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CAPÍTULO 1

La raíz

Emplazado con el objeto de establecer una guardia de fronteras frente a la trinchera de avance sobre los asentamientos indígenas, el fortín de Rojas fue fundado a fines de 1777 por el sargento mayor de milicias Diego de Trillo, siguiendo instrucciones del virrey Pedro de Cevallos. Se levantaron dos ranchos de adobe, una empalizada con postes de ñandubay, un mangrullo, un corral y el aljibe. La tropa, compuesta por tres soldados rasos y veintiséis peones rurales que el propio Trillo tuvo que contratar para la ocasión a falta de otras voluntades, cavó una zanja defensiva pertrechada con cuatro pequeños cañones. Además de los reiterados malones de indios pampas y ranqueles, el cuartel soportó inundaciones, incendios, mudanzas y deserciones hasta que, en 1816, un tornado lo destruyó por completo. Una década más tarde, cuando se dispuso su reconstrucción, ya había perdido en gran medida su sentido. Aunque a aquella vieja guarnición, en la inmensidad de la pampa húmeda, le quedaría reservado un párrafo en los libros de historia: allí se acantonaron las tropas porteñas que, comandadas por el general Bartolomé Mitre, libraron el 17 de septiembre de 1861 la batalla de Pavón y abrieron el camino a la organización nacional al vencer a las fuerzas de la Confederación Argentina, al mando del caudillo entrerriano Justo José de Urquiza.

En esa franja de tierra fértil del norte de la provincia de Buenos Aires, definida por el encuentro de las aguas del arroyo Saladillo de la Vuelta con las del río Rojas, surgió un pueblo bautizado con el nombre del río, ungido en 1865 como cabecera del partido homónimo y desarrollado a partir del esfuerzo y el trabajo de familias de inmigrantes, especialmente españoles e italianos, que en esos años engrosaron una corriente que, promovida por las autoridades, pobló el país. En los albores del siglo xx, en aquella rica y vasta llanura, construyeron su hogar Francesco María Sabato Cascardo, nacido el 19 de junio de 1869, y Giovannina Ferrari Cavalcanti, nacida el 9 de noviembre de 1874.1

Francesco era oriundo de Fuscaldo, un caserío en la región de Calabria asomado al turquesa intenso del mar Tirreno. Giovannina había llegado al mundo en San Martino di Finita, un enclave albanés en la fase meridional de los Apeninos, en medio de escarpadas y casi inaccesibles montañas cubiertas de bosques, donde inicialmente se asentaron sus antepasados escapando del avance del Imperio otomano. Durante mucho tiempo los Sabato pensaron que el verdadero apellido materno era Päpic o Päpich, pero, en realidad, se trataba de un sobrenombre con el que se conocía a otra rama de la familia. Lo cierto es que al cruzar la frontera italiana fueron anotados como Ferrari y el nombre original se perdió en la bruma del tiempo. Tenaz y perseverante, Giovannina había pertenecido a un hogar acomodado cuya prosperidad sucumbió a causa de la vida licenciosa del padre, quien terminó por dilapidar la fortuna heredada por su esposa, descendiente de la aristocrática familia Cavalcanti, cuyos orígenes se remontan a la época del emperador Carlomagno.

Según el registro comunal de San Martino di Finita, Giovannina y Francesco contrajeron matrimonio civil en la mañana del 8 de junio de 1893. Él tenía veintitrés años y quedó asentado como “segador” mientras que ella, de apenas dieciocho, figura como “hilandera”. Entre la parentela siempre circuló la versión de que se trató de un casamiento por poder y a la distancia. Si bien eso no consta en las actas, resulta curioso que ninguno de los contrayentes haya estampado su firma en el documento.

Los límites de la memoria, la escasez de registros y la alta nombradía del apellido Sabato difuminan los hechos de aquellos años y, también, las circunstancias en que Francesco y Giovannina cruzaron el océano.

Asidos a vidriosos relatos repetidos a través de las generaciones, algunos de los descendientes se inclinan por validar la historia que dice que Francesco habría hecho, al menos, un primer viaje a la Argentina acompañado por un hermano mayor o un primo hacia fines de 1887 y que en Buenos Aires trabajó como jornalero para una empresa de la que su pariente era capataz y que se dedicaba a las obras de adoquinado de la ciudad. No obstante, ninguno de los ingresos con el nombre de Francesco (o Francisco) Sabato (o Sabatto) que figuran en el archivo del Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos (CEMLA) coinciden con su edad, lugar de procedencia y estado civil. Lo mismo ocurre con la búsqueda del ingreso de Giovannina.

