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Razón y sinrazón de la Iglesia Católica

Cuerpo político y económico de la mayor antigüedad, la Iglesia hoy supera la cifra de mil millones de fieles. Una de las claves de su riqueza y poder es que jamás deja sus asuntos a la suerte o las circunstancias fortuitas, o en las manos de Dios. Su arquitectura administrativa y operativa es el mejor ejemplo de una empresa destinada a perdurar hasta el fin de los tiempos. En su historial se incluyen hechos que nada tienen de espirituales o piadosos, como la destrucción de “los herejes”, la Inquisición para enviar a otro mundo a los judíos y otros, las guerras y rebeliones que patrocinó de las Cruzadas en adelante, en las que participó con frecuencia, hasta dar cobijo a abusadores de menores. Es de llamar la atención que sus estructuras medievales permanezcan, en las que un individuo proclamado infalible concentre el poder absoluto hasta la raíz misma de la venerable institución. Es heredera del paganismo romano vestido con ropajes diferentes. Más allá de sus celestes alcances, su vocación más sagrada ha sido la obtención y custodia de bienes terrenales, en un mundo en el que la mayoría de su feligresía es pobre e ignorante, que hace uso de obras de caridad, a la postre golpes de pecho para aliviar su conciencia. Como es natural, a este gigantesco poderío, parasitario más allá de toda medida humana y sobrenatural, se le agrega su conservadurismo, su acomodo al mundo de los poderosos y oposición a los procesos históricos novedosos a los que invariablemente los percibe como amenazantes. En el desarrollo de la ciencia (siempre desafiante de los dogmas de la religión católica), en las revoluciones liberales, marxistas, anticoloniales, nacionalistas o de índole semejante, y en los cambios de las costumbres la institución eclesiástica raras veces las ha asumido con un mínimo de apertura, sino todo lo contrario. En lo ideológico, se ha visto corta en originalidad, invención y lucidez, por lo que acusa una precariedad argumentativa y la repetición ad infinitum de dogmas, frente a las formas de pensamiento laico y avances científico de los siglos XIX y XX. Su militancia reaccionaria, su verbo filoso, hasta sus armas físicas, raíces de su poder, han convertido a la Iglesia en enemiga formidable de los cambios que para bien o para mal experimenta el mundo en que vivimos. Al encontrar respuestas con fuerza semejante por parte de entidades estatales o de cualquier otra parte, recurre a su socorrido expediente de las “persecuciones” de las que se dice eterna víctima, y no se queda con los brazos cruzados.

Tanta energía desplegada por la venerable institución tuvo un antecedente notable en 1937 cuando el Papa Pío XI condenó al marxismo y al “comunismo ateo” en su Encíclica Divini Redemptoris, y atacó duramente la doctrina de los “sin Dios” –es decir, la de los ateos, agnósticos, masones, bolcheviques y otros de etiquetas semejantes. Su estafeta anticomunista, antiliberal, antimasónica y antilaica le fue heredada y a su vez pasada a sus sucesores. Este siervo de Dios cargó con un fardo que la historia no le ha quitado de encima, que fue su alianza política con dictadores, como Benito Mussolini. A pesar de sus muchas diferencias –quizás no eran tantas– los dos autócratas compartían su hostilidad al comunismo, al que veían como amenaza a la dominación ideológico-religiosa y al imperio fascista en Italia. No eran tan extraños compañeros de cama: compartían más de lo imaginable su odio hacia todo lo que estaba a su izquierda. Los privilegios obtenidos por la Iglesia a través del Tratado de Letrán y otros, aunque no siempre fueron respetados por el gobierno italiano, aportaron considerables ventajas, en particular durante la Segunda Guerra Mundial.1 Comunismo se refería no solamente a la Unión Soviética, sino a sus partidos aliados en Europa, particularmente en Italia, donde los comunistas italianos estuvieron a la cabeza del movimiento partisano contra el nazi-fascismo, saliendo fortalecidos y con un gran prestigio después de la derrota de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Algo parecido aunque de distintas proporciones ocurrió en Francia, donde el maquis contaba con un cantidad sobresaliente de comunistas poseedores de una aureola de entrega y heroísmo en la defensa de su país.

