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Prólogo

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Siempre he sido muy aficionada a la lectura, y cualquier tema me entusiasma; me intereso por diversos géneros literarios –la poesía es uno de ellos– y, últimamente, me gustan mucho los testimonios autobiográficos de personas reales. Que los retazos de vida sean el contenido de ciertas lecturas me anima desde la más profunda admiración.

Precisamente, desde esa admiración leo con auténtica pasión los que constituyen este libro; historias de vida llena de esperanza, de lucha, de fe, de amor a Dios y de búsqueda de él. Y tienen además un atractivo extra: son relatos de personas creyentes que sencillamente quieren vivir en la Iglesia.

Mi relación con el colectivo LGTBI viene de lejos. He tratado con personas con orientaciones sexuales diversas sobre todo cuando, recién llegada a Madrid, trabajaba como funcionaria en el área de teatro y espectáculos del ministerio de Información y Turismo. Desde entonces he podido disfrutar de su amistad, de su relación como compañeros de trabajo y también de diversión.

Más tarde, ya en la vida religiosa, he acompañado y acompaño a todo tipo de personas; nunca he excluido a nadie que me haya pedido caminar a su lado. ¿Acaso la diversidad sexual podría justificar la exclusión? Sé que hemos avanzado y seguimos progresando en el tema de la inclusión de toda diversidad, pero aún tenemos camino por delante en un asunto que ha provocado mucho sufrimiento dentro y fuera de la Iglesia.

Ser mujer con una opción de compromiso célibe, vivida dentro de la Iglesia, me proporciona una forma distinta de vivir el amor: no renunciando a él ni reprimiendo nada, sino encauzándolo y abriendo vías para vivir con mayor plenitud mi dimensión afectivo-sexual. La opción por esta manera de vivir el amor lleva como renuncia consecuente no tener un amor exclusivo ni generar hijos biológicos, pero sí hijos nacidos desde y en el corazón, que es otro modo de ser fecunda, no estéril.

Porque ser fecunda es generar vida para una y para los demás. La fecundidad tampoco consiste en hacer muchas cosas; muchos apostolados y muchos activismos a veces son estériles porque no ponen en juego el corazón, sino la agitación continua, quizá para llenar otros vacíos, y esos sí que son motivos de esterilidad, de no vida.

Además, desde mi concreta manera de amar, entiendo otras formas de vivir esta dimensión afectiva, como las que aquí leo, que me ayudan a ampliar el horizonte y a sentirme confirmada en mi opción.

También poder ejercer el acompañamiento espiritual es una manera de apostar por la vida, de caminar al lado de las personas, las que sean y como sean, y, cuando me asomo a las que están detrás de estas mismas páginas que ahora podemos leer, no puedo menos que sentir una gran conmoción.

Soy así testigo del dolor de muchas personas dentro de la Iglesia, pero, al mismo tiempo, exulto de gozo al ver cómo la fe, la confianza, la esperanza en el Dios de la vida hacen que se superen tantas barreras y se vayan construyendo puentes que nos vinculen, que nos ayuden a estrechar las manos de todos.

En estos últimos años he podido conocer de cerca CRISMHOM –comunidad LGTBI+H de Madrid–, integrada por personas de diferentes edades y situaciones: jóvenes, padres, adultos, así como la existencia de otras comunidades semejantes en España –como Ichthys en Sevilla o Betania en Bilbao–, formadas todas ellas por personas creyentes que viven y comparten su fe y su vida en el seno de la comunidad, pero con proyección de compromiso hacia fuera en sus entornos correspondientes. A medida que he ido entrando en su mística, voy cayendo en la cuenta de cómo Dios trabaja en el corazón de las personas, se abre camino y nos abre a la luz, a la libertad, a la perseverancia, porque es el Dios de la vida y del amor para todos –hombres y mujeres–, sin condiciones.

