Читать книгу El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961 - Pedro Castro - Страница 6
ОглавлениеLas andanzas de la CIA en México (y otras partes)
A principios de los sesentas el ascenso del anticomunismo en México nos refiere al jefe de la estación de la CIA Winston (“Win”), y al embajador de los Estados Unidos, Thomas Mann. “Win” y Allan Dulles se conocieron en Londres y fueron buenos amigos durante los siguientes veinticinco años después del final de la guerra, a la par de que la CIA se convertía en un emporio mundial de violencia, propaganda, influencia y poder.1 Personajes de sólidas afinidades, a pesar de que Dulles era de origen aristócrata y Scott hijo de un granjero pobre, trabajaron juntos para lograr que el gobierno de los Estados Unidos transformara a la CIA de mera recolectora de información anodina a una agencia con capacidad para llevar a cabo operaciones secretas contra las fuerzas comunistas en todo el mundo. Una convicción también era compartida por estos dos personajes, y que se ligaban a la filosofía de dicha agencia: combatir al comunismo, hacerle retroceder, y de ser posible, ganarle espacios. Estos propósitos eran quiméricos y carentes de lógica, pero sin embargo se mantuvieron a lo largo de muchos años de operación, y cargaban con un historial de fracasos; a pesar de lo anterior, se mantuvieron como una oportunidad ante la carencia de proyectos imaginativos que le sustituyeran. La agenda de agresivas operaciones secretas de la agencia contra la Unión Soviética y sus aliados de Europa Oriental, que Allen venía empujando desde 1948, había chocado con duras realidades. Los servicios secretos británico y francés no tenían mucha paciencia con la retórica sobre “hacer retroceder” (hay en el discurso anticomunista mexicano la idea semejante de “hacer retroceder”, dados los “avances” del comunismo en el país) al comunismo en Europa Oriental. No podían tomar en serio a los estadounidenses porque todo parecía indicar que los comunistas habían llegado al poder para quedarse indefinidamente en Varsovia, Praga, Budapest y Bucarest, y no sería posible revertir procesos que ya estaban muy consolidados. La CIA carecía de la experiencia del M16, con una ya larga historia de espionaje en condiciones difíciles. Aquella frecuentemente se equivocaba al escoger a sus socios, normalmente exiliados en quienes depositaban su confianza en sus informes y sugerencias, que además de ser inexactos resultaron un atractivo negocio para ellos, por lo que lo más importante eran llenar hojas de papel con invenciones, que por supuesto, eran inútiles y un despilfarro.2 Si Europa tenía sus dificultades, mucho menores eran las de, por ejemplo, Guatemala, que como ya se vio antes, fue pan comido para la agencia debido a la debilidad del gobierno de Árbenz, pero para la CIA cumplía dos propósitos: justificar su existencia burocrática y recibir oxígeno, ya que se le cuestionaban constantemente sus funciones por otras ramas del gobierno. Todo el proyecto fue una falsedad de principio a fin, con resultados sumamente costosos para la sociedad guatemalteca, con el encumbramiento de militares muy represivos –apoyados por los Estados Unidos– y una prolongada guerra civil que ocasionó miles de asesinatos, sobre todo de los más pobres. Los Estados Unidos se vanagloriaron de que –por fin– obtuvieron una victoria en la Guerra Fría, al hacer “retroceder a los soviéticos de América.”3
“Win” era un hombre simpático, rústico y elemental, formado en los oscuros pasillos del terrorismo y conocedor de las operaciones ilegales de la CIA en varias partes del mundo. Su conocimiento del idioma español, aunado a la confianza que le tenía Allen Dulles, le convirtieron en jefe de la agencia en México. Este nombramiento llegó precisamente cuando la CIA creyó que México sería la siguiente ficha por ganar por la Unión Soviética, ya que arbitrariamente extrapoló las condiciones materiales y emocionales de Cuba a las aparentemente semejantes en ese país. El impacto del Castrismo había sido muy grande en muchos lados, sobre todo en la juventud y en fuerzas políticas variopintas que tenían en común ser antiimperialistas y progresistas, no necesariamente comunistas. Para el caso, todas entraban en el mismo caldero, y como tales habían que ser tratadas, porque la Guerra Fría no estaba para distinguir las sutilezas de tales personas, las enemigas de la democracia y la fe. Eran comunistas, y punto. Y había que anularlas hasta el exterminio –de ser posible– aunque fuera en un país extranjero, como México.4
