Читать книгу Caminos de reconciliación - Pablo Romero Buccicardi - Страница 6

«Dios es la riqueza que tengo, mi fuerza viene de él» RODRIGO, CAMERUNÉS, GAY, GOLPEADO, DESPLAZADO Y REFUGIADO

Оглавление

Él no salió del armario, lo sacaron. Delante de abuelos, tíos, su madre y hermanos. Quien se atrevió a hacerlo, su prima, ya le había preguntado antes en privado si era gay, pero él lo había negado. Ahora le señalaba frente a todos y él lo volvía a negar, porque sabía lo que iba a pasar. Su madre cayó al suelo desmayada. «Desde ese momento empezó el problema conmigo y con mi familia», recuerda Rodrigo. Hoy, habiendo pasado casi quince años desde que esto sucedió, si en alguna de las llamadas por teléfono que hace a Camerún apareciese de nuevo el tema, lo seguiría negando. Porque lo que iba a pasar, pasó. De ello se atreve a hablar, aunque advierte que no lo contará todo, «porque hay mucho dolor». La psicóloga que le acompaña en Madrid, de todas formas, le ha dicho que es imposible olvidar lo vivido, que hay que integrarlo como parte de su vida.

No es fácil retratar en unas páginas una cantidad de hechos duros vividos por Rodrigo, especialmente entre los 18 y los 32 años. Una cierta ligereza con la que se narren será inevitable. Ante ello solo cabe el respeto. Pero lo mismo vale para retratar su fe. Esa que le hace repetir varias veces en el testimonio: «Gracias a Dios... gracias a Dios». O la que hace mirar su historia como un salvado: «Dios no me ha abandonado... Él nunca me ha dejado... He podido salir adelante».


Ser homosexual en Camerún


Rodrigo es el mayor de cuatro hermanos de una familia de Yaundé, capital política de Camerún. Allí, como en todo el país, las relaciones homosexuales entre adultos son un delito desde 1965, sufriendo las personas penas que van desde los seis meses hasta los cinco años de prisión. Y no solo las sanciones legales se cumplen, durante estas últimas décadas, reiteradamente, tanto organizaciones nacionales como internacionales han denunciado violaciones de los derechos humanos por parte de la policía, autoridades judiciales y personal de prisión. Es lo que también narra Rodrigo de lo visto y escuchado allí: «De la cárcel no puedes salir tan fácil. Hay personas a las que se les ha dado un veneno para que, cuando salgan, se mueran».

Ahora bien, no es la represión estatal la que muchas veces más se padece. El rechazo social y familiar puede ser tanto o más penoso. Así lo relata Rodrigo:


En mi ciudad, la homosexualidad se ve como una cosa extraña. Algo inexplicable y malvado. Se cree que viene del demonio y que se le mete a la persona. No es algo que debiese existir. Por eso las relaciones hay que vivirlas a escondidas. Nadie puede saber que tú eres homosexual o que tienes relaciones con personas del mismo sexo. Si lo descubren, suelen ir a denunciar a la policía o salen los vecinos y te sacan a la calle y te dan golpes hasta que mueres. Eso sucede mucho, también en las familias.


Ese era el gran temor de Rodrigo cuando, a los 18 años, empezó a darle espacio a su homosexualidad. Primero se dio cuenta de que le llamaban la atención los hombres y, tras ello, empezó a experimentar y a cultivar una relación secreta. Hasta que todo explotó.


«Había tirado a la basura la dignidad de la familia»


Era un amigo de su prima, casi parte de su familia. Especialista en hacer trenzas que luego las mujeres camerunesas utilizan como peluca. Él estaba casado, con una relación estable e hijos. Pero, así y todo, la gente sabía que era gay. Y Rodrigo también.


Cuando empecé a conocerlo no tuvimos sexo. Solo tenía la idea de que él me enseñara cómo era el mundo de la homosexualidad. Pero al cabo del tiempo sí terminó en una relación. Como era casado, me ayudaba a esconderme más.