La falta de certezas ha dado lugar a relatos increíbles que combinan los pocos datos disponibles con especulaciones y una dosis de fantasía. Uno de esos cuentos, abordado con jugosos detalles por Mario Sabato en su libro La imposible melancolía, dice que Francesco habría huido a América con Giovannina, gracias al dinero de una herencia, dejando atrás a una familia que había formado en Italia. Supuestamente los hijos de aquel matrimonio anterior vinieron a la Argentina en busca de su padre y uno de ellos llegó hasta Rojas con la intención de asesinarlo para vengar la traición. Sin embargo, algo lo hizo dudar y, al encontrarse con la nueva y numerosa familia, se arrepintió, pensando que arruinaría la vida de esos chicos si los dejaba huérfanos, del mismo modo en que se había arruinado la suya.2

Otra de las narraciones indica que Francesco habría hecho un primer viaje en soledad y luego habría regresado a Italia para casarse, tras lo cual volvió a embarcarse hacia el Río de la Plata, esta vez junto a su esposa, ya embarazada, y otros familiares.

Lo cierto es que, al llegar a Buenos Aires, ambos adoptaron sus nombres traducidos al castellano, una identidad que asumieron para el resto de sus vidas. Así, Francisco y Juana María permanecieron un tiempo en Buenos Aires, donde nació Vicente Esteban, el primogénito de la pareja, anotado en la Capital Federal como alumbrado el 7 de marzo de 1895. En el censo de población realizado ese año, Francesco, su esposa, su hijo y su suegro, además de otros miembros de la familia, figuran como residentes de la capital y, mientras la mujer aparece como ama de casa, su esposo acusa dedicarse al comercio.

Para cuando nació el segundo hijo, Lorenzo, el 11 de diciembre de 1897, los Sabato ya se habían trasladado al paraje conocido como Echeverría, un caserío ubicado a unos veinticinco kilómetros al sudoeste de Rojas, fundado junto a una estación ferroviaria que más tarde adoptaría el nombre de Rafael Obligado. Según el relato familiar, llegaron a montar allí, con gran sacrificio, una carnicería con la que lograron asentarse y mejorar sus finanzas.

La incipiente bonanza traería consigo una prole numerosa. Según el recuerdo familiar, Juana tuvo, en total, once hijos, todos varones, de los cuales tres murieron durante la primera infancia. A Vicente y Lorenzo les siguieron: Francisco, apodado “Pancho” (28 de noviembre de 1899); José, a quien llamaban el “Loco Pepe” (24 de octubre de 1901),3 Juan (26 de julio de 1904) y Umberto4 (23 de junio de 1907). Por aquel tiempo los Sabato se radicaron en Rojas, donde, curiosamente, cambiaron de rubro e instalaron una panadería cuya entrada principal estaba en la ochava que el edificio formaba en la intersección de las calles General Alvear y Muñoz, a una cuadra de la plaza San Martín y la intendencia. La familia, que se acomodó en una casa lindera a la tienda, sobre la calle Muñoz 371, también contaba con dos manzanas en las que había un galpón para guardar carros y un establo para los animales. En un álbum impreso para un aniversario de la ciudad de Rojas por ese tiempo, aparece un retrato en el que Francisco, hombre de pocas palabras, luce una pistola Colt calibre 38, con la que competía, con suerte esquiva, en los campeonatos organizados por el polígono de tiro local.

El 23 de junio de 1909 Juana y Francisco tuvieron su séptimo hijo varón, al que llamaron Ernesto, según la constancia de la parroquia San Francisco de Asís elaborada por el sacerdote Pedro Silván. Siguiendo una vieja costumbre originada en una leyenda europea con gran arraigo en los inmigrantes, el niño recibió el padrinazgo del presidente de aquel momento, José Figueroa Alcorta. Según la creencia, el séptimo entre los hermanos varones sufría la maldición del hombre lobo. En la segunda mitad del siglo xviii, la emperatriz rusa Catalina la Grande había instituido el padrinazgo como una “protección mágica” que evitaba que esas criaturas fueran abandonadas o, incluso, sacrificadas; en nuestro país, el caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas adoptó esa costumbre, apadrinando a los séptimos hijos de los peones rurales para ahuyentar el maleficio; Figueroa Alcorta tomó la posta y a partir de 1907 apadrinó a los séptimos hijos varones que la leyenda condenaba a convertirse en “lobizones”. El padrinazgo consistía en una beca para la educación y sostén del niño y solía incluir, también, la imposición del nombre presidencial que, en este caso, fue incorporado como segundo: Ernesto José. Generalmente se hacía una ceremonia oficial con la entrega de una medalla. El mandatario era representado por un vecino destacado de la localidad. En la ocasión asumió ese rol el médico de la familia Sabato, Ernesto Helguera.