Desde que el comunismo era más bien marginal en Europa en el siglo XIX, el Vaticano lo repudió por considerarlo una doctrina todavía más radical que el liberalismo que tanto le afectó desde la Revolución Francesa. En México, sus liberales eran una punzada en su mollera, y fue en este país donde se escribió un largo capítulo en que la Iglesia jugó uno de los papeles más cuestionables, siendo señalado una y otra vez con buenas razones como uno de los responsables de su atraso endémico. La pelea de la Iglesia Católica en periodos largos ha sido por la supuesta defensa contra imaginarias conspiraciones internacionales. Esta tendencia se remonta a muchos años atrás, y en ocasiones el observador se encuentra con que en la narrativa de ataque –del siglo XIX, por ejemplo– se pueden cambiar ciertos nombres o sustantivos, se mantienen los predicados, y ya está, como por ensalmo aparece una “nueva” narrativa. Con todo y que la violencia verbal de los Sumos Pontífices se expresó con fingida delicadeza, fue menos el crudo discurso de sus subordinados, desde los cardenales y arzobispos hasta los simples sacerdotes parroquiales que la emprendieron contra los “enemigos de Dios.” Pese a lo pedestre de sus prédicas, sorprende que los ejercicios retóricos de los prelados ejerzan un efecto hipnótico en las mentes que, en principio y según la biología, están hechas para pensar. En rigor su lenguaje artificioso, incomprensible y críptico las más veces –sin olvidar que en épocas no tan remotas las misas se llevaban a cabo en latín– ha imposibilitado una comunicación genuina con los creyentes, los únicos vínculos se construyen través de la autoridad carismática del eclesiástico y sus efluvios dramáticos, así como a las evocaciones a un mundo sobrenatural poblado de santos, ángeles y querubines, y en su caso, de demonios. Y en una tierra con masones, judíos, liberales y comunistas prestos a acabar con las creencias religiosas, hay mucha tela de donde cortar, por decirlo así. La oposición católica en muchas partes al liberalismo y laicismo, “el ateísmo y el materialismo”, cuyas raíces se remontan a la Ilustración y a la Revolución Francesa, fue frenética por desesperada en países como México, donde a lo largo de un siglo el activismo clerical fue el combustible de guerras intestinas y una invasión extranjera. Así, a mediados del decenio de 1880 el papa León XIII inició un nuevo combate contra la masonería italiana, y aunque él no incluyó la propaganda antisemita, delegó esta tarea en otros. En particular, los jesuitas relacionados con La civilitá cattolica intentaron desacreditar a la masonería al asociarla con una supuesta “conspiración mundial judía”. Dos de estos religiosos, R. Ballerini y F. S. Rondina, lanzaron una campaña según la cual todos los “males modernos”, desde la Revolución Francesa hasta las últimas quiebras italianas, eran frutos de una conspiración judía de dos mil años, renovada en la masonería. La civilitá cattolica pintaba a Italia como un país sumido en la violencia, la inmoralidad y el caos general gracias a los judíos, y hablaba del judaísmo en los términos que utilizaría Hitler: como un pulpo gigante que asfixiaba al mundo.2