Muchas veces he tenido la posibilidad de dialogar, con una enorme carga de dolor tan tangible y real, sobre cómo la Iglesia se comporta con algunas minorías, con esta en concreto. Pero más pronto que tarde aterrizamos desde ahí en Jesús y su Evangelio y comenzamos a repasar los pasajes maravillosos –¡y tan numerosos!– donde hay elementos invariables que nos llenan de esperanza y también de compromiso para nuestra vida.

Uno de esos elementos comunes a dichos relatos del Evangelio es que muchas personas, por no decir todas, de las que se acercan a Jesús lo hacen porque están al límite de sus fuerzas y posibilidades, y buscan sanación, acogida, perdón, ser amadas, ser reconocidas. Su ser de personas está maltrecho porque la sociedad las excluye, las aparta, las juzga y condena al estar «fuera de la ley».

Es maravilloso ver que la actitud y los gestos de Jesús van justo en sentido contrario: deja de lado la ley, la imagen, el qué dirán, y acoge, perdona, sana, reconoce, ama sin condiciones. Jesús se juega siempre todas las cartas en favor de la persona, transgrediendo lo que haga falta para ofrecer su salvación.

Es y se muestra compasivo, misericordioso, con un corazón que se derrama ante todas las personas, pero en especial siente debilidad por los más necesitados e indefensos. Y la propuesta a la que nos invita consiste siempre en avanzar, en no volver a esa situación, en pasar página, en inaugurar una etapa nueva, de gracia.

¡Cuánto nos queda aún para empaparnos de esas actitudes y llevarlas a nuestra vida, para ser reflejo del Jesús que, de modo tan fascinante, aparece en el Evangelio y nos invita a hacer algo semejante si queremos seguir llamándonos cristianos!

Y esto sirve para tantas exclusiones –a veces muy sutiles– con las que vamos caminando en nuestro mundo como algo adherido, como si de una segunda naturaleza se tratara, de manera que ni caemos en la cuenta de su existencia.

Por el contrario, las personas que dan aquí testimonio con sus relatos de vida nos dicen que es posible avanzar con mucha fuerza poniéndose en manos del Dios de Jesús y sabiendo que él desea que vivamos en plenitud: primero, desde la propia identidad asumida, y luego ya en los diversos círculos donde la vida nos ha ido poniendo.

Siento en mi corazón que son signos vivos de esperanza, de que algo va cambiando, de que la luz se abre paso entre la oscuridad. También en la Iglesia se dan pasos gracias a afirmaciones como la del n. 150 de Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, documento final del Sínodo de los obispos sobre los jóvenes, que señala:


Hay cuestiones relativas al cuerpo, a la afectividad y a la sexualidad que requieren una elaboración antropológica, teológica y pastoral más profunda, a realizar en las modalidades y niveles más convenientes, desde el local al universal. Entre estas cuestiones están, en particular, la diferencia y la armonía entre identidad masculina y femenina, y la de las orientaciones sexuales. En este sentido, el Sínodo afirma de nuevo que Dios ama a cada persona, como también lo hace la Iglesia, renovando su compromiso contra toda clase de discriminación y violencia sexual.


Soy testigo en primera persona de que, con motivo de dicho encuentro, se pudo hablar con franqueza en el aula sinodal y se recogieron y compartieron muchas experiencias. Es un hecho que se va avanzando en muchas parroquias, instituciones, asociaciones y organismos eclesiales de diversos niveles.

También se organizan cada vez más encuentros de alcance nacional e internacional, espacios de formación, foros con diversa temática, pero que agrupan a todo tipo de personas y donde no se percibe «una minoría excluida», sino que se vive y se experimenta esa riqueza de hermanos y hermanas unidos por la fe, que se van integrando en comunidades abiertas.