Lamentablemente, Ernestito –a pesar del paso del tiempo siempre lo siguieron llamando así– no llegó a vivir mucho. En la familia los recuerdos de esa tragedia se volvieron borrosos. Según el acta de defunción firmada por Helguera, el pequeño murió el 22 de noviembre de 1910. El motivo consignado fue “eclampsia”, una extraña dolencia que afecta a las mujeres embarazadas produciendo cuadros de hipertensión, convulsiones y hasta estados de coma, y que puede producirle al bebé limitaciones del desarrollo y otros efectos adversos derivados de los medicamentos administrados a la madre. Pocos días después del entierro, Juana supo que estaba otra vez embarazada. Los Sabato decidieron llamar al nuevo hijo con el mismo nombre del que acababa de morir. La reiteración en el nombre de los hijos, especialmente en el caso de los muertos, era una costumbre muy extendida, tanto que los gobiernos tuvieron que legislar para combatir las confusiones e inconvenientes que eso generaba. En la familia Sabato, así como hubo dos Ernestos, hubo también dos Umbertos y dos Lorenzos.

Según la historia familiar, Ernesto Roque Sabato nació en la casa de la calle Muñoz entre el ocaso del viernes 23 –increíblemente, era la misma fecha en que había sido inscripto el nacimiento del malogrado Ernestito– y la madrugada del sábado 24 de junio de 1911 en un alumbramiento rodeado de misteriosos entresijos. En su novela Abaddón el Exterminador deambuló sobre los contornos difusos e intrigantes de sus orígenes:

“Mi madre estaba enferma cuando nací, y recién me inscribieron un 3 de julio, como si no se decidieran. Nunca supe después si mi nacimiento se había producido el 23 o el 24 de junio. Pero cuando un día en que yo la acosaba, me confesó que era el atardecer y que estaban encendidas las fogatas de San Juan.

—Pero entonces no hay duda: fue el 24, el día de San Juan —le decía.

Mamá meneaba la cabeza:

—En algunas partes también se encienden fogatas en la víspera.

Siempre me fastidió aquella incerteza, incerteza que me había impedido tener un horóscopo preciso. Y más de una vez volví a interrogarla, porque tenía la sospecha de que me ocultaba algo. ¿Cómo era posible que una madre no recuerde el día del nacimiento de su hijo? La escrutaba en los ojos, pero ella se limitaba a contestar de modo dubitativo. Pasaron algunos años después de su muerte cuando leyendo uno de esos libros de ocultismo supe que el 24 de junio era un día infausto, porque es uno de los días del año en que se reúnen las brujas. Consciente o inconscientemente mi madre trataba de negar esa fecha, aunque no podía negar lo del crepúsculo: hora temible. No fue el único hecho infausto vinculado a mi nacimiento. Acababa de morir mi hermano inmediatamente mayor, de dos años de edad. ¡Me pusieron el mismo nombre! Durante toda la vida me obsesionó la muerte de ese chico que se llamaba como yo y que para colmo se recordaba con sagrado respeto, porque según mi madre y doña Eulogia Carranza, amiga de mi madre y allegada a don Pancho Sierra, ‘ese chico no podía vivir’. ¿Por qué? Siempre se me respondió con vaguedades, se me hablaba de su mirada, de su portentosa inteligencia. Al parecer, venía marcado con un signo aciago. Estaba bien, pero por qué entonces habían cometido la estupidez de ponerme el mismo nombre. Como si no hubiese bastado con el apellido, derivado de Saturno, Ángel de la soledad en la cábala, Espíritu del Mal para ciertos ocultistas, el Sabath de los hechiceros.”5

