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CAPÍTULO 2

La era del deslumbramiento

Cuando Ernesto Sabato descendió del tren en la estación de La Plata, en febrero de 1925, tenía trece años y era incapaz de comprender la trascendencia de ese momento. En esas horas de viaje desde Rojas había comenzado a dejar atrás, sin posibilidad de retorno, el umbral de la infancia. Frente a él se abría un horizonte nuevo y difícil, pero pleno de posibilidades y descubrimientos. Ese largo y fructífero recorrido, por momentos también enrevesado, que terminó por convertirlo en uno de los escritores más notables de la lengua castellana y referente del pensamiento a la vez que parámetro moral de los argentinos, debe un capítulo central a la ciudad fundada en 1882 por Dardo Rocha, un encumbrado político del Partido Autonomista.

Atrás quedaba el horizonte chato de la llanura, con su calma predecible; frente a él se abría ahora un escenario de palacios europeos enmarcados por amplias avenidas y bulevares; calles perfumadas con tilos, acacias y naranjos; plazas y parques cada seis cuadras, y un bosque resplandeciente al borde de una ciudad que invitaba a la exploración y la deriva. En esa urbe simétrica, progresista, culta y con aires cosmopolitas que era La Plata, aquel chico al borde de la adolescencia descubrió un mundo deslumbrante donde habitaban el conocimiento científico y las expresiones más variadas del arte, así como el no menos incitante escenario de la política, que tempranamente lo llevó a asumir un fuerte compromiso con los valores del humanismo y las ideas de la equidad social. Allí también encontraría el amor de la mujer que lo acompañó toda su vida; allí nacieron sus hijos y murieron sus padres.

Era, quizá, la etapa de mayor esplendor de la capital bonaerense. Por su trazado en forma de damero surcado por diagonales había sido elegida en París como la ciudad más moderna del mundo. Apoyada además en el prestigio de su universidad, La Plata soñaba con convertirse en un faro del conocimiento.

El iniciático viaje en tren desde Rojas, siguiendo el sendero que ya habían recorrido sus hermanos Lorenzo y Juan, tuvo un inmediato efecto somático en el joven Ernesto: a poco de iniciar el trayecto, aún en las afueras del pueblo, sufrió una descompostura. Toda una señal que realimentó su precoz perfil hipocondríaco.

Por entonces, Lorenzo estaba a punto de terminar la carrera de Medicina en la UBA y se disponía a regresar al terruño para ejercer la profesión. En tanto, Juan promediaba sus estudios de Ingeniería en la UNLP y participaba activamente de la vida política universitaria: estaba afiliado al Partido Socialista y presidía, desde hacía un año, la Federación Universitaria de La Plata (FULP), cosa que haría hasta 1927.

Al llegar a la llamada “ciudad de las diagonales” Ernesto recaló en la casa del tío Paolo Ferrari, hermano de Juana, pero pronto se mudó a un modesto cuarto compartido con Juan, quien, en esos primeros años ejerció sobre él una rígida tutoría. El alojamiento estaba ubicado en 61 N° 414, entre 3 y 4, a quince cuadras del Colegio Nacional, donde cursaría el bachillerato.

Durante años circuló en La Plata la versión de que Sabato había pasado algún tiempo en el internado del Nacional, que funcionaba donde luego se instaló la Facultad de Ingeniería. Sin embargo, dicho albergue estudiantil había sido clausurado poco antes.

Guiado por su hermano, Ernesto hizo sus primeros paseos e incursiones en aquella ciudad adoquinada y con tranvías que, sin embargo, tenía una escala amable, mucho menos desmesurada que la de Buenos Aires. En una de sus primeras salidas solitarias acudió al Bosque, un paseo pensado como pulmón verde de la ciudad que contaba con un zoológico y un jardín botánico, con un pequeño maletín de madera en el que llevaba hojas, acuarelas, una paleta y un puñado de pinceles. Tras una breve recorrida se sentó bajo la sombra de un enorme eucalipto con la intención de reproducir los colores de su corteza. En eso estaba, cuando un grupo de chicos un poco más grandes que él empezaron a agredirlo y a burlarse de él y derramaron el frasco con agua que usaba para humedecer los pinceles. Antes de alejarse, profiriendo todo tipo de alaridos, despedazaron el boceto en el que trabajaba. Nunca pudo sacarse de la cabeza la sensación de amargura de aquella experiencia iniciática.

Cuando a principios de marzo de 1925 empezaron las clases, el rector del Nacional era el abogado e historiador Luis Horacio Sommariva, experto en derecho civil y administrativo, que promovía la renovación de los planes de estudios. La institución había sido creada con el fin de brindar una enseñanza preuniversitaria de excelencia con sesgo moderno y experimental. El plan de estudios ofrecía un pantallazo general sobre prácticamente todas las disciplinas. Se promovía el encuentro directo de los alumnos con las obras e ideas de autores relevantes de diferentes períodos de la humanidad. La propuesta pedagógica se basaba en una trilogía compuesta por el pensamiento positivista, el arte y la cultura física.

