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1. Compenetrarse

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Cuenta Andréi Tarkovsky en Esculpir en el tiempo que, poco después del estreno de El espejo (1975), recibió una carta en la que una mujer le decía: «En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no solo para verla. En realidad, lo que quería era vivir una vida real por lo menos unas horas, pasar el tiempo con artistas verdaderos, con personas […]. Por primera vez una película se me antojó como algo real. Y este es precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez; para vivir por ella y en ella».(5) Esa «realidad», esa sensación de estar vivo «realmente» que esta persona describe con tanta vivacidad no es otra cosa que la compenetración.

La compenetración no es suspensión voluntaria de la incredulidad, una noción pergeñada por alguien que sin duda profesaba una fe desmedida en el poder de la voluntad. Si bien implica creer en algo, o creerse algo, no se trata de suspender ninguna facultad. Y mucho menos es una cuestión de albedrío. Tampoco depende de la asignación de un juicio de valor. No nos compenetramos con una obra de arte porque nos parezca buena. Si bien una discusión sobre la posibilidad de establecer una jerarquía de valores estéticos no es algo para desestimar en tiempos de relativismo eufórico, no es el tema de este ensayo. Además, podemos compenetrarnos con una obra artística que sea mala desde diversos puntos de vista convencionales, incluidos nuestros propios parámetros. La compenetración tampoco es un efecto que la obra produce en nosotros; no es algo que la obra nos hace, o algo que nosotros le hacemos a ella. Entonces, ¿qué es?

A pesar de tratarse de un acontecimiento perfectamente común y corriente, algo que bien nos puede suceder a diario, el mecanismo de la compenetración y el estado que esta induce son fenómenos difíciles de describir. En primer lugar, la compenetración es un proceso horizontal y se da en el espacio que nos separa de la obra de arte. Cuando sucede, de pronto y como por arte de magia (ese «como» es un mero prurito racionalista) se abre una nueva dimensión en la realidad. Una dimensión efectivamente existente, una dimensión que funciona. Ese «funcionar» y ese «tener efecto» de las artes componen el mayor misterio de la experiencia estética, un misterio que se remonta a los orígenes de la existencia humana, a la primera persona que pintó la forma de un animal sobre la pared de una cueva, a las primeras manos que moldearon una figura antropomórfica de arcilla, a la primera voz articulada que contó un cuento a la vera de una fogata. Y a los espectadores y oyentes que habitaron originalmente esos mundos artificiales.

En la química orgánica se habla de compenetración en referencia a ciertos procesos sustanciales de entremezcla. Como consecuencia de una aleación, las partículas de dos o más sustancias se mezclan entre sí, se penetran las unas a las otras hasta formar una nueva sustancia. Puede suceder con dos tipos de plástico, por ejemplo, que se funden por completo generando un nuevo tipo de plástico en la zona intermedia. También se da en la naturaleza cuando dos minerales migran el uno dentro del otro. La compenetración que puede producirse durante la apreciación estética se asemeja a este fenómeno orgánico.

Nos compenetramos con una obra de arte cuando, de un momento a otro, se nos impone el hecho de que ese otro, la obra, es una entidad autosuficiente, un integrante más del mundo y no una mera fantasía impalpable, un artificio contingente, o el simple apéndice de una voluntad creadora. Así como Pablito acepta sin más que el martillo es un integrante del mundo y se relaciona con él al clavar un clavito, también la obra artística se nos puede revelar en su calidad de entidad independiente. Mientras que aceptar sin más el martillo es utilizarlo, con la obra de arte nos compenetramos cuando damos por cierto y evidente el mundo que nos presenta. Al compenetrarnos, nos entrelazamos con el tejido mismo de ese mundo intangible y participamos del proceso de producción de sentido.

La creación de sentido en conjunto es una consecuencia inevitable de la compenetración. Al percibir el mundo propuesto por la obra como algo real y evidente, entramos a formar parte de él, nos sometemos a sus reglas, lo interpretamos y, al hacerlo, lo transformamos. Al mismo tiempo, en esa interacción, la obra adquiere la capacidad de modificarnos a nosotros también a través del proceso de producción de sentido. Esto sucede gracias a una combinación vertiginosa de estímulos intelectuales y emocionales. Percibimos, entendemos y sentimos; percibimos, sentimos y entendemos.

Es claro que la compenetración está íntimamente ligada con características propias de cada espectador. Afinidades y gustos, asociaciones conscientes e inconscientes, recuerdos, fantasías y demás idiosincrasias conforman un vasto campo connotativo que determina la posibilidad de que tenga lugar la compenetración. No me interesa tanto por qué alguien se compenetra con una novela de Patricia Highsmith y no con una de José Donoso, o cómo es que uno se compenetra con una película de Peter Weir y no con una de Michelangelo Antonioni. Sí, por el contrario, en qué consiste compenetrarse.