Por si faltaran rarezas, en el acta que lleva el número 332, el Jefe del Registro Civil de Rojas, Julio Olivencia Fernández, indica que Ernesto nació el lunes 3 de julio de 1911 a las siete de la mañana en su domicilio del que solo se consigna como ubicado en el “Cuartel Primero”. Según el certificado, su papá Francisco fue a anotarlo acompañado por sus vecinos Bautista Santoro y Juan Lanzillotta, que estamparon sus firmas al pie del documento como testigos de la inscripción. La fecha, convalidada en el registro oficial, fue la que figuró siempre en su documento de identidad y es la misma que suscribió el sacerdote párroco Silván cuando, el 6 de abril de 1912, bautizó al niño ante sus padrinos, Rosa María Acerbo y su esposo Pedro José Ramello, famoso en Rojas por ser el propietario del primer automóvil que circuló en el pueblo. Tampoco está claro el motivo de haber impuesto como segundo nombre Roque al recién nacido, aunque en algunas semblanzas se sostiene que se debió a la admiración de Francisco por la figura del entonces presidente: Roque Sáenz Peña, aquel que durante su gestión instauró el voto universal, secreto y obligatorio. En tanto, en la familia hay quienes porfían que el nuevo Ernesto también fue ahijado presidencial, aunque no se conozca hasta el momento constancia que lo certifique.

Lo cierto es que, pese a las opacidades y el dramático contexto en que se produjo su llegada al mundo, Sabato siempre reivindicó el 24 de junio como la fecha de su cumpleaños. Azares del destino: el mismo día del mismo año, pero en la localidad de Balcarce, en el otro extremo de la provincia de Buenos Aires, nacía Juan Manuel Fangio, que sería multicampeón internacional de automovilismo. El tiempo traería en la misma fecha a otros ídolos del deporte e íconos de la argentinidad: los futbolistas Juan Román Riquelme (1978) y Lionel Messi (1987).

Los Sabato forjaron en Rojas una familia de trabajo con fuerte sentido del sacrificio y la responsabilidad y alejada por completo de la política y la religión.

Ernesto creció con la sombra omnipresente de su hermano difunto, evitando siempre hablar del tema. Entre sus allegados suele atribuirse a aquel trance del destino el rasgo agrio y melancólico de su personalidad. En sus contados regresos a Rojas nunca dejó de visitar la sepultura de Ernestito. “Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa”, escribió en Antes del fin,6 libro al que calificó como “una especie de testamento” dirigido a los jóvenes.

Su madre también sufrió toda la vida por aquella pérdida. Era una mujer de carácter firme que había perdido a sus padres siendo niña, por lo que tuvo que asumir la crianza de sus hermanos menores. El temor de que pudiera ocurrirle algo hizo que ejerciera sobre Ernesto una protección excesiva. “Mi madre se había aferrado a mí y yo a ella de una manera patológica”, confesaría el escritor años más tarde.7

A causa de ese vínculo opresivo, Ernesto pasaba mucho tiempo encerrado en el dormitorio, algo que se prolongó con la llegada del último de sus hermanos, Arturo, nacido el 10 de septiembre de 1913. A Juana le pareció una buena idea que ambos compartieran la habitación. Pero la presencia de su pequeño hermano y los cuidados que su madre le dispensaba se le volvieron intolerables. Lo celó hasta el punto de haber intentado, en un rapto de furia inconsciente, ahogarlo con sus propias manos cuando apenas tenía dos o tres años, según contó en varias ocasiones.

El remedio propuesto por el doctor Helguera fue aislarlo durante un tiempo, lo cual profundizó su introspección y las alucinaciones nocturnas.

Ernesto siempre contó que padecía pesadillas y sonambulismo. Se despertaba súbitamente angustiado en el cuarto a oscuras, que presentía repleto de sombras amenazantes. “Los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien –no lo puedo precisar– que vagamente me recordaba a mi padre”, apuntó.8

Vivió aislado, casi sin salidas y sin juegos, apartado del resto de los niños. Más de una vez Sabato ha puesto como ejemplo de aquel retraimiento el hecho de que, a pesar de haberse criado en un pueblo rural, nunca aprendió a andar a caballo. Generalmente se refirió a su infancia como un tiempo misterioso y desolado, entre otras cosas, por el rigor y la disciplina con que fue criado, especialmente por su padre, al que temía. De su memoria surgía la imagen de un hombre enérgico y hasta violento, aunque también ha destacado su candor y los valores heredados de rectitud y generosidad. Con frecuencia Juana lo escondía debajo de la cama matrimonial para evitarle un castigo por algo que era considerado un capricho o una desobediencia o, incluso, sin que mediara razón alguna.