El cuerpo docente estaba integrado por profesionales y académicos de fuste, entre los que sobresalían el poeta modernista Rafael Alberto Arrieta; el jurista y prominente dirigente del socialismo, Carlos Sánchez Viamonte; Narciso Binayán Pérez, titular de la Sociedad de Historia Argentina, y el poeta cordobés Arturo Capdevila, que para entonces ya había obtenido en dos oportunidades el Premio Nacional de Literatura. Además, en el marco de una ampliación del plantel docente por la actualización del currículo, se habían sumado el egiptólogo Abraham Rosenvasser, que años más tarde dirigiría una importante misión en los que fueran los restos del faraón egipcio Ramsés II, en Sudán; el arqueólogo Fernando Márquez Miranda, fundador de la Sociedad Argentina de Antropología, y los profesores de Educación Física Arturo y Benigno Rodríguez Jurado.

La nómina de maestros recién incorporados incluía al escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña y al polifacético pensador Ezequiel Martínez Estrada, dos figuras que, a partir de entonces, desplegaron una larga y fructífera trayectoria en la institución, en la que dejaron una huella imborrable. Sabato trabó con ambos una amistad entrañable y duradera.

La lectura era un elemento central en el proceso de aprendizaje en el Nacional de La Plata. Al cabo de los cinco años de cursada los estudiantes habían leído de William Shakespeare a Miguel de Cervantes y de Charles Dickens a Robert Louis Stevenson y Julio Verne, pasando por la obra de autores hispánicos, como Domingo Faustino Sarmiento, Miguel de Unamuno o José Esteban Echeverría. En las clases de Filosofía se recorría la historia de las ideas desde Aristóteles y Platón hasta Immanuel Kant, Friedrich Nietzsche y Baruch Spinoza. Aquella sólida base en la formación media forjó no solo al Sabato escritor, sino también al pensador y político.

La adaptación a su nueva vida de estudiante no fue sencilla. Extrañaba a su madre y sufría intensamente el desarraigo. Lo imponente del edificio del Colegio Nacional, la prestancia distinguida de sus docentes y el roce con chicos desconocidos que le enrostraban con crueldad su origen pueblerino profundizaron su carácter retraído. Le habían puesto el mote de “payucano”, que designaba despectivamente a los que, como él, venían del campo. Se sentía torpe, mal vestido, ajeno a todo lo que lo rodeaba. Pasó esos primeros tiempos llorando por las noches, embargado por una sensación de soledad infinita.

El joven Ernesto (legajo de alumno 268) arrancó sus estudios con un rendimiento sobresaliente que mantuvo a lo largo de toda su formación. En primer año tuvo su mejor performance en Dibujo (su boletín de calificaciones registra un 10 en esa materia), mientras que su nota más baja fue en Castellano (8), con Henríquez Ureña, quien tendría una incidencia clave en el impulso de la carrera literaria de Sabato.

El escritor centroamericano ostentaba una cultura vastísima. Había llegado a La Plata a mediados de 1924, con el año lectivo ya comenzado, y se incorporó de inmediato al dictado de clases en el colegio de la UNLP. Había emigrado desde México, donde acababa de pelearse con su amigo José Vasconcelos, por entonces secretario de Instrucción Pública del gobierno de Álvaro Obregón. A poco de instalarse en la ciudad, dijo estar subyugado por aquella urbe moderna y pujante, a la que calificó como “la Atenas de América”. Los alumnos lo apodaban –no sin maldad– “el mexicano”. Muchos se aprovechaban de su bonhomía y corrección y le gastaban bromas por su forma de hablar o le ponían chinches en el asiento. En sus clases sobre gramática echaba mano a los versos del poeta español Luis de Góngora y Argote para enseñar la morfología y estructura de las palabras y sus accidentes y analizar el modo en que se combinan en las oraciones. “Donde termina la gramática, empieza el gran arte”, repetía. Sabato solía recordar agradecido haberse acercado, con sus orientaciones extracurriculares, a las historias de aventuras de escritores como Emilio Salgari o Julio Verne, que leía con fruición en una biblioteca que había en el barrio de la pensión. A través de Henríquez Ureña también descubrió a exponentes de la literatura rusa como Leonid Andréiev, Fiódor Dostoievski o León Tolstoi, que se transformaron en sus preferidos, pese a que, generalmente, tuvo que resignarse a ediciones baratas de pésima traducción. Con Dostoievski desarrolló una suerte de obsesión referencial que lo llevaba a apelar constantemente a pasajes de su obra para aplicarlos a situaciones de la vida cotidiana. A medida que avanzaba en sus lecturas, su paladar literario iba cambiando. Le pasó por ejemplo con la novela de Andréiev, Sascha Yegulev: al leerla quedó subyugado; sin embargo, tiempo después, la consideró “inaguantable”. Siempre creyó que en Argentina existía cierta identificación con los rusos que hacía a sus obras más asequibles en este lado del mundo.

