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Nuestra madre

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Venían del funeral de su padre; tenían veinticinco años de no verse. Estaban en el departamento de ella. A él le gustaba tomar Cabrito pero ella sólo tenía Don Julio; llevaban horas poniéndose al corriente y la segunda botella de tequila iba a la mitad.

Él miraba los cuadros que su hermana tenía en la sala mientras platicaban. De vez en cuando la veía con detenimiento: si él no trajera bigote y ella un alaciado, serían un espejo del otro.

Pasaban más de las dos de la madrugada y la lluvia acentuó el calor.

—¿Y éste? ¿Se te mojó? —preguntó él.

—Es un Bacon. Así es el cuadro original.

—Pues no le agarro muy bien a tu chamba. Si ya tienen todos los cuadros en el museo, ¿por qué le pagan a alguien para que los ponga? ¿Los de intendencia no pueden? Yo podría colgarlos también. Ni que fuera más difícil que poner unos zoclos.

—¿Qué quiere estudiar Marta?

—Magda. Administración de empresas, aunque todavía le faltan dos semestres de la prepa.

Él caminó por el pasillo hacia el baño. A su izquierda había un cuadro con una mujer desnuda: dos pulpos la acariciaban con sus tentáculos. A la mujer parecía gustarle. Él hizo un gesto de asco y la mano derecha comenzó a temblarle; regresó a servirse otra paloma. Ella pensó en decirle que no debía arruinar así el Don Julio.

—Ese cuadro del pasillo no se me hace muy artístico.

—Es un grabado. Japonés. ¿No te gusta?

—Yo no lo tendría en mi casa. Es como del Libro Vaquero.

Ella sonrió porque alguna vez se le había ocurrido algo similar. Terminó su caballito y sirvió otro para agarrar valor y preguntarle lo que quería desde que lo volvió a ver.

—¿Por qué no fuiste al funeral de nuestra madre?

—Vine al de papá, ya con eso.

—Te avisé con tiempo. ¿Por qué no viniste?

Él giró su vaso; los hielos tintinearon contra el cristal. Lo hizo para disimular el temblor de su mano derecha.

—No quería verla. Ni siquiera muerta. Deberías quitar el cuadro de los pulpos.

Desde hace un rato los dos arrastraban las erres.

—Tampoco querías verme a mí.

—No —dijo él mientras giraba otra vez su vaso. Unas gotas de la paloma cayeron en el tapete.

Ella se enderezó.

—Después de que murió nuestra madre, tuve un sueño —dijo ella—. Tiene que ver con el grabado del pasillo.

—Mejor no me cuentes.

—Es del siglo xix, de Hokusai. Lo vi por primera vez cuando tenía veinte años, en un café del Barrio antiguo, y me hizo enamorarme de la pintura.

—Vamos a hablar de otra cosa.

Ella fue a la cocina. Cortó un poco de brie y lo acomodó en una tabla junto con galletas saladas de perejil. Lo puso sobre la mesa de centro. Él se acabó la paloma y se sirvió otra, sin hielos para que no sonaran con el temblor de su mano.

—Después de que nuestra madre murió, soñé que estaba en una galería; yo curaba la exposición. La sala reventaba de gente y los periodistas se formaban para entrevistarme. Todo el mundo quería una foto conmigo y en mi bolsa ya no cabían las tarjetas de presentación.

—Yo nada más sueño con que me gano el Melate. Pero ni me gusta porque en la mañana me doy cuenta de que todavía estoy jodido.

Ella lo vio con severidad. Él bajó la mirada a su vaso.

