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3. PARA EL CRISTIANO DISPUESTO A CAER… Y A LEVANTARSE

Creo que si Dios nos ha perdonado, nosotros también debemos perdonarnos a nosotros mismos. En el caso contrario, es como si nos juzgamos desde un tribunal superior al tribunal de Dios.

CLIVE STAPLES LEWIS[1]

MUCHOS CUENTOS, NOVELAS Y películas siguen una narrativa similar. Al principio se introduce el personaje principal y su vida. Sigue la historia y llega un momento en el que el personaje tiene un desafío. Todo parece ir bien, pero de repente se complica el asunto y hay una crisis o una confrontación. El personaje no logra superar las dificultades. Parece darse por vencido. Pero eventualmente (muchas veces con la ayuda de otros) decide afrontar las dificultades de nuevo y esta vez triunfa.

Este patrón es muy reconocible, ya que es algo que nos ocurre a todos en la vida, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Piensa por ejemplo en luchas cotidianas como levantarse cuando suena el despertador, estudiar para un examen, o seguir la dieta prevista. Y piensa también en luchas más grandes, como conseguir el trabajo de tus sueños o conquistar el corazón de la persona de la que uno está enamorado. Uno se propone algo, pone los medios, pero luego llegan dificultades y complicaciones. A veces no se consigue superarlas y uno se siente derrotado. Es en ese momento cuando viene la pregunta esencial: ¿Qué actitud adoptas ante esa situación? Este tipo de situaciones son muy buenas ocasiones para medir el carácter de una persona.

En uno de los libros de fantasía del escritor estadounidense Brandon Sanderson, el personaje principal dice lo siguiente:

En el antiguo Código de los Caballeros Radiantes está escrito: ‘el viaje por encima del destino’. Algunos lo consideran un cliché, pero es mucho más que eso. Un viaje conlleva dolor y fracaso. No debemos aceptar sólo los pasos a seguir. También tendremos que aceptar los tropiezos, las dificultades, la convicción de que caeremos, de que haremos daño a los que nos rodean. Pero si lo dejamos, si aceptamos la persona que somos cuando caemos, entonces el viaje llega a su fin. Las experiencias dolorosas me han enseñado que el paso más importante que una persona puede dar es siempre el siguiente[2].

Si no estamos dispuestos a levantarnos y a seguir luchando, nos será muy difícil crecer en carácter y alcanzar nuestros ideales. Las caídas son parte del camino que lleva a la felicidad.

Una historia que te puede inspirar es la de Juan María Vianney, el cura de Ars. Nació en 1786 en Dardilly, un pequeño pueblo cerca de Lyon, en el seno de una familia pobre. Desde niño sintió que Dios le llamaba a ser sacerdote. Primero tuvo que convencer a su padre, ya que éste tenía otros planes para su hijo, a saber, pastor de ovejas. Cuando finalmente obtuvo permiso, ingresó en el seminario. Una vez ahí, el joven Juan María se enfrentó a otro desafío y es que no se le daba muy bien estudiar y menos en latín, mientras que todas las materias se enseñaban en ese idioma e incluso los exámenes se debían de tomar en latín.

Fue expulsado del seminario porque no estaba a la altura académica exigida. Un sacerdote, el pastor Balley, que estaba convencido de la vocación sacerdotal del joven, intercedió y puso todos los medios para ayudar a Juan María. Finalmente, después de mucho esfuerzo y estudio, el joven pudo completar sus estudios y le permitieron ordenarse sacerdote.

En el obispado no sabían bien qué hacer con este sacerdote ignorante y sin experiencia y le enviaron como párroco al pueblecito de Ars-sur-Formans, cerca de Lyon. Ars no contaba con más de 250 habitantes y la mayoría de ellos no tenían mucho interés por la iglesia sino más bien por el bar y las fiestas.