Pero mucho antes de encauzar su vocación por las letras, Ernesto atravesaría un estadio de fascinación con las ciencias duras, especialmente, con las matemáticas. El disparador fue la primera clase del profesor Edelmiro Calvo, un prestigioso docente de destacada actuación en los días intensos en que se gestó la Reforma Universitaria. Su presencia en el aula infundía respeto y admiración. Calvo estaba convencido de que la mejor manera de entusiasmar a sus alumnos e introducirlos al árido estudio de las matemáticas en las primeras clases era mediante la demostración de alguno de los teoremas básicos de la geometría. A través de la exposición sencilla de proposiciones en base a figuras lograba que los estudiantes sintieran una excitante sorpresa y cierta perplejidad ante la existencia de un procedimiento certero para arribar a un resultado exacto e incontrastable.

Muchas décadas después, en su libro Antes del fin, Sabato narró aquella “portentosa revelación” ocurrida en el aula. “En un banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un pueblo pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero de provincia, alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No sabía aún que había descubierto el universo platónico, ajeno a los horrores de la condición humana; pero sí intuí que esos teoremas eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de mi adolescencia”, escribió.11

El encuentro con la ciencia y su exactitud lo condujo a una suerte de refugio para su constante estado de angustia. A esa tabla de salvación se aferró en medio del océano bravío que eran sus días. Ese orden diáfano y perfecto, opuesto al mundo oscuro y opresivo de sus tribulaciones, terminó por definir la orientación de sus estudios superiores. El esfuerzo y la dedicación que volcó a las matemáticas hicieron que su desempeño fuera superlativo, algo que, inesperadamente, le sirvió para ganarse un lugar entre sus compañeros, que admiraban su capacidad e inteligencia. Así pudo, poco a poco, empezar a construir relaciones más equilibradas e ir dejando atrás su timidez e incomunicación inicial.

Mientras tanto, seguía amparándose en la guía de su hermano mayor. Juan obligaba a Ernesto a hacer ejercicios de gimnasia sueca todas las mañanas para fortalecer el cuerpo y mejorar la postura. Era un fanático de los deportes; fue un destacado jugador de básquet en el por entonces Club Atlético Estudiantes, de cuyo equipo de fútbol era un ferviente simpatizante. Pronto logró convertir a Ernesto a esa religión, que con los años se transformó en una marca distintiva de buena parte de la familia. Según las constancias que se conservan en el museo de la entidad, Ernesto Sabato (ficha de afiliación 2852) se hizo socio de Estudiantes en 1925, el mismo año en que llegó a la ciudad.

Si bien nunca fue lo que se dice un gran deportista, más de una vez el escritor contó que en su época de estudiante había incursionado en las lides del rugby, guiado por los hermanos Rodríguez Jurado; también hizo lanzamiento de jabalina y hasta practicó boxeo con Julio Mocoroa, un púgil al que la prensa apodaba “Bulldog” y que llegó a disputar el título argentino en la categoría livianos.

Un ejemplo del clima de camaradería que se vivía entre alumnos y profesores del colegio eran los animados partidos de pelota que organizaba el por entonces vicerrector Luis María Bergez, en los que Ernesto llegó a participar. Alguna vez, al recordar aquellas contiendas deportivas, las vinculó con los problemas de visión que lo afectarían severamente en el último tramo de su vida. “Estaba yo en segundo de secundaria cuando me dieron un pelotazo en el ojo izquierdo. Desde entonces he ido cada vez peor con esto del ojo”, señaló durante una visita al País Vasco en 1982.12

Pero Ernesto también jugaba al fútbol y tuvo su fama como aguerrido zaguero. Según comentó su sobrino Juan Carlos Sabato –hijo de Juan– en una entrevista para este libro, además de jugar en los torneos del Nacional, su tío llegó a probarse en la denominada “cuarta especial” del club Estudiantes, una suerte de reserva formada por jóvenes que aspiraban a ingresar a los planteles oficiales. Su vínculo con el mundo “pincharrata” ya forma parte de la historia y las leyendas de la institución, que en su página web recuerda con orgullo cuando Sabato “probó suerte en las divisiones inferiores”.13

El escritor rememoró esa época muchos años después ante el periodista Eduardo Verona, de la revista El Gráfico. “Jugaba bastante bien. No rechazaba la pelota a cualquier parte. No era un chambón. Era aceptable, pero tuve que dejar. No podía cabecear bien, porque fui el penúltimo chico de once hijos varones y nací medio descalcificado. Tenía la mollera un poco blanda. Y un defensor no puede darse el lujo de no cabecear”, dijo. Consultado sobre si era cierto que tenía un carácter violento dentro de la cancha, respondió: “Sí, muy violento. Yo era de Estudiantes y pegaba mucho y hasta me agarraba a las trompadas con los de Gimnasia. Hoy no hubiera durado demasiado en las canchas, teniendo en cuenta cómo se manejan los árbitros con la amarilla y la roja. ¿Sabe cómo me decían? ‘Rompecanillas’, pero no lo digo esto como una virtud; de ninguna manera. Era un gran defecto”.14

A fines de la década de los 20, en Estudiantes se destacó una delantera mítica en la historia del fútbol nacional, a la que llamaron “Los Profesores” porque se decía que daban cátedra dentro del campo de juego. Fue la época en que Sabato concurría a la cancha entusiasmado por ver aquel equipo en el que descollaron, entre otros, Miguel Ángel Lauri, Alberto Máximo Zozaya y Manuel “Nolo” Ferreira.