No ignoro el papel de la Iglesia oficial en todo esto, pero creo que debemos implicarnos quienes somos y nos sentimos miembros de esa Iglesia, aunque no seamos jerarquía, desde el referente que es Jesús, en dar pasos con valentía, sin miedo, con actitudes que construyen comunidad amplia, poniendo en juego toda la creatividad que seamos capaces de desplegar para colaborar en el sueño de Dios para este mundo que es el suyo y el nuestro. Y no podemos abandonar nuestra responsabilidad.

Creo mucho en los signos, en los símbolos, en los pequeños o grandes hechos que son contraculturales, que no son políticamente correctos, que a muchos ojos resultan transgresores, pero que quieren crear condiciones de posibilidad humana para todas las personas.

Y si defendemos el medio ambiente, los ríos, los árboles, los mares, con toda justicia y como necesidad para que nuestra «casa común» no sea maltratada, ¡cómo no defender a la persona! Ese es el sustantivo y, por tanto, el centro de atención; lo demás son adjetivos que no alteran lo fundamental: migrante, refugiado, homosexual, heterosexual, blanco, negro...

Pero a veces el sustantivo desaparece y los adjetivos se convierten en elementos de desvalorización, cuando no de ataque: ilegal, indocumentado, extracomunitario, desviado, antinatural... Ya ese lenguaje da derecho a atropellar los derechos humanos y, en último término, a no considerarlo persona.

Es momento ya de invitar a la lectura de los testimonios, palpitantes de vida, de fe, de amor, de reconciliación con uno mismo y con Dios. Son personas que han tenido la valentía y generosidad de abrirnos su corazón para regalarnos sus experiencias de personas solteras, parejas, matrimonios, hijos, padres.

Gracias, Begoña, James, Josu y Aitor, Puri y Pepe, Javi y Herminia, Antonio, Fanny, Josefa, Rodrigo, Carmen y Raquel.

Es un inmenso placer para mí presentar a estas personas que me han hecho emocionarme en muchos momentos y que han conseguido que mis sentimientos alternaran entre la alegría, la admiración, el asombro, el dolor y la gratitud.

Muchas gracias de corazón; no dejéis de caminar, no os canséis de compartir vuestra experiencia. Necesitamos referentes, porque otros muchos hermanos y hermanas quizá siguen «escondidos» y sufriendo en la oscuridad, y todos necesitamos la luz y la sal para vivir felices en coherencia con nuestro ser.

Cómo no agradecer también la labor escondida pero infatigable de Pablo Romero, quien ha tenido la delicada atención de pedir y recoger estos testimonios; ha sido el puente para que lleguen hasta nosotros sin que pierdan su frescura y densidad.

Es una gran satisfacción experimentar que Jesús de Nazaret nos sigue invitando a empaparnos de sus sentimientos y actitudes para transparentarlos en nuestro mundo, y que desde ahí nos sintamos Iglesia y vayamos dando pasos hacia una comunidad de relaciones más igualitarias. El ritmo es lento y a veces nos domina el deseo de impulsarnos para alcanzar mayor velocidad, pero no podemos olvidar que permanecer sostenidos mutuamente es también una gran ayuda.

Que esta sucesión de relatos que se nos regalan de modo tan gratuito nos estimule a abrir nuestro corazón a la inclusión de toda diversidad. Será un eslabón más en una cadena de sueños solidarios que vayan transformándose en realidades donde la sombra de la sospecha, la duda, la desconfianza, la crítica, el temor y la ignorancia vayan cambiando su rostro hacia la alegría, la aceptación, la acogida cordial, el respeto, la misericordia; en suma, hacia la fraternidad.

Hagamos en nuestro corazón un espacio amoroso para todas las personas sin exclusión, hijas de un mismo Dios Padre y Madre, que nos desea lo mejor: que podamos caminar con la mayor felicidad y plenitud que anhela nuestro yo profundo.

Este es mi deseo más sincero al prologar este libro.


MARÍA LUISA BERZOSA GONZÁLEZ

Religiosa Hija de Jesús

consultora de la Secretaría General del Sínodo

Caminos de reconciliación

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