La CIA estaba autorizada por sus superiores a echar mano de cualquier medio para “combatir el comunismo”: robo o compra de documentos confidenciales, corrupción de funcionarios públicos de distintos niveles o de autoridades de la Iglesia, tal como ocurrió en Hungría, Guatemala, Cuba y Polonia; provisión de fondos a opositores y sus medios de expresión, fueran locutores, editorialistas o simples reporteros; sobornos a militares desafectos y operaciones de “guerra psicológica” para crear y atraer opositores en general a determinados gobiernos, acciones terroristas llevadas a cabo por ellas mismas o por otras personas; sabotaje para debilitar a gobiernos contrarios a los Estados Unidos, sin detenerse ante los asesinatos e intentos de desaparecer físicamente al líder.5
Haciendo mancuerna con Scott como “nuestro hombre en México” estaba también el embajador estadounidense Thomas Clifton Mann. Entre sus credenciales figuraba que en 1954 fue destacado como consejero de la embajada norteamericana en Guatemala, en los momentos en que ya se gestaba el golpe militar de Castillo Armas contra el régimen constitucional de Jacobo Árbenz.6 La tarea de “Win” estaba bien definida por su cuartel general: combatir al comunismo. A este tío no le resultó tan difícil, por ejemplo, transitar en los vericuetos del poder, apoyado en su representación legal y de su arrolladora simpatía rural. Gobernaba el Partido Revolucionario Institucional (PRI), y el presidente de la república en turno. Para quien no estaba compenetrado en la realidad mexicana daba la impresión de que era progresista, pero hasta un ciego pronto advertía su autoritarismo y corrupción. Sospechoso era que la élite política vivía en un mundo aparte, con pragmáticos que habían escalado en un contexto caracterizado por la indiferencia y hasta rechazo de los jóvenes, y desde luego una distribución del ingreso que hacía que unos pocos concentraran la mayor parte de la riqueza, y la mayoría del campo y la ciudad se encontraran en condiciones sumamente precarias. Los gobernantes priístas se cuidaban de parecer nacionalistas y hasta anti-estadounidenses si la ocasión lo ameritaba, pero en las sombras no tenían ningún empacho en mantener acuerdos discretos con los criticados vecinos del norte. En su política externa, de manera contradictoria jugaban con posiciones conservadoras y avanzadas, según las circunstancias del momento. En los foros interamericanos, por ejemplo, en repetidas ocasiones México se plantaba con una política exterior independiente de Estados Unidos, al igual que en las relaciones con varios países de América Latina. El discurso antiestadounidense se oía con frecuencia, si bien su emisión era parte de un acuerdo básico con su vecino del Norte: en cuestiones secundarias para éste no había problema, pero sí lo habría si trasgredía los límites impuestos por la “prudencia política.” Una situación los hacía coincidir sin reservas: la repetición de los acontecimientos cubanos, incluidos la entrada de los soviéticos en el continente, y a partir de aquí, su expansión por más territorios. Desgraciadamente para su paso por la historia, jerarcas mexicanos se hicieron, ni más ni menos…agentes de la CIA. Adolfo López Mateos, el presidente en aquel tiempo, era socio en la agencia con el alias de LITENSOR, mientras que el secretario de Gobernación y sucesor también había sido atraído por el espionaje estadounidense. La cercanía de “Win” con López Mateos y Díaz Ordaz fue legendaria, al igual que con el subsecretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez (LITEMPO 8), quien sucedería a este último en el puesto en 1970. También se incluyeron el jefe de la policía política, el capitán Fernando Gutiérrez Barrios (LITEMPO 4), y Miguel Nazar Haro, de la Dirección Federal de Seguridad, los mayores represores al servicio de los presidentes en turno.7 La influencia de Cuba pronto fue percibida como un enorme problema político para los Estados Unidos en México. Para muchos jóvenes, la victoria de Castro –así como las posteriores victorias cubanas sobre el enorme poder estadounidense– hicieron pensar que “si él lo hizo, ¿por qué nosotros no?” Frente a los agravios infligidos por Estados Unidos contra México desde sus inicios como país independiente, incluyendo invasiones y la ocupación del territorio del Norte, la oportunidad casi había llegado como una venganza poética. El ejemplo ahí estaba para seguirlo. Pero, como bien sabemos, repetir experiencias históricas es imposible, pero los Estados Unidos, su oportuna y fructífera aliada, la Iglesia Católica, y la oligarquía mexicana que también era parte de esta Santa Alianza, el asunto no era para tomarse a la ligera. Ellos cerraron filas frente a la “amenaza” común, y prefirieron pagar más por los excesos que por su inacción.
Notas del capítulo
1 Morley, Jefferson, Nuestro Hombre en México: Winston Scott y la historia oculta de la CIA, México, Santillana Editores, 2008, p. 122.
2 Ibid., p. 95.
3 Ibid., 106.
4 Ibid, p. 122.
5 Pimentel Aguilar, Ramón, Espionaje Norteamericano en México, Colección Duda Semanal, Editorial Posada. 1975, p. 6.
6 Ibid., p. 19.
7 Morley, op. cit., p. 130.