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Capítulo 2

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A MADALYN le dolía la mano de tanto escribir. Había descubierto por qué llamaban tirano a Philip Ambercroft.

Afortunadamente, la niñera podía quedarse con Erin el tiempo que hiciera falta y, al menos aquel día, su sentimiento de culpa se veía mitigado sabiendo que la niña estaba en compañía de su abuela, que había ido a visitarlas desde Louisiana.

Era un poco extraño empezar a trabajar el mismo día que se mantiene una entrevista de trabajo. Y después de las cinco, además. Pero Philip Ambercroft estaba interesado en ella y, si le causaba una buena impresión, su futuro profesional estaba asegurado.

Madalyn había oído decir que era un hombre duro, sin corazón cuando se trataba de negocios, pero había leído suficiente sobre él como para saber que siempre había conseguido sacar a flote las empresas que compraba. Ella había conseguido situarse en la vida desde una sofocante pobreza y lo había hecho dando el cien por cien de sí misma en todos sus empleos. Philip parecía la clase de jefe que apreciaría esa dedicación.

A menos que se aprovechara de ello.

Madalyn tenía que admitir que era un poco sensible en ese aspecto, pero no quería que un error del pasado oscureciera su futuro. No todos los jefes guapos eran unos aprovechados.

Por supuesto, después de llevar más de una hora escribiendo cartas que después tendría que pasar al ordenador, tenía la tentación de decirle que se metiera el trabajo donde… bueno, que hiciera algo anatómicamente imposible. Pero no podía empezar dando problemas.

No le importaba trabajar al cien por cien, pero aquel día era su cumpleaños. Su madre, Erin y ella habían pensado ir a cenar a un restaurante chino y después ver una película de vídeo. Seguramente no era la forma más emocionante de pasar un día de cumpleaños, pero a Madalyn le gustaba.

Cuando miró su reloj eran las siete y aún le quedaba mucho para terminar, de modo que decidió llamar por teléfono a su casa. Mientras tomaba el auricular, se apartó de la frente un mechón de cabello castaño rojizo.

–¿Sí? –contestó su madre, con su fuerte acento del sur.

–Hola, mamá, soy yo otra vez. Parece que vamos a tener que cancelar lo de la cena.

–¿No me digas que sigues trabajando?

–Sí, aún me queda por lo menos una hora más. Recuérdame que llame al señor Price cuando llegue a casa.

–Te lo dejaré escrito. Siento mucho que no podamos salir a cenar, pero mi ángel y yo lo estamos pasando muy bien.

–¿Ah, sí? ¿Y cuántas galletas te ha robado tu «ángel»?

–¡No digas eso de mi niña!

–Mamá…

–Tres, pero no se las ha comido enteras…

–¡Mamá, no le des ni una más! ¿Ha cenado algo?

–Sí. Y se está bañando… Mira, ahora se está restregando los ojitos. De verdad, hace los mismos gestos que tu padre.

–Lo sé –sonrió Madalyn–. Bueno, ahora tengo que irme. Dale un beso a mi niña de mi parte.

–Sí. Conduce con cuidado a la vuelta.

–De acuerdo. Un beso.

Cuando Madalyn colgó el teléfono, estaba de mejor humor. Con su habitual determinación, miró la pantalla del ordenador y se dispuso a copiar las cartas que había tomado a taquigrafía. Una vez de vuelta al trabajo, se olvidó del tiempo y, sólo cuando sintió un tirón en el cuello, paró un momento para estirarse.

–¿Madalyn? –la voz de Philip la sobresaltó. Ni siquiera lo había oído abrir la puerta–. Siento haberme aprovechado de ti el día de tu cumpleaños. Estaba mirando de nuevo tu currículum y me he fijado en la fecha.

–Esas cosas pasan. No es el fin del mundo.

–Ya, pero acabas de llegar y te he metido de cabeza en el trabajo. Al menos, deja que te invite a cenar.

–Oh, no, no es necesario…

–Insisto. ¿Qué prefieres, un restaurante chino, mexicano…?

–Me encanta la comida china, pero… –Madalyn no terminó la frase. Había detectado cierto reto en la expresión del hombre. ¿No le había probado que era una jugadora de equipo?, se preguntaba. Algo frío se instaló en su estómago. Esperaba no haberse equivocado juzgando a Philip. Aunque se había equivocado antes…–. Verás, Philip, tengo que ser sincera –empezó a decir entonces, rezando para no quedarse sin trabajo–. No me gusta mezclar el trabajo con mi vida social. Te agradezco la invitación, pero prefiero decir que no.