Los problemas empezaron a surgir cuando ya llevaban un año juntos, a finales de 2005. Su prima, en un primer momento, se encaró con él a solas, y él lo negó, pero luego la denuncia fue delante de todos.


Como cada mes, estábamos reunidos toda la familia: abuelos, tíos... Y de pronto mi prima suelta que soy gay. Yo dije que no era verdad, pero toda mi familia empezó a gritar. Mi prima dijo que su amigo podría certificarlo. Que él se lo había confirmado. En ese momento, mi madre cayó al suelo y gente de mi familia empezó a darle aire para que volviera en sí. Yo gritaba que no era verdad, que no podía serlo.


La reacción posterior fue la esperada. Se trataba de una familia importante, muy conocida en el barrio. Su abuelo era hijo de un rey de un pueblo y había sido polígamo, con cinco mujeres, signo de riqueza y estatus. La imagen de cada miembro y de la familia como un todo quedaba dañada con la homosexualidad de Rodrigo.


Me empezaron a rechazar. Presionaron para que me fuera de casa. Era un gran edificio familiar donde cada pequeña familia tenía su espacio. Y quisieron que me fuera de allí. Mi madre me defendió y, por ello, quisieron que mi madre también se fuese. La maltrataron por mi culpa. Decían que ella había tenido un diablo, que no era su hijo. Que había tirado la dignidad de la familia a la basura. «¿Cómo nos van a mirar ahora?», decían.


Rápidamente la noticia se difundió por el barrio. «Me molestaban. Me insultaban cuando pasaba por la calle. La gente escupía al suelo a mi paso. Otros me escupieron directamente y me tiraron piedras».

La presión sobre Rodrigo y su madre fue creciendo. Un tío le exigió a ella que echara a su hijo a la calle para que le apedrearan y que luego lo denunciara a la policía. La familia debía mostrar que rechazaba lo que pasaba. Y, ante la negativa de la madre, fue el tío quien lo denunció. «No sé si algún día le voy a perdonar eso... era el hermano de mi mamá», se lamenta Rodrigo.


Fuera de casa


Tras la denuncia, la madre le pidió que se fuera a vivir a otro pueblo hasta que las cosas se tranquilizaran. Rodrigo hizo caso y partió. Allí estuvo casi un año sin entrar en contacto ni saber de su madre. Pese a eso, las cosas no mejoraron sustancialmente. Y lo que más le dolía, la persecución a ella continuó: «No dejaron de molestarla... Un día le quitaron el techo de su apartamento... Sus hermanos no la hablaban».

Así y todo, después de un año, su madre le envió a decir que volviera a Yaundé, aunque no a casa. La ilusión era que esa distancia sería suficiente para poder continuar la vida con más tranquilidad. Y al principio Rodrigo lo logró medianamente, e incluso pudo iniciar una relación de pareja que considera, hasta la fecha, «la más importante de su vida». Se llamaba Juan y estuvieron juntos los tres años siguientes, queriéndose clandestinamente en Yaundé. Fue su gran compañía durante esos años, tratando de vivir el presente, porque el futuro no se veía prometedor. De hecho, todo acabó cuando Juan partió a Alemania a estudiar. ¿Decisión de su familia? ¿Decisión de Juan? Rodrigo no lo sabe, pero el hecho es que, tras su partida, cuando preguntó por él a sus parientes, le dijeron que no debía buscarlo más: «Su familia me conocía en principio como amigo, pero una de sus hermanas sabía que yo era gay...».

La partida de Juan fue, en palabras de Rodrigo, «un momento fuerte... Me quedé solo». Las persecuciones derivadas de su familia, encima, hacía un tiempo que se habían retomado con fuerza. Un día, en Yaundé, tratándole de maricón, unas personas le pegaron y le quitaron la cartera. Ahí Rodrigo se dio cuenta de que en esa ciudad nunca podría vivir tranquilo. Tenía que salir. Si se quedaba allí, «terminarían matándome».


