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CREAR UN PARADIGMA DE DEMOCRACIA





El paradigma que nos puede ayudar a entender las distintas concepciones sobre el sistema democrático debe ponderar en dónde ponen el acento los diversos pensadores; cuáles son los enfoques de sus propuestas. Para empezar, debemos decir que existen dos tipos de teorías en torno a la democracia:

1. Teorías normativas, las cuales intentan ofrecer una definición de lo que debería de ser la democracia. Tratan de explicar cómo podemos llegar a su tipo ideal. ¿Cuáles son las características fundamentales que deben tener las instituciones positivas?; ¿cuál es la meta de la democracia?

2. Teorías descriptivo-explicativas, que tratan de precisar en el mundo real cuáles son las instituciones existentes que han ayudado a consolidar las democracias, cuáles son indispensables para la salud de los sistemas democráticos, en cuáles casos las democracias se alejan del ideal y en cuáles se acercan a él, cuáles cambios tecnológicos traen consigo nuevas exigencias democráticas. Podemos afirmar que las explicaciones descriptivas no deben permanecer en ese nivel, sino que en última instancia tienen que hacer referencia a las teorías normativas para buscar una comparación entre el ideal y la realidad, con el objetivo de identificar las posibles amenazas para la democracia.

Si bien es cierto que las propuestas de muchos autores intentan ser completamente normativas y otras totalmente descriptivas, veremos cómo al final no pueden eludir presentar una mezcla de los dos tipos en sus argumentos. David Held utiliza el término “modelos” para realizar su análisis de la democracia (Held, 2006). En contraste, en este trabajo se prefiere el de “concepciones” en tanto que nos permite tener un marco reflexivo mucho más amplio y flexible. Consideramos que la idea de modelo no nos sirve en la medida en que éste es más rígido y cerrado; un modelo es una construcción teórica que se autocontiene y nos impide dar cuenta de la riqueza propia de la democracia. Consideramos que esa noción de alguna forma exige que todos y cada uno de los modelos tengan los mismos elementos para poder realmente hacer comparaciones entre ellos; sin embargo, constataremos cómo, de hecho, al darle prioridad a ciertos elementos los autores muchas veces no consideran otros que también son relevantes.

Por otro lado, la idea de “concepción de la democracia” es en algún sentido mucho más amplia y nos permite incluir a todas las “concepciones” dentro de un mismo paradigma sobre la democracia, a pesar de que no cuenten todas ellas con los mismos elementos. La noción de modelo necesariamente remite a los análisis normativos, descalificando los descriptivos. En nuestra opinión ambos tipos de análisis aportan gran riqueza para tener un mejor entendimiento del sistema político democrático.

Apreciaremos cómo al revisar el pensamiento democrático de los distintos autores, algunos se ocuparán en subrayar uno o varios de los elementos de la teoría, mientras que otros se centran en encontrar la mejor definición de democracia, y otros más se concentran en estudiar sus causas y, finalmente, los últimos se preocupan por describir sus características:

• Ciertos pensadores se concentran en el proceso mismo. En general verifican si existen elecciones limpias y si los ciudadanos han ejercido su derecho al voto, sólo entonces asumen como justo el resultado al que se llegue, basado en el principio de mayoría. Si bien ésta es una condición necesaria, y por lo tanto la encontraremos en prácticamente todos los autores, no es suficiente.

• Las condiciones necesarias no se limitan a una condición mínima, sino que se establecen una serie de características para poder hablar de democracia. Refiriéndose a ciertas instituciones, a que se acepte el cambio de partidos en el poder.

• La democracia cosmopolita. Algunos autores piensan que no se puede realmente pensar en democracia cuando nos limitamos al ámbito de un solo país. Para poder hacerlo es preciso no ceñirse a los derechos del ciudadano, sino abarcar todos los derechos de las personas. Estos teóricos sólo consideran avances democráticos los que alcanzan a todos los seres humanos.

• La democracia dentro del caparazón del Estado-nación. Debemos defender al Estado-nación en tanto que es el arreglo político que ha logrado consolidar los avances democráticos, al funcionar como su caparazón. Si bien no se niega que ha sido el resultado de luchas de poder e imposiciones geográficas a distintas culturas y etnias, no por eso podemos ignorar que ha sido gracias a él que en muchos países se han logrado progresos fundamentales en materia de los derechos humanos de los diversos grupos. Estos pensadores defienden el vínculo entre Estado-nación y democracia, subrayando su relevancia.

• La democracia no incluye la justicia social. Muchas veces exigimos a la democracia otros imperativos categóricos, como la justicia social; por eso, varios autores se aventuran a explorar en qué medida la democracia y la justicia social están intrínsecamente ligadas, o no.

• Las reglas del proceso. En este caso los analistas ponen el acento en el establecimiento de reglas claras y generales para llevar a cabo el proceso, sin las cuales emerge la posibilidad de confusión en la toma de decisiones, que no se apega a un marco jurídico que asegure que son decisiones democráticas. Estos científicos sociales estudian precisamente el aparato jurídico-electoral.

• La estructura de la Constitución. Varios especialistas se dedican a promover cambios en las leyes, de tal forma que posteriormente se puedan dar gradualmente las transformaciones políticas. Le otorgan un peso supremo al derecho como forma de cambio.

• El paso de las lealtades tradicionales a las lealtades públicas. En las sociedades tradicionales, la familia es más importante que el gobierno; en este sentido es necesario que se produzca una transición a valorar de mejor manera la lealtad al gobierno con el fin de lograr beneficios para la sociedad como un todo y no solamente para el núcleo familiar.

• La importancia de la deliberación entre seres racionales. Sus promotores entienden la deliberación como la concepción más de avanzada sobre la democracia. Los individuos son considerados seres racionales iguales entre sí, capaces de dialogar y debatir con sus pares. Sobre todo, aptos para formular razones que los demás puedan aceptar como válidas para tomar decisiones conjuntas.

• Las instituciones políticas. La idea es centrarse en la existencia de las instituciones políticas, en cómo se desarrollan y consolidan y a qué deben aspirar.

• La trayectoria en forma de ola que tiene avances y retrocesos. No existe una sola trayectoria lineal hacia la democracia; más bien se puede utilizar la metáfora de Samuel Huntington de una ola, en razón de que hay momentos en la historia que marcan grandes avances democráticos, pero también otros en que suceden importantes retrocesos.

• Los aspectos sociales existentes. En este caso más que centrarse en lo político, los analistas se enfocan en lo social y visualizan a la democracia política como el resultado de un pluralismo social. Como consecuencia de que la sociedad es plural existe la posibilidad de la democracia. Por esta razón, los partidarios de esta concepción analizan a los distintos grupos y sus alianzas.

• El nivel de desarrollo económico. Ciertos estudiosos de la temática consideran que sólo en tanto que se logra un cierto nivel de desarrollo económico se puede avanzar en los pendientes políticos. Establecen en esta dirección prácticamente una relación causal entre lo económico y lo político, y se enfocan en el desarrollo económico de los países.

• La alianza de clases. Estos investigadores han estudiado históricamente cómo se han dado ciertas alianzas de clase que determinan qué tipo de gobierno se requiere para reproducir una cierta alianza. Si se producen alianzas entre latifundistas o esclavistas, por ejemplo, se requieren formas de gobierno más represivas para mantener el sistema.

• La necesidad de las clases medias o burguesía. Si no existe una fuerte clase media, resulta muy difícil que se logre establecer un sistema democrático. Los partidarios de esta visión buscan la consolidación y el desarrollo de este segmento poblacional.

• El nivel de desarrollo económico o modernización. Con el desarrollo económico viene una mejor educación y se promueven valores modernos, que permiten el desarrollo de la cultura democrática. Sus promotores tratan de explicar la existencia de una cultura política democrática.