—En la galería era como si yo fuera la dueña de lo que estaba ahí: de los cuadros, de la comida, de las personas. Podía gritarle a quien fuera y nadie me reclamaría. Me sentía culpable de tener tanto poder. Cuando me di cuenta, estaba enfrente de cuadro de Hokusai. No recordaba haberlo puesto ahí; ni siquiera tenía que ver con la exposición. Además, era pequeñísimo, casi del tamaño de una postal. Me sentí una niña. ¿Recuerdas cuando éramos chicos e íbamos a casa de nuestra abuela? El cuadro me regresó a esa época. Olía a la albahaca que el abuelo plantaba afuera de la cocina, sentía las uñas llenas de tierra y oía cómo lavaban los trastes de barro. ¿Entiendes? Nuestra madre se acababa de morir y yo me sentía en casa.

—Nuestra madre no era muy hogareña. La odiaba. Y tú también.

—Sí, ¿pero te acuerdas por qué? Cuando desperté, traté de recordar algo; por más que lo intenté no pude acordarme de una sola vez que nos gritara o que nos tratara mal. Ni un solo castigo o amenaza. ¿Tú te acuerdas?

—A todos los niños los castigan y regañan.

—Tampoco te acuerdas de nada, ¿cierto?

Él tomó la penúltima galleta de perejil. No le puso brie porque le olió a podrido. La galleta le raspó en la garganta seca. Terminó su trago.

—No.

Él sacó unos Delicados de su bolsillo. Ella le entregó un cenicero. Él gastó cuatro cerillos para encender su cigarro. Cuando por fin lo logró, se frotó un ojo; le había entrado humo.

—¿Nunca te ha pasado que con ciertos olores empiezas a recordar, aunque no sabes bien qué? En el sueño, me pasó algo parecido, pero en la piel. Ese cuadro, esa sensación del tentáculo sobre el clítoris, sobre los labios, adentro de la nariz.

Él chasqueó la lengua y cruzó las piernas. Apagó el cigarro, que apenas tenía unas cinco fumadas, y encendió otro.

—De alguna forma, mi cuerpo sabe cómo se siente una ventosa en el pezón, cómo un brazo sin huesos se tensa y luego se relaja. Vi el Hokusai y olvidé que estaba en un museo. Empecé a sentir que un tentáculo me penetraba. Yo quería resistirme, pero cedía. Centímetro a centímetro, entraba en mi cuerpo, bajaba por mi garganta hasta acariciar mi estómago. No me dieron náuseas. Era como si tomara agua. Me puse pálida, pero no por miedo. O sí, aunque mezclado con placer. Estaba a punto de tener un orgasmo.

Él carraspeo y la miró como queriéndole decir que era de muy mal gusto hablar de orgasmos con un desconocido, aunque fuera su hermano.

—No me veas así. Trato de decirte algo.

—Ve al grano.

Ella suspiró, terminó su caballito y continuó.

—Tensé los muslos. Aunque lo más extraño fue que ese sentimiento de estar en casa no desapareció. Estaba protegida por un monstruo.

—Tal vez fue una pesadilla por esos cuadros que ves.

—No tiene nada que ver. ¿Sabías que los pulpos tienen un pico como los pájaros? Pues yo sólo lo supe después de sentirlo en el sueño, sólo investigué ese dato porque sentí que un ave me pellizcaba la entrepierna.

—Coincidencia.

—Fue un recuerdo. Ya había sentido un tentáculo y un pico de pulpo.

—Exageras. Igual y un día viste uno en la marisquería. ¿Que no uno sueña con lo que lo calienta?

—Esto es diferente. Me sentía protegida por un pulpo que me tocaba. O me tocó. Compré esa reproducción al día siguiente. Cada vez que la veo, siento lo mismo.

Los dos se quedaron callados. El cigarro se consumió.

—¿Y? ¿Qué piensas? —preguntó ella.

—Ve con un loquero.

—No seas así. De algo tienes que acordarte.

—¿Que si me acuerdo de pulpos y de tu cuerpo desnudo?

—No, tú recuerdas. Lo supe cuando te vi en el pasillo, enfrente del cuadro. Te empezó a temblar la mano. De niños, siempre te temblaban las manos si tenías miedo. Esas mañas no se quitan.