Palizas y aberraciones


Rodrigo partió entonces a vivir a Duala –capital económica de Camerún– junto a su hermano pequeño. Allí, a más de 200 kilómetros de distancia del resto de su familia, se ilusionó con conseguir la paz y poder vivir con más libertad. Y, al comienzo, las cosas marcharon mejor: consiguió trabajo, empezó a hacer amigos y, poco a poco, fue encontrando compañeros con los cuales poder transparentar su ser homosexual. Sin embargo, la tranquilidad nuevamente se rompió al poco tiempo, y de modo violento.

Primero fueron unos hombres que llegaron a su casa. Rodrigo no los conocía, «pero ellos sí, y sabían que yo era gay». Probablemente, lo habían visto con otros amigos o se había corrido ya el rumor en el barrio. «Llegaron a casa a pegarme, diciendo que me conocían bien y que la próxima vez vendrían a matarme... Dijeron que sabían quién era y qué es lo que hacía», recuerda Rodrigo. Nada de eso le contó a su hermano.

Luego fue en una discoteca del centro de Duala. Estaba con dos amigos gais y les insultaron, les pegaron y les quitaron su dinero. Fue entonces cuando supo de una asociación clandestina de apoyo a homosexuales. Un chico en la discoteca se les acercó y les dijo que fueran allí, que les ayudarían. En esa asociación conocería a una persona que sería muy importante en adelante: Smith, trabajador social, activista gay y, en palabras de Rodrigo, un verdadero amigo. Él le terminó de abrir los ojos a la realidad que sufren los gais como él en Camerún. Le dijo que se sacara el pasaporte y que debía protegerse y apoyarse en la asociación.

Las recomendaciones fueron finalmente un presagio. La última paliza fue la peor. Así la relata Rodrigo con su voz entrecortada:


Fue un día que no voy a olvidar en mi vida. Estábamos en otra discoteca del centro con unos amigos y sufrimos una agresión muy violenta... Algo diferente de todo lo anterior. Me hicieron cosas horribles. Cuando lo pienso, se me saltan las lágrimas y me pongo triste. Me trataron como si no fuera humano, como si fuera un animal... un objeto. Al final me quitaron mi pasaporte y mi dinero y me dejaron tirado medio muerto...


Otro amigo que logró escapar avisó a la asociación, vinieron a recogerle y le llevaron al hospital. Allí le hicieron un certificado médico, y Rodrigo, por consejo de sus acompañantes, no puso ninguna denuncia: «Si la policía se daba cuenta de que la agresión había sido por ser homosexual, ¿qué me iba a pasar?». La protección y los cuidados se los dieron en la asociación y, en particular, Smith: «Quedé muy dañado física y anímicamente... Él me ayudó y me cuidó mucho... ¡Muchísimo!».


Asesinato y decisión de salir de Camerún


El destino de esa asociación y de los que trabajaban allí marcarían los siguientes pasos de Rodrigo. Habían pasado ya unos años en Duala y, poco a poco, él fue siendo testigo de cómo ese lugar de protección y cuidado paulatinamente comenzó a ser vulnerado, y sus miembros, perseguidos. Sin ellos, la vida en Duala se hacía insostenible.


Había una abogada, luchadora por los derechos de los homosexuales, que trabajaba en la asociación. A ella la empezaron a insultar y amenazar los mismos familiares de los gais a los que ayudaba. Le decían que llevaba a sus hijos por el mal camino. Tiempo después, la asociación fue denunciada por los vecinos, y ya todos sus miembros empezaron a ser buscados por la policía para ser capturados. Mi amigo Smith logró escapar de Camerún rumbo a Europa, pero otro chico, el fundador, fue apresado y en la cárcel lo mataron.


Rodrigo dice que tuvo suerte. Ese día que allanaron la asociación le había tocado ir a trabajar y no había ido a la sede. Si no, piensa que él también podría haber caído preso. En todo caso, la suma de la persecución, la huida de Smith y el asesinato del fundador de la asociación fue el detonante para que Rodrigo decidiera dejar Camerún. Era 2012. Habían pasado casi siete años desde que su prima lo denunciara ante su familia. Siete años de miedo y de vida a escondidas. Había que ir más lejos...