• La trayectoria lineal hacia la democracia. Todos los países siguen una trayectoria única hacia la democracia; unos están más avanzados que otros, pero necesariamente existe una especie de ley democrática y todos van a llegar a ella. Quienes comparten esta concepción perciben una especie de ley profunda universal que determina el camino.


Los riesgos de la democracia

Por otra parte, bastantes autores centran sus análisis en los posibles riesgos o amenazas a la democracia:

1. La diferencia entre populismo y democracia. El populismo puede implicar la manipulación de las masas para darle legitimidad a las decisiones gubernamentales. Se utilizan métodos no establecidos con anterioridad para tomar las decisiones de las mayorías, métodos rápidos e improvisados que sólo aplican un maquillaje de legitimidad, aunque en ocasiones el populismo también puede tomar decisiones realmente democráticas.

2. ¿Van necesariamente unidas la democracia y el liberalismo?; ¿qué sucede cuando se convierte en una democracia “iliberal”? Ciertos autores profundizan en la idea de que no necesariamente liberalismo y democracia van unidos. Descubren el resurgimiento del tribalismo como característica de nuestros días.

3. Las posibles crisis de la democracia. Las épocas en que la situación económica se deteriora parecen estar acompañadas, por lo menos en algunas ocasiones, por una crisis de la democracia, ya que ésta se muestra incapaz de ofrecer una respuesta rápida a los problemas. La democracia es rebasada por las demandas sociales.

4. La crisis de confianza en la democracia. En momentos de crisis económicas los distintos grupos pueden incluso estar dispuestos a aceptar otras formas de gobierno. Los autores que impulsan esta concepción realizan encuestas para descubrir en qué instituciones tienen confianza los ciudadanos. También investigan qué tanto o no las masas confían en las instituciones.

5. Las amenazas a la democracia. Los estudiosos de estos temas vislumbran desde un inicio cambios mínimos que parecen no tener importancia, pero que finalmente van minando poco a poco a las democracias.

6. La reapropiación del sistema político por parte de las elites. Ciertos científicos sociales se enfocan no en las masas sino en las elites para comprender qué tanto poder real tienen estos grupos y si eso puede o no tener un efecto en las instituciones democráticas.

7. El estudio de la revolución de internet y de las redes sociales: Twitter, Facebook, Facetime y sus efectos en la democracia. Algunos autores se centran en buscar sus áreas de oportunidad para expandir la democracia, pero también hay otros que avizoran lo perjudicial que pueden ser al producir respuestas instantáneas sin el debido proceso de deliberación. Varios estudiosos de la temática han encontrado que las redes sociales propician un gran aislamiento de los diferentes grupos, un alto grado de polarización social y una significativa carencia de empatía.

Como vemos, son muchos los puntos y perspectivas por considerar dentro de nuestro paradigma con el fin de que nos sirva tanto para poder analizar los casos de democracias concretas, como para expandir nuestra propia visión en este campo. Pasemos ahora a los grandes autores que se han interesado por este tema y a los aspectos que han querido resaltar como elementos fundamentales de la democracia. Comprenderemos que en realidad a la fecha no existe una concepción o modelo único de democracia, como algunos estudiosos pretenden argumentar. Consideramos que más bien contamos con un gran paradigma que incluye una serie de concepciones, y que cada una de ellas puede o no ayudarnos a contestar el sinnúmero de preguntas que nos hacemos cuando pensamos en la democracia. Toca a cada investigador argumentar por qué considera que esta o aquella concepción es la más adecuada. Lo cierto es que observamos que los acontecimientos recientes nos han mostrado que la trayectoria hacia el sistema democrático ideal no es una línea recta. Más bien se producen avances y retrocesos, razón por la cual toca a los investigadores también encontrar permanentemente cuáles son las condiciones, las instituciones y la intensidad de la participación democrática. Hay instituciones que al traicionar sus propias metas se vuelven poco efectivas o pierden legitimidad, por lo que los defensores de la democracia siempre tenemos que estar evaluando las instituciones democráticas para transformarlas o reconducirlas hacia una mejor dirección. Todas son perfectibles, pero finalmente son ellas las que nos pueden proteger de líderes iluminados que creen tener una idea clara de lo que debe ser el bien común, por mejores que sean sus intenciones. Una concepción de democracia más sofisticada exige una discusión entre la mayor parte de la población para consensuar el bien común y que no sólo se considere la opinión de la mayoría sino que se tomen en cuenta los intereses de los que están en contra de una decisión. La mayoría puede ser solamente la mitad más uno, por lo tanto, es necesario incluir asimismo al resto de la población, porque también es importante su postura. Más todavía, aun y cuando se trate de una franca minoría, su posición debe ser seriamente considerada.


Definición

La palabra democracia está compuesta etimológicamente por dos vocablos griegos: demos, que significa pueblo, y kratos, que quiere decir gobierno o poder. Para su definición, por tanto, será el principio de mayoría, con base en el cual se toman las decisiones, uno de los elementos fundamentales por considerar. Por otra parte, muchos de los requisitos que imponemos a las democracias para reconocerlas como tales tienen que ver más con los derechos que asociamos con el liberalismo: respeto de la propiedad privada, derecho de asociación, libertad de expresión, prensa libre y participación ciudadana sin importar el sexo, religión o raza.

Todo lo anterior ha ocasionado que el concepto, a lo largo de la historia, fuera adquiriendo contenidos diversos, más ricos y complejos según las circunstancias intelectuales, históricas y de desarrollo material de los países. Es importante resaltar que la idea de democracia no siempre ha tenido un sentido positivo. Así, mientras que para los liberales como John Locke era un signo de progreso y una necesidad para el ciudadano, para Carlos Marx se trataba de una máscara que ocultaba un tipo específico de dominación burguesa, como veremos más adelante.

Debido a que, como se ha dicho, existen dos niveles en el estudio de la democracia, uno normativo que nos señala el ideal al que debemos aspirar, y otro descriptivo que se enfoca en su funcionamiento real, observaremos cómo los distintos autores casi siempre permanecen en un solo nivel de análisis, aunque en ocasiones incursionan en los dos, por lo que es importante declarar que ambos han contribuido a nuestra propia concepción de democracia. Más aún, debemos reconocer que los dos niveles han interactuado a lo largo de la historia, lo que ha provocado que el concepto se enriquezca, incluso confrontado con la realidad, o que a veces se desvíe por la práctica misma.

En un principio sólo se hablaba de la voluntad de la mayoría y de la participación, pero en la actualidad, la idea de democracia moderna incluye las nociones de representación, delegación del poder, participación, gobierno constitucional que resguarde los derechos de libertad, asociación y libertad de pensamiento, y que disponga específicamente de una legislación electoral y de partidos, así como de leyes de rendición de cuentas y transparencia de la información. Hoy en día, las exigencias democráticas han aumentado: se requiere de ciudadanos informados y de una verdadera deliberación entre individuos racionales para lograr consensos y construir alianzas.

Al mismo tiempo, a través de los movimientos sociopolíticos, así como por medio de los estudiosos de la democracia, se exigen cada vez más condiciones nuevas para el ejercicio de la democracia, como la existencia de elecciones competitivas, de partidos políticos, de límites en el presupuesto de campaña, de la libertad de prensa, de tiempos definidos para presentar propaganda, o el acceso a los medios de comunicación y a los debates. Todas estas condiciones y derechos no son fijos ni eternos; seguirán cambiando y aumentando de acuerdo con las condiciones de los distintos momentos históricos y las trasformaciones tecnológicas.