El Vaticano en la Europa de fines del siglo XIX también tenía sus alarmas puestas frente a la “probable amenaza del comunismo, esa herida fatal que se insinúa en el meollo de la sociedad humana sólo para provocar su ruina”. (León XIII)3 El comunismo amenazaba el poder material y el imperio ideológico-religioso de la Iglesia, que esgrimía buenas razones para creerlo así: la pobreza y explotación de los trabajadores en cuyos hombros se sostenía el poderío industrial de Alemania, la Gran Bretaña o Francia favorecía el ascenso de las fuerzas anticapitalistas. Fiel a su naturaleza, la Iglesia Católica en el siglo XX hizo armas sin vacilar contra “el comunismo ateo” –una redundancia, ya que por definición el marxismo calificaba a la religión como el opio de los pueblos. En la visión apocalíptica cuasi-paranoica de los católicos fue fácil asociar una pretendida conspiración judía a la del “bolchevismo”. A título de ejemplo, el católico jerarca nazi Joseph Goebbels dijo en 1936 que el bolchevismo era un absurdo patológico y criminal inventado y organizado por los judíos con el fin de destruir a las naciones europeas y establecer la dominación del mundo sobre sus ruinas.4 Expresiones tan absurdas como ésta daban cuerpo, adaptadas a los tiempos modernos, a una fantasiosa alianza judía-masónica-atea-comunista para apoderarse del mundo, nada menos. A partir de Pío XII el discurso la Iglesia dejó ver la existencia de una conjura comunista en marcha, en la que supuestamente subyacía una judía, aunque pasada la guerra el término “judío” pasó a retiro forzoso, sobre todo después de las barbaridades sobre esta población en Europa por los nazi-fascistas y que dejó raspado al Santo Padre. Para cerrar con broche de oro su pontificado, Por su parte Pío XI apoyó sin reservas a la Iglesia Católica Nacional de España y a la sublevación de Francisco Franco; obispos y sacerdotes bendijeron las armas de los alzados, e intervinieron de distintas maneras en el conflicto contra la República, incluso con armas en la mano. La complicidad del clero con el terror militar y fascista de Franco y los suyos durante y después de la guerra fue absoluta. Desde el Arzobispo Gomá, Primado de España, hasta el cura del pueblo más apartado, a pesar de conocer el sufrimiento de los republicanos en las garras de sus enemigos, advertían los disparos, atestiguaban los fusilamientos y masacres, confesaban a los que iban a morir, veían como se llevaban a la gente “a paseo”, prestando oídos sordos a los familiares que imploraban piedad y clemencia para los presos en espera de su hora final. La actitud predominante fue el silencio, por convicción propia o por orden de sus superiores, cuando no la acusación o la delación, y el apoyo irrestricto al llamado nacionalcatolicismo español.5 Con la victoria franquista los prelados pasaron a ocupar la primera fila del régimen dictatorial, haciéndose cómplices de la brutal represión contra los derrotados. Pocas horas después de anunciar que el ejército de los rojos estaba vencido y desarmado, Franco recibió un telegrama de Pío XII, recién elegido Papa el 2 de marzo de 1939, que rezaba: “Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones que tan grande la hicieron.”6 El 16 de abril siguiente el mismo papa dirigió un radiomensaje a la “católica España” en el que se congratulaba “por el don de la paz y de la victoria, confirmaba el carácter religioso de la guerra, recordaba a los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica”, y pedía “seguir los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo (Franco) de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados (itálicas mías)”.7 Con todo y lo anterior, Pío XII –como también lo había hecho Pío XI– no pronunció, ni entonces, ni antes ni después, una sola palabra de misericordia o compasión para las víctimas, muchas de ellas católicas. Apenas el 12 de abril de ese 1939 tuvo lugar en Roma “un tedéum y recepción por el final victorioso de la guerra”, organizado jubilosamente por el cardenal Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, en la iglesia jesuíta de Gesú, a donde asistieron el Colegio Cardenalicio y de la Secretaría de Estado del Vaticano.8

El 23 de junio de 1949 Pío XII excomulgó a los comunistas italianos, y posteriormente al presidente argentino Juan Domingo Perón –a quienes acusó de “conductas perversas”–, absteniéndose de condenar eclesiásticamente a Benito Mussolini y Adolfo Hitler –cuyos pecados “no eran tan graves.” En alianza inconfesable con los Estados Unidos Pío XII dio todo su apoyo al Partido Demócrata Cristiano contra el Partido Comunista por el gobierno de Italia. Este Papa, en su “Discurso a los Párrocos y Predicadores Cuaresmales”, al mismo tiempo que declaraba que los hombres de la Iglesia debían dejarse a otros el cuidado de “examinar y resolver técnicamente” los problemas económicos y otras cuestiones de orden temporal, daba orientaciones concretas relativas a las elecciones que iban a tener lugar en Italia. El valor y el aspecto concreto de estas consignas no podía escapar a nadie, dada la campaña comunista desencadenada en Italia (Disc. De Pío XII a los Predicadores Curesmales, 10-3-48).9 Aprovechando su nueva influencia como campeona de la Guerra Fría la Iglesia pidió clemencia para los criminales nazis de guerra, buscando que se conmutaran sus penas impuestas en los juicios de Nuremberg. De suma gravedad, una historia muy conocida es que Pío XII no condenó el Holocausto del que ya estaba bien enterado, para no poner en peligro su amistad con los nazis y los fascistas. Por su parte, la CIA aportó 10 millones de dólares para apoyar a partidos favorables a los Estados Unidos como la Democracia Cristiana, reclutando sacerdotes y obispos católicos que propagaron el miedo de los creyentes a la “amenaza” comunista”, e inundando al país de cartas, panfletos y libros advirtiendo sobre los “peligros” que se avecinaban si ganaban los comunistas en las elecciones. La campaña patrocinada por la CIA resultó en un éxito inesperado para los demócrata-cristianos en las urnas. Con la victoria de la Democracia Cristiana en 1948 y con el empleo de gángsters corsos para romper una huelga dirigida por un sindicato comunista en el puerto de Marsella, la organización tuvo un poderoso aliento de la Presidencia de los Estados Unidos para continuar.10

