Читать книгу Si digo muerte, digo vida - Paula Assler - Страница 18

V

Оглавление

Después de un tiempo de separados, mi papá tuvo un taller en Lo Curro que construyó gracias a una herencia que recibió por la muerte de su madre en un accidente de auto. Tenía treinta y ocho años, y esa suma le permitió dedicarse de lleno al arte.

El taller lo había hecho él mismo. Tenía dos espacios, en uno él trabajaba y en el otro hacía el resto. Un taller modernísimo, alucinante. Era como entrar a una escenografía. Los perfiles de madera se iban achicando hasta dar uno con otro, y entre ambos había, incrustados, vidrios curvos de diferente tamaño. Ir ahí era entrar al mundo de fantasía de mi papá, enteramente fabricado por él. Fuera del taller, había un jardín nutrido de mucha vegetación, toda plantada con sus manos. A mí me gustaba estar en él. Al otro lado del terreno había un espacio con sus esculturas.

Mi mamá no nos dejaba quedarnos a alojar en el taller porque no le parecía bien que yo, una niña, pasara la noche ahí. Pero en ese lugar podíamos estar con mi papá y compartir tiempo con él. Recuerdo que había una cocina en la que cocinábamos los dos juntos, lo cual era una novedad para mí, porque en mi casa yo no cocinaba. Me gustaba pasar tiempo con él preparando comida. Así eran las cosas.

Un día, cerca de cuatro años después de la separación, mi mamá se enteró, por casualidad, de que mi papá se iba a Europa por dos meses. Volvió diez años después.

Fue en ese momento de mi vida, a los trece años, que empecé a convertirme en una soñadora. Pero despierta. Trataba de arreglar las cosas ensoñando, ilusionando. Inventaba situaciones imaginarias en donde la vida era más agradable de lo que vivía a diario. Engañaba a la realidad a través de los sueños imaginando, por ejemplo, que mis papás volvían a estar juntos. Componía situaciones, como en una obra de teatro. Eso me salvaba de la tristeza, de las penas, de los abandonos. Era muy buena soñando. También era buena soñadora durmiendo, hundiéndome en el sopor de las noches. Los sueños me ayudaban a vivir otra vida, más linda, con más colores. Nunca más paré de soñar. Sigo ensoñando, sigo siendo una soñadora. Eso me ayuda a crearme mundos que me dan paz.

Volviendo al viaje de mi papá, su periplo empezó por España y después recorrió y vivió en diferentes partes de Europa. Para nosotros, sus hijos, la situación era así y no había nada que hacer ni decir al respecto. Había una especie de aceptación resignada en lo referido a la vida de artista que él llevaba.

Recuerdo que me escribía dos o tres cartas al año. Eran cartas de cuatro, cinco o seis páginas, escritas en papeles texturados. Yo las respondía. En ellas me contaba qué estaba haciendo, dónde estaba. A mí me gustaba leerlas porque era el único contacto que tenía con él. Además de las cartas, cada Navidad mandaba un buen regalo para los hijos. Una vez le pedí unas botas con taco, que en Chile no existían. Y llegaron.

De esta relación epistolar con mi papá surgió mi afición a escribir cartas y cuadernos en los que registro mi vida, mis pensamientos y sentimientos, a modo de bitácora. También de ahí viene mi afición por los objetos de librería: cuadernos de distintos colores y formatos, lápices de colores que combino en mis escritos, papeles de diferentes texturas.

En todos esos años –una década–, lo vimos poco y nada, a pesar de que de vez en cuando venía a Chile, estaba un rato y luego se volvía a ir. A veces sabíamos que estaba aquí, pero no dónde. Mi mamá también lo ignoraba. Otras veces se aparecía por la casa, pero luego desaparecía de nuevo.

Cuando él estaba aquí, solía decirnos: “Los voy a pasar a buscar para ir a la piscina Tupahue”. Nosotros lo esperábamos ansiosos con el traje de baño puesto, pero él no llegaba. No llegaba ni avisaba. Y mi mamá, callaba. Yo he conversado sobre esto con ella. Le he preguntado: “¿Usted me puede decir por qué no retaba a mi papá, por qué no decía nada?”. Nosotros éramos chicos. Pienso que si yo hubiese estado en su lugar, lo habría llamado y le hubiese dicho: “Te están esperando, no lo hagas más, o no les digas que vas a venir”. Yo hubiese actuado así, porque los niños sufren con estas cosas, pero al no decir nada era como si ella no solo aceptara, sino que avalara la situación. Y eso nos hacía daño.

La historia de la ausencia de mi padre llegó a su punto cúlmine con mi casamiento. Sucedió que él vino a Chile quince días antes de que yo me casara. Yo estaba tremendamente ilusionada con la idea de que él estuviera presente en un momento tan importante para mí. Imaginaba que me iba a llevar a la iglesia. Una vez más ensoñaba. Me veía a mí misma vestida como princesa, con un traje blanco precioso, entrando a la iglesia del brazo de mi papá, vestido él también impecable. Imaginaba que habría música, risas, baile. Pero al final hubo lágrimas: mi papá se fue seis días antes del casamiento, porque tenía una exposición en Madrid.

Lo que sentí en el momento en que supe de su partida de vuelta a Europa fue un desgarro y una decepción tan intensos que no sé cómo describirlos. Pero, al mismo tiempo, ya estaba “acostumbrada” a su modo de actuar, así es que cuando mi hermano mayor entró conmigo a la iglesia, me pareció casi lo natural. Tenía sentimientos encontrados: hacía ya mucho tiempo que no podía contar con él, pero incluso así tenía la ilusión de que me tomara la mano y acompañara en un momento como ese.

He reflexionado mucho sobre la separación de mis padres y su posterior larga ausencia. Lo que yo viví fue un tremendo abandono. Un doble descuido: la ausencia de mi padre y el silencio de mi madre.

En Europa, mi papá conoció a una chilena con la cual se emparejó. Ella también pertenecía al mundo del arte y era alrededor de veinticinco años menor que él. Se llama Francisca y siguen juntos, aunque se casaron muchos años después de juntarse porque a mi papá le daba “lata” hacer el trámite de nulidad.

Cuando llegó de vuelta a instalarse en Chile yo tenía mucha rabia acumulada.

Sin embargo hoy, esta historia está reparada, gracias a que lo busqué hasta lograr aclarar nuestra situación. Lo enfrenté, le dije todo lo que tenía guardado, exigí explicaciones, lo obligué a enfrentarme. Poco a poco pudimos conversar, nos fuimos acercando. Y nos reconciliamos. Me acuerdo que, al final de la conversación decisiva en nuestro reencuentro, pensaba: “¡Qué felicidad, qué felicidad tener de nuevo a mi papá!”. A partir de ahí, hicimos una amistad nueva, que hemos profundizado hasta el día de hoy. Tenemos una relación personal, íntima. Yo puedo ir a verlo y hablarle de cualquier tema. Puedo expresar mis emociones con total libertad. He ido conociendo a otro papá, muy diferente al de mis once años. Este es un papá acogedor, que abraza, me mira, me ve. Finalmente, creo haber hecho un trabajo de reparación importante con él. Ahora lo quiero y admiro, no solo como artista, sino, y más, como el padre en que ha logrado convertirse. Él tuvo un cambio radical. Me siento muy orgullosa de ser su hija. Creo que soy privilegiada al tener un papá que me mira, me escucha, se interesa por mí y mis asuntos, que es capaz de sentir conmigo.

Si digo muerte, digo vida

Подняться наверх