Somos seres racionales que decidimos aceptar la normatividad de una organización política, con el fin de poder vivir en comunidad. En este sentido, podemos afirmar que, hoy en día, la democracia es la mejor solución al problema del orden en la medida en que trata de establecer un equilibrio entre los derechos individuales, los colectivos y la seguridad. Podríamos sostener, parafraseando a Winston Churchill, que la democracia es la peor de las formas de gobierno, excepto por todas las demás; en otras palabras, no es perfecta pero es el menos malo de los regímenes políticos.

En la actualidad, a la democracia se la entiende como un principio de legitimidad de los gobiernos en la medida en que se refiere fundamentalmente al proceso a través del cual se toman las decisiones sobre quiénes, para qué y con qué límites, unos pocos gobiernan sobre muchos. Para la democracia, la única fuente de poder es la voluntad del pueblo y, por lo tanto, dadas las características del proceso, se basa en el consentimiento, en la noción del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. La democracia implica otorgar poder político a todos los ciudadanos como representantes. Es el arreglo político que trata de acomodar los intereses privados y los colectivos, es decir, que intenta unir los deseos individuales con los sociales. Por ello, se considera que la legitimidad en las democracias está dada por la voluntad del pueblo, aunque nos tendríamos que preguntar: ¿quiénes constituyen el pueblo? En el pasado, en Estados Unidos se llegó a establecer que el pueblo eran todos los hombres blancos con propiedades; después, todos los hombres adultos, y finalmente todos los ciudadanos, hombres o mujeres, mayores de edad. Como lo veremos, algunos autores pugnan por definir al pueblo en una forma muy amplia: todos los seres humanos del mundo; otros, sólo incluyen a los ciudadanos, es decir, a todas las personas dentro de un territorio a partir de cierta edad.

En un esquema muy simplificado, la idea de democracia, si seguimos la concepción griega, o clásica, parece muy fácil: se trata simplemente de sumar los deseos de las mayorías y ejecutar esa voluntad. Por supuesto, se han hecho muchas críticas a esta versión de la democracia, considerando que los deseos de las personas son difícilmente equiparables. Más aún, la intensidad de los deseos puede variar de individuo a individuo. A nosotros mismos nos cuesta trabajo, cuando somos cuestionados, establecer claramente la prioridad e intensidad de nuestros deseos o intereses. Los estudiosos de la democracia se fueron dando cuenta de que no era suficiente apelar a la voluntad popular, sino que también resultaba necesario establecer requisitos y crear instituciones, de tal forma que la democracia realmente encarnara como lo propone el ideal.

Por otra parte, con el paso del tiempo la democracia moderna enfrenta grandes cambios a los cuales tiene que acomodarse: las transformaciones demográficas, tecnológicas, geográficas, entre otras. Para empezar, el crecimiento demográfico ocasionó que no toda la población pudiera participar en la toma de decisiones directamente, como lo hacían en la antigua Grecia, en lo que podemos llamar la democracia clásica. Aunque se limitara y se excluyera a grupos enteros de personas al definir a las mayorías —a las mujeres, a los esclavos, a los niños, a los que no pagaban impuestos, a los iletrados, entre otros—, resultaba claro, desde la Antigüedad, que era ineficiente e impráctica la pretensión de que todos los ciudadanos participaran en todas las decisiones. En este sentido, hay que resaltar que la democracia griega difiere de la moderna en que la primera era de participación directa y la segunda es representativa. Esto significa que toca a los ciudadanos elegir a sus representantes, quienes van a participar en la toma de decisiones en el nombre del pueblo.

La democracia moderna incorporó el concepto de representación de la totalidad, y esa representación electa decidía sobre las preguntas básicas del poder público. La democracia moderna ya no es la de la tribu, de la ciudad-Estado, sino la del Estado-nación, en la que las instituciones intermedias vinculan al ciudadano con su gobierno. Para Giovanni Sartori, lo importante de la democracia representativa es limitar y controlar al poder (Sartori, 2015: 57). Los representantes votan libremente, asumiendo la voluntad de sus representados. El pueblo otorga el consentimiento a sus representantes y ellos tomarán las decisiones con base en el principio de mayoría. El asunto principal por considerar es: ¿la representación de quién?

En principio este proceso numérico de la voluntad de las mayorías nos parece muy práctico, simple y efectivo. Es decir, se establece la regla de que debemos seguir la voluntad de por lo menos la mitad más uno, de los votantes o de los representantes, quienes son los que forman parte del gobierno y, por ende, toman las decisiones sobre las políticas públicas en las democracias modernas; sin embargo, la paradoja es que en este procedimiento democrático nada nos asegura que llegaremos a la mejor de las decisiones: más aún, podemos aprobar la peor. Una decisión democrática puede ser la más inadecuada, aunque sea la más popular. Joshua Cohen nos recuerda que Hitler accedió al poder en forma democrática: “El valor de la democracia parece demasiado procedimental como para brindar una base de legitimidad; algunas decisiones democráticas son muy repulsivas para ser legítimas, a pesar de lo atractivo del proceso que las generó” (Cohen, 1998: 185). Por esta razón distintos autores han tratado de dar un mayor contenido a la idea de democracia, en tanto que se buscaría evitar resultados democráticos no deseados; es decir, se puede afirmar que también, en ocasiones, es pertinente ponerle límites a la democracia misma.

Podríamos preguntarnos si en nuestro afán de construir una sociedad más justa, el solo hecho de establecer un sistema democrático nos puede asegurar que cumplamos con esa meta. Nos damos cuenta de que, desafortunadamente, no hay nada que vincule íntimamente a la justicia con la democracia. Para hablar de justicia en una sociedad tenemos que referirnos a principios que nos ayuden a dividir los costos y los beneficios de la cooperación social en una forma equitativa, pero la democracia no hace referencia a principios con base en los cuales la sociedad distribuya esos beneficios; simplemente expresa que es a través de una votación como se elegirá la propuesta que obtenga la mayoría y se tomarán las decisiones democráticas. Si bien un determinado proceso pudo ser democrático, sus resultados pueden suponer mayores beneficios para la elite de la sociedad y costos más altos para las masas. En definitiva: el proceso fue democrático, pero el resultado no conlleva necesariamente la justicia social.

Es posible concebir una idea mínima de democracia o concepciones más ricas que establezcan requisitos, demanden atributos de los votantes, establezcan procesos específicos o, más aún, incluyan a otras instituciones que atemperen tanto la forma elitista como la populista de la democracia, y que establezcan un bien común al que las sociedades puedan aspirar, que impulse a los ciudadanos a volver a confiar en el sistema democrático.

Al hacer un recorrido intelectual a través de las teorías más influyentes en torno a la democracia, tal vez podremos ensanchar nuestro arco de conocimiento sobre el tema o nos ayude a despertar nuestra imaginación para establecer o proponer prácticas democráticas que sirvan no sólo para consolidar nuestras democracias, sino para protegerlas de los intentos de hacerlas retroceder. Ésta es una idea fundamental que debemos recordar todos los demócratas: ninguna democracia se establece para siempre, sino que debe reproducirse y defenderse permanentemente con las prácticas democráticas adecuadas, es decir, requieren para su mejor desempeño de la participación activa de los ciudadanos, que deliberen, ofrezcan argumentos adecuados, sean capaces de ejercicios de empatía y, al mismo tiempo, visualicen cuáles son los peligros que la amenazan.


Locke, Rousseau, los Padres Federalistas y Tocqueville

Tanto la llamada Revolución americana como la Revolución francesa fueron importantes experimentos sociopolíticos que ayudaron a forjar una concepción más rica de la democracia. En ambos casos surge un nuevo contrato social para resolver el problema del orden, un contrato que se regiría conforme a la voluntad de la mayoría, lo que implicaba el consentimiento de los individuos. Los dos movimientos postulan y defienden los derechos de libertad, igualdad política, seguridad, propiedad privada y libertad de pensamiento como derechos naturales de los hombres.