Él pareció sorprendido, pero asintió amablemente.

–Muy bien. Vete ahora mismo y disfruta de lo que te queda de cumpleaños.

–Te lo agradezco, pero ya me queda poco y prefiero acabar estas cartas.

–No hace falta…

–Tardaré sólo una hora más… a menos que tú quieras marcharte, claro.

–En absoluto. Agradezco que te quedes.

Philip volvió a entrar en su despacho y, un segundo después, Madalyn comprobó que hablaba por teléfono. No hacía falta conocerlo a fondo para saber que era uno de esos hombres que trabajan siete días a la semana. Madalyn se preguntó por un momento dónde se había metido y decidió inmediatamente que no le importaría trabajar algunos fines de semana si él se lo pidiera porque sería una buena experiencia para ella. Y por la seguridad económica que le reportaría trabajar en Ambercroft, una de las compañías más importantes del país.

Media hora más tarde, se abrieron las puertas del ascensor y un mensajero entró cargado con varias bolsas de papel. El olor a comida hizo que su estómago diera un gruñido. Madalyn no tenía que leer el nombre en las bolsas para saber que eran de Fong, su restaurante chino favorito.

Philip debió oír al chico y salió de su despacho.

–Philip…

–No quiero discusiones. Te he hecho trabajar como una esclava el día de tu cumpleaños y esto es lo mínimo que podía hacer para desagraviarte.

–No tenías que hacerlo.

Una sonrisa transformó la cara del hombre y el corazón de Madalyn dio un vuelco.

Quizá aquel trabajo no era buena idea. Quizá debería seguir buscando hasta encontrar un jefe que fuera diez centímetros más bajito que ella y con cara de sapo. Cualquiera, excepto aquel hombre alto, fuerte y que, cuando sonreía, podía iluminar una habitación entera.

Pero se dijo a sí misma que debía comportarse con normalidad, tomar la comida china y después irse a casa.

–¿Cómo has sabido que Fong era mi restaurante favorito?

–Es el restaurante favorito de todo el mundo. La verdad es que no tenía ni idea, pero has dicho que te gustaba la comida china y esta es la mejor comida china al oeste de Pekín, de modo que… –sonrió él. Madalyn sabía que no hablaba metafóricamente. Seguramente había estado en Pekín una docena de veces y sabía exactamente quién servía la mejor comida china en Estados Unidos. Philip acercó una silla al escritorio y tomó un plato de ternera con brotes de soja–. Cuéntame algo sobre ti, sobre tu familia… ¡Espera! Olvídalo. Mi abogado me ha amenazado con cortarme la cabeza si me atrevo a hacerle preguntas personales a mis empleados.

Madalyn tuvo que sonreír.

–De ese modo evitas demandas por discriminación.

Philip asintió, tomando un pedazo de ternera con los palillos.

–A veces creo que nos estamos pasando con eso de lo políticamente correcto. No soporto tener que medir cada palabra.

–Me sorprende que digas eso –dijo Madalyn–. Con tu reputación, habría creído que estás acostumbrado a esas cosas.

–Esas cosas, como tú lo llamas, le están quitando diversión al trabajo.

–No te preocupes. No me has ofendido y prometo no demandarte.

–Me alegro. Háblame de ti, Madalyn Wier.

–¿Qué quieres saber?

–Todo. Empieza por lo más habitual, de dónde eres y esas cosas.

Madalyn no tenía reparos en darle información, pero no esperaba que él mostrara auténtico interés. Después de algunos detalles sin importancia sobre su vida, sin duda la conversación versaría sobre Philip Ambercroft. Y se alegraría, porque siempre se había sentido fascinada por aquel hombre. Deseaba saberlo todo de él y tener la pelota en su tejado era realmente desconcertante.

–Me crié en un pueblo muy pequeño. En Asulta, Louisiana.

–No lo conozco.

–Claro que no –rió ella–. La única industria de Asulta es una fábrica de tejidos en la que trabaja todo el pueblo. Bueno, excepto mi padre.

–¿Qué hace tu padre?

–Era el conserje del colegio hasta que murió, cuando yo tenía ocho años.

–Lo siento.

–¿Sientes que fuera conserje o que muriera cuando yo tenía ocho años?

Cuando Philip sonrió, su cara sufrió una transformación que la dejó cautivada. Madalyn tuvo que recordarse a sí misma que no podía dejarse cautivar por su nuevo jefe… aunque fuera un jefe temporal.

–Siento que perdieras a tu padre –clarificó él con sinceridad, a pesar de la sonrisa–. Yo perdí al mío cuando estaba en la universidad y me resultó difícil. Debió de ser terrible perder a tu padre a los ocho años.