En un momento me dije: «¿Qué pasa?, ¿voy a dejar mi vida aquí?». Decidí entonces buscar un sitio donde pudiese estar en paz. Mi idea no era llegar a Europa en ese momento. Solo salir y buscar. Yo tenía un trabajo decente en Camerún, un coche, me pagaban bien, pero tuve que partir. Tenía que salir. Así, sin decirle nada ni a mi hermano ni a mi madre, cogí cuatro trapos y salí de casa, diciendo: «Me voy a buscarme la vida... Donde llegue, me buscaré la vida y veremos qué pasa».


Penurias por África


El recorrido de Rodrigo comenzó en Nigeria, al noroeste de Camerún. Allí se quedó solo unos meses debido a que se dio cuenta de que la homosexualidad era aún menos tolerada que en Camerún. Había que moverse más lejos y más al norte. Entonces logró trabar contacto con antiguos amigos de la asociación, entre ellos Smith, que se encontraba en Níger. Decidió entonces partir hacia allí.


Cuando me encontré con Smith, él se echó a llorar. Me contó los pormenores de lo que había pasado en Camerún. Cómo les habían perseguido y el asesinato del fundador. Me dijo que ahora él no podía volver al país, porque la policía le estaba buscando, que deseaba ir a Europa y que, si yo quería y tenía fuerzas, podíamos seguir adelante juntos. Así, nos quedamos unos meses más en Níger y después seguimos el viaje.


Tomaron lo poco que tenían y, juntos, se animaron a cruzar el Sahara para llegar a Argelia, su primera estación. En el desierto vivieron lo que muchos:


Los que nos prometieron llevarnos a Argelia nos dejaron tirados en el desierto, quitándonos el dinero, la comida, el agua. Solo nos quedamos con unos paquetes de bizcochos. Así pasamos dos o tres días buscando la salida. En un momento dado nos topamos con cuerpos de personas que habían muerto en el camino... Nosotros, sin agua, íbamos a terminar igual. Tuvimos que beber nuestra propia orina... teníamos que sobrevivir. Y así seguimos buscando la salida del desierto junto a un grupo de mujeres. La salvación vino de unos policías argelinos que estaban haciendo una ronda. Cuando los vimos, nos acercamos y ellos nos atendieron: nos dieron agua para beber, para ducharnos, y alimentos. Tras eso nos preguntaron qué queríamos. Mi amigo Smith respondió que solo queríamos estar bien, tener una vida tranquila. Y entonces nos dijeron: «Podéis pasar».


Rodrigo y Smith entraron en Argelia y comenzaron a buscar trabajo. Lo encontraron en la construcción. «Se necesitaba mano de obra y allí nos contrataron. Trabajamos muy duro... muchas horas», recuerda Rodrigo. Cuando habían pasado unos meses, Smith le dijo que quería seguir, y Rodrigo le dijo que lo acompañaría. Estando con esas ideas en la cabeza les sucedió otro hecho terrible. Rodrigo se quiebra al relatarlo:


Nunca podré olvidar eso... Yendo mi amigo a un trabajo que le habían ofrecido le violaron entre tres personas... Algunos chicos con los que habíamos entablado amistad querían ir a denunciarlo, pero, cuando se acercaron, les dijeron que no éramos nadie, que éramos ilegales. Además, estando allí ilegalmente, era una forma de entregarse a la policía. Así que Smith y yo decidimos partir ya hacia Europa...


Fueron dos días con sus noches caminando hasta la frontera con Marruecos. «Con Smith arrastrándose, casi sin fuerza», cuenta Rodrigo. Pero lo lograron. Cuando llegaron a la frontera, cogieron un bus hasta Tánger, el puente a Europa.