Para algunos autores, desde Alexis de Tocqueville a principios del siglo XIX, hasta Dunn, Fukuyama y Huntington en el XX (Tocqueville, 1984; Dunn, 2005; Fukuyama, 2014; Huntington, 1991), el surgimiento de Estados Unidos es el experimento político y social que representa el inicio de la democracia moderna, junto con la Revolución francesa. Francis Fukuyama explica los aportes de cada uno de estos acontecimientos: establece que la Revolución americana institucionalizó la democracia y el principio de igualdad política y que la Revolución francesa instituyó el Estado impersonal y expandió la aplicación del derecho (Fukuyama, 2014: 18).

La idea de democracia en la práctica se asocia, en muchas ocasiones, con el liberalismo de Locke. Es decir, para resolver el problema del orden, o la guerra de todos contra todos al estilo hobbesiano, los individuos no tienen que ceder todos sus derechos porque sea esa la única forma de sobrevivir. La democracia moderna asume los derechos individuales y, por lo tanto, el sistema político tendrá siempre que buscar el equilibrio entre derechos individuales, democracia y orden.

Locke formula dos grandes preguntas en su trabajo sobre el gobierno, al referirse al poder político: primera, se interroga sobre si el gobierno es el producto siempre, y en cada caso, de la violencia y de la fuerza, o si podemos pensar que tiene otros orígenes. En segundo término, se cuestiona sobre cuál es el fin o la meta del gobierno. En este sentido, se embarca en una reflexión teórica para dar respuesta a tales preguntas (Locke, 1952: 25). De acuerdo con el filósofo inglés, el gobierno es la institución que crea las leyes al mismo tiempo que impone las penas necesarias para así proteger la propiedad privada. Según este autor, los hombres son iguales por naturaleza. Sostiene que en el “estado de naturaleza”, los individuos no se hacen daño y sólo se defienden y llegan a matar a otros cuando su propia vida corre peligro; lo hacen sólo para la preservación.

En su opinión, los hombres se rigen por la razón y cuando violan las leyes de la naturaleza no están actuando conforme a ella (Locke, 1952: 26). Matar por matar o apropiarse de la propiedad de otro son actos que ejecutan las personas que no se guían por la razón. En el estado de naturaleza, cada individuo es juez de sus actos y de las controversias que surjan con los demás; sin embargo, precisamente el hecho de que el individuo sea juez y parte en sus conflictos ocasiona que no sea objetivo y, por lo tanto, se cae “naturalmente” en un estado de desorden. Por ello, “el gobierno civil es el remedio adecuado para los inconvenientes del estado de naturaleza” (Locke, 1952: 28). Ahora bien, no es cualquier pacto aquel que nos ayudaría a salir de esta situación de desorden, sino solamente uno en donde todos acuerdan, mutuamente, formar una comunidad y un cuerpo político. Sólo en la medida en que los individuos dan su consentimiento entran en este pacto social, con el objetivo principal de proteger sus propiedades y su vida. Es en virtud de este pacto como finalmente formulan leyes, las cuales les permiten la verdadera libertad: ser libres de violencia e incertidumbre.

Afirma Locke que el gobierno no tiene otro fin que preservar la propiedad privada (Locke, 1952: 46). Es decir, para poder vivir en sociedad los individuos deciden formar parte de un acuerdo social y con ello crean un pacto político. En otras palabras, los miembros de una sociedad otorgan su consentimiento de obligarse a respetar y obedecer las leyes que dicho gobierno político promulgue.

El pensador inglés se da cuenta de que no es suficiente con afirmar que los individuos dan su consentimiento para obligarse a cumplir con las leyes. Explica que es muy fácil que se produzca la concentración del poder, por lo que apunta a la necesidad de “equilibrar el poder del gobierno, al poner las diversas partes del mismo en distintas manos” (Locke, 1952: 49). De esta forma, critica el poder absoluto cuando sostiene que ningún hombre puede ostentar un poder total sobre otros o sobre sus propiedades. Agrega que, finalmente, es la comunidad, la sociedad, la que siempre retiene en última instancia el poder, y explica que “[…] cuando ocurre el poder arbitrario del príncipe se alteran las formas de elección sin el consentimiento [de la comunidad], o en contra del interés común; entonces el Poder Legislativo es también alterado” (Locke, 1952: 74).

Los legisladores deben ser electos por el pueblo, pero si los gobernantes actúan en forma contraria a su deber, el gobierno se desintegra: “Otra forma por la que el gobierno se disuelve es cuando el Legislativo o el príncipe actúan en contra de su confianza [del pueblo]” (Locke, 1952: 75). En otras palabras, Locke confiere a los individuos el derecho a la revolución en tanto que se ha violado la confianza popular.

Si bien tradicionalmente se ha considerado a Jean-Jacques Rousseau como el padre de la democracia moderna, y a Locke como el iniciador del liberalismo, recientemente ha surgido una reinterpretación de este último en la que se subraya el carácter democrático de su teoría. El profesor de Yale, Ian Shapiro, argumenta que generalmente se ha resaltado que Locke se ocupa de la igualdad moral de las personas y de los derechos de los cuales gozan, incluso con anterioridad al contrato social, con lo cual subraya la importancia de los derechos naturales. La genialidad de Locke, sostenemos, reside en parte en su teoría de la igualdad moral y de los derechos naturales, en el contexto de la época y circunstancias históricas en que vivió, una sociedad profundamente jerárquica y desigual, en donde el poder absoluto del monarca estaba legitimado por el derecho divino.

Aunque reconoce que la igualdad y los derechos naturales son las bases que permiten sostener la posibilidad de un contrato social entre iguales, Shapiro argumenta que lo que finalmente otorga la legitimidad del contrato en forma institucionalizada es el principio de la mayoría. “Para Locke es el consentimiento mayoritario, más que el individual, el que autoriza los arreglos institucionales” (Shapiro, 2011: 61). Este autor nos explica que las personas, para Locke, como seres racionales y en su afán de preservarse y proteger a la comunidad por medio de un consentimiento tácito, llegan a un acuerdo colectivo, que es el contrato social. En tanto que las instituciones son creadas por personas, éstas tienen el derecho de transformarlas.

Argumenta Shapiro que es precisamente cuando se analiza cómo Locke concibe el derecho de resistencia o “derecho a la revolución”, cuando la aparente tensión que algunos observan entre individualismo y democracia en este autor desaparece. Al preguntarse sobre si las personas tienen derecho a resistir a un monarca ilegítimo, el filósofo político contesta que sí, aunque sólo en la medida en que sus derechos naturales sean violados; sin embargo, no es a nivel individual como este derecho a la revolución se puede expresar. Será el principio de mayoría el que permitirá a la comunidad resistir al soberano ilegítimo. Sostiene Shapiro que al interpretar en forma correcta a Locke descubrimos que solamente cuando exista una gran cantidad de abusos a la mayoría se materializa el derecho a la revolución: “Hasta que el límite sea traspasado hacia muchos […], convenciendo a la gran mayoría de una rebelión, no hay un poder terrenal que los pueda parar” (Shapiro: 2011: 60). En este sentido, no es la violación de los derechos individuales de un ciudadano ni el consentimiento individual lo que legitima el derecho de emprender un movimiento revolucionario según Shapiro, sino una mayoría convencida de que se ha roto el pacto social, debido a la gran cantidad de abusos en contra de la mayor parte de la población.