En las tardes, Juana se sentaba en el frente de la propiedad en un sillón mecedor de mimbre; Ernesto y Arturo cepillaban su largo cabello a la espera de la llegada de Francisco. Mientras Ernesto le arrancaba las canas con la candorosa ilusión de evitar que envejeciera, la mujer, que siempre se negó a hablar albanés como una forma de echar al olvido la triste historia familiar, pronunciaba algunas palabras en el dialecto que se hablaba en su aldea natal para que sus hijos las repitieran. Ella había deseado con ansias una hija mujer: entre tantos varones hubiera querido una compañía y ayuda en las tareas domésticas, que le demandaban prácticamente todo el día.

Mientras tanto, la vida seguía su curso. El estallido de la Primera Guerra Mundial en Europa comenzaba a sepultar los sueños de retorno al terruño. Con la ayuda de sus hijos mayores, Francisco logró progresar en el comercio; decidió ampliar la actividad y establecer un molino, incorporando la producción de harinas a la venta de pan y pastas. Cuentan en Rojas que Francisco consiguió los fondos necesarios para el emprendimiento gracias a un préstamo de su amigo Juan Cabodi, dueño de uno de los molinos más antiguos e importantes del país.

El nuevo establecimiento fue inaugurado en 1917, el mismo año que Ernesto inició la escuela primaria. Sobre la puerta de acceso al local, en un cartel de chapa brillante, podía leerse en letras rojas: “Francisco Sabato e Hijos - Molino, Fideería y Panadería”. Todos participaban del trabajo: Juana amasaba las pastas y sus hijos mayores se turnaban para repartir el pan en las poblaciones cercanas. El negocio prosperó rápidamente. Un volante comercial impreso en 1923 da cuenta de que la firma tenía capacidad para producir 8400 kilos de harina diarios, además de 1200 kilos de fideos y 1500 kilos de galleta cada ocho horas.9

El sacrificio y la constancia habían llevado a los Sabato a gozar de una situación económica holgada que alguna vez Ernesto caracterizó como la de una clase media “clásica y jerárquica”. Pronto se mudaron a una casa más espaciosa, a una cuadra del molino, en el número 269 de la calle Presidente General Julio Argentino Roca –hoy llamada Pueblos Originarios–. Encomendaron la obra al constructor más reputado de la zona, Domingo La Río. En los días feriados o, incluso, después del trabajo, Francisco participaba en la construcción a la par de los albañiles. Según los registros catastrales, la edificación, familiarmente conocida como “el chalet”, fue terminada en 1921. Aún se conserva en buenas condiciones, aunque el predio original fue subdividido en dos propiedades adquiridas por la familia Pérez Morando.

Es una réplica, en menor escala, de los típicos palacetes de las villas italianas. Erigida sobre un terreno de 854 metros cuadrados, tiene 271 metros cubiertos, entre la planta baja y un pequeño altillo. Su disposición original no ha sido modificada: desde el vestíbulo ubicado en el acceso se abre un pasillo que comunica con un living-comedor, las cuatro amplias habitaciones, el baño y la cocina. En aquella época los patios, la galería y el jardín de la casa estaban siempre poblados de flores y plantas ornamentales que Francisco cuidaba con esmero.

Ernesto Sabato asistió a la Escuela N° 1, que más adelante adoptaría el nombre de Domingo Faustino Sarmiento. Si bien ingresó a primer grado en 1917, cuando tenía seis años, su cédula escolar (N° 221.473) solo fue completada a partir de cuarto grado, en 1922. Ese registro, que llamativamente consigna como fecha de nacimiento el 4 de julio, lo describe como un niño de piel trigueña, ojos pardos grandes y nariz recta y chica, que mide 1,31 metros y pesa 32 kilos.

Fue un alumno con buena conducta, un tanto introvertido pero aplicado. Su curiosidad desbordante lo llevaba, en ocasiones, a poner en aprietos a las maestras con preguntas con las que buscaba explicaciones sobre el mundo que lo rodeaba. María Elena Oyhanarte solía contar que ese chico esmirriado y brillante, a quien tuvo en sexto grado, más de una vez la había obligado a ponerse a estudiar.