–Sí –admitió ella–. Yo fui una sorpresa en la vida de mis padres y tengo que confesar que me mimaron mucho.

La expresión del hombre se volvió irónica.

–Veo que hemos tenido una infancia muy diferente.

–Desde luego –rió ella de nuevo–. Yo no vi una pista de tenis hasta que cumplí los quince años.

–No me refería a eso –replicó él–. Estoy intentando imaginarme a mi padre mimándome y la imagen no me cuadra.

–No sé qué decir –murmuró ella, un poco incómoda. Estaba segura de que no era habitual que un hombre tan poderoso como Philip Ambercroft hiciera aquel tipo de comentario sobre su familia.

Philip sacudió la cabeza como si se diera cuenta de lo que acababa de decir.

–Lo siento –murmuró. Lo había dicho con un tono tan sincero que la enterneció–. No quería ponerme sensiblero.

Sensiblero no era el término que ella habría usado.

Introspectivo, quizá, pero era eso lo que llamaba su atención. La imagen que estaba empezando a tener de él entraba en conflicto con la que se había hecho en su mente. Había esperado alguien frío y calculador, alguien que no recordase el pasado y, sin embargo, se encontraba frente a un hombre encantador, con un magnetismo que no debía subestimar.

Philip dejó el plato sobre la mesa y se quitó la chaqueta para estar más cómodo. La camisa de seda se apretaba sobre su torso y a Madalyn se le quedó la boca seca. Aquel hombre era un sueño. Quizá era su imaginación, pero se parecía enormemente a su actor favorito, aunque el señor Brosnan podría discutir el parecido. Aun así, con una ligera sombra de barba y el pelo oscuro ligeramente despeinado, tenía que reconocer que Philip Ambercroft se parecía a James Bond.

–Cuéntame cuál fue tu mejor día de cumpleaños –dijo él, interrumpiendo sus locos pensamientos.

–Creo que el día que cumplí ocho años, antes de que muriera mi padre –contestó Madalyn después de pensar un momento–. Había una feria en el pueblo y mi padre me dejó subir a todas las atracciones. Incluso monté en un poni, ¿sabes? Esos que dan vueltas alrededor de un círculo. Para mí fue muy emocionante porque nunca había visto un caballo de cerca. ¿Y el tuyo?

–Cuando cumplí dieciséis años, en un internado en Suiza –contestó él–. Mis padres no pudieron ir y me pasé todo el fin de semana esquiando. Sin vigilancia, sin deberes, fue maravilloso.

–¿Pasaste el día tú solo? Suena un poco triste.

–En absoluto. Fue la primera vez que mi cumpleaños no se convirtió en una especie de prueba para ver si me estaba haciendo un hombre.

Madalyn imaginó la presión que Philip había debido sufrir en su infancia. La imagen era aterradora y él había conseguido evocarla con una sola frase. De nuevo, se sintió sorprendida por la tranquilidad con que aquel hombre hablaba de su vida personal.

–Lamento oír eso. Las vacaciones son muy especiales para mí. Parece que a ti no te hacen ninguna gracia.

–Bueno, en realidad no es así. Y perdóname por hablar tanto. No sé qué me pasa esta noche.

–Debe de ser mi fantástica conversación –bromeó ella.

–Eso será –asintió él, irónico.

–Recuerda a quién debes acudir cada vez que te sientas deprimido. Puedes llamarme doctora Wier.

–Muy bien, doctora. Me parece que se le está enfriando la cena, así que tendremos que terminar la sesión otro día.

–Qué lástima –sonrió ella, probando el pollo agridulce.

Para cuando terminaron con los rollitos de primavera, la conversación versaba sobre temas generales. Hablaron sobre el edificio de la compañía, sobre algunas de las empresas Ambercroft, nada personal. Pero era divertido oír hablar a Philip y ver cómo sus ojos se iluminaban con orgullo. Le encantaba su trabajo y las numerosas actividades filantrópicas en las que la compañía Ambercroft estaba involucrada.

Incluso mencionó la gala que Eva Price estaba organizando para la Asociación de niños con SIDA.

–¿Vas a ir? –preguntó ella, entusiasmada. Era maravilloso que Eva hubiera conseguido una aportación de los poderosos Ambercroft.

–No estoy seguro. ¿Tú vas a ir?

–Creo que sí –contestó ella–. Me gusta involucrarme en actividades solidarias.

–Entonces, tendré que encontrar la invitación y confirmar mi asistencia.