La compenetración, como la evidencia, es un proceso tripartito. Como veremos en el próximo capítulo, para que haya evidencia debe haber un objeto A presentado a un sujeto B como prueba de un evento C. En un primer momento, el sujeto (espectador, oyente, lector) se enfrenta con un objeto (la obra artística). Hasta aquí tenemos un mero encuentro. Para que tenga lugar la compenetración, sin embargo, es necesaria la aparición de un tercer objeto, el sentido. De pronto, la obra adquiere sentido para el sujeto. No hablo aquí de un sentido específico, no hablo siquiera de contenido, sino de un sentido primordial que es condición de posibilidad de todo sentido ulterior y de todo contenido. «Sentido» aquí es la manifestación súbita de una realidad autosuficiente, la condición necesaria de todo contenido. Esta realidad se manifiesta como un espacio; un campo de sentido, o, mejor dicho, un espacio para el sentido. Es este espacio de sentido primordial lo primero que confiere evidencia a la obra.

No hay que olvidar que la compenetración no es un acto de fe. No se trata de creerse la obra al punto de adjudicarle el mismo valor de realidad que le adjudicamos al mundo, sino de creer en ella de otra manera, concediéndole el derecho a la existencia y aceptando en sus propios términos el mundo de imágenes y de palabras que inaugura. Los verbos «conceder» y «aceptar» deben ser tomados con pinzas. La única decisión que toma el espectador es la de exponerse a la obra en el espacio físico y en el tiempo de los relojes. La compenetración en sí no es producto de una decisión: es un evento que se impone a nuestra sensibilidad y que irrumpe en la esfera de nuestra afectividad.

Al compenetrarse uno se conecta con el mundo propuesto (impuesto, más bien) por la obra, pero no pierde la distancia, no abandona el suyo propio, no lo pone entre paréntesis ni lo cancela. Gombrich apunta a algo similar con su ejemplo del caballito de juguete.(6) El palo de madera con la cuerda y la cabeza de peluche (la cabeza es opcional) es la representación de un caballo solo en el sentido de que lo sustituye parcial y provisoriamente. El artefacto se parece poco y nada a un caballo. El material no puede ser más diferente, las dimensiones y la figura, tampoco. Y, sin embargo, hace las veces de caballo porque comparte una característica básica con el animal: se lo puede montar. El niño, de pie y a horcajadas, pronuncia la fórmula de rigor («arre, caballito») y sale al galope. Es, al mismo tiempo, un juego y un truco de magia. Su sentido más primario se encuentra en el mecanismo de sustitución que está en la base de la ceremonia religiosa. Se trata del mismo mecanismo de la imaginación que, según Gombrich, inspiró el arte prehistórico. Así como el ídolo de arcilla sustituye al dios en el ritual animista, el palo de madera sustituye al caballo en el recreo infantil.

También en la compenetración con la obra de arte se produce una sustitución. Al compenetrarnos con un cuento, con un cuadro, con una película, sustituimos momentáneamente nuestro mundo cotidiano por otro, hacia el que proyectamos nuestras emociones. Pero, así como el niño jamás confunde el caballito de madera con un equino de carne y hueso,(7) tampoco pensamos nosotros, por más compenetrados que estemos con una obra (pace Alonso Quijano), que ese otro mundo tiene el mismo grado de realidad, la misma textura y densidad que el mundo cotidiano. Nunca deja de haber distancia. Se trata de una relación fundamentalmente visual y emocional, pero no por ello menos efectiva. Somos espectadores involucrados con lo que vemos porque lo que vemos nos afecta, pero también porque nuestra mirada afecta la obra al construir su sentido. En la compenetración se comprueba más allá de toda duda que el sentido de la vista es una facultad activa y no pasiva. Al compenetrarnos, no somos espectadores sino testigos.

Esta distancia entre nosotros y la obra permite que se mantenga un grado de extrañamiento necesario para la apreciación y para la construcción de sentidos. Aquí radica la paradoja central de este fenómeno. Mientras que en la compenetración química las dos sustancias pierden sus propiedades originales total o parcialmente, en el contexto de la experiencia estética las sustancias se encuentran y se compenetran sin jamás confundirse la una con la otra. Por un lado, el espectador (podemos empezar a llamarlo «testigo») acepta el mundo que propone la obra en su realidad paralela, lo sustituye momentáneamente por el suyo, lo convierte provisoriamente en repositorio de sus emociones y construye sentidos en y con él, pero no pierde su apoyo en el mundo cotidiano. Por el otro, al igual que en el caso del proceso químico, la compenetración estética produce una nueva sustancia. Esta nueva sustancia, que se construye durante y después del encuentro estético, es el cúmulo de sentidos conformado por las interpretaciones de la obra, las asociaciones que esta inspira, los recuerdos que dispara y las emociones que provoca.