En cierta ocasión, reunido en Asunción con su colega y amigo paraguayo Augusto Roa Bastos, otro de los talentos literarios del continente, Sabato recordó su amor por los colores de Estudiantes, aunque consideró que esa pasión que alguna vez hasta lo había llevado a agarrarse a trompadas se había extraviado, empañada por un ambiente “completamente comercializado”.15

Su rendimiento en los primeros dos años del colegio fue tan bueno que en el tercero adelantó un año al rendir todas las materias como alumno libre. Entre diciembre de 1926 y marzo del año siguiente aprobó las nueve asignaturas correspondientes. En paralelo, tomó durante tres años cursos de inglés en la escuela de Lenguas Vivas.

A medida que fue creciendo, sus intereses comenzaron a mutar. Se hizo habitué de las estudiantinas que se organizaban en el Bosque y de las funciones del Cine América. Una de las cosas que lo encandilaron por entonces fue el ajedrez. Leía libros sobre estrategia para afrontar las partidas y jugaba a toda hora; hasta llegó a coronarse campeón en un torneo organizado en el colegio. En esa época tuvo un mayor acercamiento a Martínez Estrada, a quien no había tenido como profesor pero lo unía la afición por ese deporte. En 1927, cuando se llevó a cabo en Buenos Aires el Mundial de Ajedrez, quiso conocer personalmente a quienes en ese momento eran los máximos exponentes de la actividad: el campeón cubano José Raúl Capablanca y el retador ruso Alexander Alekhine, que a la postre se consagró ganador. A lo largo de su obra pueden hallarse referencias al ajedrez. En Sobre héroes y tumbas, el capítulo titulado “Un Dios desconocido” aúna hechos políticos de sus años de estudiante universitario con historias de anarquistas ajedrecistas. Uno de esos personajes, llamado Max, está inspirado en el astrónomo de origen belga Miguel Itzigsohn, destacado ajedrecista y uno de sus mejores amigos de aquellos años, con quien compartió la pensión y la militancia mientras ambos cursaban la carrera de Física. Permeable a los drásticos cambios de timón, sin embargo, Ernesto abandonó el ajedrez de un día para otro, alegando que era “una enorme estupidez” y llegando a considerarlo, incluso, pernicioso porque “despierta vanidad y rencores”.16.

En aquella época, la impronta de la Reforma Universitaria lo impregnaba todo. Por entonces, Juan –constante referencia para Ernesto– estaba inmerso en los grupos que bregaban desde la FULP por la aplicación efectiva de los cambios propuestos en Córdoba en 1918. No era inusual que, en su compañía, Ernesto asistiera a reuniones en las que estaban los principales activistas de la universidad. Así fue empezando a interesarse por la política y poco a poco asumió una actitud de fuerte compromiso social.

Desde hacía tiempo, la protesta en repudio por la condena a pena de muerte dictada por la justicia del Estado de Massachusetts contra los inmigrantes italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados por un violento robo a una financiera en el que fueron asesinadas dos personas, recorría el mundo. El caso revitalizó el activismo anarquista en el ámbito estudiantil platense. Cuando, el 23 de agosto de 1927, se produjo finalmente la ejecución, Sabato se sumó a una fuerte huelga de estudiantes que incluyó diversas actividades callejeras de las que también participaron docentes, entre ellos uno de sus profesores más apreciados: el físico, matemático y astrónomo Enrique Loedel Palumbo, uno de los primeros científicos de Latinoamérica en escribir sobre la relatividad. Como había nacido en Montevideo, durante algún tiempo lo llamaron “el Einstein uruguayo”. Cultivaba la filosofía y la poesía y era, además, un ferviente anarquista.

Ernesto promediaba la secundaria cuando comenzó a sentirse atraído por las ideas libertarias, a las que se fue acercando guiado por referentes como el propio Loedel Palumbo o el pedagogo José María Lunazzi.