«Me desperté en el hospital de Tarifa»


En Tánger vivieron de la limosna. Rodrigo, en especial, se sentaba todos los días a las afueras de un puesto de un pescador y pedía algo de dinero o alimentos. Además, cuando el dueño del local llegaba, le ayudaba a descargar el pescado, a limpiarlo y a hacer el aseo del negocio. Fue este pescador el que finalmente les ofreció la ocasión para ir a Europa. «Tuvimos mucha suerte», cuenta Rodrigo.


Un día me dijo que él sabía que yo estaba allí para ir a Europa, igual que toda la gente. Y me dijo: «Yo te voy a ayudar, pero nadie tiene que saberlo». Él, con su barco, nos podía acercar a España... Así se lo conté a mi amigo Smith y le pregunté: «¿Qué hacemos?». Él me dijo que era una ocasión que no podíamos perder, que teníamos que irnos. «En África no tenemos futuro como gais... vamos a vivir siempre escondidos», me remarcó. Entonces aceptamos la ayuda de ese hombre.


En el día señalado embarcaron. Cuando España estaba ya a la vista, el pescador se lo señaló. Tras ello les pasó unos salvavidas, llamó a Salvamento Marítimo y Rodrigo y Smith se tiraron al mar.

Rodrigo no recuerda el rescate. Al despertar estaba en el hospital de Tarifa, España.


Un asilo in extremis


Llegar a España no significaba que la meta estuviera cumplida. Faltaba que el Estado español permitiese a Rodrigo quedarse. Y esto no estuvo nunca asegurado, al contrario.

Habiendo pasado unas semanas desde que ambos ingresaron en el hospital de Tarifa, se les comunicó que serían deportados a Camerún. Cuando se cumplieron dos meses desde que llegaron a España, se les trasladó a Madrid, al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), a esperar que se ejecutara la orden.

En el CIE estuvieron poco más de un mes en un estado de debilidad física y emocional. Un día se les notificó que tenían ya el billete para volver a Camerún. La partida era inminente. Rodrigo, entonces, se desesperó. Con quienes podía conversar recuerda que les decía que él no iba a volver, que antes volvía su cadáver... que él, con tantos sufrimientos y humillaciones recibidos, no podía volver. Se apoyaron en la Cruz Roja y en la ONG SOS Racismo. En una entrevista con un miembro de esta última apareció la luz.


Un señor nos dijo: «Pero, vosotros, ¿qué problema realmente tenéis?». Nos apartamos entonces con mi amigo para hablar un momento y decidimos contar la verdad. Le dijimos que en Camerún éramos perseguidos por ser gais y que necesitábamos quedarnos aquí. Había allí también una abogada que, cuando nos escuchó, lloró. Y al acabar nos hablaron de la posibilidad de pedir asilo. Yo ni sabía lo que era, y menos cómo funcionaba. El señor nos ayudó entonces a escribir la petición.


La solicitud fue aceptada de un día para otro en el caso de Rodrigo. Fue el 5 de junio de 2015. Finalmente, estaba libre y en España con casi 29 años cumplidos. En el caso de Smith, la solicitud paralizó el vuelo, pero, por razones que Rodrigo desconoce, la solución finalmente vino desde Francia. Allí reside desde entonces.


Libre, pero agotado


La libertad de movimiento en España fue para él un desahogo. Se había salvado de una vuelta al infierno, pero ¿qué hacer en concreto ahora? ¿Cómo moverse? No sabía hablar español, solo francés y un poco de inglés. Tampoco contaba ahora con la ayuda de su amigo Smith...


Salí del CIE de Madrid, en Aluche, con 5 euros que me dieron, una bolsa con una muda de ropa, un billete de metro y un documento. Con ellos tenía que ir a la Oficina de Asilo, en la calle Alfonso XIII. Todavía tengo guardado ese papel... todo lo he guardado. Cuando llegué, la asistente social me dijo que no había plaza para mí en ningún piso. Le dije entonces que me quedaría allí durmiendo en la oficina, que no tenía donde ir... Yo tenía hambre y me puse a llorar. La mujer se compadeció y me dijo que no me preocupara, que iba a llamar a una amiga de una asociación llamada Accem para ver si tenían plaza. Y al final sí la tenían. Me dieron entonces una tarjeta roja y el dinero para sacarme una foto de carné –que también tengo guardada– y partí al albergue...