Esta defensa del principio de mayoría pone de manifiesto el carácter profundamente democrático de la teoría de Locke, más allá de que no hubiese ahondado en la creación de instituciones para defender a la democracia en la práctica, como sí lo hicieron otros autores dedicados a este tema. La fuente de la legitimidad institucional es para Locke, de acuerdo con Shapiro, la regla de la mayoría (Shapiro, 2011: 39).

Locke dedica una parte importante de su obra a reflexionar sobre la tolerancia, es decir, acerca del derecho a disentir. Lo hace en la medida en que entiende que un sistema político democrático no va a poder nunca satisfacer los intereses de todos. Particularmente, Locke fue testigo del amplio enfrentamiento entre católicos y protestantes en la Inglaterra de su época. La noción de la tolerancia, analizada por Locke, es básica en las democracias modernas. Es la idea de que tenemos que respetar la forma de pensar de los otros individuos a pesar de que estemos en contra de esa postura. Finalmente, en su reinterpretación de Locke, Shapiro concluye que no podemos olvidar que, en última instancia, todo demócrata es, en el fondo, un individualista, en tanto que está interesado en escuchar los deseos o intereses de toda la población adulta, aunque finalmente sólo pueda satisfacer, por motivos prácticos, los de la mayoría.

En los Papeles federalistas, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay se preguntan “si los hombres serían o no capaces de gobernarse con gobiernos producto de la reflexión o si más bien [éstos] son resultado de la imposición y la fuerza” (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 29). Les preocupa el problema de la necesidad de reconciliar los intereses privados con el bien común, y su propuesta es la unión en una república federalista donde se respeten los derechos individuales. En su opinión, ésta es la mejor forma de lograr la seguridad de los ciudadanos.

Los Padres Fundadores de Estados Unidos, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, prefirieron referirse, en sus famosos Papeles federalistas, a una república, en la medida en que optaron por el sistema representativo, pero demandaban una representación real y no un sistema representativo meramente virtual, como el que según ellos se instaló en Inglaterra. La republica la definen como “un gobierno que deriva todos sus poderes, directa o indirectamente, del cuerpo del pueblo, y que es administrado por personas en los puestos por un tiempo limitado o mientras mantengan un buen comportamiento” (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 125). Estos servidores públicos deben ser electos por el pueblo, el cual constituye la última autoridad. Si bien sí estaban preocupados por la representación real, en los hechos limitaron claramente esta posibilidad.

La república asumía que todas las personas eran iguales (aunque en términos reales se excluyera a muchos). Consideraban que la voluntad de la mayoría tenía que prevalecer (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 82); sin embargo, es preciso subrayar que los tres autores estaban temerosos del gobierno de las mayorías, que eran las masas empobrecidas, por lo que en la arquitectura institucional de una república federal democrática incluyeron no sólo la voluntad de las mayorías, sino también la de las minorías (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 164). Temían que la democracia degenerara en una dictadura de las mayorías, algo que podría suceder con facilidad, a su parecer, si un demagogo manipulaba a las masas ignorantes. Por otra parte, les preocupaban claramente también, y con mucha razón, los excesos de la Revolución francesa y su terror, establecido por Robespierre.

Los tres subrayaron la necesidad de la existencia de un gobierno federal para mantener la unión: “[…] la importancia de continuar firmemente unidos bajo un gobierno federal poseedor de suficiente poder para todos los propósitos generales y nacionales” (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 33). También estaban en contra de otorgar demasiadas facultades a los estados y de que se crearan barreras entre ellos; pugnaban por un mercado nacional supervisado por un gobierno federal.

Por otra parte, en su afán de evitar la concentración del poder y debido a su desconfianza, fueron incluyendo más restricciones en el gobierno. A partir de Montesquieu establecieron pesos y contrapesos como la división del poder en tres ramas, para lograr un ejercicio gubernamental más equilibrado: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. El Legislativo y las Cortes, que desempeñan el papel de establecer esos pesos y contrapesos, ayudan a constituir formas más eficaces y perfeccionadas de gobernar, “mediante las cuales la excelencia del gobierno republicano se mantiene y sus imperfecciones se disminuyen o evitan” (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 47). Las legislaturas, tanto la federal como las locales, debían de estar formadas por dos cámaras que mutuamente supervisaran sus respectivos trabajos. Al mismo tiempo, todas servirían como forma de control ante los potenciales abusos de los poderes Ejecutivo y Judicial, federales y locales y, a su vez, éstos también vigilarían a los Legislativos en ambos niveles.

La intención era que estas distintas ramas del gobierno se vigilaran entre sí, de tal forma que ninguna pudiera abusar del poder conferido por la sociedad, es decir, evitar a toda costa su concentración (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 187-244). Mientras que los confederados temían que el poder se concentrara sobre todo en el Ejecutivo y en el gobierno federal vis-à-vis los estatales, en realidad en los primeros años de la vida independiente de Estados Unidos el Legislativo fue el poder más influyente, mucho más que el Ejecutivo, bastante más débil, una situación que fue completamente prevista por los federalistas, quienes apuntaban la necesidad de fortalecerlo.

Temerosos de los excesos de la experiencia europea, con el fin de evitar la concentración del poder en el Estado establecieron un sistema representativo, con la instauración de elecciones tanto en el nivel local como en el federal, mediante las que se elegiría a los integrantes de las tres ramas del gobierno. A través del sistema federal se logró el pacto entre el gobierno central y los estados para equilibrar el poder entre ambas soberanías, las cuales debían supervisarse mutuamente (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 93). En dicho pacto federal se definieron las funciones y los ámbitos de actuación de cada uno. Específicamente, las legislaturas locales, de acuerdo con los Padres Federalistas, tienen la misión de garantizar que no se produzca una concentración del poder federal sobre los derechos de los ciudadanos.

Precisamente por la naturaleza del ser humano, que busca proteger y apoyar sus propios intereses, justamente mediante el ejercicio del poder, es necesario ponerle restricciones al gobierno. “Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ni los controles internos ni los externos serían necesarios” (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 163). Las instituciones ya no se conciben como valiosas en razón de la tradición que representan, sino que son creadas por las personas, como candados o restricciones, para ponerle frenos a los deseos egoístas, sobre todo de los poderosos, y por lo mismo, son susceptibles de cambios, siempre con el afán de perfeccionarlas. Desde los Papeles federalistas se observa que, para que exista la democracia, según los padres del federalismo, Hamilton, Madison y Jay, el individuo tiene que contar con las libertades de pensamiento y de asociación, así como gozar del derecho a la propiedad privada, todo ello concebido como los derechos naturales de la persona por el liberalismo.

El proceso de deliberación y la necesidad de llegar a un acuerdo, que se llevó a cabo en torno a la confección de la Constitución estadounidense, logró vincular intrínsecamente los temas de la democracia y de los derechos individuales, al introducir The Bill of Rights (Carta de Derechos) con todas sus limitaciones al poder del Estado. De alguna forma, la deliberación sobre el federalismo con los antifederalistas contribuyó para que se incluyeran más barreras de protección contra el poder desmedido del Estado. The Bill of Rights puede concebirse como una importante concesión a los antifederalistas, debido a que contemplaba la posibilidad del abuso del poder por parte del gobierno federal, razón por la cual establecía con toda claridad la protección de los derechos individuales, redundando en un sistema político más equilibrado. Estos derechos se incluyeron en la Constitución de Estados Unidos con la finalidad de que los adversarios del federalismo aceptaran participar en el nuevo pacto social. También se introducen los derechos a la libre expresión, de asociación, a la libertad de pensamiento y a la propiedad privada, entre otros. En todo ello puede observarse nítidamente la influencia del pensamiento lockeano, en defensa de los derechos individuales.