En los mítines políticos a los que empezó a asistir se mezclaban el repudio a los abusos patronales y al sesgo considerado antiobrero de los gobiernos radicales con la condena al fascismo italiano y el intervencionismo estadounidense en Centroamérica. Contagiado del coraje y la entrega de figuras casi legendarias como Rodolfo González Pacheco o Severino Di Giovanni, a quien conoció en el centro literario El Ateneo, comenzó a participar en diversas tareas de agitación que años después llegó a calificar como verdaderos actos de terrorismo.17

La discusión de la política universitaria se centraba en los alcances del reformismo. En un extremo del abanico estaban los que defendían exclusivamente la idea de un cambio en la democracia interna de la casa de estudios; en el otro rincón, aquellos que pugnaban por transformar el movimiento en el germen de un cambio social y político más profundo. Esa disputa, que generaba constantes reagrupamientos y pases de uno a otro sector, se sumaba a un debate preexistente en el interior del anarquismo, en el que algunos, sobre todo los activistas de origen universitario, cuestionaban la violencia exagerada e inconducente de algunas acciones a las que calificaban como injustificadas y hasta criminales. Esos mismos sectores criticaban los desvaríos provocados por la falta de organicidad y el nihilismo en el que se extraviaban límites y objetivos.

A fines de 1928 Ernesto completó el secundario y obtuvo el diploma de bachiller con un promedio de 9,20, uno de los mejores de su promoción.18

“Aquella fue la época más feliz de mi vida. Quizás la única en que fui feliz”, aseguró en cierta ocasión, al rememorar los años de la secundaria.19

Tenía diecisiete años cuando, el 4 de marzo de 1929, inauguró el legajo de alumno N° 2837 al formalizar su inscripción para cursar el primer año en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la UNLP, por entonces conducida por el ingeniero civil Juan A. Briano, con amplia trayectoria en obras viales y ferrocarriles. Al día siguiente pidió en el Colegio Nacional un certificado analítico con un resumen de las notas de todos los años para acogerse a la normativa vigente que estipulaba la excepción del pago de aranceles a los alumnos con mejores promedios.

El estudio y desarrollo de las ciencias exactas y naturales, incluyendo la experimentación con nuevas tecnologías y conocimientos científicos, era uno de los pilares centrales del proyecto de universidad que en 1905 había concebido el por entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública, Joaquín Víctor González, quien, además, impulsó la creación del Instituto de Física, como un centro de formación de excelencia, alentando la incorporación de un grupo de catedráticos e investigadores europeos de jerarquía para integrar su staff. Entre los contratados que cruzaron el océano Atlántico estaban los alemanes Emil Hermann Bose y su esposa Margrete (luego Margarita) Heiberg, Walther Nernst y Richard Gans, quien dirigió el Instituto en dos temporadas, entre 1911 y 1925 y entre 1940 y 1950. En una serie de cartas intercambiadas por Gans y Walther Gerlach, que dirigía el Instituto de Física de la Universidad de Berlín, se revela que el presupuesto de ambas instituciones era similar. Esa impronta explica, centralmente, el interés de Albert Einstein por conocer personalmente la experiencia del Instituto platense, que visitó el 2 abril de 1925.

La escasa cantidad de alumnos en los cursos de grado generaba un trato cercano, casi familiar, de parte de docentes de gran reputación, muchos de ellos verdaderos precursores en la historia de la física y la astronomía, como el ya citado Loedel Palumbo, los hermanos Teófilo y Héctor Benito Isnardi, Ramón Godofredo Loyarte o José Bernardo Collo, quien dirigió el Departamento de Física durante casi cuarenta años.

En la etapa final de sus estudios secundarios, Sabato había sentido el impulso de comenzar a escribir. Desde su llegada a La Plata lo hizo secretamente, durante las noches, cuidándose de que nadie lo descubriera. Su máxima osadía fue participar, usando pseudónimo, de una publicación estudiantil cuyos números se perdieron en la borrasca del olvido. Allí publicó un relato sarcástico sobre las desventuras de un rey imaginario. Cuando ingresó a la facultad mantuvo esa inclinación, pero tuvo que extremar los recaudos: no estaba bien visto en el ambiente académico en el que ahora se movía que un hombre de ciencia perdiera su tiempo con la literatura.

Para entonces ya se había producido la llegada a La Plata de Arturo, su hermano menor, que, siguiendo sus pasos, cursó el bachillerato en el Colegio Nacional. Entre tanto, Juan se había recibido e iniciado una experiencia de posgrado en la Universidad Técnica de Dresde, Alemania, donde viviría durante varios años perfeccionándose en ingeniería eléctrica. Entonces, algunos de sus escritos secretos, que solo se había atrevido a compartir con Juan, viajaban por correo a suelo teutón.

En ese momento, los padres de Ernesto decidieron mudarse a La Plata. Con ellos también vinieron José y Humberto, mientras que en Rojas permanecieron Vicente y Pancho, a cargo del molino, y Lorenzo, el médico. Durante un tiempo Francisco y Juana vivieron en una casa ubicada en 60 entre 5 y 6. Por entonces vendieron la casa del pueblo20 y, según constancias del Consulado Italiano de La Plata, Francisco se nacionalizó argentino el 13 de febrero de 1930. Años más tarde los Sabato construyeron una vivienda en 3 entre 65 y 66, que habitaron hasta el fin de sus días.