Rodrigo recuerda con detalle esos primeros movimientos: «En el albergue me dieron comida, una toalla para ducharme. Me corté la barba... Luego, un billete de diez viajes... y me dijeron que, al día siguiente, fuera a la asociación, que me asignarían a un piso». Finalmente, recaló en una casa en Vallecas.

Como suele pasarles a muchos desplazados como él que han vivido situaciones traumáticas, una vez posibilitado el descanso, el cuerpo y la psique acusa el golpe de todo lo recibido. Así lo relata Rodrigo:


En ese momento me subió todo lo vivido en mi país, en el camino a España, en Tarifa, en el CIE de Aluche... Me vino todo de golpe... No salía de mi habitación. Tenía la ventana cerrada... Tenía miedo de que aquí en España me pasara lo mismo que había vivido antes. No quería salir ni conocer a nadie... No confiaba en nadie... No quería hacer nada. Me vino una depresión...


Rodrigo cuenta que fue el responsable de la casa el que lo sacó de su habitación para llevarlo a una psicóloga de Accem. Con esta última, Carolina, empezó un acompañamiento que Rodrigo agradece mucho: «Me ha ayudado bastante... muchísimo». En particular, en esos primeros tiempos la ayuda psicológica le sirvió para comenzar a funcionar paso a paso, en un ambiente de casa que al principio le fue extraño y, luego, directamente violento.


Pasados unos meses me quedé yo como el único cristiano en casa, y un grupo de los que estaban ahí me hicieron la vida muy dura. Me tiraban la comida y mi ropa a la basura, me ensuciaban mis cosas, me llamaban esclavo... Un día grabé todo e hice una primera denuncia. Tras ello, los maltratos continuaron durante bastante tiempo más y llegaron a amenazarme con un cuchillo. Con este último hecho, finalmente los responsables de Accem tomaron la decisión de sacar a gente de la casa y, un mes después, pasarme a la siguiente etapa de acompañamiento...


En esa segunda fase, Accem ayudaría a Rodrigo a poder estudiar, pagar un alquiler para vivir solo y buscar trabajo. Además, su psicóloga Carolina le pondría en contacto con CRISMHOM, un grupo cristiano de diversidad sexual, donde Rodrigo podría integrar de una vez por todas su sexualidad y su fe, en un ambiente de confianza y amistad. La posibilidad de una nueva y mejor vida ahora sí tomaba forma...


«En todos esos momentos, Dios nunca me abandonó»


La gratitud a Dios aparece al ir acabando esta parte del relato. A él le atribuye haber conocido a la gente de Cruz Roja, de SOS Racismo y la obtención del asilo. También la vida que ha empezado a vivir en España con la ayuda de Accem: sus promesas se cumplieron y Rodrigo ha podido estudiar, alquilar un piso en un lugar relativamente céntrico de Madrid y trabajar en puestos de aseo. En todo ello ve la mano de Dios. Ahora bien, mucho más allá de estas acciones concretas, Rodrigo ve la presencia divina en el fondo de su interior. Una presencia que lo acompañó en el transcurso de sus momentos más dolorosos por el norte de África e incluso antes.


Pensé matarme no una o dos veces, sino muchas veces. Cuando mi familia me llamó «demonio», «diablo», «maldito», «basura» que no merecía esa familia... allí pensaba: «¿Acaso merezco esto? Y si tengo un demonio –porque así lo creí en una etapa–, ¿qué hago con mi vida? ¿Me mato?». En esos momentos siempre he pedido a Dios fuerza, y él no me ha abandonado. Dios ha estado siempre conmigo, desde ese momento en Camerún hasta ahora en España. Hay un Dios que vive, alguien por encima del mundo, que no se puede ver que está con nosotros siempre. En todo ese camino de agresiones, de desierto y de muerte, siempre pude levantar la cabeza y doblar la rodilla y dar gracias a Dios.