A Ernesto le gustaba leer pero, sobre todo, dibujar y pintar. En las horas de encierro en el cuarto de la casa garabateaba sobre hojas blancas con lápices de colores; copiaba láminas de libros y almanaques. En la escuela era el encargado de realizar en el pizarrón del aula ilustraciones alusivas a las distintas conmemoraciones. Alrededor de los diez años empezó a escribir cosas sueltas. Transcribía pensamientos, impresiones que registraba en un cuaderno que hacía las veces de diario personal del que, unos años después, se deshizo avergonzado.

Su legajo escolar revela que el cuarto año fue un tanto difícil para él. De marzo a septiembre, su promedio en las quince materias fue de 4,8. En cambio, en los dos años siguientes sus calificaciones mejoraron hasta convertirlo en un alumno sobresaliente. En sexto, el año del egreso (1924), la mejora fue notable: su promedio general se elevó a 9. Descolló sobre todo en Dibujo y Geometría (9,33), mientras que tuvo su desempeño más flojo en Canto y Música (6,20) y Escritura (7), de acuerdo con el boletín rubricado por la señorita Oyhanarte y la directora, Lydia Hardoy.

En sus remembranzas de aquella época Sabato ha confesado el desánimo que le causaba ver cómo su padre firmaba las calificaciones sin soltar un gesto ni un comentario sobre su distinguido desempeño.

De aquel tramo de su vida le quedó especialmente grabada la impronta de la maestra de quinto grado, Juana Ozán. Según cuentan los memoriosos, la Negra Ozán –como permaneció por siempre en el recuerdo afectuoso de quienes fueron sus alumnos– acostumbraba a dictar sus lecciones mientras caminaba de un extremo al otro del salón con paso marcial, las manos cruzadas detrás de la espalda y el torso levemente inclinado hacia adelante. Sabato evocó a aquella querida docente en una carta escrita en junio de 1997 en apoyo al reclamo de los docentes que exigían al gobierno de Carlos Saúl Menem mayor presupuesto para la educación en la denominada “carpa blanca” instalada frente al Congreso Nacional. La describió como “india, hija de un domador, que nos mantenía al trote, pero que a la vez, supo educarnos con cariñosa disciplina”, y aprovechó para agradecer a aquella docente por haberle dado “la mejor base para todo lo que hice después”.

En 1979 la escuela cumplía 117 años y las autoridades invitaron a Sabato a participar como figura central de los festejos. Los actos arrancaron la noche del sábado 12 de mayo con una representación a sala llena del Romance de la muerte de Juan Lavalle, a cargo de José María Sansirena, en el Teatro Libre Florencio Sánchez. Al día siguiente, Ernesto asistió a la ceremonia con su esposa Matilde y su nieta Luciana. Era el más célebre egresado de la institución y fue homenajeado por su trayectoria; pero antes fue invitado a izar la bandera y se emocionó cuando hicieron sonar la campana que en otros tiempos anunciaba el ingreso a clases. Luego recorrió las aulas junto a algunos viejos compañeros como Berta Colagreco, Rosa Castano, Dominga Pittolino y Jorge Baquedano, que fuera compañero de banco de Sabato. También estaban las maestras Ozán, Oyhanarte y María Esther Roqués de Fishnahier. En uno de los salones, tomó una tiza y escribió sobre el pizarrón: “Un cariñoso saludo a los alumnos de esta queridísima Escuela N° 1”.10 De aquella jornada quedó una anécdota risueña: Sabato le adjudicó sus problemas de visión, jocosamente, a Baquedano. “Por culpa tuya y de tu letra diminuta soy corto de vista, por el esfuerzo que hacía para copiarme en los exámenes”, bromeó el escritor.

Dos días después, Sabato remitió una carta a la directora, Rosaura Noemí Romeo, en la que agradeció la invitación y aseguró que había pasado “uno de los momentos más emocionantes” de su vida. “El reencuentro con mis aulas, el cariño de los chicos, la afectuosa presencia de las maestras y la canción a la bandera mientras yo la izaba lentamente quedarán para siempre en mi recuerdo”, añadió. De aquellas jornadas atesoraba una foto, enviada por Romeo, en la que quedó inmortalizado ese izamiento.

Para Francisco, pero, sobre todo, para su esposa, la educación era un tema central. La formación era considerada una inversión indispensable para el progreso, y Juana vivía obsesionada por el porvenir de sus hijos. Solía enumerar las importantes actividades a las que –estaba convencida– cada uno de ellos estaba predestinado. Uno sería intendente, otro cura; a Ernesto le auguraba un futuro como farmacéutico. Él, de chico, soñaba con ser bicicletero o tener un tallercito donde hacer pequeñas reparaciones.