Por entonces, el modelo de la revolución socialista rusa prendía con fuerza entre los sectores obreros y los jóvenes estudiantes universitarios. Seducido por aquel proceso y ante la insistencia de muchos de sus compañeros y amigos que abrazaban los ideales bolcheviques, Ernesto terminó por pasarse a las filas del comunismo. Con la perspectiva del tiempo y según su propio recuerdo, la experiencia libertaria había sido un momento dichoso de “exaltación romántica e individualista” y, en el mejor de los casos, “un anarquismo lírico de estudiante de clase media”.21

Llegó al comunismo en un contexto mundial de gran descrédito del sistema capitalista a partir del estallido de la bolsa de Wall Street, en octubre de 1929. Adhirió con fervor a luchas contra la inequidad social derivada del impacto de la crisis internacional, que perjudicó a nuestro país por la abrupta caída del precio de los productos agropecuarios. La fuerte retracción del mercado interno alimentó un creciente clima de tensión entre los sectores obreros y el gobierno del caudillo radical Hipólito Yrigoyen.

El primer paso del joven Sabato hacia el marxismo consistió en su adhesión al flamante Partido Universitario de Izquierda (PUI), una agrupación conformada en la UNLP que intentó cohesionar a las diferentes vertientes de la izquierda en un frente estudiantil. No obstante, el sector en el que estaba Sabato emigró rápidamente al Partido Comunista Argentino (PCA).

Pese a que varios investigadores intentaron rastrear las huellas de su militancia comunista, no se cuenta con datos certeros. Así y todo, se estima que Sabato habría formalizado su afiliación a la Federación Juvenil Comunista (FJC) durante 1929.22 El principal obstáculo para certificar los detalles de su incorporación efectiva a la FJC radica en que esta se produjo en simultáneo con el momento de mayor hostigamiento gubernamental hacia esa fuerza política, lo que provocó el pase a la clandestinidad de sus militantes más comprometidos.

El escenario se complicó aún más cuando, el 6 de septiembre de 1930, el teniente general José Félix Uriburu derrocó a Yrigoyen, inaugurando un ciclo de inestabilidad política que se prolongaría por más de medio siglo. Uriburu lanzó una furibunda represión contra los grupos disidentes considerados “elementos nocivos para el orden público”, entre los que se incluía a radicales, comunistas, socialistas y anarquistas, a los que sometió a persecuciones y arrestos arbitrarios. El régimen procedió a retirar la personería jurídica al PCA, además de clausurar sus periódicos y locales partidarios. Si bien el principal objetivo de esta política eran los sindicatos, también alcanzó con fuerza al activismo en las universidades. La UNLP fue intervenida, se dispusieron cesantías y se clausuró la actividad de los órganos de gobierno, así como la de los centros de estudiantes en todas las facultades. Al poner en evidencia la fragilidad de la autonomía universitaria, aquellas medidas significaron una verdadera prueba de fuego para la sostenibilidad de los postulados reformistas.

Las detenciones y allanamientos arreciaron a partir de la creación de la Sección Especial para la Represión del Comunismo (SERC) de la Policía de la Capital. La temible SERC fue concebida por el titular de la Subprefectura de Seguridad de la fuerza, teniente coronel Carlos Hilario Rodríguez, y tuvo entre sus responsables a Leopoldo Lugones (hijo), alias “Polo”, quien pasó tristemente a la historia como el inventor de la picana eléctrica. La sección actuaba con gran virulencia, por lo que muchos de los miembros del PCA vivían ocultos o circulaban con documentación falsa. Ernesto, que por entonces había adoptado el apodo de Ferri, sintió en carne propia aquel asedio. Un día el departamento donde se hallaba escondido fue sorpresivamente allanado y tuvo que huir saltando por una ventana hacia el techo de una casa lindera.

En 1931 Sabato participó del relanzamiento de Insurrexit, un grupo estudiantil con fuerte respaldo de la intelectualidad del Partido Comunista que había nacido en 1919 como primer nucleamiento estudiantil de izquierda con impronta libertaria, y que había durado dos años. En esta nueva encarnación, aglutinó a destacados referentes del marxismo vernáculo y operó como cantera de nuevos militantes, muchos de los cuales ingresaban a sus filas sin tener filiación comunista. Su líder más visible fue Héctor Pablo Agosti, por entonces estudiante en la carrera de Filosofía y Letras de la UBA.

Insurrexit llegó a tener terminales en La Plata, Córdoba, Santa Fe y Tucumán. Entre sus militantes platenses estaban los hermanos Saúl y Carlos Serafín Bianchi, Néstor Jáuregui, Félix Aguilar, José Katz y Emilio Simón Gershanik, en su mayoría provenientes del anarquismo, como el propio Sabato. También formaron parte de la agrupación su hermano Arturo –que llegó a liderar al grupo en La Plata– y sus grandes compañeros de entonces, Miguel Itzigsohn y Rogelio Julio Frigerio, que en esa época estudiaba derecho y expresaba su simpatía por el trotskismo.