La importancia del distanciamiento no pasó desapercibida al análisis hermenéutico del discurso. Según Paul Ricœur, el fenómeno que llamamos «literatura» es producto del desfase de dos ámbitos referenciales. El texto de ficción inaugura una esfera de referencialidad que no es la de la realidad concreta. Al mismo tiempo, «no hay discurso tan ficticio que no se conecte con la realidad», aclara Ricœur, pues ambas esferas comparten el lenguaje ordinario. Esta conciencia de la separación de los niveles de discurso y referencialidad es el distanciamiento. Dice el fenomenólogo francés: «El mundo del texto del que hablamos no es pues el del lenguaje cotidiano. En este sentido, constituye un nuevo tipo de distanciamiento que se podría decir que es de lo real consigo mismo. Esta es la distanciación que la ficción introduce en nuestra captación de lo real».(8) Gracias a esta distancia, la obra trasciende su contexto inmediato y se abre a una cantidad ilimitada de lecturas ulteriores. El texto se descontextualiza para recontextualizarse, concluye Ricœur. Esto es agua fresca en el desierto del contextualismo recalcitrante con su lectura moralizante, historicista, politiquera, en que se ha convertido gran parte del feudo de la crítica contemporánea. Pero también es un recordatorio de que la diferencia ontológica, que está en las raíces mismas del pensamiento premoderno, subsiste hasta el día de hoy de manera inconsciente y acrítica. La experiencia de la apreciación artística, la sustitución de emociones, la compenetración, son procesos que se sostienen gracias a una aceptación tácita de que hay distintas esferas de realidad que coexisten y pululan de manera no jerárquica. Entre ellas, construimos puentes. Y, ¿qué es un puente sino una estructura que acerca al tiempo que marca una distancia?

La distancia también explica una de las características más notables de la compenetración: su carácter intermitente. La compenetración puede funcionar como el tercero en discordia que quebrante la dicotomía «concentración (o recogimiento) — distracción» que discute Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.(9) Si bien es técnicamente posible compenetrarse con una obra desde el primer instante en que se produce el encuentro hasta el último, lo más común es entrar y salir del estado de absorción, pasar de la concentración a la distracción y de la distracción a la concentración. En esta oscilación se revela con mayor intensidad la disonancia temporal y, con ella, la distancia referencial entre el mundo de la obra y el nuestro. El mundo circundante y nuestra actividad mental gusta de interrumpir acá y allá la experiencia de la compenetración. Hay ruidos y hay distracciones que vienen de fuera, hay digresiones y ensoñaciones diurnas que vienen de dentro. Pero este entrar y salir del estado de compenetración, lejos de templar los efectos de la experiencia estética, puede exaltarlos pues la intermitencia nos abre a la distancia y es en ella donde adoptamos nuestro papel de testigos de ese otro mundo inaugurado por la obra para construir sentido. Participamos de ese otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance lúcido.

La comparación con juegos infantiles, ritos primitivos y el estado de trance invita a una conexión entre el compenetrarse y la dimensión de lo ceremonial. Da lo mismo si el arte nació como elemento de una liturgia animista, o si tuvo un origen independiente de la esfera religiosa y simplemente la acompaña desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que hasta el día de hoy la apreciación artística y el consumo de obras de arte se suele practicar a la manera de un rito. Las reglas de estas modestas ceremonias seculares varían. Pueden ser el reflejo de idiosincrasias individuales, familiares, sociales, pero suelen ser relativamente regulares y bastante rígidas. Para leer, nos sentamos o nos recostamos en nuestro sillón preferido, en la cama con dos o más almohadas como respaldo, en una silla, en la biblioteca, en el metro, en un café. Hay quienes leen de pie, hay quienes leen en voz alta. Preferimos ciertos momentos del día a otros, ciertos tipos de luz a otros (natural o artificial, blanca o amarilla) y ciertas posiciones de la luz a otras (lateral, cenital). Sabemos de antemano aproximadamente de cuánto tiempo disponemos para leer y la lectura puede medirse en minutos, en páginas, en capítulos, en cuentos, en poemas. Leemos libros en papel, libros digitales y ambos indistintamente; o escuchamos audiolibros, en cuyo caso no hace falta estar quieto y el ceremonial cambia por completo. Subrayamos con lápiz, con bolígrafo, resaltamos, tomamos notas u obedecemos la prohibición terminante de dejar marca alguna en el libro. Y cuando damos por concluida la sesión, usamos un señalador o un lápiz, o doblamos la esquina de la hoja, o retenemos el número de página en la memoria.