Él se tapó la mano derecha con la izquierda y vio a su hermana con furia.

—Y a ti te encantaba inventarte historias.

—Te acuerdas. Mira tu mano. ¿Tienes idea de cuánto sufrí? Nos debemos una explicación y, de alguna manera, tiene que ver con el cuadro. ¿Te fuiste por mi culpa?, ¿por culpa de nuestra madre? Éramos felices. Después de que huiste, nuestros padres apenas si me hablaban y hacían como que yo no existía. Creí que era normal, estaban tristes por ti. Pero no era sólo eso. Me ignoraban a propósito. Nos sentábamos a comer y sólo hablaban entre ellos. No iban a las juntas de la escuela, nunca me preguntaban nada. Dejé la casa en cuanto pude, apenas terminando la universidad. La tía Concha me tuvo que avisar que se murió nuestra madre. Ni para eso me buscó papá.

El vaso resbaló de su mano. Mientras ella recogía los pedazos, él se levantó y se encerró en el baño.

Ella escuchó las arcadas de su hermano; luego, el grifo abierto y que tosía un poco. Cuando él salió minutos después, estaba pálido y con los hombros caídos. Su camisa blanca tenía una mancha naranja en el bolsillo izquierdo.

—Perdón por el vaso —dijo él.

—No te preocupes. Siéntate, te sirvo más.

Ella le sirvió otra paloma, con apenas un sorbo de tequila.

—No he podido dormir bien desde entonces. Cada vez que cierro los ojos, recuerdo esos tentáculos. ¿No crees que esté relacionado con la muerte de nuestra madre?

—No sé —contestó él.

Él arrugó su cajetilla vacía. Ella le extendió unos Marlboro blancos y le encendió uno.

—La noche antes de que me llamaras para decirme lo de nuestra madre —dijo él después de sacar el humo por la nariz—, me acordé por qué me fui de la casa.

—Cuéntame —ella se levantó y se sentó a su lado.

—¿Puede ser otro día? Estoy muy cansado.

—No, tiene que ser hoy. Te voy a traer un vaso de agua.

—No, así está bien.

—¿No quieres cambiarte la camisa?

—Estoy bien así. Perdón por lo del vaso.

—No te preocupes —dijo ella mientras le acariciaba el cabello.

—Antes de huir, quise ir a despertarte y despedirme pero me congelé en tu puerta; era mejor dejar las cosas sin hablarlas. Me robé el dinero que guardaban mis papás en el cajón de los cubiertos y caminé hasta la terminal. Tomé el primer camión que se me ocurrió. Viajé sin parar tres semanas. Agarraba las rutas más largas; llegaba a una terminal y me iba a otra sin esperarme. Estaba huyendo de nuestra madre, huía de papá, de ti. No soportaba la casa. No después de eso. No hablé en mucho tiempo, estaba muy asustado. Me fui, y nada más me quedaba pensando toda la noche en qué te había pasado. Hasta que un día, casi como abrir los ojos en la mañana, todo estaba bien. Tenía un negocio, una novia en la universidad, tramité mi pasaporte para mudarme al gringo. Sólo sabía que odiaba a nuestra madre. Decidí que estabas mejor sin mí. Antes de que me hablaras para lo del funeral de nuestra madre, regresó el malestar: otra vez corría entre camiones, no dormía por estar pensando en ti. Debí haberme quedado contigo. Cuando me acordé, yo rogaba que todo fuera un alucine mío.

Él hizo una pausa; quería que ella lo interrumpiera, pero se quedó callada, mirando su caballito a medio tomar. Él apuró su trago. Se preparó otra paloma con tequila hasta la mitad del vaso.