Itzigsohn fue una de las primeras personas con quienes Sabato compartió sus escritos secretos. Juntos se divertían con un perro de la calle al que bautizaron “Margotín” y al que luego transformaron en un personaje llamado el “doctor Margotín”, artífice del particular “humor margotínico” y protagonista de inéditas y disparatadas historias. Ese perro aparecería mencionado en su libro Uno y el Universo.

Con su participación en Insurrexit, Sabato empezó a alejarse paulatinamente de la rutina estudiantil en las aulas. Fue entonces que comenzó a publicar artículos en la revista Claridad, del editor español Antonio Zamora, que daba cabida a distintas expresiones de la izquierda y en la que también escribían Agosti y Frigerio, entre otros miembros de Insurrexit. En su primera producción, aparecida en abril de 1931 y titulada “Ciencia e Iglesia”, abordó el lanzamiento de Radio Vaticano, inaugurada en febrero de ese año por el papa Pío XI. En el texto, cargado de ironía y cuestionamientos hacia la Iglesia, Sabato planteó que aquella apelación a los avances tecnológicos conseguidos por el hombre resultaba solo admisible ante un Dios caído en desgracia y representaba un “inusitado y sacrílego reconocimiento de la superioridad humana”.23 A este artículo le siguieron otros cuyo denominador común fue la denostación del reformismo universitario y, como contracara, la exaltación de los ideales del comunismo y, sobre todo, de las virtudes de la agrupación Insurrexit como faro revolucionario.

Por entonces, empezó a asistir a las reuniones de un grupo de estudio que organizó Frigerio en el que participaban Baltasar Jaramillo, Narciso Machinandiarena y Jacobo Gringauz. Con la idea de intercambiar conocimientos de forma interdisciplinaria, saltaban de la filosofía a la economía y de la historia a la física.

En medio de la conmemoración de los quince años de la Reforma, las profundas disidencias al interior del movimiento estudiantil permitieron a Insurrexit conquistar la conducción de la Federación Universitaria Argentina. El colectivo reeditó una emblemática revista fundada originalmente en la primera etapa que llevaba el nombre del grupo y se presentaba como un órgano “orientador y voz combativa y de alerta de los estudiantes del país”. Desde sus páginas se cuestionaba el carácter pequeñoburgués que había adquirido el proceso de reforma y se bregaba por la necesidad de dotarla de una dimensión revolucionaria. Si bien no hay notas firmadas por Sabato en la publicación, no se descarta que haya tenido activa intervención.24

Con Agosti a la cabeza, los integrantes de Insurrexit desplegaron una intensa acción durante el Segundo Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios realizado en Buenos Aires en agosto de ese año. En aquel cónclave insistieron en sus ataques al reformismo e instalaron como consigna la idea de que la reforma universitaria era una parte indivisible de la reforma social.

La proscripción de la candidatura del radical Marcelo Torcuato de Alvear y el apoyo de los jerarcas militares y de un sector del propio radicalismo dieron ese año el triunfo electoral a los conservadores. El 20 de febrero de 1932 asumió la presidencia el general Agustín Pedro Justo; esa fecha marca el inicio de un período caracterizado por el fraude electoral y las denuncias por corrupción en la administración pública, que pasó a la historia como “la Década Infame”. Justo concentró sus energías en el enfrentamiento con los radicales, pero no dejó de perseguir a los sectores de izquierda, que pese a todo seguían consolidados dentro del movimiento sindical.

El ambiente estudiantil fue llevando, poco a poco, a Ernesto a establecer nuevas relaciones. A excepción de la fuerte figura materna, Ernesto había crecido rodeado por varones. Sin perder su esencial carácter introvertido, desde entonces siempre buscó conquistar la atención de las mujeres, a las que seducía haciendo gala de su ingenio e inteligencia, pero también de una tierna sensibilidad en la que afloraba su condición de ser solitario y desprotegido.

En 1933, en medio de aquel difícil trance para los militantes de izquierda, Ernesto Sabato, con 22 años, fue designado secretario general de la Federación Juvenil Comunista; en agosto de ese mismo año, asumió como delegado de esa fuerza en la FUA, un cargo que lo llevó a recorrer el país. En una encuesta realizada por Claridad, en esos días, sobre “Los organismos estudiantiles frente al problema social”, el flamante dirigente enarboló un discurso encendido en el que alentaba a la articulación de obreros y campesinos con las capas medias oprimidas para “confiscar sin indemnización a los señores del campo, expulsar a los imperialistas extranjeros de los transportes, del campo, de los frigoríficos, de los teléfonos, de las compañías de electricidad y expulsar y confiscar a la burguesía nacional” para, de ese modo, arribar a una “revolución agraria y antiimperialista” en la que las organizaciones estudiantiles tenían un rol central por cumplir: “Insurrexit luchará a sangre y fuego por transformar a los organismos gremiales en verdaderos organismos revolucionarios”, advirtió.25

La vida clandestina, con nombres cambiados, permanentes viajes y mudanzas inesperadas, lo llevó a interrumpir por completo sus estudios. Había alcanzado a cursar hasta cuarto año y tenía dieciocho asignaturas aprobadas, lo que equivalía a dos tercios del trayecto para obtener el doctorado en Física. El cúmulo de actividades que tenía asignadas contemplaba la formación y captación de nuevos militantes. Así, comenzó a dictar en La Plata unos cursillos en los que combinaba los postulados teóricos del marxismo-leninismo con una inflamada épica bolchevique y que, a veces, ofrecía en aulas vacías de la facultad, bares o casas de conocidos.