La idea era que el orden social sí se puede lograr, pero no a costa de la libertad de las personas: por el contrario, se consolida cuando se protegen las libertades del ciudadano, así como su propiedad privada. En definitiva, ésta es la función más importante del Estado dentro de la visión liberal: la protección del derecho a la propiedad privada, y por ello se requiere un gobierno energético que pueda hacerla cumplir.

Para entender el impacto de los Papeles federalistas tendríamos que remitirnos a esa época en que no existían los países democráticos. Es justo esta circunstancia lo que confiere su grandeza a esta gran empresa intelectual, que incluye no sólo un alto nivel teórico, sino también una explicación concreta de cómo debe ser el proceso electoral para proteger a la democracia. Para Daniel J. Elazar: “Los fundadores de Estados Unidos transformaron y organizaron los principios del federalismo en un sistema práctico de gobierno” (Elazar, 1974: 756).

Podríamos preguntarnos cuáles fueron los aportes de la Revolución de Independencia de Estados Unidos y de la Revolución francesa a la democracia. El estadounidense fue el primer experimento democrático exitoso de la época moderna. La forma en que se entremezclaron régimen democrático e individualismo en su sistema federalista resultó muy innovadora y se constituyó en un ejemplo a seguir por otros países, esto, incluso a pesar de las muchas limitaciones que el régimen realmente tenía, como la circunstancia de que las mujeres, los habitantes no propietarios y los esclavos por supuesto que no eran incluidos en los procesos de votación, por lo que en definitiva se trataba de una democracia excluyente. Aquí está, quizá, la mayor paradoja de este inicio del sistema político estadounidense, pues, por un lado, introdujo por primera vez la idea de minoría, lo que lo definía como un sistema en este sentido altamente incluyente, aunque, por el otro lado, la persistencia de las prácticas esclavistas hacían de esta sociedad una evidentemente discriminatoria y excluyente. Ahora bien, a pesar de lo desgarradora que es la historia esclavista de Estados Unidos, no se puede negar que esta nación fue y es modelo, tanto en la teoría como en la práctica, para la construcción de otras democracias en el mundo.

Samuel Huntington apunta, en relación con la formación del gobierno estadounidense, que a diferencia de otros países “no se orienta hacia la creación de la autoridad y la acumulación de poder, sino más bien hacia la limitación de la autoridad y la división de poderes” (Huntington, 1991: 18). Los Padres Fundadores consideraban al gobierno como un mal necesario, por lo cual construyeron una sofisticada infraestructura de supervisión hacia sí mismo.

La Revolución francesa, por otra parte, instauró el primer gobierno republicano en Europa, fundado en la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Esto significaba la concesión del poder político y de los derechos políticos a muchos segmentos de la sociedad que anteriormente carecían de ellos, mientras que la monarquía y el clero contaban con grandes privilegios y se beneficiaban de regímenes y medidas de excepción. De esta forma, se construyeron reglas a través de las cuales el poder podía delegarse de forma segura y eficiente. Jean-Jacques Rousseau observó que “los hombres nacen libres y, sin embargo, en todos lados llevan cadenas” (Rousseau, 1952: 387). Por naturaleza las personas son libres, a diferencia de los sistemas sociales, que no son naturales, sino que se crean por medios convencionales. Así pues, aunque el individuo más poderoso gobierne por la fuerza, llega un momento en que tiene que cambiar dicha fuerza en deber, ya que no siempre y en todo momento seguirá siendo el más fuerte. Los seres humanos, considera Rousseau, sólo están obligados a obedecer al poder legítimo. Asimismo, no pueden renunciar a su libertad porque dejarían de serlo.

“El problema es encontrar una forma de asociación que defenderá y protegerá con la totalidad de una fuerza común a la persona y a los bienes del asociado, y en la que cada uno, aunque se una a todos, se obedecerá sólo a sí mismo y permanecerá tan libre como antes. Éste es el problema fundamental para el cual el ‘contrato social’ provee la solución” (Rousseau, 1952: 391). Es cuando todos los asociados en el contrato social participan en forma absoluta, es decir, gozan de todos los derechos, como puede lograrse la unión perfecta. Para Rousseau, se trataba de administrar la sociedad a través del gobierno democrático, de acuerdo con la voluntad general, en la que se conjugan los intereses individuales con los sociales. La voluntad general para él es algo más que la mera suma de los deseos e intereses individuales: es el producto del conocimiento de los ciudadanos, de la deliberación y de la búsqueda en cada tema de la mejor de las decisiones para la sociedad como un todo; se trata de encontrar el bien común. La voluntad general proviene de todos y se aplica a todos. Tiene que ver con todo aquello que concierne a la comunidad. El contrato social tiene como finalidad preservar la armonía entre las partes.

En su libro, titulado justamente El contrato social, Rousseau trata de encontrar la legitimidad del gobierno y concluye que sólo en la medida en que éste es el producto de un contrato social, suscrito por ciudadanos racionales y libres, nos vemos obligados a obedecernos a nosotros mismos al crear un orden político; al acatar la voluntad general, la persona no está más que sometiéndose a sí misma (Rousseau, 1952: 391-396). Todos los habitantes están bajo la autoridad de la voluntad general.

Si bien los ciudadanos pueden tener intereses particulares, se los debe obligar a obedecer la voluntad general, que encarna el bien común. En otras palabras, las personas “serán obligadas a ser libres” (Rousseau, 1952: 393). Esto es, pierden su liberad natural que les permitía hacer todo lo que querían, pero al mismo tiempo adquieren la libertad civil y, con ella, la propiedad sobre sus bienes. Cuando obedecemos una ley a la cual nosotros mismos nos hemos obligado, entonces estamos expresando nuestra libertad. Aunque es cierto que los individuos tienen, de hecho, diferentes capacidades, tanto físicas como intelectuales, se tornan iguales por el establecimiento del convenio y por la aplicación de las leyes. La soberanía es indivisible y recae en el pueblo. La voluntad general no se debe aplicar en forma particular: “No hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos públicos” (Rousseau, 1952: 410).

Rousseau analizó los problemas de una democracia directa en donde todos los ciudadanos, o la mayoría, gobiernan y se reúnen todo el tiempo para tomar las decisiones. Argumenta que en realidad el sistema es más eficiente cuando son menos los ciudadanos que toman las decisiones, porque se obtiene un acuerdo más fácilmente. Nos previene de los peligros de la democracia debido a que no todas las personas tienen las virtudes que requiere la república: “Si hubiera un pueblo de dioses, su gobierno sería democrático. Un gobierno tan perfecto no es para los hombres” (Rousseau, 1952: 411). Piensa que, en realidad, eran gobiernos mixtos los que existían, y advertía de los peligros de transitar a las dictaduras cuando los intereses particulares dominaban.

Tanto los federalistas como Rousseau, que eran los proponentes de una nueva forma de gobierno democrática, por un lado ensalzaban a la democracia como la mejor forma de gobierno posible, pero por otro se daban cuenta de los peligros que existían y de los cuales la tenían que defender. Partían de una idea del individuo que busca en primer término el poder y satisfacer sus propios intereses, lo cual trae como consecuencia la formación de facciones que intentan imponerse a la voluntad general. Por esta razón nos ofrecen una compleja arquitectura institucional para los gobiernos democráticos, con la finalidad de evitar la concentración del poder y su utilización para fines particulares: representación con elecciones periódicas, información para la toma de decisiones adecuada, gobiernos federales y estatales, y separación de poderes son sólo algunas de sus características.