Rodrigo dice que esta fe la tiene desde pequeño. La heredó en parte de su padre, católico, quien falleció cuando él era niño. A él le debe su ingreso en la parroquia de su barrio, donde participó como acólito del cura en grupos de niños y sirviendo a la gente. Pero, sobre todo, reconoce la influencia espiritual de su madre, protestante:


Mi madre es una mujer que no tiene dinero, pero su corazón y su creencia son más grandes que todo. Mi madre nos enseñó a creer, y para mí la fe es lo más importante. Un día también me dijo que, si quería estar en paz conmigo mismo, tenía que perdonar a los que me hiciesen mal. Y yo lo he intentado hacer y he visto que me funciona, aunque no es fácil. Esto me ha costado años de meditaciones, de dolor, de no poder mirarme al espejo, porque siempre me acordaba de lo que había pasado. Pero, así y todo, he podido en parte hacerlo. Sé que todos somos iguales en la vida, pero hay algunos que hacen cosas sin darse cuenta de que lo hacen.


A ellos, y no a Dios, les atribuye el mal sufrido por él y por otros. Mientras, reconoce que no puede comprender su vida sin Dios: «Dentro de mí no sé lo que pasa, hay algo que dice que mi vida sin Dios no tiene sentido... siempre le he querido».


«Quiero tener a alguien que ame y me acompañe toda mi vida»


Esta espiritualidad la ha podido seguir cultivando en CRISMHOM, en oraciones y en celebraciones. Allí ha podido encontrar también amigos con los cuales poder compartir lo que tiene dentro y aprender de lo que han vivido otros miembros del colectivo LGTBI en otras latitudes. Rodrigo dice que «ese es su sitio». Ha encontrado en CRISMHOM parte de la compañía que tanto buscó:


Ayuda mucho. Tengo amigos cristianos que saben lo que siento, lo que busco y lo que necesito, y eso me hace realmente feliz. Con ellos comparto mi vida corriente, salimos de fiesta, digo lo que siento y me hacen sentir bien.


Pero, si de pedir se trata, Rodrigo no esconde su deseo más importante. «¡Un novio!», exclama entre risas. Lo cierto que estos años en España ha tenido un par de ellos, experiencias que han sido significativas; sin embargo, el vínculo de pareja no se ha consolidado. Así, el deseo sigue vigente:


La realidad es que espero mucho y muchas cosas y sé que la vida no te da todo... Pero lo que más espero en los próximos años, lo que le pido a Dios desde el fondo de mi corazón, es tener a alguien a mi lado. Alguien que me escuche, me ame, me acompañe, que compartamos lo bueno y lo malo... Alguien que me acompañe toda mi vida.


Y, cuando Rodrigo se refiere a toda su vida, pone énfasis en la importancia de compartir una cierta espiritualidad común:


Me gustaría alguien que vaya al mismo ritmo que yo de creencias y prácticas. Que me entienda. Yo sé que no es fácil... pero me ayudaría alguien que me apoye en mi espiritualidad, porque esta es la llave que ha abierto mi corazón. La espiritualidad es lo que ha abierto la caja donde estaba encerrada mi vida. Sin mi espiritualidad no puedo vivir. Es una parte muy importante de mi vida.


El otro deseo: ayudar


Los deseos de Rodrigo se orientan también hacia el servicio a otros, en particular a aquellos que hayan pasado o estén pasando situaciones similares a las suyas. Compartir lo vivido y los aprendizajes obtenidos en medio de la violencia y la exclusión cree que ayuda. Es lo que ha visto durante este último tiempo en él, ahora que han comenzado a invitarle a dar charlas para contar su testimonio de vida o que le han derivado personas necesitadas de pistas y consejos para salir adelante.