A una de esas reuniones, realizada en la casa de Hilda Schiller, hija del profesor alemán Walter Schiller, jefe de la Sección de Mineralogía y Geología en el Museo de Ciencias Naturales, asistió Matilde Martha Kusminsky Richter, una adolescente que aún cursaba el secundario en el Liceo de Señoritas. Ernesto y Matilde se enamoraron perdidamente y comenzaron una relación tormentosa que, con sus bemoles, los mantendría juntos durante más de sesenta años.

Los inicios de aquel romance no fueron sencillos. Matilde había nacido en Lomas de Zamora el 22 de enero de 1916 en el seno de una familia judía de origen ruso que había llegado a la Argentina huyendo del horror de los pogromos y que, años más tarde, se había mudado a La Plata, donde instaló una de las más importantes peleterías de la ciudad. Había quedado huérfana de su padre desde pequeña y había sido criada siguiendo las tradiciones religiosas. Aunque de espíritu abierto y rebelde, vivía bajo los preceptos de la ortodoxia y sus parientes, entre los que había varios rabinos, jamás habrían admitido que mantuviera una relación con un goy.

Algunos amigos de la pareja, entre ellos los hermanos Miguel y Sara Itzigsohn, que eran miembros de la colectividad, contribuyeron con diferentes artimañas a burlar el control familiar.

Un día, sin más, Matilde salió de su casa con lo puesto y no regresó. Itzigsohn la había llevado a escondidas a una pensión sobre la calle Potosí, en Buenos Aires, donde se refugió junto a Ernesto. En un primer momento, sus parientes denunciaron un secuestro y durante unos meses los buscó la policía; luego de un tiempo, enterados de que se trataba de una huida voluntaria, los Kusminsky renegaron de Matilde y solo retomaron el contacto varios años después, cuando ya había formalizado su vínculo con Sabato.

Los enamorados vivían en un estado de zozobra permanente que los obligó a mudarse a La Plata e instalarse en la seguridad del hogar de los Sabato. En rigor, Ernesto pasaba mucho tiempo oculto o de viaje. Mientras tanto, su novia, luego de completar el secundario, se inscribió y tuvo un paso fugaz por la Facultad de Físico Matemáticas. Juana la adoptó como la hija mujer que no tuvo y todos la trataron desde entonces como una más de la familia.

11 E. Sabato: Antes del fin…, p. 50.

12 El País, 24 de mayo de 1982.

13 Véase www.estudiantesdelaplata.com

14 El Gráfico, núm. 4087, 3 de febrero de 1998.

15 El País, 18 de julio de 1998.

16 M. A. Correa, O. cit., p. 34.

17 Joaquin Neyra: Ernesto Sabato, Buenos Aires, Serie Argentinos en las Letras, Ediciones Culturales Argentinas - Ministerio de Cultura y Educación, 1973, p. 25.

18 La nómina de sus compañeros de 5° 1ª del Colegio Nacional que se conserva en el archivo del establecimiento es la siguiente: Dardo P. Alonso, Jorge Anabia, Leopoldo Arce, Oscar Armengol, Horacio A. Astuti, Pablo Beruatto, Antonio F. Bianceni, Aníbal Brazzanovich, Eduardo Castellano, Mario A. Chaneton, Hugo C. De Cucco, Darío O. de las Heras, Ricardo J. Delledonne, Oscar O. Escalada, Marcial F. Etcheverry, Alfredo Ferreyra, Nicolás Florentino, Eugenio Gallota, Ermioni H. González, Héctor J. González, Martín A. Kennedy, Osman R. Malmierca, Eduardo S. Martínez, Ramón Mauri, Carlos A. Moirano, Félix A. Pereyra, Hipólito Roussillón, Ernesto Sabato, Oscar Safferes, Luis R. Soria, José A. Tiscornia, Marcelo A. Villamayor y Miguel Virgilio.

19 M. A. Correa: O. cit., p. 35.

20 En el catastro municipal se encuentra el boleto de compraventa de la propiedad, adquirida por Luis Morando, fechado el 17 de septiembre de 1930.

21 M. A. Correa: O. cit., p. 31.

22 Isidoro Gilbert: La Fede: Alistándose para la revolución. La Federación Juvenil Comunista 1921-2005, Buenos Aires, Sudamericana, 2009, p. 95.

23 Claridad, año X, núm. 228, 11 de abril de 1931.

24 Le Monde Diplomatique, 7 de mayo de 2004.

25 Claridad, año XII, núm. 270, 28 de octubre de 1933.

Sabato

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