—Ese miércoles llegamos de la escuela. Reprobaste dos materias. Te iban a regañar pero según tú sabías más que el maestro. Nos sentamos los cuatro para comer. Era una comida normal. Les dijiste a mis papás lo que pasó en la escuela. Papá hizo lo de siempre: azotó la cuchara contra el plato. Te empezó a decir que para qué te pagaban la escuela si así respondías. Agachaste la cabeza pero te estabas aguantando la risa y yo también. Papá enojadísimo, nuestra madre nada más lo apoyaba diciendo sí con la cabeza. Era un pinche comercial.

”Nuestra madre empezó a hacer sonidos raros. ¿Sabes cómo suena una vaca mientras se desangra? Es como si sacara el mugido por la rajada que tiene en el cuello. Sonaba igualito. Nuestra madre empezó a tener calambres en todo el cuerpo. Se retorcía pero papá no lo notaba, te seguía diciendo de cosas.

”Tú y yo, ya bien serios, mirábamos a papá que daba manotazos y le dijo algo a nuestra madre, acusándote. Después, miramos a nuestra madre; temblaba como una gelatina pero en cámara lenta. Su boca se abrió y se asomó un pico. Le salía una lengua negrísima. Mientras temblaba, nos salpicaba de baba a los tres, pero papá ni enterado. Era como si estuviera en, no sé, otro lado, y nosotros dos enfrente de un monstruo. Los ojos de nuestra madre se volvieron amarillos, se hincharon. Se hinchó toda su cabeza.

”Empezó a oler a pescado. Se me taparon los oídos y no podía gritar. A nuestra madre le crecieron de la nuca unos tentáculos. Tenía como ocho bocas en cada uno. Se abrían y se cerraban bien lento, querían que las viéramos. Tú me pediste ayuda, bajito, casi no te escuché; papá hablaba sobre tus calificaciones y tu futuro. Supongo que pasó bien rápido, porque papá todavía estaba con eso, pero a mí me pareció un montón de tiempo.

”Aunque papá, tú y yo nos seguíamos moviendo lento, los tentáculos de esa cosa no, era como si fuéramos de dos mundos distintos. Esa cosa te empezó a rodear y yo me levanté en automático de la mesa. Pasé atrás de papá. Lo vi decir “no”. Tú me veías mientras daba la vuelta a la mesa. Uno de esos tentáculos te subió la falda. Te digo que todos nos movíamos como si estuviéramos abajo del agua, pero los tentáculos no; ésos se retorcían, me recordaron unas víboras. Traté de alcanzarte, no pude mover mi brazo, era un robot y tenía que seguir dándole la vuelta a la mesa. Pasé atrás de ti y vi cómo se te metían entre las piernas. Cerraste los ojos y gemiste. Empezaste a llorar. Yo, hipnotizado o algo, estaba pasando cerca de nuestra madre, por donde le salían los tentáculos. Atrás de ella había más animales: camarones vivos.

”Fui al fregadero. Traía un plato y lo dejé ahí. Seguías llorando. En eso, papá levantó la mano y te la puso en la cabeza. Quería que dejaras de llorar por las materias que habías reprobado. La mano humana de papá y el tentáculo de esa cosa se estaban rozando, pero él no se dio cuenta; te digo que parecía que estábamos en dos mundos. Mientras papá te acariciaba la cabeza, ese tentáculo te seguía tocando; papá se movía bien lento.

”Me senté. Fue como cuando le adelantas a las películas: la cabeza del monstruo se volvió a meter en nuestra madre, el tentáculo salió de tu entrepierna y otra vez estábamos en un comercial. El sol que entraba por la ventana y papá te decía: “Ya no llores, hija. Sólo estudia más para la próxima”.

Ella respiró hondo. Él comió la última galleta de perejil; su mano había dejado de temblar.

—¿Qué era? ¿Una alucinación?

—No sé.

—¿Qué piensas?

—No sé si era nuestra madre. Sólo estoy segura que no dejo de odiarla.

Ella fue por otro caballito, lo sirvió hasta el borde y rellenó el suyo. Él tomó uno. Ambos se lo acabaron al mismo tiempo, de un solo trago.


La compañía de las liendres

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