El hábito ceremonial es similar si nos disponemos a ver una película en casa. Apagamos las luces (o no, o tal vez dejamos una sola luz prendida), nos arrellanamos en nuestro sillón favorito, o nos acostamos en la cama y la vemos de corrido, o hacemos interrupciones. Una ida al cine, o al museo, también se celebra como una pequeña ceremonia. Durante la película se come o no se come, se bebe o no se bebe, se apaga el teléfono celular, se evita el cuchicheo, se le chista al cuchicheador. Asimismo, la apreciación de un cuadro o una estatua suele tener sus reglas. ¿A qué distancia nos ubicamos? ¿Cuánto tiempo le dedicamos a cada pieza? ¿Nos movemos para apreciar la obra desde distintas perspectivas o contemplamos estáticos desde un punto en particular? ¿Leemos la información de la placa o nos concentramos en las emociones que suscita en nosotros la imagen sin contaminarnos con datos y evitando toda intromisión interpretativa? A lo largo de los años, todas estas pequeñas decisiones fluctúan y modelan en su variación segmentos de ritos y costumbres que se van solidificando hasta formar un auténtico ceremonial privado de la apreciación artística. El propósito último de todo esto es facilitar la compenetración.

La mecánica ceremonial de la compenetración acompaña una de sus características fundamentales: la replicabilidad. Lejos de ser un acontecimiento excepcional, el compenetrarse es algo que nos puede suceder regularmente, a diario incluso. No se trata de una epifanía transformadora, un nirvana, una kénosis, un satori estético, un ataque de síndrome de Stendhal (que podría describirse, por cierto, como una violenta conjunción de compenetraciones que resulta en una sobredosis sensorial y afectiva). La compenetración es una instancia de absorción moderada, intermitente y replicable; y la ceremonia, con su regularidad y su replicabilidad, es el marco apropiado para que acaezca. Es una manera de acondicionar nuestro espacio a fin de entrar en contacto con la obra de la manera más propicia para la creación de ese otro espacio donde sucede la compenetración, el espacio de la evidencia.

Como veremos más adelante, ese espacio generado espontánea e instantáneamente es mucho más que una condición de posibilidad de la compenetración, ese espacio es la compenetración. Su aparición es sorpresiva e impredecible. Es imposible determinar con precisión qué aspecto puntual de la conjunción de la obra y nuestra mirada lo hace aflorar. Es algo súbito y violento pues se nos impone independientemente de toda volición. Allí donde solo estaba nuestro mundo cotidiano, ese collage formado por la realidad de las cosas concretas y la inmaterialidad de nuestra vida mental y afectiva, de pronto hay otro mundo, un mundo intangible pero no por ello menos concreto, que nos atrapa, que nos excita o asusta, que nos puede incluso aburrir. La palabra es arriesgada, pero describe el fenómeno mejor que ninguna otra: magia.

La compenetración es una variación de la magia. Primero, porque consiste en la aparición efectiva de una dimensión de la realidad que, a pesar de no estar regida por las leyes naturales, tiene injerencia real (sensorial, afectiva, intelectual, mnemónica) en el mundo cotidiano. Segundo, porque sucede en el contexto de un rito de sustitución de mundos y de emociones. Tercero, porque como la magia de salón, como la rough magic que practica Próspero en La tempestad, se desarrolla a la manera de un espectáculo que tiene como número central la creación artificial de vida. En este sentido, la compenetración está íntimamente conectada con la creación artística. Más precisamente, con el momento en que el artista da el toque final a la obra, la vivifica y la convierte en una entidad autosuficiente con la capacidad de entrar en conexión con el espectador/testigo. Algunos ejemplos paradigmáticos en la tradición occidental son la creación de Adán y Eva, la reanimación del pastiche de cadáveres en Frankenstein, Miguel Ángel dándole un martillazo en la rodilla al Moisés terminado e increpándolo: «Perché non parli?». Pero ningún modelo ilustra mejor este fenómeno que el mito de Pigmalión.

En la versión de Ovidio, Pigmalión es el artista que elimina toda distancia y acaba consumido por su obra. El mito evoca dos transformaciones: la de la estatua en mujer de carne y hueso, y la del artista en habitante del mundo de su propia obra. El mito del quisquilloso y sugestionable escultor chipriota contiene una moraleja implícita, una ars poetica que, a su vez, como si se tratara de una matryoshka de alegorías, incluye una ars critica. Así como el creador debe abocarse a la creación sin perder la capacidad de tomar distancia para juzgar su propia obra, corregirla, editarla, mutilarla, incluso eliminarla, el espectador habitará el espacio de la compenetración oscilando entre la distancia y la cercanía para construir sentido.

Por qué nos creemos los cuentos

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