Insegura de lo que debía responder, Madalyn se concentró en su plato de arroz. La cena había sido estupenda y le gustaba charlar con Philip, pero había sido un día muy largo y quería abrazar a Erin antes de irse a la cama. Pensó por un momento en contarle a Philip que tenía una hija, pero no quería empezar otra conversación.

Philip la sorprendió cuando empezó a limpiar el escritorio.

–Puedo hacerlo yo –dijo ella, levantándose.

–No. Apaga el ordenador y recoge tus cosas. Es hora de que la chica del cumpleaños abra la galleta de la fortuna y se vaya a casa –dijo, ofreciéndole la proverbial galleta china. Madalyn obedeció y, cuando leyó lo que estaba escrito en el papel, no pudo evitar una carcajada–. Vamos, no me tengas en suspense.

–Dice: Conseguirás un nuevo trabajo.

–¿En serio? El mío dice: Conseguirás un aumento de sueldo.

Madalyn lo miró, sin dejar de sonreír.

–¿El jefe puede aumentarse el sueldo?

–Ni idea. Pero pienso llevar este papel al próximo consejo de administración.

Unos minutos después, el escritorio estaba limpio y el ordenador apagado. Philip había sido tan amable con ella durante toda la tarde que no la sorprendió cuando él, con toda naturalidad, dijo que iba a acompañarla al garaje.

Pero lo único en lo que Madalyn podía pensar mientras él abría la puerta de su coche era en lo cerca que estaban y en lo firmes que parecían los labios de Philip. Durante una fracción de segundo, creyó notar que él se inclinaba hacia ella y lanzó un gemido ahogado. Le hubiera gustado besarlo, le hubiera gustado saber si aquel hombre era todo lo que su imaginación prometía…

Pero aquello no era real. No podía ser real. Los dos se apartaron al mismo tiempo. Madalyn se había puesto colorada y miraba hacia otra parte. Quizá estaba más cansada de lo que creía…

Deseando que se la tragara la tierra, entró en el coche y se ajustó el cinturón de seguridad.

–Buenas noches, Madalyn –dijo él, cerrando la portezuela–. Mañana puedes venir tarde a trabajar. Te lo mereces.

Madalyn hubiera deseado saber qué estaba pensando. Más aún, hubiera deseado poder esconder sus sentimientos y sus pensamientos tan bien como lo hacía él. Se daba cuenta de que no podía disimular su rubor.

–Buenas noches. Y gracias por la cena.

Philip esperó a que ella saliera del garaje antes de volver al ascensor.

¿Qué le estaba pasando?, se preguntaba. No sólo había pedido comida china para cenar con su secretaria, algo que jamás había hecho antes; además le había contado cosas a Madalyn que nunca le había contado a un extraño. Pero ella le había preguntado y las respuestas habían salido de su boca como si no pudiera evitarlas.

Tenía que apartarse de aquella mujer en lo que se refería a conversaciones personales. Si Madalyn Wier podía hacer que hablara tan libremente sobre su infancia, también podría conseguir el número de sus cuentas en Suiza.

Y su comportamiento en el garaje… Deberían ponerle una camisa de fuerza, pensaba. Pero ella estaba tan cerca que el aroma de su perfume le había hecho olvidar quién era. Lo único que pensaba en aquel momento era que deseaba besarla, saborearla, comprobar si era tan perfecta como parecía.

Afortunadamente, algo le había hecho retroceder. Y tenía que asegurarse de que aquel incidente no se repitiera.

No había esperado sentirse tan atraído por ella. Desde luego, nunca se había sentido atraído hacia la señora Montague y nunca la había invitado a cenar. El día de su cumpleaños solía darle un cheque y, de ese modo, los dos se sentían cómodos.

Pero Madalyn lo había hecho pensar en sexo, un sexo ardiente, urgente… y todo ello una hora después de conocerla. Ella no había hecho nada para provocarlo. Ni un movimiento, ni una mirada, ni una sola de sus palabras había sido sugerente o inapropiada.

Era algo primario lo que lo atraía de ella.

«Oh, qué enmarañada red tejemos con nuestras vidas…», recordaba Philip una frase de Sir Walter Scott.

De repente, no estaba tan seguro de que contratar a Madalyn Wier fuera una buena idea. Aunque no pudiera hacerse con Price Manufacturing, Philip decidió que Madalyn era un riesgo demasiado grande. Hacía que perdiera el control y él no podía permitírselo.

Tenía muchas responsabilidades como para distraerse con una empleada y lo mejor sería contratar otra secretaria.

No sin cierto remordimiento, decidió decírselo a la mañana siguiente.

Un jefe soltero

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