Como en Rojas no había posibilidad de continuar los estudios más allá del ciclo primario, la única opción era emigrar. Pero no solo por eso fue que los hermanos Sabato fueron abandonando el hogar. La severidad del padre también generaba reacciones y rebeldías. Dos de los hermanos de Ernesto huyeron de la casa. Pepe se fugó con un circo a los trece años, deslumbrado por las rutinas de sus artistas y las curvas de una de las trapecistas. Algo parecido ocurrió con Humberto, que partió con rumbo desconocido para regresar años más tarde. Francisco juró que ya no eran sus hijos y hasta llegó a considerarlos muertos. Sin embargo, a su regreso, terminó por acogerlos nuevamente en el seno familiar.

De los hermanos Sabato, el primero en irse de Rojas para hacer el secundario y luego ingresar a la universidad fue Lorenzo, que estudió Medicina en la Universidad de Buenos Aires. El segundo fue Juan, que partió hacia La Plata, donde se recibiría de ingeniero. Los siguieron, cada cual a su turno, Ernesto y Arturo.

La radicación de varios miembros de la familia Ferrari en La Plata, sumada a la estancia de Juan en la capital bonaerense, llevó a sus padres a descubrir el Colegio Nacional Rafael Hernández, una institución de excelencia dependiente de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), adonde decidieron enviar a Ernesto para hacer el bachillerato.

Sería el cierre de una etapa signada por las pesadas tribulaciones descriptas por Sabato infinidad de veces. Por momentos, la oscura visión de su infancia parece más bien la expresión de un mundo interior conflictuado y complejo donde el cuidado o la sobreprotección es percibida como un ahogo insoportable en un hogar al que le faltó el calor del afecto, palabra que el escritor jamás mencionó asociada a la figura de sus padres. No obstante, entre los resquicios de aquel relato sombrío es posible vislumbrar una atmósfera de zonas blandas con plácidas y fugaces felicidades: los juegos escolares; las tardes de domingo en el molino desierto; la magia de las primeras películas mudas en el cine-teatro La Perla; los paseos en el sulki troteador –que, según alardeaban los Sabato era uno de los más rápidos del pueblo– o con “Pancho”, en el Ford T de la familia, y hasta postales cariñosas junto a su padre cantando viejas canciones italianas o disfrutando de las pastillas de menta que Francisco le traía al regresar del trabajo.

Con el paso del tiempo, Sabato revaloró aquel paisaje pampeano de sus primeros años y frecuentemente lo evocó con nostalgia. No pocos nombres, escenas y personajes de aquella experiencia pueblerina surgirán transfigurados en sus novelas, especialmente en Sobre héroes y tumbas y Abaddón el Exterminador.

Aquel fue un tiempo de temores y esperanzas, surcado por calles de tierra, pájaros sobrevolando el pajonal y el inconfundible olor a alfalfa recién cortada, que en los veranos lo inundaba todo. Recuerdos que lo acompañaron toda la vida, como la imagen indeleble de su madre, inmóvil frente al umbral de la casa el día que partió hacia La Plata, mirándolo alejarse en busca de un destino.

1 El apellido de Giovannina aparece escrito en distintos documentos como Ferrari y Ferraro. Solo tras su llegada a la Argentina queda establecido como Ferrari.

2 Véase “Los otros Sabato, segunda crónica: los dos trajes”, en Mario Sabato, La imposible melancolía, Waldhuter Editores, Buenos Aires, 2018, pp. 147-157.

3 Inscripto cuando tenía un año y medio.

4 Anotado inicialmente sin H; años después pasó a ser Humberto.

5 Ernesto Sabato: Abbadón el Exterminador, Sudamericana, Buenos Aires, 1975, pág. 23.

6 Ernesto Sabato: Antes del fin, Seix Barral, Buenos Aires, 1998, p. 24.

7 María Angélica Correa: Genio y figura de Ernesto Sabato, Buenos Aires, Eudeba, 1971, p. 18.

8 E. Sabato: Antes del fin…, p. 25.

9 Revista del Centenario de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos de Rojas, Rojas, 1979.

10 Chispa, Rojas, 17 de mayo de 1979.

Sabato

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