La historia del Catolicismo carga con el fardo antisemita desde sus orígenes. Los católicos habían tachado a los judíos de parias, de contaminar la tierra, de perpetrar como raza el mayor crimen jamás conocido por el hombre, es decir, matar a Dios (itálicas mías). Es decir, eran deicidas. Los cristianos fueron los que concibieron la idea de desposeer a los judíos de sus hogares, sus tierras, sus sinagogas y cementerios, forzándoles a emigrar y a vivir confinados en lugares insalubres. Los extremos genocidas de los nazis y los fascistas habían alarmado a Pío XI –fallecido en 1939– quien supuestamente escribió una encíclica condenatoria que con su muerte quedó sin dar a conocer. Cuando Mussolini empezó a hostilizar a los judíos, el Sumo Pontífice mantuvo pegados sus labios. Hacia finales de 1941, las tres cuartas partes de los judíos italianos habían perdido sus medios de existencia, y tanto en Italia como en el Tercer Reich, la persecución antisemita alcanzaba alturas inauditas. Ni una palabra del Vaticano al respecto, tan rápido para condenar al comunismo y la más pequeña desviación de la fe, o de la moral sexual. A Alemania e Italia se sumaban los demás países ocupados o aliados por los nazis. Francia contribuyó con un capítulo de la historia de esa infamia, a partir de la redada del Velódromo de Invierno (16 al 17 de julio de 1942), ensañada en los niños judíos. El nuncio en París, Valerio Valeri, informó al cardenal secretario de Estado Miglione que los niños deportados de Francia eran conducidos a Polonia a los campos de concentración, mientras que Myron C. Taylor, diplomático estadounidense, facilitó detalles al mismo cardenal sobre los exterminios masivos de judíos en este lugar. Para cubrir las apariencias, la jerarquía eclesiástica francesa “ejerció lo que se puede describir como una protesta platónica” ante el gobierno de Vichy (con el mariscal Philippe Pétain a la cabeza), pero Pierre Laval –segundo a bordo– le comentó a Suhard, cardenal de París, que debería mantenerse al margen de la política y guardar silencio como Su Santidad lo hacía. Harold Tilman, otro diplomático estadounidense comentó que Pío XII evitó el tema de los judíos, que sería motivo especial de su visita, sino que éste se limitó a expresarle su preocupación “por las pequeñas células comunistas esparcidas en torno de Roma.” El Papa sabía, porque le fue avisado oportunamente por el jefe de los SS en Roma, que era inminente la matanza de las Cuevas Ardeantinas, donde murieron 335 personas, la mayoría judíos. En el momento en que ocurría este trágico acontecimiento, Pío XII se hallaba en audiencia con los cardenales del Santo Oficio y los de la Congregación de Ritos, y se preparaba para los ejercicios de Cuaresma. Como sostuvo el historiador Robert Katz en su libro Death in Rome: “no se necesitaba un milagro para salvar a las 335 personas condenadas a morir en las cuevas Ardeantinas. Existió una persona que podía, que debía y debe tenerse en cuenta por no haber actuado como mínimo para demorar la matanza alemana. Era el Papa Pío XII.” Una pregunta ha quedado sin responder en la historia vaticana: “¿Cómo en la llamada Europa cristiana pudo ocurrir el asesinato de un pueblo entero sin que la más alta autoridad moral sobre esta tierra dijese algo sobre ello? …” La narrativa antisemita de la Iglesia no desapareció con el fin de la guerra y la desaparición física de Pío XII. Su sucesor, Paulo VI expuso en un sermón que predicó el Domingo de Pasión de 1965. “Los judíos –dijo– estaban predestinados a recibir al Mesías y estuvieron esperándole miles de años. Cuando Cristo vino, el pueblo judío no sólo no lo reconoció, sino que se opuso a Él, le infamó y finalmente lo mató.”11 Por muchos años más, este anatema antijudío la sostuvo la Iglesia, al grado de que los católicos del mundo calificaron de deicidas a los judíos.

Notas del capítulo

1 “Tratado de Letrán”, Historia Mundial del Siglo XX, Vol. 2, Barcelona, Editorial Vergara, 1972, p. 456.

2 Cohn, Norman, El mito de la conspiración judía mundial, Colección Raíces, Buenos Aires, Proyectos Editoriales, 1988, p. 47.

3 <file:///C:/Users/Pedro/Downloads/Dialnet-ElGiroDelConcilio-3915380%20(7).pdf>.

4 Cohn, op. cit., p. 224.

5 Casanova, Julián, La Iglesia de Franco, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 2001, p. 51.

6 Ibid., p. 225.

7 Ibid., p. 226.

8 Ibid., p. 227.

9 Orbe y Urquiza, Pbro. Jesús de, Acción Católica, apostolado seglar organizado, México, Editorial Patria, 1950, p. 494.

10 Kinzer, op. cit., p. 102.

11 De Rosa, Peter, Vicarios de Cristo, la cara oculta del Papado, México: Ediciones Martínez Roca, 1992, pp. 224-225 y 227-230.

El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961

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