Para resolver el problema del orden, proponen un gobierno democrático que tenga como centro la protección del individuo y sus propiedades. Es decir, se alejan de las propuestas anteriores del derecho divino o del poder absoluto como las únicas formas de lograr preservarlo y, por lo tanto, proteger la vida de las personas. Tanto en los federalistas como en Rousseau encontramos la preferencia por el término república, en lugar de democracia. Una forma de gobierno que se legitima porque los propios individuos deciden aceptarla y, por lo tanto, que obedecen para sobrevivir, y cuya arquitectura institucional pone límites para proteger los derechos de los individuos.


Efecto de la estructura de la sociedad sobre la democracia

Alexis de Tocqueville realizó, sin duda, la investigación más profunda que a la fecha se conoce sobre la democracia estadounidense. Este autor destaca el carácter social de la participación como una forma de construir la democracia moderna. En particular, resaltó el papel de las asociaciones dentro de la sociedad, y de los grupos intermedios y clases medias, como también se los ha llamado, que dan paso a una sociedad pluralista, la cual se expresa mejor en un sistema político democrático. Asimismo, resalta la importancia de la vida cívica.

Particularmente Tocqueville, al contrastar la realidad estadounidense con la europea, destacó las prácticas sociales igualitarias que descubrió en Estados Unidos. Encontró en ese país una cultura social de participación y asociación en la cotidianidad que necesariamente conllevaba una vida política participativa y una cultura política más rica, igualitaria y que exige al gobierno respuestas a sus demandas ciudadanas (Tocqueville, 1984). Ésta es sin duda una de sus mayores aportaciones en relación con la democracia. No se concentró solamente en el análisis del sistema político como tal, sino que puso el acento en la configuración social estadounidense, ya que comprobó una situación de igualdad de condiciones como una realidad generadora de democracia. Finalmente, observó el gran número de asociaciones en las que participan estos ciudadanos.

La gran cantidad de sectas y religiones que proliferaron en la nueva nación les enseñó a sus habitantes el valor de la libertad. El puritanismo infundió en la población estadounidense, conformada en una amplia proporción por europeos que huyeron de sus países por la intolerancia religiosa, la conciencia de la responsabilidad ética del individuo ante sí mismo y del compromiso cívico ante la comunidad. El puritanismo repudiaba el absolutismo y estableció asambleas representativas como una “democracia de los elegidos y los justos”, quienes se regían por la idea de la soberanía popular. El individuo es el único juez del interés particular; en este sentido, la sociedad no tiene el derecho de dirigir sus acciones (Tocqueville, 1884: capítulo v). Para no caer en la anarquía, la sociedad tiene que someterse a la representación de la autoridad y todos deben obedecer las leyes. Este filósofo viajero observó en el nuevo mundo una situación de igualdad social nunca vista por él en Europa. Al mismo tiempo, comprobó que sus habitantes eran libres para establecer sus asambleas y elegir a sus representantes, sobre todo en el Oeste, donde se implantó más el igualitarismo. La diferencia intelectual es decretada e implementada por Dios, por lo tanto, siempre se establece una desigualdad económica, sobre todo en un país con gran amor al dinero. La población en general obedece al gobierno, no porque sus miembros sean de naturaleza inferior a sus representantes ni porque no sean capaces de gobernarse a sí mismos; lo obedece porque esa unión le parece útil, por seguridad pública, una alianza que no podría existir sin un poder regulador. Ahora bien, Tocqueville observa que de todas formas en Estados Unidos el gobierno está muy descentralizado (Tocqueville, 1884: capítulo v).

Lo ayudaron mucho a Estados Unidos sus costumbres, sus hábitos y que no tuviera vecinos amenazantes. Sus habitantes acostumbraban asociarse con gran frecuencia por diferentes razones: seguridad pública, comercio, industria, por motivos religiosos, por espíritu de participación democrática. Le temían al despotismo de la mayoría: “A los ojos de la democracia, el gobierno no es un bien, sino un mal necesario” (Tocqueville, 1884: 219). El sistema democrático no busca la prosperidad de todos, sino sólo la del mayor número.

Finalmente, este pensador reconoce el avance de una revolución democrática que es inevitable; sin embargo, subraya el peligro de que pueda convertirse en una tiranía de la mayoría, lo cual sucede, según él, cuando se otorga demasiado peso a la soberanía popular. La mayoría puede constituirse en un peligro para la república; por ello propone que son las asociaciones cívicas las únicas organizaciones sociales que pueden impedir el potencial despotismo.


Críticas clásicas a la democracia

A lo largo del siglo XIX se fueron estableciendo los regímenes democráticos en el mundo, y paulatinamente también se definió un mayor número de características y condiciones para clasificar a un determinado sistema político. Se trataba de perfeccionar las democracias. Al mismo tiempo, “la discusión en torno a la democracia se desarrolla principalmente por medio de un enfrentamiento entre las doctrinas políticas predominantes de la época: el liberalismo, por un lado, y el socialismo, por el otro” (Bobbio y Matteucci, 1984: 499).

Para Carlos Marx la democracia sólo era un caparazón que escondía y protegía el dominio de la clase capitalista. El Estado no es neutro, sino que representa los intereses del grupo dominante. Con base en su método, el materialismo histórico, analiza el desarrollo del capitalismo y lo que él considera su inevitable destrucción. La clase burguesa, en la medida en que es dueña de los medios de producción, concentra también prácticamente todo el poder económico, el cual, por supuesto, trasladaba al poder político. Por otra parte, los trabajadores no tienen otro bien más que su fuerza de trabajo, la cual se ven obligados a vender; de esta forma, su esfuerzo se convierte en una mercancía, y quedan a merced del dominio de los capitalistas. Mediante su trabajo, los obreros generan un exceso de valor, o plusvalía, el cual se lo apropian los empresarios capitalistas; en otras palabras, los trabajadores asalariados viven en un régimen de explotación, puesto que los inversionistas se quedan con la parte no remunerada de su labor, es decir, una proporción de su trabajo, medido como el tiempo socialmente necesario para producir una mercancía, se les compensa, y con esos recursos tienen que subsistir; no obstante, no reciben el valor completo del producto que fabrican o del servicio que brindan, pues esa diferencia es la plusvalía, la cual se transforma en la ganancia del capitalista. La burguesía constantemente promueve cambios y mejoras a los medios de producción, modificándose así también las fuerzas y las relaciones de producción y, por lo tanto, requiere de nuevos mercados globales para colocar sus mercancías, un ciclo económico que desde luego no evita la recurrencia de las crisis (Marx y Engels, 2012: 20).

De acuerdo con la teoría marxista, las sociedades se conforman y reproducen por medio de estructuras y superestructuras. En este sentido, es en la estructura, o base económica, en donde se establecen las relaciones de producción, mismas que determinan, en última instancia, a las superestructuras, donde están la política, la cultura y las ideas. El modo de producción de la vida material también determina el desarrollo de la existencia social, política e intelectual. Según Marx y Engels: “Las leyes, la moral, la religión son, para el trabajador, meros prejuicios burgueses detrás de los cuales se ocultan otros tantos intereses de la burguesía” (Marx y Engels, 2012: 27). En este sentido, reiteramos, proponen una filosofía determinista en la cual la estructura económica determina necesariamente a la superestructura política: “Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca otras que las ideas de la clase dominante” (Marx y Engels, 2012: 37).

Marx y Engels también afirman que se establecen relaciones sociales entre las clases burguesa y trabajadora, y que la segunda sólo dispone de su fuerza de trabajo para sobrevivir. Es sólo dentro del modo de producción capitalista donde se genera este tipo de relaciones, puesto que no han existido siempre ni necesariamente permanecerán en el futuro. Las relaciones capitalistas surgen alrededor de la propiedad privada, es decir, definen la posición de las clases en relación con el poder y la riqueza. El modo de producción capitalista supone en sí mismo una profunda contradicción, que será el germen que lo llevará a su destrucción; de acuerdo con el marxismo, se trata de una contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, cuya superación se constituye en el advenimiento inevitable del socialismo.