Estoy ayudando a gente. Me están invitando a charlas a contar mi vida. Hay también un chico de Guinea y otro de Malí a los que he ayudado y ahora ya tienen papeles. El chico de Guinea, en especial, estaba perdido y ahora ya está bien. Hay otro africano también al que le he aconsejado y ahora está casado con un español. Todos están estables, trabajando...


Rodrigo cree que no es fácil seguir el buen camino cuando se ha pasado por cosas tan malas como por esas por las que han pasado él y otros. Y de ahí su mayor consejo:


Cuando sufres, los sentimientos se mezclan y empiezas a buscar puertas de salida, y algunas aparecen como más fáciles, pero te pierdes. Yo pude tomar drogas para ayudarme o ponerme a beber alcohol para tapar los problemas... ir a todas las discotecas para olvidar. Pero he escogido el camino difícil: el de la fe y la paciencia. La fe te dice: «Espera y tranquilízate... sigue este camino, porque con el tiempo vas a mejorar». Y tienes que perseverar, luchar cada día, porque en el futuro se va a producir la resurrección.


Esa esperanza es la que quiere transmitir. Cree que personas como él, que han conocido el sufrimiento, pueden ayudar mucho a otros, porque «saben realmente valorar las cosas». Ahora, para ayudar a la gente –añade– «hay que estar primero bien uno, ayudarnos primero a nosotros mismos, si no, no podemos».


Recuerdos que no se pueden borrar


Desde que Rodrigo está en España ha podido retomar un contacto más cotidiano, por teléfono, con su madre y sus hermanos. Sin embargo, aunque han pasado casi quince años de la primera denuncia y ya no está al alcance de la persecución familiar, él sigue ocultando su vida homosexual. «Lo hago, sobre todo, para proteger a mi madre», dice. A ella, desde España, la cuida y la apoya como puede.


Ella está enferma con un problema de la cabeza. La han tenido que operar dos veces. Tiene grandes dolores. Además, hace unos meses la golpeó un taxi y han tenido también que operarle el pie. Yo para ella siempre he sido todo, su medicamento, su comida. Siempre he tratado de ayudarla.


Con sus hermanos también intenta mantener la comunicación, y, «como ellos son homófobos, siempre niego y oculto todo», explica. A veces Rodrigo se pregunta: «Y el día que lo descubran, ¿qué va a pasar?». Mientras, con la distancia que dan los miles de kilómetros, disfruta de posibilidades que no podría tener en Camerún.

Respecto a lo vivido en el pasado con su familia más extensa y todas las vejaciones recibidas en su tierra y posteriormente, dice que ha olvidado algunas cosas, pero que es imposible dejarlo todo atrás.


Cuando pienso en ello, me pongo triste y no quiero ver a nadie. Mi psicóloga me dice que estos recuerdos nunca se irán de mi vida, que son parte de ella. Entonces intento tranquilizarme y empiezo a meditar y a dar gracias a Dios porque he podido seguir adelante. Y pienso que todo va a ir bien... Después de ello, ya me siento mejor.


«A Dios, nadie me lo puede quitar»


Las distintas partes del relato de Rodrigo, como sus meditaciones a solas, terminan desembocando en Dios. Es la parte más íntima que desea compartir. Si en un momento pone énfasis en su presencia, aun en los momentos más oscuros, en otros da gracias por su acción salvadora, que le permite ahora estar disfrutando de la vida. Mirando al futuro, en Dios también pone su confianza.


A Dios, nadie me lo va a poder quitar. Él es mi riqueza. No sé si otros lo pueden valorar así, pero yo sí, y me da igual lo que pueda decir la gente. Incluso la muerte, que me puede quitar el cuerpo, no me quita el alma... y en mi alma se queda Dios.


Así, su ser gay y lo que otros dicen de eso no le han llevado a experimentar a Dios distante, tanto si mira al pasado como si mira al futuro. Al contrario, Rodrigo expresa con naturalidad unas palabras que pocos se atreverían a decir: «Dios es la riqueza que tengo, mi fuerza viene de él».

Caminos de reconciliación

Подняться наверх