Después de mucho trabajo, oración y sacrificio por parte del joven cura, la piedad empezó a crecer en el pueblo. El sacerdote empezó a adquirir fama. Multitud de personas viajaban a Ars para confesarse con este sacerdote ‘ignorante’ y para pedirle consejo. Venían de todos los rincones de Francia e incluso desde el extranjero. El cura de Ars cambió muchas vidas. Juan María Vianney fue canonizado por Pío XI en 1925 y Benedicto XVI le proclamó patrón de los sacerdotes en 2009.

La historia del cura de Ars puede inspirarnos en nuestro camino hacia los ideales que queremos lograr. Si Juan María se hubiera rendido cuando su padre se resistió a su decisión de hacerse sacerdote, no habría logrado los ideales que tenía grabado en su corazón. Lo mismo habría sucedido si se hubiera rendido cuando fracasó por primera vez en sus estudios en el seminario. Y también si se hubiera desanimado haciendo su trabajo pastoral en el pueblo de Ars.

Este libro no está escrito para personas que son perfectas; para personas a las que todo les sale a la primera; para personas que nunca tropiezan en su camino hacia la verdadera felicidad. Está escrito para pecadores, para imperfectos, para débiles, para personas que tropiezan. Y quiero darte otro maravilloso ejemplo de esto.

Simón Pedro era un pescador de Galilea. Probablemente tenía unos treinta años cuando decidió seguir a Jesús junto con los otros apóstoles. Era un hombre apasionado y trabajador que quería seguir a Cristo incondicionalmente, aunque al principio no sabía aún bien lo que eso significaba. Durante la Última Cena, Pedro le dijo a Jesús: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte». Entonces Jesús le dijo: «Te aseguro, Pedro, que no cantará hoy el gallo sin que hayas negado tres veces haberme conocido»[3]. Ya sabes cómo termina la historia: Pedro efectivamente negó tres veces al Señor y luego lloró lágrimas amargas al darse cuenta de su debilidad y traición.

Pedro era débil, tenía miedo y acabó traicionando a Jesús. Otro apóstol también traicionó al Señor: Judas Iscariote. Estaba dispuesto a entregar a Jesús a los fariseos por treinta monedas de plata. Tanto Pedro como Judas se dieron cuenta de su traición y el corazón de ambos se llenó de dolor. Pero hubo una diferencia muy importante entre los dos. Pedro supo transformar su dolor en arrepentimiento. Judas transformó su dolor en desesperación, lo que le llevó a suicidarse.

Pedro se convirtió en la roca sobre la que está construida la Iglesia. ¡Pedro! ¡El traidor y el cobarde! El que se las daba de fuerte y afirmaba fervientemente que estaba dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con Jesús para luego esfumarse cuando le vino la primera dificultad. Sí, Pedro se convirtió en el rostro visible de Jesucristo en la tierra, porque es uno de los mejores ejemplos en la historia de la humanidad de lo que significa ser cristiano: caer y levantarse. Se hundió profundamente en el barro del pecado, pero levantó la vista y vio a Jesús enfrente suyo que le tendía la mano. Pedro fue humilde y tomó la mano fuerte de Dios que lo levantó. Y con el poder de la gracia continuó su lucha.

A lo largo de los siglos ha surgido una imagen de los santos que, en mi opinión, no cuadra con la realidad. A veces lees historias de santos que son de lo más peculiares. Parece como si fueran figuras extrañas, casi angélicas, que hacían milagros extravagantes y que eran inmunes al pecado. ¡Y eso no es verdad! Los santos eran personas como tú y yo: reían y lloraban, disfrutaron de las cosas buenas de este mundo, tuvieron que luchar mucho contra sus debilidades y tuvieron que levantarse después de muchas caídas, pequeñas y grandes. Mira lo que dijo san Josemaría Escrivá sobre ellos: «Los santos no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. Y vencieron»[4].

Podía haberte contado las historias de María Magdalena, de Dimas, de Agustín de Hipona, de Pelagia, de Margarita de Cortona o de Camilo de Lellis. Todos fueron personas normales que cayeron en charcos profundos de pecado, pero que al final lograron levantarse con un corazón contrito y llegaron a la santidad con la gracia de Dios y mucha lucha.