Todo esto engendra un estado social de conflicto constante, la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Marx y Engels escribieron en el Manifiesto del Partido Comunista que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases (Marx y Engels, 2012: 14). El Estado utiliza su aparato represivo en favor de los grandes capitalistas; representa sus intereses en tanto que protege la propiedad privada: “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx y Engels, 2012: 16).

Los trabajadores empiezan a entender que no cuentan con el mismo poder vis-à-vis la clase capitalista; por eso, cuando adquieren esta conciencia de clase, se agrupan en sindicatos para emprender acciones colectivas. Ahora bien, más allá de esta diferencia de poderes, existe una contradicción básica en este modo de producción, que provoca crisis económicas cíclicas y propicia la permanente lucha de clases, hasta que, eventualmente, los trabajadores se unen en un movimiento social y político, una revolución, para transformar el sistema productivo, porque la única libertad real que existe en el capitalismo es la del mercado: la libertad burguesa; esto es, la explotación, velada por la ilusión religiosa y política de que se cuenta con otras libertades. La revolución obrera sería el camino para la conquista de la democracia (Marx y Engels, 2012: 39).

Por lo tanto, según la teoría política marxista, solamente mediante la transformación de las relaciones de producción, la abolición de la propiedad privada y el establecimiento de la dictadura del proletariado se puede, eventualmente, instaurar el comunismo, sistema en que cada individuo recibirá su porción de la riqueza social de acuerdo con sus necesidades: “Todos los movimientos han sido, hasta ahora, realizados por minorías o en provecho de las minorías. El movimiento del proletariado es propio de la mayoría y en provecho de la mayoría” (Marx y Engels, 2012: 27).

Cuando esto ocurra, no existirá una clase dominante que se apropie injustamente de las ganancias y explote a los trabajadores, ni tampoco una clase burocrática sujeta al dominio de la burguesía, sino que el proletariado tomará colectivamente las decisiones y, entonces, el gobierno no será necesario y, por lo tanto, finalmente desaparecerá. Es solamente en el socialismo y el comunismo donde se puede lograr una verdadera democracia, en la que el voto universal realmente adquiere valor.

Esta negativa visión marxista acerca de la democracia condujo a que los países socialistas, como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y China justificaran sus dictaduras partidistas y que no tuvieran como objetivo real llegar a establecer una democracia. No sería sino hasta muy entrado el siglo xx, con el llamado eurocomunismo, y después de que internacionalmente se reconocieron los abusos cometidos en contra de los ciudadanos soviéticos y chinos por parte de sus regímenes totalitarios, cuando se empezó a dar relevancia a la idea de que, junto con las transformaciones económicas, también era necesario proteger el sistema político democrático. La historia mostró que con la abolición de la propiedad privada no se acabó con los privilegios, sino que se crearon nuevas elites en la forma de burocracias estatales, rígidas y autoritarias, que ahora gozaban de las prerrogativas del sistema, mientras que las masas seguían empobrecidas. No se distribuyó la riqueza como se esperaba; más bien sólo se repartió pobreza: miseria, hambrunas y una terrible represión para mantener al sistema. La teoría de Carlos Marx le reconocía una bondad intrínseca a los trabajadores y le atribuía una maldad desmedida a la clase empresarial, en una suerte de maniqueísmo. Ésta fue la racionalidad detrás de su opción política en favor de la dictadura del proletariado y de la abolición de la propiedad privada, como los únicos métodos para poder construir una sociedad justa; sin embargo, la historia demostró que dicha utopía, en los términos planteados por el marxismo, se pervirtió en lo que algunos pensadores llamaron después el “socialismo real”.

Si bien la práctica marxista tuvo consecuencias no deseadas, como la consolidación de dictaduras permanentes tanto en la Unión Soviética como en China, donde se violaban los derechos humanos de los individuos y se recurría a la tortura, por ejemplo, no por eso debemos ignorar las aportaciones de Marx en el sentido de que en el capitalismo existe una estrecha vinculación entre el poder económico y el poder político. En otras palabras, a partir de las ideas de Marx y Engels se adquiere plena conciencia de la incuestionable necesidad de ponerle límites al poder económico, pues de lo contrario el sistema sólo funcionará para el beneficio de unos cuantos. La mano invisible del mercado de Adam Smith, que supuestamente repartiría en forma justa los beneficios de la cooperación social, tampoco ha funcionado. Por ello, es evidente la necesidad de que los gobiernos instrumenten estrategias para atemperar los insaciables deseos de acumulación y concentración de la riqueza de algunas elites, una consecuencia casi natural del sistema capitalista; sin embargo, también se requiere un ejercicio de la política que contemple tener precaución tanto para controlar los excesos del mercado, como para evitar la concentración del poder en el Estado. La experiencia parece enseñarnos que hay que aspirar justo al equilibrio entre ambos ámbitos, por supuesto sin dejar de reconocer el papel fundamental de la sociedad civil.

Lo que la historia política del mundo no se cansa de demostrar es que no importa tanto si la dictadura es del proletariado o de las oligarquías políticas y económicas en los regímenes de libre mercado, pues el resultado es prácticamente el mismo: una sociedad injusta en la cual se violan los derechos humanos de los individuos. Sólo la promesa de respetar todos los derechos para todos y de aceptar que no existen grupos sociales inherentemente buenos o malos, pues cualquiera puede cometer abusos y excesos, podrá garantizar de algún modo el tránsito hacia sociedades más felices. Para ello es fundamental la instauración y consolidación de las democracias. Los gobiernos tienen que ser incluyentes y aspirar a velar por los intereses de todos los ciudadanos, sin excepciones. Esto contempla, desde luego, tanto a los trabajadores como a los empresarios y las clases medias.

La gran enseñanza histórica es que nada justifica la violación de los derechos humanos en aras de la construcción de una supuesta sociedad igualitaria en el futuro. Los derechos de todos los individuos deben respetarse siempre, porque no es moralmente aceptable sacrificar a ninguna generación con la justificación de cumplir la promesa utópica de un mundo mejor. Como lo sostuvo Immanuel Kant desde el siglo XVIII, no se debe considerar al individuo como un mero medio, sino que es necesario visualizarlo como un fin en sí mismo (Kant, 1952). No es con la abolición de la propiedad privada como podremos construir una mejor sociedad. Siempre existen formas políticas de acaparar el poder y los beneficios, incluso en los sistemas de propiedad comunal. La historia de la humanidad nos ha mostrado que siempre surge un grupo privilegiado, que acapara más beneficios económicos y que ejerce un mayor poder político que los demás. En este sentido, pensar que las comunidades indígenas que tienen propiedades comunales están exentas del abuso del poder es, por lo menos, ingenuo.

Sin embargo, a pesar de que los sistemas socialistas tuvieron grandes consecuencias no deseadas, entre ellas sus monumentales aparatos represivos, no sería inteligente borrar todas las ideas de Carlos Marx. Sin duda, la posición económica de los grupos les confiere mayor o menor fuerza en el ámbito político. Por ello, no basta establecer un régimen democrático para proteger los derechos e intereses de todos los individuos; también es preciso crear instituciones, e instaurar pesos y contrapesos, que coadyuven a lograr un mejor resultado político y social. Es en el ámbito de las ideas donde pueden surgir las mejores propuestas para perfeccionar las instituciones, aunque no podemos olvidar que son las condiciones estructurales las que permitirán, o no, el desarrollo de las mismas, por lo tanto, las transformaciones se experimentan en ambos niveles.

La democracia amenazada

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