada ontológicamente a una realidad más verdadera de la cual es un mero símil. Evidencia no es verosimilitud, sino algo más primario, una certitud anterior que es condición necesaria de todo análisis, de toda interpretación y de toda explicación. Es una aceptación sin cuestionamientos, inmediata y completa del mundo propuesto por la obra que se nos manifiesta cuando nos compenetramos. Eric Auerbach, cuando elogia la vivacidad de la poesía homérica, dice que el «mundo real, que existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no contiene nada que no sea él».(3) Y E. H. Gombrich, hablando de las calaveras de Jericó, afirma que «el test [de la efectividad] de una imagen no es su realismo (lifelikeness), sino su eficacia dentro de un contexto específico de acción».(4) Para los humanistas del Renacimiento, el término griego enárgeia, que desde la Antigüedad se traducía con la voz latina evidentia, significaba también eficacia.

La idea de que la obra de arte surte efecto cuando se manifiesta como evidente puede sonar enrevesada, pero es todo lo contrario. Es clara y distinta. Nos ha sucedido incontables veces. Si tenemos suerte, y tiempo, nos sucede a diario. Estamos en las primeras páginas de una novela, en los primeros minutos de una película, en el capítulo tercero de la primera temporada de una serie, todavía algo desorientados quizá, refregándonos los ojos como quien recién se despierta, o mirando alrededor con extrañeza como quien acaba de aterrizar en otro país y, de pronto, sin aviso, sin mediaciones, sin estrépito, sin darnos siquiera cuenta aceptamos el mundo que se nos presenta, nos compenetramos con él, proyectamos en él nuestras emociones, sufrimos, gozamos. No estamos locos, tampoco estamos soñando. En cierto modo, estamos jugando. Sabemos que ese mundo ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad de la silla. He aquí el prodigio común y corriente que ha inspirado este ensayo.

Por qué nos creemos los cuentos

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