La santidad es para todos. Nadie puede decir: ‘Dios me creó para ser mediocre’ o ‘no valgo para ser santo’. ¡Por supuesto que lo vales! ¡Tú vales toda la sangre de Jesucristo! ¡Y Dios es tu Padre! Un cristiano no tiene el derecho de rendirse en su camino hacia grandes ideales, hacia Cristo. No importa si tienes pocos o muchos talentos. Si eres inteligente o tonto. Fuerte o débil. Puedes luchar y nuestro Señor te proporciona toda la ayuda necesaria para levantarte si te caes.

En la Iglesia, hemos recibido algunos medios maravillosos del Espíritu Santo para poder recibir gracia abundante y estos medios son los sacramentos. Quiero detenerme en dos sacramentos que son muy importantes para nuestra lucha diaria. Se trata de la Eucaristía y de la Confesión.

La Confesión es el sacramento por el que podemos recomenzar después de nuestras caídas. El arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados abre nuestro corazón a la gracia del Espíritu Santo. A través del sacerdote, Cristo nos regala la gracia y el perdón del Padre celestial. Es algo maravilloso e indispensable para un cristiano que quiera ser santo. El Catecismo de la Iglesia dice: «El sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios»[5].

Además de esta joya de la misericordia de Dios, hay otro tesoro que el Espíritu Santo ha dado a su Iglesia y es la Eucaristía. Este sacramento es el centro y la raíz de la vida cristiana. Es la expresión más radical del amor. Piénsalo: el Creador y Señor del universo nos da su propia carne y sangre para que podamos recibirlo; para que podamos endiosarnos, para que podamos hacer de nuestras vidas un sacrificio de amor auténtico. Santa María Faustina Kowalska describió bellamente esta locura de amor divino:

Tú, oh Señor, partiendo de esta tierra deseaste quedarte con nosotros y Tú dejaste a Ti Mismo en el Sacramento del Altar y nos abriste de par en par tu misericordia. No hay miseria que te pueda agotar; llamaste a todos a esta fuente de amor, a este manantial de piedad divina. Aquí está el trono de Tu misericordia, aquí el remedio para nuestras enfermedades[6].

Tú y yo no tenemos motivos para desesperarnos. Puede que tengas dificultades muy grandes en tu vida, puede que te hayas caído en un pozo muy profundo, puede que tengas que empezar otra vez de cero. Dios es tu Padre y, a través del sacramento de la Confesión, siempre te esperará con los brazos abiertos. Vendrá a buscarte para sacarte del charco del pecado. Y nunca te dejará solo, porque siempre está esperándote en el santo sacrificio de la Misa, para que puedas vivir con Él y en Él para siempre.

En el capítulo anterior escribí que debemos de tener cuidado con el hombre-techo, que vive en las nubes y es incapaz de superar la más mínima dificultad en su camino hacia Cristo. Pero también hemos de tener cuidado con el hombre-suelo. Este tipo de persona está tan clavada en la tierra que no consigue elevarse hacia al cielo. Está tan apegado a sus propias fuerzas que no está abierto a las fuerzas de Dios. Quiere mantener tanto el control sobre su vida que no permite que otros le ayuden en su debilidad.

Un cristiano con carácter es una persona que pone todos los medios humanos para alcanzar sus ideales y que, a la vez, se abandona humildemente en la misericordia de Dios, porque está convencido de que por sí sólo, no puede alcanzar nada, pero con Cristo, lo puede alcanzar todo.

[1] C. S. Lewis, Carta escrita el 19 de abril de 1951.

[2] Brandon Sanderson, The Oathbringer (Nueva York, 2017), capítulo 122 [traducción del autor].

[3] Lucas 22, 33-34.

[4] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 133.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1468.

[6] Santa María Faustina Kowalska, La divina misericordia en mi alma. Diario (Stockbridge, 2001), n. 1747.

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